26 de Julio de 2023

San Junípero Serra

Muy estimados Amigos,

En el transcurso de un viaje apostólico a California, en 1988, san Juan Pablo II se dirigió a la tumba de Junípero Serra, hoy en día ensalzado como santo por la Iglesia. El Papa precisaba de este modo el sentido de su peregrinaje: «En momentos cruciales de los asuntos humanos, Dios coloca a hombres en quien confía, en tareas de importancia decisiva para el desarrollo tanto de la Iglesia como de la sociedad. Nos regocijamos por ello, sobre todo cuando sus realizaciones van acompañadas de una vida santa y que podemos calificar verdaderamente de heroica. Así sucedió con Junípero Serra, quien, gracias a la Providencia divina, se convirtió en el apóstol de California». Existe una estatua de este humilde sacerdote en Washington, en la sala de estatuas del Capitolio norteamericano.

San Junípero Serra Junípero Serra nace en 1713 en Petra, en la isla de Mallorca (España). En el bautismo recibe el nombre de Miguel José. Sus padres, Antonio Serra y Margarita Ferrer, son campesinos analfabetos pero ricos en fe y en verdadera caridad. Siendo niño, Miguel saluda a los que pasan con la piadosa fórmula local que propagará en América y que le sobrevivirá: «¡Amad a Dios!». A causa de su frágil salud, sus padres consideran que no podrá ser campesino ni picapedrero, las dos profesiones dominantes en el pueblo. Al descubrir en él aptitudes intelectuales, le permiten frecuentar la escuela que los franciscanos dirigen en el pueblo. El joven permanecerá unos diez años como escolar en los franciscanos.

El alma cuenta más que el cuerpo

A la edad de dieciséis años, el adolescente solicita ingresar como religioso en esa Orden y adopta el nombre de fray Junípero, en memoria de uno de los primeros compañeros de san Francisco de Asís, cuya personalidad sencilla y espontánea le atrae. Siendo novicio en el convento de San Francisco, en Palma, le cautiva el silencio, el Oficio divino y las lecciones que se centran sobre todo en la vida del fundador. En contrapartida, con gran pesar suyo, la fragilidad de su salud le supondrá varias dispensas, una de las cuales será levantarse por la noche (los religiosos se levantaban en medio de la noche para cantar el oficio de maitines); se siente preocupado por su admisión definitiva. Sus superiores, sin embargo, para quienes la calidad del alma cuenta más que el vigor del cuerpo, lo aceptan en la Orden Franciscana, con la que se compromete definitivamente mediante la profesión religiosa el 15 de septiembre de 1731. A partir de ese momento desaparecen prácticamente sus problemas de salud, hasta tal punto que, en el transcurso de su vida misionera, podrá recorrer a pie distancias extraordinarias. En Palma, fray Junípero cumple con brillantez un trienio de estudios filosóficos, y después otro de teología, siendo ordenado sacerdote en 1737. Sus superiores lo dirigen hacia la enseñanza, para la cual lo consideran dotado. Así pues, se convierte en profesor de filosofía y, cinco años después, de teología en la Universidad Luliana de Palma, fundada por el beato Raimundo Lulio (Ramón Llull – 1232-1315), donde es muy apreciado. Sin embargo, no acaba de estar contento con ese ministerio intelectual y, en sus tiempos libres, predica al pueblo por toda la isla.

Durante su formación, al joven religioso le había impactado la lectura de los relatos de los misioneros de su Orden establecidos en América Latina. A la edad de treinta y cinco años, fray Junípero responde a una nueva llamada de Dios, que ha discernido pacientemente en su corazón, y consigue permiso de su superior para partir como misionero a Nueva España (México). Tras una estancia de ocho meses en Cádiz, donde se le retiene por trámites administrativos y materiales, se embarca en 1749 en un navío que zarpa hacia América, junto con otros veinte franciscanos y diez dominicos. El viaje dura 90 días; las reservas de agua se calcularon mal y, los últimos días, los pasajeros deberán sufrir un severo racionamiento. «Para tener menos sed resolví hablar menos» —dice fray Junípero. Su valentía y regularidad son un estímulo para todos. El navío hace escala en Puerto Rico, en las Antillas, a fin de obtener agua y provisiones. Una pequeña ermita sirve de refugio a los franciscanos, que organizan una misión para el tiempo que dure la escala, con objeto de sustituir al pequeño grupo de sacerdotes que residen en la isla. Al marcharse, Junípero llegará a decir que todos los portorriqueños se habían confesado. El 1 de noviembre, después de una falsa partida que casi termina en naufragio, el navío despliega velas hacia el continente. La travesía resultará difícil a causa de la sobrecarga del navío. El 2 de diciembre los pasajeros vislumbran la costa mejicana, pero una violenta tempestad los aleja de ella. El día 4 la tripulación se amotina contra el capitán y el piloto. Los misioneros se reúnen para rezar y deciden venerar especialmente, si salen vivos de ese peligro, al santo que resulte elegido a suertes. Será santa Bárbara, mártir del siglo iv, cuya festividad caía precisamente ese día. Llegan a Veracruz el 9 de diciembre, celebrando una Misa de acción de gracias al día siguiente en honor a santa Bárbara, a la cual Junípero dedicará más tarde una misión de California, origen de la ciudad de Santa Bárbara.

8000 kilómetros a pie

Aunque sus compañeros realizan el viaje en caravanas de carros, suministrados para ellos por el gobierno, el padre Serra y uno de sus compañeros deciden, para ganar tiempo, recorrer a pie la distancia de 500 km hasta México. Por el camino la picadura de un insecto le provoca una inflamación en la pierna, que no cura; de resultas de ello padecerá de una herida infectada que le atormentará el resto de su vida. Llegan por fin a la capital, donde, el 1 de enero de 1750, celebran una Misa de acción de gracias en el santuario de la Virgen de Guadalupe, antes de dirigirse al colegio misionero franciscano de San Fernando. Antes de empezar su apostolado, el padre Junípero Serra pide a sus superiores que le indiquen un director espiritual para él, ya que su primera preocupación sigue siendo su camino hacia la perfección. Pronto le envían a una misión establecida en el macizo montañoso de Sierra Gorda, al noroeste de México (actualmente en el Estado de Querétaro), con los indios pames, todavía paganos. Tras aprender rápidamente la lengua indígena gracias a la ayuda del Espíritu Santo, traduce las oraciones y el catecismo; predica en lengua indígena y enseña cánticos a los indios. Se implica para mejorar sus condiciones de vida iniciándolos en la agricultura, en la artesanía y en los intercambios comerciales. Junípero utilizará por doquier los mismos métodos de observación empática y de adaptación a las condiciones de vida locales. En el transcurso de sus nueve años en Sierra Gorda el padre Serra funda cuatro misiones (hoy en día inscritas en el patrimonio cultural de la humanidad por la UNESCO) y recorre más de 8000 kilómetros, a menudo a pie a pesar del inconveniente de su herida en la pierna, pues camina siempre con la ayuda de un bastón. En el momento en que lo llaman a México, la mayoría de los indios con los que ha contactado ya son católicos; su situación económica y su modo de vida social e individual han mejorado.

En 1767 el rey de España Carlos III decreta la expulsión de los jesuitas de todos los dominios de la corona, entre ellos los del virreinato de Nueva España: los ministros y cortesanos imbuidos del espíritu «filosófico» han persuadido al monarca de que los jesuitas divulgaban el rumor de que era bastardo. Así pues, en la América española se hace necesario substituir a los jesuitas expulsados, para lo cual el gobierno recurre a los franciscanos. El padre Serra es nombrado administrador de las misiones de la Baja California (península situada al oeste de México). Poco después de llegar a la misión de Loreto se entera de que España desea colonizar la costa de la Alta California, ambicionada por los ingleses y los rusos, estableciendo para ello misiones y guarniciones militares. Se presenta entonces una ocasión con la que fray Junípero había soñado y por la que rezaba desde hacía tiempo: sembrar la semilla del Evangelio en una tierra por labrar. Se presenta enseguida como voluntario «para erigir la Santa Cruz e instaurar su estandarte», siendo designado como jefe de la nueva misión.

A principios de 1769 Junípero Serra emprende su viaje con ánimo, si bien se ve obligado a hacerlo a lomos de una mula debido a su pierna infectada. A su llegada a San Diego (actualmente en los Estados Unidos, al sur del Estado de California), rebosa de alegría. Pero no todo es de color de rosa: durante el camino han muerto de escorbuto unos veinte soldados y las provisiones se han agotado. El padre escribe entonces a sus superiores: «Haced de tal suerte que todos los que vengan aquí como misioneros no imaginen venir para otra cosa que no sea padecer tribulaciones por amor a Dios y la salvación de las almas». San Diego será el lugar de la primera misión californiana. Los indios de esa región vivían de forma muy primitiva, pues no conocían la agricultura y su régimen alimenticio se limitaba a la recolección de frutas y de raíces silvestres, a la caza y a la pesca. No llevaban ropa y, para protegerse del frío en invierno, se cubrían el cuerpo con pieles, plumas y barro.

La urgencia de evangelizar

Para fundar una misión, el padre Junípero procede siempre de la misma manera. Después de haber localizado un lugar conveniente provisto de agua, manda construir, por este orden, una capilla donde establecer el culto, una cabaña para albergar a los frailes y, finalmente, un fortín (pequeña construcción fortificada) donde poderse refugiar en caso de ataque. Después acoge cordialmente a los indios, que no dejan de acudir por curiosidad. Una vez establecidos suficientes lazos de confianza, los invita a establecerse cerca de la misión. En sus viajes de exploración y de fundación, el padre nunca olvida llevar instrumentos agrícolas y ganado (especialmente caballos) para que los indios los aprovechen. Los franciscanos y sus auxiliares transmiten igualmente a los habitantes del lugar las técnicas de trabajo de la madera, del hierro, de la piedra y del tejido. Los misioneros no se limitan a hacer que los indios se beneficien de los progresos técnicos de la civilización europea, sino que su fin último es enseñar a esas gentes, hasta entonces prisioneras de las supersticiones animistas, de la brujería y de numerosos vicios, la luz del Evangelio y el propósito de salvación de Jesucristo en cada uno de ellos. Las conversiones y los bautismos se multiplican.

En su encíclica Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990) san Juan Pablo II subrayó con énfasis la legitimidad de la evangelización y el deber de la Iglesia de ser misionera: «El anuncio y el testimonio de Cristo, cuando se llevan a cabo respetando las conciencias, no violan la libertad. La fe exige la libre adhesión del hombre, pero debe ser propuesta, pues las multitudes tienen derecho a conocer la riqueza del misterio de Cristo, dentro del cual creemos que toda la humanidad puede encontrar, con insospechada plenitud, todo lo que busca a tientas acerca de Dios, del hombre y de su destino, de la vida y de la muerte, de la verdad. Por eso, la Iglesia mantiene vivo su empuje misionero e incluso desea intensificarlo en un momento histórico como el nuestro» (núm. 8). «La Iglesia no puede dejar de proclamar que Jesús vino a revelar el rostro de Dios y alcanzar, mediante la Cruz y la Resurrección, la salvación para todos los hombres… Quienes han sido incorporados a la Iglesia han de considerarse privilegiados y, por ello, mayormente comprometidos en testimoniar la fe y la vida cristiana como servicio a los hermanos y respuesta debida a Dios, recordando que su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios sino a una gracia singular de Cristo, no respondiendo a la cual con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad» (núm. 11). El mismo Papa, en la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Asia (6 de noviembre de 1999) subraya que «la evangelización, como predicación alegre, paciente y progresiva de la muerte y Resurrección salvífica de Jesucristo debe ser vuestra prioridad absoluta» (núm. 2). En efecto, porque no hay bajo el cielo otro nombre [que el de Jesús] dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos (discurso de san Pedro, Hch 4, 12).

¡ Siempre adelante !

En 1770 Junípero Serra acompaña una expedición española por vía terrestre a Alta California, conducida por Gaspar de Portolà i Rovira. Ese viaje culmina con la fundación del «presidio» (puesto militar y civil) de Monterrey (a 80 km al sur de San Francisco), donde el padre Serra establece el 3 de junio de 1770 la misión San Carlos Borromeo. Al año siguiente, a fin de evitar conflictos con el gobierno del presidio y de hallar mejores tierras de cultivo, desplaza la misión más al sur, cerca del río Carmelo, donde establece su cuartel general durante los catorce años que le quedarán de vida. Entre 1770 y 1782, fiel a su divisa «¡Siempre adelante!», fundará las nueve primeras misiones de Alta California, a pesar de la oposición de Neves, gobernador de California y discípulo de Voltaire. En 1794 agrupan a 4650 indios y a 38franciscanos. Se fundarán otras doce misiones franciscanas después de la muerte del padre Serra, hasta 1823. En 1776, en el transcurso de otro viaje de exploración, el padre Palou celebra la Misa ante una choza, donde funda, bajo la autoridad del padre Serra, la misión de San Francisco de Asís, origen de la metrópolis de San Francisco. Otra misión, Santa María de los Ángeles, llevará el nombre del santuario de Asís donde murió san Francisco. Alrededor de ella se levanta hoy en día la metrópolis de Los Ángeles.

Junípero y sus compañeros entran en conflicto, a veces, con las autoridades civiles. En agosto de 1770 Pedro Fages, gobernador del presidio de Monterrey, permite ciertos desórdenes: unos soldados maltratan a los indígenas y secuestran a unas mujeres indias para hacerlas concubinas. Como quiera que el gobernador dispone del pleno control del correo, Serra decide ir él mismo a México para hacer valer ante el virrey Bucareli una «Representación» (queja), exigiendo que los indios sean tratados como personas humanas, y proponiendo medidas concretas en ese sentido. El viaje (3200 km a pie) resulta complicado por su carácter clandestino y por los problemas de salud del padre, ya sexagenario, y durará tres años. La «Representación» del padre Serra, que se ha calificado a veces como «Declaración de los derechos de los indios americanos» es aceptada por el poder civil español y será aplicada con bastante normalidad.

Obtener mucho más con la dulzura

El 4 de noviembre de 1775 unos indios Kumeyaay atacan la misión de San Diego, destruyendo los edificios y matando a fray Luis Jaime. Esa exacción provoca persecuciones por parte del poder civil; dos años más tarde veinte autóctonos son condenados a muerte. No todos son asesinos; el padre Serra escribe inmediatamente al virrey y le recuerda una demanda previa: «Si unos autóctonos, sean paganos o cristianos, vinieran a matarme, a mí o a otros frailes, deberían ser perdonados». El virrey Moncada sabe por experiencia que los franciscanos obtienen mucho más con dulzura que los soldados con severidad, por lo que accede de nuevo a esa súplica: los sublevados escapan a la pena capital.

Junípero Serra bautizó en California a más de 5000indios. Tras haber recibido del Papa una delegación de poderes muy inusual en la época, administró a otros 6000 el sacramento de la Confirmación, acto reservado normalmente al obispo. Sintiendo que se acerca su fin, parte a una nueva gira por sus queridas misiones. «Mi vida está en California —escribe— y, si Dios lo quiere, espero morir aquí». Regresa agotado a Monterrey el 20 de agosto de 1784, pero no por ello deja de rezar, cantar y bailar con los indígenas. Un médico que lo examina al día siguiente le advierte de la gravedad de su estado de salud y de que debe cuidarse, pero los tratamientos que suministran al enfermo no producen efecto alguno. Durante la noche del 27 al 28 el padre pide recibir los últimos sacramentos. Reza con los misioneros presentes los salmos penitenciales y las letanías de los santos; a veces intenta arrodillarse en su reclinatorio. Luego recibe la absolución con indulgencia plenaria. Por la mañana el padre Palou lo encuentra acostado, con una expresión de gran serenidad en el rostro, sujetando el crucifijo que llevaba con él desde su llegada al Nuevo Mundo. El padre Junípero Serra entregó su alma a Dios prácticamente sin agonía. La noticia de su muerte se expande inmediatamente, y el pueblo afluye. El cuerpo es trasladado religiosamente a la iglesia. Los laicos consiguen que ésta permanezca abierta toda la noche para poder velarlo. Al día siguiente se celebran las solemnes exequias, a las que acuden 6000 indios a pesar de la brevedad del tiempo transcurrido desde su defunción; la pequeña guarnición local y la tripulación de un navío español varado resultarían totalmente impotentes si sucediera algún desorden, pero todo transcurre con calma y en medio de un gran fervor. Se monta una guardia para evitar que las reliquias sean robadas por fieles intrusos. Todavía en la actualidad las reliquias de san Junípero pueden venerarse en Monterrey-Carmelo, en la basílica de la misión que él mismo fundó.

Adelantado a su tiempo

Si bien la figura de san Junípero ha sido celebrada desde hace más de dos siglos por personalidades americanas, tanto religiosas como seculares, su memoria se ha cuestionado desde hace algunas décadas por parte de movimientos revolucionarios americanos; ese franciscano, al que el Papa Francisco denominó como «uno de los padres fundadores de los Estados Unidos» (en 1848 ese país usurpó la Alta California a México), es acusado de haber promovido el colonialismo y reducido a la esclavitud a los indios americanos. Esa agitación ha desembocado en el derribo salvaje de las estatuas del santo en Los Ángeles y San Francisco por alborotadores en junio de 2020. Como réplica a esos actos absurdos, los obispos de California declararon el 22 de junio: «La verdad histórica es que Junípero Serra insistió muchas veces ante las autoridades españolas para que las comunidades locales fueran mejor tratadas. Junípero Serra no era simplemente un hombre de su tiempo, sino que, en su labor con los amerindios, era un hombre adelantado a su tiempo, que realizó inmensos sacrificios para defender y servir a la población autóctona y actuar contra una opresión que va más allá del período de las misiones». Por su parte, Monseñor José H. Gómez, arzobispo de Los Ángeles y presidente de la Confederación Episcopal Norteamericana, confía: «Creo que fray Junípero es un santo para nuestra época, el fundador espiritual de Los Ángeles, un defensor de los derechos humanos y el primer santo hispano de este país. San Junípero no vino para conquistar; vino para ser un hermano. “Todos vinimos aquí y nos quedamos teniendo como únicos objetivos el bienestar de los indios y su salvación” —escribió de él y de sus hermanos».

Junípero Serra fue canonizado el 23 de septiembre de 2015 por el Papa Francisco en Washington D.C. (Estados Unidos). Se trata de una “canonización equipolente”: con motivo de la veneración popular demostrada hacia el santo, no es necesaria la constatación de un milagro. El hermano Junípero Serra —dijo el Papa en su homilía— «Supo vivir lo que es “la Iglesia en salida”, esta Iglesia que sabe salir e ir por los caminos, para compartir la ternura reconciliadora de Dios. Supo dejar su tierra, sus costumbres, se animó a abrir caminos, supo salir al encuentro de tantos aprendiendo a respetar sus costumbres y peculiaridades. Aprendió a gestar y a acompañar la vida de Dios en los rostros de los que iba encontrando haciéndolos sus hermanos. Junípero buscó defender la dignidad de la comunidad nativa, protegiéndola de cuantos la habían abusado».

Santa Teresa de Lisieux, al final de su corta vida terrenal, confiaba un día a una monja afligida de verla desplazarse, enferma, con tanta dificultad por el convento: «¡Camino por un misionero!». Igual que ella, cada uno de nosotros puede participar en la misión, directa o indirectamente ofreciendo a Dios oraciones, sacrificios y sufrimientos para que, según el encargo de Jesucristo, el Evangelio sea anunciado con toda seguridad hasta los confines de la tierra (cf.Hch 1, 8).

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