8 de Marzo de 2023
Beata Laura Vicuña
Muy estimados Amigos,
«A lo largo de los siglos hasta nuestros días —escribía el Papa Juan Pablo II—, no han faltado niños y muchachos entre los santos y beatos de la Iglesia… El Redentor de la humanidad comparte con ellos la solicitud por los demás: por los padres, por los compañeros y compañeras. Él siempre atiende su oración. ¡Qué enorme fuerza tiene la oración de un niño! Llega a ser un modelo para los mismos adultos: rezar con confianza sencilla y total quiere decir rezar como los niños saben hacerlo» (Carta a los niños, 13 de diciembre de 1994).
América del Sur dio a la Iglesia una niña beatificada por el mismo Papa. Laura del Carmen nace el 5 de abril de 1891 en Santiago de Chile, de José Domingo Vicuña, militar procedente de una de las familias más notables de Chile, y de Mercedes Pino, de origen humilde. Laura es bautizada apenas tres semanas después de nacer. Ese mismo año se producen graves disturbios sociales que ponen en peligro a los parientes de José Domingo, quien se ve obligado a huir con su familia. Se instalan en Temuco, a quinientos kilómetros al sur de la capital, con gran pobreza. En 1894 nace una segunda hija, Julia Amanda, pero el padre muere unos meses después. Su joven viuda retoma con valentía su oficio de modista y consigue abrir una pequeña mercería. Laura demuestra ser una niña tranquila y obediente; su madre dará testimonio de que nunca le causó pena alguna.
En 1898 Mercedes conoce a un grupo de monjas de la congregación salesiana de María Auxiliadora, dirigidas por el padre Milanesio, un misionero intrépido. Desean trasladarse a Argentina, pero unas lluvias y abundantes nevadas en los Andes las retienen en Temuco. En enero de 1899, dejando a Mercedes y a sus hijas en el lugar, las monjas emprenden el camino de la montaña y llegan unos días más tarde a Junín, en la provincia argentina de Neuquén. Ese puesto militar se sitúa a una altitud de 780 metros, en las primeras estribaciones de los Andes. La localidad cuenta entonces con trescientos cincuenta habitantes, mientras que otros dos mil, la mayoría indígenas y chilenos, viven diseminados en los altiplanos y valles circundantes. Los primeros colonos de ese lugar apenas llegaron unos veinte años antes. La conquista espiritual acaba de empezar, ya que la primera misión de los salesianos data de 1888. Don Milanesio ha sido uno de los audaces misioneros a caballo de la comarca, y ha bautizado a varios centenares de personas, incluso a miles de araucanos (indios del sur de Chile y de Argentina). Las Hijas de María Auxiliadora abren la primera escuela para niñas de la región el 6 de marzo de 1899. Los salesianos abren también una escuela para niños. Los padres Augusto Crestanello y Zacarías Genghini atienden la dirección espiritual de ambos centros.
Un señor feudal… sin fe
Al darse cuenta pronto de que no hay futuro para ella en Temuco, Mercedes decide partir con sus hijas. Cuando hace buen tiempo, entre diciembre y marzo, hay caravanas que se dirigen regularmente desde Chile a la provincia vecina de Argentina, que es más rica. Al llegar a Junín, la joven madre busca un empleo para poder pagar los estudios a sus hijas. Durante cinco o seis meses trabaja como sirvienta en una granja, dirigiéndose después a Ñorquín, al extremo norte de Neuquén, y finalmente a Las Lajas, donde los salesianos acuden de tanto en tanto. Mercedes está ansiosa de encontrar un apoyo para poder ofrecer una vida decente a sus hijas y no sentirse tan sola. Conoce entonces a Manuel Mora, propietario de la hacienda de Quilquihue, cercana al pueblo de Chapelco, y otras explotaciones. Manuel es un apuesto caballero, de un vigor excepcional, muy rico y hombre fuerte de la región ; le gusta pavonearse y se comporta en su finca, con numerosos servidores y trabajadores, como un señor feudal. Desgraciado quien se opone a él, pues pasa bruscamente de la actitud amable y caballeresca a una actitud dura y grosera. Las monjas de Junín lo describen como « un rico propietario de ganado, poco instruido y sin fe ». Sin embargo, Mercedes se deja convencer cuando, a cambio de hacerse cargo de la escolaridad de sus hijas, le pide que viva en su casa. El padre Genghini, de la misión salesiana, atestiguará que el 70% de las parejas de esa época vivían en concubinato, sin preocuparse de la ley civil o religiosa.
Mercedes no está a gusto en casa de Manuel Mora, pero encuentra cierta seguridad. Por eso soporta incluso las brutalidades de su concubino. Cuando se entera de que las religiosas que había conocido en Temuco han abierto una escuela, se dirige allí para matricular a sus hijas. Laura es muy feliz en el colegio, al que llama “mi paraíso”; las monjas aprecian su fervor, su caridad fraterna y su fidelidad a los deberes diarios. Es alegre e intenta ayudar a quienes lo necesitan. Mercedes siente alivio por ello. Más tarde Laura afirmará: «El Niño Jesús debía estar contento de la resolución de mi madre, y yo también». La ficha de matrícula menciona: «Junín, 21 de enero de 1900. Julia Amanda Vicuña, 6 años; Laura del Carmen Vicuña, 9 años; chilenas; padres: Domingo y Mercedes Pino, chilenos. Pagan quince pesos al mes cada una». Las alumnas de la escuela son jóvenes que empuñan con más facilidad las riendas de los caballos que la pluma o la aguja.
« Mi mejor oración »
La directora, la madre Piai, declarará : « Desde los primeros días en el colegio notábamos en Laura un juicio superior a su edad, así como una verdadera inclinación al fervor. Su devoción, aunque se trataba de una niña pequeña, era seria, sin afectación ni exageración alguna ». En espera del comienzo del curso escolar, el 1 de abril, las hermanas Vicuña viven con las religiosas. « Asumiendo desde el principio que tenía ante mí a una criatura tan excepcional —escribirá la madre Piai—, tuve una especie de sentimiento de temor, y me pregunté si no estaba arriesgando arruinar en ella la obra del Señor. Por eso la confié especialmente al padre Crestanello, quien, más que yo, debió tener la intuición inmediata del tesoro de esa alma angelical, ya que no se limitó a admirar su belleza, sino a instruirla durante cuatro años con sabiduría espiritual y paternidad salesiana ». Laura afirmará : « Para mí, rezar o trabajar son la misma cosa ; rezar o jugar, rezar o dormir. Al hacer lo que me piden que haga, hago lo que Dios quiere que haga, y es eso lo que quiero hacer ; es mi mejor oración ». Alcanza un grado de oración tan elevado y continuo —atestiguará su directora— que a veces se la veía, durante los recreos, absorta en Dios. « Tengo la impresión —decía Laura— que es el mismo Dios quien mantiene en mí el recuerdo de su divina Presencia. Donde quiera que me encuentre, sea en clase o en el patio, ese recuerdo me acompaña, me ayuda y me consuela ».
No obstante, la situación matrimonial de su madre hace sufrir profundamente a la pequeña. «Recuerdo que la primera vez que expliqué el sacramento del matrimonio —relatará una de las monjas— Laura se desmayó, sin duda porque comprendió ante mis palabras que su mamá estaría en estado de pecado mortal tanto tiempo como permaneciera en casa de ese señor… Lo hablé con la directora, quien me dijo que volviera a tratar ese tema para ver si Laura sufría verdaderamente y si se daba cuenta de ello. Fue lo que hice. Entonces palideció de nuevo y tuve que acudir en su ayuda». Desde ese momento Laura multiplicó sus oraciones y penitencias para obtener el retorno de su madre a Dios, así como su separación de Manuel. Con motivo del proceso de beatificación de su hermana, Julia Amanda afirmará: «Me invitaba a rezar, sobre todo por mamá; entonces yo ignoraba los motivos, pero supe más tarde que lo hacía para obtener su regreso al camino recto».
No basta con una buena intención
El corazón puro de Laura discierne el peligro que amenaza a su madre, pues nunca está permitido hacer el mal, incluso con miras a un bien (cf. Rm 3, 8). La pobreza y la preocupación por el futuro de sus hijas constituyen seguramente, para Mercedes, unas circunstancias atenuantes ; sin embargo, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña : « Una intención buena (por ejemplo : ayudar al prójimo) no hace ni bueno ni justo un comportamiento en sí mismo desordenado (como la mentira y la maledicencia). El fin no justifica los medios… Las circunstancias no pueden de suyo modificar la calidad moral de los actos ; no pueden hacer ni buena ni justa una acción que de suyo es mala » (CEC, núm. 1753-1754). San Juan Pablo II explica ese principio : « El apóstol Pablo declara excluidos del reino de los cielos a los “impuros, idólatras, adúlteros (cf. 1 Co 6, 9-10)… La razón es, más bien, la siguiente : el mandamiento del amor a Dios y al prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún límite superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se viola el mandamiento… La Iglesia ha enseñado siempre que nunca se deben escoger comportamientos prohibidos por los mandamientos morales, expresados de manera negativa en el Antiguo y en el Nuevo Testamento… Se comete, en efecto, un pecado mortal también cuando el hombre, sabiéndolo y queriéndolo, elige, por el motivo que sea, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación : el hombre se aleja de Dios y pierde la caridad » (Encíclica Veritatis splendor, 6 de agosto de 1993, núm. 49, 52, 70).
Hacia el final del año 1900 las alumnas se dispersan y regresan cada una a casa por vacaciones. Alejarse del colegio es un verdadero sacrificio para Laura, pues allí iba diariamente a Misa, a rezar el Rosario con todas las alumnas y las monjas, se confesaba con frecuencia y se beneficiaba de los consejos llenos de sabiduría del padre Crestanello. Por eso el regreso al colegio en marzo de 1901 es una fiesta para ella. Cuando su confesor le anuncia que ese año será admitida para tomar la primera Comunión, rompe a llorar de alegría. Ese primer encuentro con Jesús en la Eucaristía tiene lugar el 2 de junio de 1901; Laura tiene diez años. Su confesor escribirá: «Siempre había sido obediente, sumisa, humilde y amable, pero ese día notamos que ponía en todo una mayor perfección, un mayor recogimiento y un mayor fervor en sus prácticas piadosas». La propia Laura explicará más tarde: «¡Qué momentos más deliciosos! Unida a Jesús, le hablaba de todos, e imploraba gracias y favores para todos!». El padre Crestanello comentará: «Se pueden esperar grandes cosas de un niño que realiza bien su primera Comunión». A semejanza de santo Domingo Savio, propuesto como modelo en las escuelas salesianas, Laura escribe de su puño y letra tres resoluciones: «1. Quiero, Jesús mío, amarte y servirte durante toda mi vida; para ello te ofrezco toda mi alma, todo mi corazón y todo mi ser. 2. Prefiero morir antes que ofenderte por el pecado; así que quiero alejarme de todo lo que podría separarme de ti. 3. Prometo hacer todo lo posible, incluso grandes sacrificios, a fin de que seas siempre más conocido y amado, y para reparar las ofensas que, todos los días, te infligen los hombres que no te aman, especialmente las que recibes de los que son próximos a mí. ¡Oh, Dios mío, concédeme una vida de amor, de mortificación y de sacrificio!». La única pena que ensombrece ese día es que su madre no comulgue con ella.
Un manantial de fuerza
«La Primera Comunión es sin duda alguna un encuentro inolvidable con Jesús, un día que se recuerda siempre como uno de los más hermosos de la vida. La Eucaristía, instituida por Cristo la víspera de su pasión durante la Última Cena, es un sacramento de la Nueva Alianza, más aún, el más importante de los sacramentos. En ella el Señor se hace alimento de las almas bajo las especies del pan y del vino. Los niños la reciben solemnemente la primera vez ―en la Primera Comunión― y se les invita a recibirla después cuantas más veces mejor para seguir en amistad íntima con Jesús… ¡ Cuántos niños en la historia de la Iglesia han encontrado en la Eucaristía una fuente de fuerza espiritual, a veces incluso heroica ! » (san Juan Pablo II, Carta a los niños, 13 de diciembre de 1994).
Durante un período de vacaciones, Laura sufre violentos ataques por parte de Manuel Mora, quien, atraído por su incipiente belleza, intenta seducirla. Frente a los firmes rechazos que le opone, este anuncia a Mercedes que en adelante dejará de pagar la escolaridad de sus hijas. Las responsables del colegio permiten entonces que Laura y Julia Amanda prosigan gratuitamente sus estudios. Pero Laura sufre al ver que la situación de su madre ha empeorado, y se reprocha no hacer nada para ayudarla. El curso escolar de 1902 comienza, el 1 de marzo, con los preparativos de la misión que predicará en Junín Monseñor Cagliero, salesiano, vicario apostólico para la Patagonia del norte. Esa misión se inaugura el 25 de marzo. Doña Mercedes acude algunos días a la misión, pues el 29 de marzo sus dos hijas deben recibir la Confirmación. En palabras de los misioneros, «el prodigio más resplandeciente de la gracia durante la misión fue el gran número de matrimonios que pudieron bendecirse y legitimarse». Mercedes, sin embargo, no lo aprovecha.
Laura concibe en su corazón el proyecto de permanecer siempre con las monjas, pidiendo a la directora el favor de ser admitida como aspirante en las Hijas de María Auxiliadora. Pero la respuesta es negativa. Su amiga Francisca Mendoza explicará más tarde: «Me dijo que quería entrar en el Instituto de las Hijas de María Auxiliadora y profesar sus votos, pero que sentía enormemente no poder hacerlo, pues carecía de los documentos necesarios; y me pidió que la ayudara rezando por ella». De hecho, el adulterio de doña Mercedes había puesto dudas en cuanto a la legitimidad del nacimiento de Laura, y las constituciones de las Hijas de María Auxiliadora son estrictas en ese asunto. Solamente unos años más tarde —en 1943— se hallará su certificado de Bautismo, por lo que la duda quedará disipada. No obstante, Laura no se desalienta y, preparada por su confesor, profesa sus votos privados en mayo de 1902. Ese año, sin dejar de asistir a sus clases, Laura ayuda a las alumnas más pequeñas a vestirse, a peinarse, a hacerse la cama y a estar limpias y alegres. De esa manera devuelve su deuda de gratitud al colegio que la acoge gratuitamente. Francisca Mendoza afirmará: «Se comportaba como una madre con las pequeñas»; y una antigua compañera añadirá: «Durante los dos años que estuve con ella, jamás la vi que mostrara signos de mala voluntad o de repugnancia, como les sucede a quienes ayudan».
« ¡ Que mi madre se salve ! »
Poco después de la misión de Junín de los Andes, que tantos frutos de conversión manifiestos aportaba, al ver que su madre no había dejado su desordenada vida, Laura toma una decisión de caridad heroica que permanece como la característica de su breve existencia : ofrecerse a Dios como víctima por la conversión de su madre. Recuerda, de hecho, la siguiente frase de Jesús : Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos (Jn 15, 13). « Su confianza en la protección de María y en la bondad del divino Corazón —aportará su confesor— la animaba a insistir en su petición y, no teniendo otra cosa que ofrecer para obtener esa gracia, tomó la decisión de ofrecer su propia vida y de aceptar de buen grado la muerte a cambio de esa conversión tan deseada ». Suplica al sacerdote que la autorice a realizar ese acto heroico y que bendiga su ardiente deseo. Tras un tiempo de duda y ante su insistencia, este le otorga el permiso solicitado, viendo en esa determinación la acción manifiesta del Espíritu Santo. Laura corre inmediatamente a postrarse a los pies del Señor y, derramando lágrimas de alegría y con la esperanza de ser escuchada, se ofrece en holocausto a Jesús y a María. Unos meses más tarde cae enferma : « ¡ Señor, que sufra todo lo que te parezca bien, pero que mi madre se convierta y se salve ! ».
El 8 de diciembre de 1902 Laura es admitida en la cofradía de las Hijas de María. Vestida de blanco, con un cinturón azul, la aspirante se aproxima al sacerdote que le entrega la cinta con la medalla y el manual de Hija de María, mientras le dice: «Recibe esta cinta y esta medalla como insignia de María Inmaculada y como signo exterior de tu consagración a esta dulce Madre. Recuerda que, al llevarla, debes mostrarte como digna hija suya, de vida inocente y santa». Julia Amanda afirmará: «El día en que Laura recibió la cinta de Hija de María fue uno de los más felices para ella». Félix Ortiz, un seminarista salesiano, atestiguará en el periódico de Viedma del 14 de mayo de 1910: «También yo iba a visitarla… Al acercarme a su cama le pregunté qué era lo que más la hacía feliz en ese momento. Sonriendo, me murmuró casi al oído: “Lo que más me consuela en este momento es haber sido siempre devota de María. ¡Oh, sí, es mi Madre, es mi Madre! ¡Nada me hace más feliz que pensar que soy una Hija de María!”». Sor María Rodríguez confirmará ese testimonio declarando: «Laura sentía gran devoción por la Virgen, especialmente por la Virgen del Carmen, como toda buena chilena».
« ¡ Mañana me confesaré ! »
A mediados de enero de 1904 Laura se confiesa por última vez, recibiendo después la Sagrada Comunión. Siente que el final se acerca. Al enterarse de que la madre Piai, sor Azocar y el padre Crestanello se van a Chile, exclama : « ¡ Dios mío —suspira—, habré de morir sin que nadie de los que pueden ayudarme se halle cerca de mí ! ¡ Ah, Jesús mío, qué difícil es ! ¡ Pero, hágase tu voluntad ! ». Su confesor ruega al padre Genghini que la asista hasta que muera. El 22 de enero, a las 5 de la mañana, al mismo tiempo que la caravana emprende el camino hacia Temuco, el padre Genghini le lleva la Comunión en viático y, a lo largo de la mañana, le administra la Extremaunción. Dos de sus amigas están presentes, María y Mercedes Vera (las dos se harán religiosas, Hijas de María Auxiliadora), así como sor María Rodríguez y Félix Ortiz. A las 5 de la tarde Laura pide al padre Genghini que llame a su madre. Esta, comprendiendo que es el final, exclama : « ¡ Hija mía, hija mía ! ¿ Vas a dejarme ? ». Superando su emoción, Laura le responde con voz temblorosa pero llena de ternura : « Sí, mamá, me muero, porque yo misma se lo he pedido a Jesús… Hace casi dos años que le ofrecí mi vida por ti, para obtener la gracia de tu conversión a Dios. ¡ Oh, mamá, si pudiera sentir el gozo, antes de morir, de ver tu arrepentimiento… ! —Mi querida Laura, te juro en este momento que haré lo que me pides… ¡ Me arrepiento, y Dios es testigo de mi promesa ! ». Doña Mercedes añade : « Sí, hija mía. Mañana temprano iré a la iglesia con Amanda y me confesaré ». Laura se llena de alegría : « ¡ Gracias, Jesús ; gracias, María ! ¡ Ahora muero contenta ! ». Expira después de estas palabras, a las 6 de la tarde de ese 22 de enero. Tiene doce años y nueve meses. « En su ataúd —resalta Julia— iba vestida de Hija de María ». La misma tarde de la muerte de Laura, doña Mercedes ruega al padre Genghini que le haga saber a Manuel Mora que se olvide de ella, porque ha decidido cambiar de vida. El sacerdote atestigua : « Con motivo de la Misa fúnebre de Laura, la señora Vicuña se confesó y recibió la Sagrada Comunión… A partir de entonces, y hasta su regreso a Chile, fui su director espiritual ». Doña Mercedes se esconde, y luego escapa a Temuco. Después regresó a Junín de los Andes y vivió de su trabajo, hasta la boda de su hija Julia Amanda en 1906. Se fue entonces a Chile, donde se volvió a casar y vivió cristianamente hasta su muerte, el 17 de septiembre de 1929, a la edad de cincuenta y nueve años.
Laura fue declarada beata por el Papa san Juan Pablo II el 25 de febrero de 1982. Este escribía en su Carta a los niños: «Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos (Mt 18, 3). ¿Acaso no pone Jesús al niño como modelo incluso para los adultos? En el niño hay algo que nunca puede faltar a quien quiere entrar en el Reino de los cielos. Al cielo van los que son sencillos como los niños, los que como ellos están llenos de entrega confiada y son ricos de bondad y puros. Sólo estos pueden encontrar en Dios un Padre y llegar a ser, a su vez, gracias a Jesús, hijos de Dios» (13 de diciembre de 1994). Pidamos a la beata Laura que nos inspire gran compasión por los pecadores y un amor filial por nuestro Padre de los cielos.
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