18 de Octubre de 2022
Santa Emilia de Vialar
Muy estimados Amigos:
«María estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo » —recuerda el Papa san Juan Pablo II en la Carta apostólica sobre san José…—. A la vista de esto « su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto » (Mt 1, 19), pues no sabía cómo comportarse ante la sorprendente maternidad de María… Por tanto, cuando reflexionaba sobre esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo : José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús » Mt 1, 20-21) » (Redemptoris custos, 15 de agosto de 1989, núm. 2-3). Esta aparición del ángel Gabriel a san José, contemplada en un cuadro expuesto en un museo de Toulouse, impresionó grandemente a Emilia de Vialar, quien en 1832 puso el nombre de “San José de la Aparición” a una nueva congregación religiosa.
Ana Margarita Adelaida Emilia de Vialar nace el 12 de septiembre de 1797 en Gaillac, en la diócesis de Albi (departamento francés de Tarn), hija del barón Jaime Agustín de Vialar y de Antonia Portal. El barón de Vialar, que ha leído a Voltaire y es partidario de las ideas de la Ilustración aunque sin llegar a ser antirreligioso, es miembro del consejo municipal de Gaillac en los comienzos de la Revolución. Se casa en 1794, cuando impera el Terror, y un sacerdote clandestino bendice a los esposos. Emilia es una niña que siente atracción por Dios, pero también por el mundo y la coquetería. A veces miente a sus padres para evitar que la regañen. En 1810, la señora de Vialar emprende viaje a París con su hija en busca de una casa de educación religiosa. Agotada por un reciente parto, muere en la capital de enfermedad a los treinta y cuatro años. Emilia se queda en París, donde estudia durante dos años con las religiosas de Notre-Dame y toma su primera Comunión. De regreso a Gaillac en 1813 ya es una hermosa muchacha que, hasta la edad de dieciocho años, se distrae en las recepciones mundanas y abandona los sacramentos. En 1815 recibe una gracia especial : « Un día en que estaba sola en mi habitación, Dios me llenó de gozo ». Sin embargo, se resiste a la gracia, pero su conversión tiene lugar al año siguiente, con motivo de una misión parroquial donde « una noche, me embargó un gran temor a los juicios de Dios ». Tras confesarse y comulgar, da por terminadas la vida mundana y las conversaciones superficiales y chismosas.
Abriendo entonces los ojos, Emilia adquiere conciencia de la pobreza que la envuelve. La población de Gaillac cuenta con unos ochocientos indigentes, la mayor parte mendigos. Esa “lepra social” provoca su compasión y le exige dedicación, así que empieza a visitar a los enfermos y a llevarles sopa caliente, ropa y medicinas, y acaba acogiéndolos en su casa, con gran disgusto por parte de su padre. La joven trabaja igualmente por la conversión de los pecadores y por el regreso de los protestantes al catolicismo ; siguiendo ese objetivo, se entrega a muchas mortificaciones corporales, pero no consigue permanecer en el recogimiento. El Señor le habla entonces en su interior : « Permanece en mi presencia. Te llamaré cuando te alejes ». Encontrándose un día orando en la iglesia de San Pedro ante el sagrario, ve cómo se imprime sobre él la imagen de Jesús crucificado. Emilia se siente entonces llamada a consagrar por completo su vida a Dios y, a pesar del deseo de su padre, no demuestra intención alguna de casarse. No obstante, permanece en casa para no abandonarlo, pues sin ella dejaría toda vida cristiana. En 1822, a la edad de veinticinco años, profesa el voto privado de virginidad. Percibe dos atractivos interiores que le indican una llamada de Dios : la asistencia a los enfermos a domicilio y las misiones en países paganos.
Tras recibir una importante herencia por parte de su abuelo, Emilia, seguida de tres compañeras, compra en Gaillac una casa para albergar la congregación que pretenden fundar. Deja entonces el domicilio paterno, pero sin abandonar a su padre, al que visita diariamente ; sin embargo, él sólo le demuestra frialdad. El día de Navidad de 1832 nace el instituto San José de la Aparición, con el objetivo de cuidar a los pobres y a los enfermos. Afluyen entonces las vocaciones : seis meses después ya son veintiséis hermanas. Su hábito es discreto : un vestido de lana negra y un delantal con pechera, así como un tocado blanco semejante a los sombreros femeninos de la región. No tienen ni cerca ni rejas, lo que incita al cotilleo. Tras ser contactadas por las autoridades civiles, las nuevas religiosas aceptan abrir escuelas gratuitas para niñas. En enero de 1834, la fundadora somete al arzobispo de Albi un primer reglamento, que aprobará al año siguiente. La apelación “San José de la Aparición” se refiere sobre todo a la aparición del arcángel Gabriel a san José, pero quizás alude también a una aparición de san José que habría tenido la fundadora en un momento de desánimo.
Ganarse la simpatía
Las hermanas reciben muy pronto un llamamiento importante. En 1830, la marina francesa había puesto pie en Argelia, hasta entonces reducto de piratería que infestaba todo el oeste de la cuenca mediterránea. Agustín de Vialar, hermano de Emilia y oficial, se había establecido como colono en Argelia, en la región aún mal pacificada de Bufarik, cerca de Argel. Su norma era : « No hay que someter a los indígenas por la fuerza de las armas, sino atraérnoslos mediante los beneficios de la civilización ». En consecuencia, costea por su cuenta una ambulancia reservada a los beduinos enfermos, pidiendo a su hermana que venga a ayudarle ; en el mismo momento, el consejo municipal de Argel dirige a Emilia una solicitud oficial para el hospicio de la ciudad. Monseñor de Gualy la anima a partir. Así pues, la fundadora se embarca con tres hermanas y llega el 3 de agosto de 1835, justo en el momento de una epidemia devastadora de cólera. Las religiosas se entregan sin reservas y enseguida se ganan la simpatía de la población musulmana, especialmente porque las religiosas no reciben subsidio alguno y porque la congregación recae por entero en la fortuna de la madre fundadora. Después, ésta funda un internado de pago para jóvenes de familias acomodadas, a fin de sufragar una escuela gratuita cuyo éxito es inmediato.
En 1838, la madre Emilia, elegida superiora general en Gaillac, abre numerosas casas en Argelia. Ese mismo año, el gobierno francés obtiene de Roma el nombramiento del padre Antonio Adolfo Dupuch como primer obispo de Argel y de toda Argelia. Nada más llegar, ese prelado manifiesta, a la vez que un entusiasmo real, un temperamento desordenado y dominante. En 1840, una fundación que Emilia realiza en Constantina, desencadena su hostilidad, pues considera que las hermanas deben estar bajo su exclusiva autoridad. Pretende hacer él mismo los nombramientos y garantizar la dirección espiritual de las hermanas. No aprecia el espíritu romano de la madre Emilia, ni —sobre todo— su rechazo a reconocerlo como único superior de su congregación, la cual se desarrolla, sin embargo, en diversos lugares. A partir de 1839, sometidas por el obispo de Argel a numerosas vejaciones y a medidas disciplinarias (prohibición de celebrar la Misa en las capillas de las hermanas, rechazo de los sacramentos), la madre Emilia de Vialar y sus religiosas se dedican a proseguir su apostolado, apoyadas por la población, tanto cristiana como musulmana o judía, a cuyos enfermos curan y a cuyas hijas educan.
En 1840, monseñor de Gualy envía a Emilia de Vialar a Roma para pedir al Papa la aprobación canónica del instituto. A pesar de una acogida favorable de Gregorio XVI, la fundadora, que permanecerá dieciocho meses en la Ciudad Eterna, no obtendrá más que un “decreto laudativo”, a causa de las maniobras del obispo de Argel. En 1842, una petición firmada por ciento treinta y tres notables musulmanes en favor de las hermanas, además del apoyo de la Santa Sede, no impiden que el gobierno civil, influenciado por monseñor Dupuch, expulse de Argelia a las hermanas de San José. Una noche, mientras sirven las cenas de los enfermos, las dieciocho hermanas del hospicio de Argel son requeridas para que cedan inmediatamente el sitio a las religiosas de otra congregación. « ¿ Por qué lloráis ? —pregunta la madre Emilia a sus hermanas—. Sólo es una tribulación… ¡ Nuestro Señor sufrió mucho más que nosotras ! ». Por un vuelco de las circunstancias, permitido por la Providencia, cuatro años más tarde, el obispo, acribillado por las deudas contraídas para financiar sus buenas obras y acechado por los acreedores, será albergado en Argel por Agustín de Vialar. La madre Emilia aprobará ese gesto misericordioso de su hermano. Sin embargo, una petición de Emilia Vialar dirigida al gobierno francés, con la finalidad de conseguir una indemnización por los enormes gastos de construcción y de mantenimiento por cuenta propia en Argelia, choca con la inercia administrativa. La fundadora soporta esa ruina temporal en medio de sentimientos de abandono confiando en la divina Providencia.
Un rechazo educado
No obstante, en Gaillac, la madre Emilia es considerada con recelo por el nuevo arzobispo de Albi, monseñor de Jerphanion, prevenido contra ella por acreedores impacientes. Ella se dirige a París con objeto de conseguir el reconocimiento civil de su congregación, donde, más allá de los elogios por la labor cumplida en Argelia, el ministro de Justicia se lo niega educadamente : el gobierno considera que Francia cuenta ya con suficientes congregaciones religiosas. Sin embargo, tras unas fundaciones en Túnez a partir de 1840, les siguen otras en 1844 (en Roma y Chipre), y la cuarta en Malta al año siguiente. Allí abundan las vocaciones y se abren escuelas. Les sigue otra fundación en Grecia. Los incesantes viajes que debe emprender merman la salud de la fundadora y la obligan a descansar.
En 1846, el barón de Vialar muere de modo edificante, asistido por su hija, tras haber recibido con fervor los últimos sacramentos. Pero el clero de Gaillac, hostil a la madre Emilia, niega a ésta la sagrada Comunión, por lo que debe desplazarse para recibirla a una diócesis vecina. No obstante, los jesuitas de Toulouse le aportan una ayuda espiritual muy preciada, especialmente porque su instituto cuenta con numerosas novicias. La gestión de los bienes temporales de la congregación se halla entonces en manos de un hombre de negocios de dudosa reputación, el señor Molis, que consigue adormecer la vigilancia de Emilia. Así pues, la madre queda pronto arruinada por esas malversaciones, enterándose además de que la superiora de Gaillac, sor Paulina, impaciente por no recibir los fondos que estima necesarios, se rebela contra ella. Una vez desestimada su demanda en el tribunal civil contra la estafa, la fundadora se ve obligada a saldar las deudas contraídas, para lo cual recurre a la herencia recibida de su padre, ofreciendo a Dios la amargura de esa pérdida material. El litigio continuará hasta 1851, con un último juicio basado en una falsedad fabricada por Molis y que acabará arruinando a Emilia de Vialar y a su familia. « He recibido una gran lección —escribe a su padre espiritual— : he comprendido que las ventajas temporales no deben desearse excesivamente, y que hay que descansar tranquilamente en el Señor por el bien de nuestros intereses, cualesquiera que sean… La paz sigue estando en mi alma incluso cuando el corazón está oprimido. ¡ Qué bueno es Dios para quienes desean amarlo ! Este Viernes Santo me ha inundado la efusión de su amor ».
La aurora de un hermoso día
Con motivo de un viaje a Roma, recibe una excelente acogida por parte del nuevo Papa, Pío IX, quien le promete una rápida aprobación de su congregación. La hostilidad del clero de Gaillac y la indiferencia del arzobispo de Albi la obligan, sin embargo, a considerar la instalación del noviciado de su congregación en otra diócesis. En 1847, Emilia y sus religiosas se instalan en Toulouse. Atribulada por la pérdida por enfermedad de varias religiosas, por las preocupaciones económicas y por las mezquindades de algunas de sus hermanas, la superiora acusa la fatiga y se resiente de salud. Sin embargo, fuerte en su fe, descifra en los acontecimientos señales de esperanza : « Lo que consuela en todas mis penas es que Dios sólo permite todo lo que me contraría en beneficio de un bien mayor, y que tiene algunos puntos de vista particulares por nuestros intereses… En medio de esas cruces, y sin duda mediante ellas, nuestra casa asoma a la aurora de un hermoso día ». Consolada por unas fundaciones en Tierra Santa, la madre Emilia contacta de nuevo con la superiora del convento de Jerusalén y le encarga la enseñanza de la lengua árabe a las jóvenes vocaciones destinadas a Oriente Próximo. Ese mismo año visita Líbano y funda allí una escuela para secundar la misión jesuita de Zahlé. Después, ante la llamada de una congregación italiana de sacerdotes, envía a seis jóvenes religiosas que hablan inglés a Birmania. La madre Emilia sabe que, a pesar de las dificultades, sus hermanas están dispuestas a llevar lejos, en territorio pagano, la Buena Nueva de la Encarnación del Hijo de Dios. Creen en la protección de san José, quien « sabe hacer posibles las cosas más imposibles » (san Francisco de Sales). Esa lejana fundación es financiada por la obra de la Propagación de la Fe, fundada en Lyon por la venerable Paulina Jaricot. Durante la peligrosa travesía en carro del istmo de Suez (el canal no existía en esa época), las hermanas son transportadas por guías poco fiables, pero en cada momento difícil topan con un anciano bueno que las socorre y las tranquiliza diciendo : « ¡ Soy yo, hijas mías, no temáis nada, estoy aquí ! ». Ese hombre desaparece después de conducirlas hasta el barco, en Suez. Las hermanas lo identificarán sin dudarlo con san José, su protector celestial.
« Este patrocinio de san José —escribía el Papa san Juan Pablo II— debe ser invocado y todavía es necesario a la Iglesia no sólo como defensa contra los peligros que surgen, sino también y sobre todo como aliento en su renovado empeño de evangelización en el mundo y de reevangelización en aquellos países y naciones, en los que la religión y la vida cristiana fueron florecientes y que están ahora sometidos a dura prueba. Para llevar el primer anuncio de Cristo y para volver a llevarlo allí donde está descuidado u olvidado, la Iglesia tiene necesidad de un especial poder desde lo alto (cf. Lc 24, 49), don ciertamente del Espíritu del Señor, no desligado de la intercesión y del ejemplo de sus Santos. Además de la certeza en su segura protección, la Iglesia confía también en el ejemplo insigne de José ; un ejemplo que supera los estados de vida particulares y se propone a toda la Comunidad cristiana, cualesquiera que sean las condiciones y las funciones de cada fiel » (ibíd., núm. 29-30).
Consejos y apoyo de un santo
En 1852 se realiza una fundación en Trebisonda (Turquía). A partir de ese momento, las hermanas de san José están presentes en todo el Imperio Otomano, desde África del Norte hasta el mar Negro. Pero la casa madre de la congregación no puede permanecer en Toulouse, así que el obispo de Marsella, san Eugenio de Mazenod, fundador de los Oblatos de María Inmaculada, la acoge, prodigando a la fundadora consejos y apoyo, y aprobando la congregación en 1853. La aprobación romana no llegará hasta después de la muerte de Emilia, en 1865. Las constituciones de la congregación precisan : « Las Hermanas de San José de la Aparición se consagran a la educación de las jóvenes de clase acomodada mediante una módica retribución, que servirá para permitirles cuidar gratuitamente a los enfermos pobres de su parroquia, así como a dedicarse a todas las obras de beneficencia a las que el obispo diocesano quiera emplearlas ».
Veinte años después de la fundación, la madre Emilia de Vialar, saturada de tribulaciones materiales y espirituales, ve cómo su obra crece de manera inesperada : en 1856 contará, en efecto, con cuarenta y dos casas, una de ellas en Australia. No obstante, a fin de apaciguar a sus acreedores, la fundadora se ve obligada a vender su casa familiar, y luego la casa de Gaillac que había sido el primer monasterio de las Hermanas de San José. Al término de años de tormentos interiores muy dolorosos, la fundadora constata : « La divina Providencia ha suspendido sus tribulaciones. Mi edad me obliga a suavizar las cruces que, en su amor hacia mí, el Señor se dignaba otorgarme ». En medio de los miles de asuntos de este mundo, Emilia halló la paz de espíritu en la entrega de sí misma : « Agradar al Señor, darle gloria, ¿ acaso no es el bien por excelencia ? ». La fundadora, sin embargo, siente el dolor de asistir a la muerte prematura de numerosas hermanas, víctimas de las enfermedades tropicales. Se aplica no obstante a apoyar a las superioras locales, informándoles por ejemplo de los cuidados que hay que dispensar a las personas aquejadas de malaria, sin por ello privarlas de la iniciativa propia que necesitan : se les concede un amplio margen de maniobra para adaptar las costumbres de sus casas a la situación de los diferentes países.
« ¡ Tuvimos pan ! »
En 1854, un nuevo obispo de Argel, monseñor Pavy, se dirige a Marsella para encontrarse con la fundadora y pedirle hermanas para su diócesis ; la madre Emilia asiente, solícita por cumplir esa “venganza” cristiana : después de haber sido perseguida, regresar a Argelia sin evocar el pasado… En octubre de 1855, la madre Emilia recibe el decreto de aprobación legal de su instituto, indispensable en régimen de concordato ; la congregación podrá poseer a partir de entonces, con plena legalidad, bienes materiales. Pero la fundadora no lamenta los problemas económicos que enraizaron en las Hermanas de San José en la pobreza de la Sagrada Familia de Belén : « Si no me hubiese convertido en pobre, no habría podido constituir la congregación… Todo debe marcarse con el sello de la Cruz. No se puede entender la felicidad de ser pobre por el amor de Jesús… Dios nos asiste siempre » (Carta de 1855). Da ejemplo de ello a sus hermanas, hasta el punto de despojarse incluso de su propia ropa. Si bien espera mucho del espíritu de sacrificio de sus hijas, a la madre Emilia no le falta humanidad. Escribe a una hermana de salud delicada : « Le animo, si ve que los baños de mar le favorecen, a tomarlos enseguida, cuantos más mejor, porque fortificarán su salud ». Pero su gozo consiste en rezar durante mucho rato, y si alguien le pregunta « ¿ Qué hace ? » ella responde : « ¡ Lo que yo hago, hermana, es contemplar el Amor del Señor ! ». Unos días antes de morir, la superiora recibe en Marsella a un pobre que se queja de hambre. Ella le da el poco pan que queda ese día, y responde a la hermana cocinera que grita : « ¡ Chito ! ¡ Chito, hermana, cálmese !, que este hombre tiene hambre y debe comer. San José vendrá a ayudarnos ». Y esa hermana atestiguará : « Ignoro de qué manera y con qué medios, pero lo cierto es que tuvimos pan para cenar ».
El 24 de agosto de 1856, la fundadora muere de repente, a los cincuenta y ocho años, de una hernia estrangulada, secuela de un accidente que sufrió en la infancia al transportar un gran saco de harina para los pobres. Fue canonizada el 24 de junio de 1951 por el Papa Pío XII, y su festividad se celebra el 24 de agosto. En 2017, su congregación contaba con 829 hermanas en 144 casas y 24 países. Las hermanas deben afrontar situaciones con frecuencia difíciles y peligrosas, viviendo de esta frase del ángel san Gabriel a san José : « ¡ No temas ! ».
Santa Emilia tenía como lema el siguiente : « Revelar el inmenso amor de Dios por la humanidad y colaborar en la misión por la cual Jesús vino a la tierra ». Esta misión —explica el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica— es « reconciliarnos a nosotros pecadores con Dios, darnos a conocer su amor infinito, ser nuestro modelo de santidad y hacernos partícipes de la naturaleza divina » (núm. 85). Para realizar también nosotros ese hermoso programa pidamos que el esposo de María « sea para todos un maestro singular en el servir a la misión salvífica de Cristo, tarea que en la Iglesia compete a todos y a cada uno : a los esposos y a los padres, a quienes viven del trabajo de sus manos o de cualquier otro trabajo, a las personas llamadas a la vida contemplativa, así como a las llamadas al apostolado » (Redemptoris custos, núm. 32).
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