4 de Octubre de 2023

Beato Michaël McGivney

Muy estimados Amigos,

«Pero en las circunstancias presentes es en absoluto necesario que en el ámbito de la cooperación de los seglares se robustezca la forma asociada y organizada del apostolado, puesto que solamente la estrecha unión de las fuerzas puede conseguir todos los fines del apostolado moderno y proteger eficazmente sus bienes. En lo cual interesa sobre manera que tal apostolado llegue hasta las inteligencias comunes y las condiciones sociales de aquellos a quienes se dirige; de otra suerte, resultarían muchas veces ineficaces, ante la presión de la opinión pública y de las instituciones». (Vaticano II, decreto Apostolicam actuositatem, 18 de noviembre de 1965, núm. 18). Ese tipo de apostolado es practicado desde el siglo xix por los Caballeros de Colón, fundados por el beato Michael MacGivney.

Beato Michaël McGivneyMichael Joseph McGivney nace el 12 de agosto de 1852 en Waterbury, en Connecticut, al noroeste de los Estados Unidos; sus padres, Patrick y Mary, son inmigrantes irlandeses católicos. Como tantos otros irlandeses, han tenido que huir de su país, azotado entre 1848 y 1852 por una terrible hambruna, en la que casi el 20% de la población ha perecido y otro tanto ha emigrado, sobre todo a los Estados Unidos y a Canadá. Sin embargo, esos países ricos no pueden absorber con rapidez esa afluencia masiva de inmigrantes, y muchos de ellos se encuentran en la miseria.

En ese país mayoritariamente protestante, las familias de inmigrantes católicos se enfrentan a menudo a los prejuicios y a la exclusión social. Los irlandeses se ven obligados con frecuencia a ocupar los puestos más peligrosos en las minas, en los ferrocarriles y en las fábricas. Los accidentes, las enfermedades y el exceso de actividades conllevan fácilmente la muerte prematura de los padres de familia, que dejan a su viuda e hijos en la miseria.

Necesidad de sacerdotes

Michael es el mayor de otros doce hijos, seis de los cuales morirán a una tierna edad. Tanto en casa como en la Iglesia, Michael aprende a rezar y a poner el amor de Dios por encima de todo. Es un buen alumno de la escuela pública de Waterbury, y destaca por su excelencia, saltando incluso de curso y terminando su ciclo escolar con varios años de adelanto. A partir de los trece años empieza a trabajar en una fábrica de latón para contribuir a los recursos de la familia.

Al ser el crecimiento de la población católica más rápido que el del clero, se percibe una gran necesidad de sacerdotes. Animado por su párroco, Michael, que lo ha entendido, decide hacerse sacerdote a pesar de la oposición de su padre. En los Estados Unidos, los seminarios católicos son por entonces poco numerosos y las plazas son limitadas. La guerra civil denominada “Guerra de Secesión” (1861-1865) hace estragos con su cortejo de odios. Desde hace unos años, algunas sectas protestantes y sociedades secretas alimentan una oposición al catolicismo; los obispos y los directores de los seminarios procuran seleccionar severamente a los candidatos al sacerdocio, a fin de no dar tregua alguna a la calumnia y a las oposiciones. En 1868, tras recibir finalmente la bendición de su padre, Michael entra en el seminario de San Jacinto, en Quebec (Canadá). Tras dos años de estudios, el joven realiza una pausa de un año, continuando luego su formación en el seminario Nuestra Señora de los Ángeles, en el Estado de Nueva York (1871-1872). El deporte ocupa un lugar importante en el centro, y Michael se revela como un excelente jugador de baseball. Después regresa a Quebec, al colegio Santa María que regentan los jesuitas.

Pero en junio de 1873 muere su padre; al ser el primogénito, el seminarista debe regresar con su familia para garantizar la educación de los más jóvenes. No obstante, las mayores de sus hermanas encuentran pronto empleos remunerados y le evitan, de ese modo, tener que retomar el trabajo en la fábrica. Además, el obispo de Hartford, que lo considera como uno de sus mejores seminaristas, le concede una beca de estudios diocesana. A partir de septiembre de 1873, Michael retoma estudios teológicos en el seminario Santa María de Baltimore, regentado por los sulpicianos. «En contacto con ellos, su mentalidad se abrió —dice uno de sus biógrafos… Aprendió a considerar la erudición como secundaria en un sacerdote… La empatía hacia las desgracias humanas tiene mayor valor intrínseco… Acumular conocimientos es algo bueno, pero salvar almas es algo incomparablemente mejor».

Michael permanece cuatro años en Santa María. Después de tan larga y sólida formación, ese hombre, percibido por sus allegados como silencioso, decidido y piadoso, dotado también de buen sentido del humor, está perfectamente preparado para convertirse en sacerdote secular. El 22 de diciembre de 1877 recibe la ordenación sacerdotal. Unos días más tarde, en presencia de su madre, el padre Michael Joseph McGivney celebra su primera Misa en la iglesia de la Inmaculada Concepción de Waterbury. Tiene veinticinco años. Tras ser nombrado vicario de la parroquia de Santa María de Newhaven, ciudad portuaria del Estado de Connecticut, al borde del Atlántico, inaugura su ministerio a partir de Navidad. El párroco de esa parroquia, fundada en 1870, es entonces el padre Patrick Murphy, hijo también de un emigrado irlandés. Después de realizar brillantes estudios eclesiásticos, que le han distinguido entre el clero de la diócesis, culmina la construcción de una iglesia, consagrada en 1874, y luego la casa parroquial, en medio de circunstancias difíciles. El padre Murphy ha conseguido pagar las deudas contraídas para acabar las obras, pero se ha dejado la salud, ya que, a la edad de treinta y dos años, parece un anciano. Ese es el motivo por el que el obispo de la diócesis ha considerado necesario asignarle un vicario.

Una « avenida mancillada »

La ciudad de Newhaven se halla en pleno desarrollo industrial. El transporte marítimo le aporta una parte importante de sus recursos. La Universidad de Yale, una de las más famosas de América, tiene allí su sede. Las comunidades católica, protestante y judía cohabitan apaciblemente. Sin embargo, se manifiesta una cierta hostilidad hacia los católicos. A propósito de la iglesia edificada por el padre Murphy, el New York Times titula así un artículo: «How an aristocratic avenue was blemished by a roman Church edifice» (Cómo una avenida aristocrática ha sido mancillada por un edificio de la Iglesia Católica). En ese contexto, el padre McGivney gestiona con habilidad las relaciones con los protestantes, esforzándose en evitar los conflictos.

La forma de predicar del joven sacerdote es muy apreciada. Más allá de su perfecta dicción, su rostro, pálido y sereno, impresiona a los oyentes por la suave fuerza que dimana de él, manifestando a la vez la justicia y la misericordia de Dios. Son numerosos los testimonios que subrayan la determinación del joven sacerdote y su carácter indomable; pero él no es taciturno, y posee verdadero talento para hacer reír a toda una asamblea. La gente se siente naturalmente atraída por su actitud reservada pero acogedora, y algunas personas no católicas acuden a la iglesia para oírle predicar. Además, desempeña un papel determinante en varias conversiones. Hay dos grupos de parroquianos que se encariñan especialmente con él. Primero los niños, con quienes demuestra gran amabilidad. «Nunca lo encontré aburrido —afirmará uno de ellos. Prepara sus clases de catecismo con gran esmero, y recurre a uno u otro de los alumnos para representar a un personaje bíblico. El otro grupo es el de los adolescentes. En esa parroquia, como en otras muchas, un gran número de ellos abandonan la práctica religiosa. El primer motivo de su deserción es el hastío que sienten hacia la iglesia, pues nadie les muestra suficiente interés; otra causa se halla en el alcoholismo y en la lujuria, que les esclavizan. El párroco se toma muy en serio ocuparse de ellos, a fin de conseguir que conozcan y amen a Jesucristo.

La oposición a las sociedades secretas

Si bien su primera preocupación es la fe de sus fieles, el padre McGivney sigue de cerca los asuntos familiares, sociales, económicos y cívicos que conciernen a la población de Newhaven, en su mayor parte afroamericana o inmigrante católica. No faltan las buenas obras, y el vicario se implica de buen grado: especialmente en la feria parroquial anual, en la de las otras parroquias de la ciudad y en la celebración de la festividad de san Patricio, patrón de Irlanda, de donde proceden la mayor parte de los católicos. También encuentra ligas parroquiales de abstinencia total de alcohol. La de su parroquia se propone montar obras de teatro para el bien de sus miembros, y así recolectar algunos fondos. El padre se une a todo ello y acepta formar parte de la oficina, pero rechaza su presidencia, dejándola a un laico. En contrapartida, no duda en hacer de abogado de los feligreses ante los tribunales, a fin de preservar la cohesión de sus familias; también se compromete cordialmente con los ministros de las demás confesiones cristianas para organizar diferentes buenas obras.

Como respuesta a cierto vacío que sienten las personas en ese contexto, las sociedades secretas se multiplican. Con el subterfugio de poner remedio a la cuestión social, propagan ideologías incompatibles con la moral y la fe. Pronto el padre McGivney se halla en lucha contra ellas, impidiendo a sus miembros que participen en los oficios con sus insignias, especialmente en funerales, e intenta alejar de ello a sus fieles. Por otra parte, algunos desórdenes en la parroquia le obligan a poner en práctica su firmeza de carácter, incluso cierta severidad.

En julio de 1878, afectado de tuberculosis pulmonar, el padre Murphy debe abandonar la ciudad, ya que el verano es extremadamente caluroso en la costa atlántica. Confía la parroquia a su vicario, pero Dios lo llama dos años después. Le sucede el padre Patrick Lawlor, cuñado del padre Michael. Este último reúne a los principales hombres católicos de la ciudad en el sótano de la iglesia de Santa María. Planean fundar una sociedad de auxilio fraterno católico, con la finalidad de ayudar a los hombres a preservar y reforzar su fe, así como de apoyar económicamente a las familias que hayan perdido a su padre. El sacerdote comprende, en efecto, que para mantener unidas a las familias hay que satisfacer sus necesidades tanto temporales como espirituales, pues si las familias carecen de medios económicos se ven forzadas a separarse, lo que siempre comporta grandes peligros para la fe de sus miembros. En octubre 1881, una reunión que cuenta con ochenta hombres pone en marcha un comité, dirigido por James T. Mullen, encargado de redactar los estatutos de una asociación en la que prevalece la asistencia mutua.

Una nueva caballería

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n drama, semejante al que había provocado la interrupción de los estudios sacerdotales de Michael, acelera la realización del proyecto. Como consecuencia del fallecimiento de su jefe, la familia Downes, de origen irlandés, se encuentra en un grave apuro económico. En enero de 1882, el juez del tribunal municipal se ve obligado legalmente a retirarle los hijos a su madre para confiarlos a la asistencia pública. Para evitar llegar a ese extremo, debe presentarse un tutor voluntario y abonar una importante fianza. Ante la sorpresa general, se presenta para cumplir esa función el propio vicario, y uno de sus amigos, tendero, abona la fianza. El 29 de marzo siguiente se fundan los “Caballeros de Colón”. En una carta remitida a sus colegas, sacerdotes de la diócesis, el padre McGivney explica que su primer objetivo al fundar los Caballeros es «evitar que las personas se integren en las sociedades secretas»; a tal fin les ofrecerá las mismas ventajas, incluso mejores que esas. Su segundo objetivo es unir a los católicos de la diócesis de Hartford «de manera que tengamos más posibilidades de ayudarnos los unos a los otros en caso de enfermedad, de sufragar entierros decentes y de ayudar económicamente a las familias de los miembros fallecidos». El padre pide a sus colegas que colaboren a crear un consejo de los Caballeros en cada parroquia.

Al nombrar a los miembros de la nueva asociación “Caballeros de Colón”, el padre McGivney alude, de hecho, a las profundas raíces de los católicos en América. El Estado de Connecticut concede a los Caballeros un reconocimiento oficial como asociación legal. Los primeros Caballeros eligen al padre McGivney a su cabeza, pero el humilde sacerdote declara que corresponde a un laico dirigir esa organización de fieles laicos. Así pues, James T. Mullen es elegido como primer Caballero supremo, y el padre McGivney acepta la función de secretario supremo; dimitirá de ella dos años más tarde para convertirse en capellán supremo, al considerar que su primera obligación es servir a la Orden en calidad de sacerdote. Una rama femenina de los Caballeros dará a las mujeres la posibilidad de colaborar en esa obra. Más tarde se fundará una rama para los jóvenes: los “Escuderos de Colón”.

La protección de la fe de los católicos, principal preocupación de los Caballeros, los lleva a promover también el pleno reconocimiento de sus derechos como ciudadanos norteamericanos. Esperan, de hecho, debilitar las presiones sociales que se ejercen sobre ellos para que abandonen su fe. Conservar la fe no consiste simplemente en conocer el catecismo, por muy importante que ello sea, sino también poner en práctica el gran mandamiento de Jesús: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo por el amor a Dios. En la parábola del buen samaritano (Lc 10, 30), Jesús enseña que el amor al prójimo debe manifestarse en las calles y en los caminos, yendo al encuentro de aquellos que están marginados por la sociedad, curando las llagas de los enfermos y satisfaciendo sus necesidades. Los Caballeros afrontarán numerosos desafíos a los que debe enfrentarse la vida de las familias católicas. Las publicaciones de la asociación apoyarán la doctrina católica en su integridad. Actualmente defienden firmemente la vida y se oponen al aborto; promueven la familia rechazando los “matrimonios” entre personas del mismo sexo. En sus comienzos, no obstante, la asociación de los Caballeros topa con dificultades, ya que deben encarar numerosas críticas, en especial de parte de los sacerdotes. Los miembros fundadores se enzarzan en discusiones, y no se les une ninguna nueva incorporación… Pero en la primavera de 1883, unos hombres de una ciudad vecina, Meriden, piden unirse a los Caballeros. El grupo de Newhaven se ve estimulado por ello, y la obra levanta el vuelo.

Agradar a Dios antes que a los hombres

El concilio Vaticano II subrayará el papel de los laicos en la sociedad: «Impulsados por la caridad que procede de Dios hacen el bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe, despojándose de toda maldad y de todo engaño, de hipocresías, envidias y maledicencias (1 P 2, 1), atrayendo de esta forma los hombres a Cristo. Mas la caridad de Dios que se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado (Rm 5, 5) hace a los seglares capaces de expresar realmente en su vida el espíritu de las Bienaventuranzas. Siguiendo a Cristo pobre, ni se abaten por la escasez ni se ensoberbecen por la abundancia de los bienes temporales; imitando a Cristo humilde, no ambicionan la gloria vana sino que procuran agradar a Dios antes que a los hombres, preparados siempre a dejarlo todo por Cristo, a padecer persecución por la justicia, recordando las palabras del Señor: Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16, 24). Cultivando entre sí la amistad cristiana, se ayudan mutuamente en cualquier necesidad» (Decreto Apostolicam actuositatem, núm. 4).

Además de su ministerio parroquial, el padre Michael se ve obligado a asistir a un condenado a muerte, Jacques Chip Smith, un católico de veintiún años que, en estado de embriaguez, mató a un policía, y al que visita diariamente durante muchos meses. El cambio de actitud del joven es tan señalado que los periódicos locales dan cuenta de ello. Pocos días antes de morir, Jacques Smith dice llorando a su madre: «¡Mamá, no llores! Pronto estaré en un lugar mucho más agradable. Imagina que hubiera muerto la noche de la pelea. Habría muerto sin haber podido prepararme, y la situación sería mucho peor». El día de la ejecución, al pie de la horca, el padre lee unas oraciones que el joven repite después. Esa muerte trágica le afecta profundamente. Como agradecimiento a sus favores, Jacques le lega la planta que ha florecido en su celda.

En otoño de 1884, después de siete largos años de ministerio en la parroquia de Santa María, el padre McGivney es nombrado titular de la parroquia de Santo Tomás, en Thomaston, ciudad donde florece la industria relojera. El dolor de los parroquianos de Newhaven es profundo, según escribirá un periodista: «Parece que nunca antes el discurso de despedida de un miembro del clero haya afectado tanto a una asamblea como la de los numerosos fieles que ayer llenaban la iglesia de Santa María». El padre Michael recibe pronto, como suplemento, la carga de la parroquia de Terryville, modesta aldea situada a cinco kilómetros de Thomaston. En el transcurso de los seis años que pasa en Santo Tomás, establece sólidos lazos con sus parroquianos, mientras sigue siendo capellán supremo de los Caballeros de Colón. Conociendo la rectitud de los dirigentes de la Orden en Newhaven, desde su nuevo presbiterio vela por su reputación, publicando artículos en los periódicos locales para defenderlos de las calumnias y de las interpretaciones falsas, como la asimilación de los Caballeros a una sociedad secreta. En 1888 se le asigna un vicario, así que el padre puede entonces trabajar en un nuevo desarrollo de los Caballeros. Un grupo de hombres solicita la fundación del primer capítulo fuera de Connecticut (donde hay más de cuarenta), en Providence, en el Estado de Rhodes Island, hasta donde el párroco viaja varias veces.

Dos millones de miembros

En 1889 la salud del padre McGivney empieza a resentirse, aunque solo cuenta con treinta y siete años. Fruto del cansancio y desgastado por la labor pastoral, contrae en diciembre una gripe que se agrava al mes siguiente en forma de neumonía. Ni las curas de reposo ni las consultas a especialistas le procuran mejora alguna. La tuberculosis se lo lleva la mañana del 14 de agosto de 1890, dos días después de su treinta y ocho cumpleaños. Los Caballeros de Colón cuentan entonces con seis mil miembros. A sus exequias acuden delegaciones de casi todos los 57 consejos de los Caballeros de Colón. Los dos hermanos jóvenes de Michael, Patrick y John, siguen su ejemplo en el sacerdocio y servirán a los Caballeros como capellanes supremos; también lo será uno de sus sobrinos. Desde entonces los Caballeros se han desarrollado en numerosos países. En la actualidad cuentan con dos millones de miembros a través del mundo.

Michael McGivney fue beatificado el 31 de octubre de 2020. El ejemplo y la obra del nuevo beato nos incitan a evangelizar el mundo, necesidad que recuerda el concilio Vaticano II: «las circunstancias actuales les piden (a los laicos) un apostolado… más urgente porque ha crecido muchísimo, como es justo, la autonomía de muchos sectores de la vida humana, y a veces con cierta separación del orden ético y religioso y con gran peligro de la vida cristiana… A los laicos se les presentan innumerables ocasiones para el ejercicio del apostolado de la evangelización y de la santificación. El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas, realizadas con espíritu sobrenatural, tienen eficacia para atraer a los hombres hacia la fe y hacia Dios… Pero este apostolado no consiste solo en el testimonio de la vida: el verdadero apóstol busca las ocasiones de anunciar a Cristo con la palabra, y a los no creyentes para llevarlos a la fe; y a los fieles para instruirlos, confirmarlos y estimularlos a una vida más fervorosa: la caridad de Cristo nos urge (2 Co 5, 14)… Pues el mismo Señor invita de nuevo a todos los laicos… a que se unan cada vez más estrechamente, y sintiendo sus cosas como propias… De nuevo los envía a toda ciudad y lugar…; para que ellos se le ofrezcan como cooperadores aptos siempre para las nuevas necesidades de los tiempos, abundando siempre en la obra de Dios, teniendo presente que su trabajo no es vano delante del Señor». (Apostolicam actuositatem, núm. 1, 6, 33).

Pidamos al beato Michael McGivney que nos guie en el servicio al Señor y a nuestros hermanos.

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