31 de Agosto de 2023

Beata Ana María Taïgi

Muy estimados Amigos,

Dios ha escogido lo débil del mundo, para confundir lo fuerte (1 Co 1,27). En 1863, la Santa Sede justificaba así la apertura de la causa de beatificación de una madre de familia: «Cuando Dios quiere mostrar su poder y su sabiduría emplea normalmente lo que, a ojos del mundo, es debilidad y locura, para convertir en vanas las empresas de los impíos y quebrar los esfuerzos del infierno. En nuestros días… ha opuesto una simple mujer a los flujos de la impiedad que rebosaban por doquier. Se ha servido para esa obra de Ana María Taigi, nacida de padres honrados pero pobres, casada con un hombre del pueblo, encargada del cuidado de una familia y con el solo recurso del trabajo de sus manos para alimentarse ella y los suyos. Ha sido elegida por Dios para atraerle almas, para ser una víctima expiatoria, un obstáculo a las tramas de los impíos, y apartar así las desgracias mediante sus oraciones». En ese siglo xix, en efecto ―destaca Louis Veuillot, célebre periodista francés―—«se decía que el reinado de los Papas había terminado, que la ley de Cristo y el propio Cristo expiraban, que la ciencia pronto relegaría entre los fantasmas a ese pretendido Hijo de Dios, que ya no haría milagros. Y entonces Dios suscitó a Ana María Taigi para que curara a los enfermos… Le daba el conocimiento del pasado, del presente y del futuro… ¡Era la respuesta de Dios!».

Beata Ana María TaïgiNacida en Siena, en Toscana (Italia), el 29 de mayo de 1769, Ana María es la hija única de Luis Gianetti, modesto farmacéutico, y de su esposa María. Es bautizada al día siguiente de nacer. Seis años más tarde, circunstancias adversas obligan al padre a dejar su puesto, a vender todos sus bienes para satisfacer a los acreedores y a emplearse como sirviente. También su esposa debe buscar un trabajo. Muy pronto, el trabajo y el modesto ritmo de vida de los Gianetti les permiten instalarse dignamente en Roma. Ana María pasa apenas dos años en la escuela, donde aprende a leer y el catecismo. De ese modo puede tomar su primera Comunión y recibir la Confirmación. Sus padres la llevan a Misa casi todos los días. A la edad de trece años entra en el mundo laboral como obrera. Es piadosa y trabajadora, aunque también da muestras de coquetería y le agrada acicalarse. Pronto entra en el servicio doméstico, como sus padres, donde experimenta los peligros propios de una situación con demasiada libertad, así como las trampas que el mundo puede tender a las almas despreocupadas. Conoce a Domingo Taigi, ocho años mayor que ella, que trabaja como jornalero en el palacio del príncipe Chigi. Discerniendo en ella una sólida virtud, este le propone matrimonio; tras consultarlo a Dios en la oración, Ana María acepta. El casamiento se celebra en enero de 1789. La joven esposa se acomoda al difícil carácter de Domingo, que es un hombre honrado pero muy irascible.

Domingo es ascendido pronto a mayordomo, con alojamiento en el palacio de sus amos. Un día en que se dirige a la basílica de San Pedro, acicalada como de costumbre, Ana María se encuentra cerca de un sacerdote, el padre Ángel, de la Orden de los Servitas, quien recibe entonces interiormente una inspiración del Señor: «Te confiaré a esta mujer: trabajarás en su conversión y ella se santificará porque yo la he elegido…». Por su parte, después de haber llevado una vida compartida entre el amor a Dios y el amor al mundo, la joven se siente llamada a armonizar su vida con su fe. El nacimiento de sus primeros hijos la estimula en la vida espiritual, pues a partir de entonces es madre. Acude a confesarse al padre Ángel, quien, en un primer momento no la reconoce. Poco después regresa al confesionario y el mismo sacerdote la acoge paternalmente: «¡Por fin ha venido!». A partir de ese día, la vida de Ana María se transforma radicalmente, de modo que los menesteres de la casa y las obras de caridad se convierten en sus ocupaciones cotidianas.

A finales del año 1790, rezando ante un crucifijo, oye a Jesucristo que le pregunta: «¿Qué deseas? ¿Seguir a Jesús en su desnudez, despojado de todo? ¿O bien seguirlo en su triunfo y en su gloria? ¿Qué eliges? —Abrazo la Cruz de mi Jesús—―responde ella― y la llevaré como Él en el dolor y en la ignominia. En cuanto al triunfo y a la gloria, deseo recibirlos de sus manos en el más allá». De ese modo, Ana María se ofrece generosamente a unirse, como víctima expiatoria, a la redención obrada por el Señor, y se abre al padre Ángel en su deseo de una forma de vida religiosa compatible con su estado de mujer casada. Él le sugiere que se adhiera a la Tercera Orden. Con la aprobación de su marido, es recibida en la Tercera Orden de los Trinitarios. La Orden de los Trinitarios había sido fundada en el siglo xiii por san Juan de Matha y san Félix de Valois, con la finalidad de rescatar a los cristianos caídos en manos de los musulmanes y reducidos a la esclavitud; la misión de esos religiosos, material y espiritualmente difícil, es sostenida por laicos consagrados, que comparten gracias y méritos. «Mi mujer —recordará Domingo tras la muerte de Ana María— me pidió permiso para hacerse terciaria de la Orden de la Santa Trinidad, y yo se lo concedí pero con la condición de ser fiel a su papel de esposa y de madre de familia. Esas fueron mis condiciones, y ella siempre las observó con obediencia pronta y exactitud».

« Esto es un espejo… »

Pero Ana María recibe también otra misión: es elegida por Dios para dar testimonio, con fuerza invencible, de la existencia de lo sobrenatural. Para ello se le concede un don del todo excepcional, consistente en visionar permanentemente un globo o “sol” luminoso en el cual puede ver todas las cosas, naturales y sobrenaturales. Ese fenómeno durará cuarenta y siete años, hasta su muerte. «Esto es un espejo —le dice el Señor— que te muestro para que sepas cuándo se hace el bien y el mal». Ese sol, lejos de incomodar su deficiente visión natural, la fortifica. Lo visiona ante ella a un metro aproximadamente, algo elevado. Es del tamaño del sol que vemos, y está rodeado de rayos. Encima de él hay una corona de espinas. De ambos lados, dos espinas muy largas descienden hasta la parte baja del disco, donde se cruzan. En el centro del disco se halla una mujer sentada que representa, según parece, la Sabiduría divina. Ante la claridad de ese sol, Ana María ve todos los misterios de la fe y de la vida de Cristo, el estado de las conciencias, los pensamientos más secretos de los hombres, el destino de los fallecidos, la situación de las diversas naciones, las revoluciones, las guerras, las aspiraciones de los gobernantes, las maquinaciones de las sociedades secretas, las trampas de los demonios, los pecados… Siempre tiene a su disposición la visión de ese sol, y ella solamente hace uso de él para la gloria de Dios, cuando la caridad o la obediencia se lo piden.

Son miles los hechos que dan testimonio de la realidad de ese fenómeno, que no puede atribuirse al demonio: la humildad y la obediencia de Ana María, además de las innumerables conversiones obtenidas como consecuencia de los conocimientos procedentes de ese sol, demuestran suficientemente el origen divino de ese don. Ella misma saca el mayor provecho espiritual porque, al ver hasta sus más ínfimos pecados y defectos, se humilla profundamente. Ello la lleva a rezar y a hacer penitencia por la salvación de los pecadores cuyos desórdenes percibe. Respecto a los misterios de la fe, «aportaba respuestas de una precisión y de un rigor teológicos tales que sorprendían a los más instruidos» —afirmará su confesor. Ese don atrae hacia ella multitud de visitantes, pobres, príncipes, sacerdotes, obispos, y hasta al Papa, que acuden a pedirle consejo. Con sencillez y humildad, deseosa de pasar desapercibida, ella responde lisa y llanamente, elude las alabanzas, rechaza siempre cualquier pequeño regalo, para ella o para su familia. No obstante, las continuas idas y venidas a la casa de los Taigi sirven como pretexto a las conjeturas más fantasiosas o a las más malévolas.

Intensas luchas internas

El Señor le concede el don de la oración continua, que es como la respiración de su alma. Sin embargo, cuanto más recibe los dones de Dios, más desea Ana María devolverle a Él, por lo que su confesor se ve en la obligación de moderarla en sus penitencias. Ella procura esconder a su familia sus mortificaciones en la alimentación, pero a veces su marido se da cuenta de ello y la reprende, y ella, por obediencia, se alimenta un poco más. No obstante, toda su vida está marcada por la penitencia. Por la noche permanece en vela para rezar, concediéndose el menor sueño posible. A la mortificación externa, Ana María añade la de los sentimientos. Uno de los sacerdotes trinitarios afirmará que «había hecho un pacto con su voluntad de no darse ninguna satisfacción natural», con objeto de que el Señor lo ocupara todo. A pesar de su temperamento activo y sensible, se empeña, aunque con intensas luchas internas, a mostrarse muy amable con las personas hacia las cuales siente antipatía o que la han herido. Esa lucha la establece en una paz profunda que se refleja en su rostro y en la amabilidad de sus palabras. No por ello deja de resentir profundos sufrimientos, que ofrece a Dios como reparación por sus pecados y por los del mundo.

Sin embargo, el gran cambio en su vida, que de mundana ha pasado a ser austera, hace sufrir a su marido, ya que no ha recibido las mismas gracias, aunque este acepta finalmente la evolución de su esposa. Ella, que habría podido prevalerse de los favores divinos, sigue llevando con gran sencillez su vida de ama de casa. Ana María hace de su hogar un santuario de paz y de alegría para sus siete hijos, tres de los cuales fallecen a una tierna edad. Los educa con esmerada caridad, los catequiza y les enseña los rudimentos de la lectura y de la escritura, rezando sobre todo mucho por ellos. Tras dos años de escolaridad, los chicos son colocados con artesanos: uno se convierte en sombrerero y otro en peluquero. Pero las chicas permanecen en casa, y su madre las protege de las tentaciones de la frivolidad. Ana María mantiene siempre ocupados a sus hijos. Después de cenar, la familia reza el Rosario y se lee una corta biografía del santo del día. Los domingos visitan a los enfermos en el hospital, lo que ella hace con frecuencia durante la semana. Su ternura maternal no le impide aplicar con firmeza las sanciones pertinentes. «Cuando alguien se alteraba —afirmará sin embargo Domingo— ella no decía nada y esperaba a que se calmara. Luego hacía suavemente una reflexión…». Con motivo de la invasión de Roma por los ejércitos de la República Francesa en 1798, los padres de Ana María vienen a compartir la vida de su hogar. Los reveses de la vida los han amargado; la madre de Ana María provoca a menudo disputas con su yerno, y las escenas de ira se suceden. La joven las apacigua lo mejor que puede. Después de la muerte de su madre, Ana María sigue teniendo a su padre en casa, aunque las ocasiones de disputas no hayan desaparecido. Al final de su vida, cuando el anciano esté aquejado de lepra, su hija lo cuidará con ternura y le ayudará a morir cristianamente.

Solamente una vez a la semana

Ana María acude a Misa de madrugada, excepto si un miembro de la familia se encuentra enfermo, pues entonces se priva de la Misa para cuidarlo mejor… Siente una gran estima por los sacramentos, y recomienda sobre todo la confesión frecuente. Querría recurrir a ella cada día, pero su confesor le impone que se contente con hacerlo una vez a la semana. Sin embargo, le da permiso para comulgar todos los días, práctica rara en la época. En cuanto se arrodilla ante el sagrario, Ana María queda totalmente inmóvil y nada puede separarla de él, salvo la obediencia. En ocasiones, en el momento de la comunión, la Hostia escapa de los dedos del sacerdote y acaba posándose en su lengua.

Los siete sacramentos, instituidos por Nuestro señor Jesucristo, «están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios, pero, como signos, también tienen un fin instructivo. No solo suponen la fe, también la fortalecen, la alimentan y la expresan con palabras y acciones… Son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo; Él es quien bautiza, Él quien actúa en sus sacramentos con el fin de comunicar la gracia que el sacramento significa… La Iglesia afirma que para los creyentes los sacramentos de la Nueva Alianza son necesarios para la salvación… El fruto de la vida sacramental consiste en que el Espíritu de adopción deifica a los fieles uniéndolos vitalmente al Hijo único, el Salvador» (Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 1123, 1127, 1129).

Ana María venera muy especialmente a la Santísima Virgen, que le concede gracias insignes y que a veces se le aparece. La Cruz ocupa un lugar de honor en su hogar, y además lleva una pequeña cruz al cuello como recuerdo constante del amor de Dios y exhortación al sacrificio y a la penitencia: «¡Amor por amor!». La clara visión que le da el globo luminoso es la fuente de numerosos sufrimientos. Por añadidura, diversas enfermedades le causan dolores extraños e inexplicables. Nuestro Señor le había anunciado un día: «Te he elegido para ponerte en la fila de los mártires… Tu vida, para el sostenimiento de la fe, será un largo martirio». Y aún más: «Quiero hacerte sentir mi dulzura, y cuán agradables me resultan quienes me aman. Te destino a convertir a las almas y a consolar a personas de cualquier rango y condición… Habrás de luchar contra almas falsas y pérfidas, y debes esperar que se burlen de ti y que te insulten, que te desprecien y te colmen de injurias, y todo lo soportarás por amor». Violentos ataques del demonio le causan también tentaciones a veces muy sutiles, contra tal o cual dogma de la Iglesia, en especial la vida eterna y la existencia del infierno. En sus luchas, Ana María recurre a la humildad, a la oración y a los nombres de Jesús y de María. Consciente como es de su debilidad, reza al Señor para que la mantenga firmemente en su gracia, por miedo a traicionarlo. Su intenso amor a Dios provoca en ella un gran horror hacia el pecado, encaminándola sin cesar hacia los misterios de la vida de Cristo y de la Trinidad.

El único futuro

Ella sabe, en efecto, que el camino que conduce al Cielo es el de la fidelidad en el cumplimiento de los Mandamientos de Dios. El Papa san Juan Pablo II recordaba que el corazón de nuestra religión encierra «el misterio de la obediencia liberadora, que llega a su culmen en la obediencia perfecta de Cristo en la Encarnación y en la Cruz. También nosotros seremos verdaderamente libres si aprendemos a obedecer como hizo Jesús. Los diez mandamientos no son una imposición arbitraria de un Señor tirano. Fueron escritos en la piedra; pero antes fueron escritos en el corazón del hombre como ley moral universal, válida en todo tiempo y en todo lugar. Hoy, como siempre, las diez palabras de la ley proporcionan la única base auténtica para la vida de las personas, de las sociedades y de las naciones. Hoy, como siempre, son el único futuro de la familia humana. Salvan al hombre de la fuerza destructora del egoísmo, del odio y de la mentira. Señalan todos los falsos dioses que lo esclavizan: el amor a sí mismo que excluye a Dios, el afán de poder y placer que altera el orden de la justicia y degrada nuestra dignidad humana y la de nuestro prójimo. Si nos alejamos de estos falsos ídolos y seguimos a Dios, que libera a su pueblo y permanece siempre con él, apareceremos como Moisés, después de cuarenta días en el monte, resplandecientes de gloria, envueltos en la luz de Dios» (Discurso en el Monte Sinaí, 26 de febrero de 2000).

Si bien propaga a su alrededor la serenidad y la luz, Ana María pasa durante veinte años por la prueba de la noche oscura, pero no por ello deja de dirigir su casa como si nada sucediera. «Los consuelos celestiales —afirmará un testigo— desaparecieron como un rayo y dejaron tras de sí la sequía, la pena y el trabajo… El Cielo era como de bronce para ella… Sin embargo, Dios no le retiró las luces sobrenaturales con las que la había gratificado, pero esas luces no suponían ningún alivio para la terrible desolación interior que la abrumaba». Además ―atestiguará su confesor―, «las tribulaciones que la abrumaban jamás pudieron apagar el fuego que ardía en su corazón».

La tentación forma parte de la vida del cristiano, pero no es el pecado. Cometemos pecado cuando la voluntad consiente en el mal pensamiento. Los actos de amor hacia Jesucristo y el recurso a la Virgen María, sobre todo mediante las cortas plegarias llamadas “jaculatorias”, ayudan mucho a rechazar las tentaciones, por ejemplo: «¡Jesús, en ti confío!».

La caridad de Ana María Taigi se extiende a las almas del purgatorio: «Debéis sentir una gran devoción por las almas del purgatorio —repite ella—, sobre todo por las almas de los sacerdotes. Encomendad Misas por ellas cuando podáis. Adquirid la costumbre de rezar por ellas cada día… esa devoción os preservará de muchas desgracias, así como a toda vuestra familia». Algunas de esas almas, una vez liberadas, acuden para agradecérselo. Ana María conoce por revelación la suerte de muchos difuntos. Un día ve a un eclesiástico, muy apreciado por su actividad y entusiasmo, cruelmente atormentado en el purgatorio, porque había buscado sobre todo su propia reputación en lugar de la gloria de Dios. En otra ocasión, en contrapartida, ve cómo sube directamente al Cielo el alma de un humilde fraile capuchino, el santo fray Félix de Montefiascone.

Los efectos de la Revolución Francesa se hacen sentir hasta en Roma, y no dejan de influir en el clero, cosa que hace sufrir mucho a Ana María. Tiene conocimiento de numerosas intrigas de las sociedades secretas contra la Iglesia, y desbarata algunas mediante sus plegarias. Ve el secuestro del Papa Pío VI por el Directorio, su larga agonía y su muerte por agotamiento en Valence (Francia) en 1799. Anuncia la elección y, después, el regreso triunfal a Roma de Pío VII, entonces deportado por Napoleón. En 1823, su sucesor León XII padece una grave enfermedad. Monseñor Vicente Strambi, religioso pasionista y consejero del Papa, ofrece su vida por la curación del Santo Padre. Ana María le previene de que su ofrecimiento ha sido aceptado y de que morirá en lugar del Papa, lo que sucede efectivamente. Predice también la elección de Gregorio XVI (1831), y luego la de Pío IX (1846). Ana María ve también, en su sol, el transcurso de la vida de Napoleón Bonaparte hasta su muerte en 1821. Al respecto, reza y se inmola «para que las armas de los impíos sean quebradas y que su poder sea dispersado».

Respetuoso, humilde, sincero y sencillo

«Quien sirve a Dios —afirma Ana María— debe ser respetuoso y humilde, pero también sincero y sencillo al mismo tiempo». Y ella no desiste nunca de una gran sinceridad. Gracias a ella hay enfermos que, advertidos de la cercanía de su final, mueren santamente. Obtiene, a costa de grandes sufrimientos personales, algunas conversiones en el último momento. Destaca en consolar a quienes sufren de penas morales, y en socorrer a los indigentes, sea por sus propios medios o por sus relaciones, aun a riesgo de mendigar en su favor. Con la edad, sus dedos están doloridos, pero ella continúa cosiendo para que los suyos vayan decentemente vestidos, y también para asegurar el sustento diario de la casa. A finales de octubre de 1836, la enfermedad la abate. En una última conversación con su marido, y luego con sus hijos, les recomienda que sigan rezando el Rosario en familia. Después de una larga y dolorosa, aunque apacible agonía, entrega su alma con un grito de felicidad y de alivio, el 9 de junio de 1837, a la edad de 68 años. Con motivo del proceso de beatificación de su esposa, Domingo, a sus 92 años, dará testimonio con gran fervor; sus dos hijas también serán oídas. El Papa Benedicto XV proclamó beata a Ana María Taigi el 30 de mayo de 1920.

Al final de su vida, frente al escepticismo religioso de los partidarios de Voltaire, por entonces triunfante, Ana María Taigi osó pronunciar estas inauditas palabras: «¡No solamente creo en el Dios de la revelación cristiana, sino que lo he visto! ¡Y lo he visto, cada día, durante medio siglo!». ¡Que también nosotros, animados por estas palabras tan enérgicas, podamos vivir con una fe intensa en Dios Trinidad, y adecuar nuestra conducta a las enseñanzas del Evangelio de Jesucristo!

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