12 de diciembre de 2023
San Bernardo
Muy estimados Amigos,
«El reparto es desigual: ¡vosotros elegís el Cielo y a mí me dejáis la tierra!» ―lanza Nivardo, el benjamín de la familia a sus hermanos, quienes, conducidos por el futuro san Bernardo, parten en 1112 a la abadía de Cîteaux. Le han explicado: «Nosotros entramos en el monasterio… Algún día heredarás el título y todas las posesiones de la familia». Unos años después, sin embargo, también Nivardo se hará monje, uniéndose a su hermano Bernardo, quien llegará a ser una luz para la Iglesia. El Papa Pío XII dirá de él que su manera de escribir, «viva, brillante, fluida, matizada por el brillo de las frases, propaga tanta suavidad y dulzura que atrae, encanta y eleva la mente del lector. Estimula la devoción, la alimenta y la moldea. Empuja la inteligencia a perseguir no los bienes caducos y pasajeros, sino los que son verdaderos, seguros y permanentes» (encíclica Doctor mellifluus, 24 de mayo de 1953, núm. 7).
Nacido en 1090 en el palacio de Fontaine-les-Dijon, en el seno de una familia noble de Borgoña, Bernardo es el tercero de siete hermanos, seis niños y una niña. Su padre, Tescelino, señor de Fontaine, es vasallo del duque de Borgoña; su madre, la beata Aletha de Montbard, está emparentada con los duques de Borgoña. Hacia 1100 Bernardo entra en la escuela canónica de Saint-Vorles, en Châtillon-sur-Seine, donde adquiere un buen conocimiento de la Biblia, de los Padres de la Iglesia y de diversos autores latinos: Horacio, Cicerón, Virgilio, Séneca…
Una reforma difícil
A la edad de dieciséis años, aproximadamente, Bernardo queda afectado fuertemente por la muerte de su madre. Lleva entonces una existencia mundana, pero pronto siente la llamada de la vida religiosa. Cuando tiene veintidós años se decide a unirse a la joven comunidad de la abadía de Cîteaux, a 30 km al sur de Dijon. Ese monasterio había sido fundado en 1098 por san Roberto y algunos compañeros, procedentes de la abadía de Molesme. Su proyecto era retomar al pie de la letra la Regla de san Benito, insistiendo en el equilibrio de vida propio de esa Regla : la pobreza, el trabajo manual y la vida en comunidad. Poco tiempo después san Roberto tuvo que regresar a Molesme, y la muerte se llevó a su sucesor, san Alberico. San Esteban Harding, tercer abad, gobierna Cîteaux desde enero de 1108 sin haber acogido ninguna vocación. Cuando Bernardo se presenta allí en 1112 le acompañan unos treinta nobles, tres de ellos hermanos suyos.
A pesar de su origen noble, Bernardo participa en todas las actividades de los monjes, incluso las más manuales, pero su falta de experiencia y su salud suponen a veces un obstáculo. También se dedica al estudio de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia. En 1114 profesa los votos monásticos. Desde su llegada, las vocaciones han afluido a Cîteaux. A partir de 1113 la abadía ha podido realizar una fundación en La Ferté, y luego en Pontigny en 1114. En 1115 Esteban Harding envía a Bernardo, encabezando un grupo de doce monjes, a fundar un nuevo monasterio en Champaña, que se llamará «Clara Vallis» (claro valle), nombre que se convertirá en «Clairvaux» (Claraval). Bernardo, que será ordenado pronto presbítero por el obispo de Chalons, Guillermo de Champeaux, será su abad hasta su muerte. Ese mismo año Cîteaux se expande también a Morimond.
Los comienzos de Claraval no son fáciles: por una parte, la disciplina impuesta por el joven abad es muy austera, pues persigue un ideal ascético que no está al alcance de todos; poco a poco Bernardo tendrá debidamente en cuenta la justa medida de sus límites y la de sus frailes. Por otra parte, los recursos de la comunidad son insuficientes. Los monjes comen pan negro y sopa de hojas de haya. Un día Bernardo pregunta a su hermano Gerardo, que cumple la función de ecónomo, sobre la suma de dinero necesaria para cubrir las necesidades de la comunidad. «Doce libras» ―responde este; pero no tienen nada… Siguiendo la invitación del abad, todos se ponen a rezar. Poco después se presenta una mujer: «Quisiera ―les pide― que recen por mi marido que se está muriendo; aquí tienen doce libras». Cuando regresa a casa, su marido está curado. El abad, que realizará otros muchos milagros, es conocido pronto como taumaturgo, y mucha gente acudirá a visitarlo.
Bernardo atrae a toda su familia: su padre, Tescelino, y otros dos hermanos suyos se harán monjes en Claraval. Un día recibe la visita de su hermana Ombelina, con todos sus atavíos de joven noble acompañada de su séquito, pero él rehúsa verla, con el pretexto de que no la conoce. Esa afrenta empuja a Ombelina a reflexionar: cambia de vida y luego entra en el priorato de las benedictinas de Jully-les-Nonnains.
En 1119 Bernardo participa en el primer capítulo general de los cistercienses, que da forma definitiva a la orden al adoptar la «Carta de la caridad» redactada por san Esteban Harding. Ese documento define la organización interna de los cistercienses, a fin de sellar la unidad entre las abadías. Bernardo llegará a fundar setenta y dos monasterios en toda Europa. En 1153, a su muerte, habrán surgido de Claraval ciento sesenta abadías, viveros de santos.
La austeridad cisterciense
Desde el principio de su abadiato, Bernardo redacta tratados, opúsculos y homilías plagados de citas de la Escritura. Se centra preferentemente en el Cantar de los cantares y en las obras de san Agustín, por lo que algunos lo han considerado el último padre de la Iglesia. A la austeridad cisterciense, Bernardo añade la preocupación por evitar todo lo que pueda parecer un divertimento para el espíritu. Los monjes de Cluny promovían la belleza como estímulo para la oración, y usaban ornamentos litúrgicos ricos, hermosas esculturas y vidrieras esplendorosas en sus amplias iglesias, como verdaderas catequesis en imágenes. En su Apología a Guillermo de Saint-Tierry (hacia 1123-1125), Bernardo defiende con energía la reforma cisterciense contra los cluniacenses. Considera que las ricas decoraciones pueden contribuir a desviar la mente del monje de la meditación de las realidades divinas. Pedro el Venerable, abad de Cluny, responderá enérgicamente a las críticas de Bernardo para justificar la práctica de Cluny, denunciando el orgullo de los nuevos monjes. A pesar de sus diferencias, los dos hombres entablan amistad.
Las opiniones de Bernardo y de Pedro el Venerable eran divergentes, pero ―como afirma Nuestro Señor―, en la casa de mi Padre hay muchas moradas (Jn 14, 2). El Evangelio relata que una mujer derramó sobre la cabeza de Jesús un perfume muy caro y que los discípulos se indignaron por ello (Mt 26, 7s). Al comentar ese episodio, san Juan Pablo II resaltaba que, como aquella mujer, la Iglesia jamás ha temido ser magnífica en el culto de su Señor, y que nunca ha mirado la nobleza y la belleza de los objetos o de los vestidos litúrgicos como un despilfarro (cf. Cardenal Robert Sarah, Catecismo de la vida espiritual, p.83).
La preocupación de Bernardo por la santificación del clero y de los fieles lo mueve a escribir numerosas cartas, especialmente a los obispos, para incitarlos a reformar la disciplina. Él mismo, después del noviciado, lleva una vida cargada de penitencia, y sus mortificaciones llegan a poner en peligro su salud, provocándole enfermedades estomacales que lo afligirán durante toda su vida. Guillermo de Champeaux no ha logrado convencerlo para que se modere, pero consigue tenerlo a su cargo durante un año; manda construir para él una modesta vivienda fuera de la clausura, prohibiéndole aplicar los artículos de la Regla referentes al ayuno. A pesar de esas medidas, la salud del abad no mejora. El beato Guillermo, abad de la abadía cluniacense de Saint-Thierry, cercana a Reims, acude para hacerle frecuentes visitas; seducido por el carisma de Bernardo, obtendrá de sus superiores, aunque en contra de la opinión de este último, el permiso para hacerse cisterciense en 1135.
Leer a Jesús, oír a Jesús
Mezcla de dulzura, de ternura y de pasión, de entusiasmo y de sensibilidad, Bernardo atrae a los jóvenes. Mediante su ejemplo y sus palabras consigue reconducir a multitud de pecadores por el camino recto de la vida espiritual, guiando a numerosas almas hacia la santidad. « Enseñamos ―escribe― que toda alma, incluso cargada de pecados, atrapada en la red de los vicios, seducida por sus señuelos, cautiva y exiliada o prisionera de su cuerpo, toda alma, digo, así reconocida culpable y desesperada, enseñamos que puede descubrir en sí misma lo que le permitirá no solamente respirar en la esperanza del perdón, en la esperanza de la misericordia, sino incluso osar a aspirar a las nupcias del Verbo, a no temer contraer un lazo de sociedad con Dios » (Sobre el Cantar, sermón 83, 1). El amor de Bernardo por Jesús es intenso. « Cuando escribes, no disfruto de ello si no leo a Jesús ; cuando hablas, o cuando disertas, no hallo interés alguno si no oigo a Jesús ; Jesús es miel para mi boca, melodía para mis oídos, regocijo para mi corazón. Pero también es un remedio. ¿ Alguien de vosotros está triste ? Que Jesús venga a su corazón y, de allí, a sus labios… Nada hay mejor que ese nombre para comprimir el arrebato de la ira, para apaciguar la hinchazón del orgullo, para curar la herida de la envidia » (Sobre el Cantar, sermón 15, 6).
Su afecto por la Virgen, a quien están dedicadas todas las iglesias cistercienses, es intenso. En la entrada de la finca de Tre Fontane, cerca de Roma, donde el apóstol san Pablo fue martirizado y donde san Bernardo fundó un monasterio, se halla una imagen de la Virgen que Bernardo saluda con un Ave María cada vez que pasa. Un día la Virgen le contesta con un “Ave Bernardo”; las dos partes de ese emotivo diálogo se grabaron en la piedra. Una tradición atribuye a Bernardo las últimas invocaciones de la Salve Regina: O Clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria.
A pesar de su deseo de vivir lejos del mundo, Bernardo es solicitado por otros abades, dignatarios de la Iglesia, soberanos y nobles para obtener de él consejos o la solución de conflictos. Para ello debe surcar los caminos de Europa. Sin embargo, una parte del clero considera que un monje no debe interferir en los asuntos temporales. Pero él escribe: «Considero que nada de lo que concierne a Dios me resulta extraño» (Carta al cardenal Aymeric, 20); y al rey de Francia: «Nosotros, hijos de la Iglesia… nos levantaremos y combatiremos por nuestra Madre (la Iglesia), si es menester hasta la muerte, con las armas que convengan; no con el escudo y la espada, sino con la oración y la imploración a Dios» (Carta 221, 3). Bernardo siente gran veneración por la Sede de san Pedro. En 1145, un religioso cisterciense originario de Pisa, y discípulo suyo, será elegido Papa con el nombre de Eugenio III; Bernardo le proporcionará numerosos consejos. Llegará incluso a reprender a los soberanos pontífices o a los príncipes cuando lo considere necesario, pero moderando su natural vivacidad mediante un tono cargado de humildad. Cuando el rey Luis VI intenta destituir al arzobispo de Sens, él lo trata de “nuevo Herodes”..
Reconocer al verdadero Papa
En 1130, tras la muerte de Honorio II, dos grupos diferentes de cardenales eligen cada uno a su Papa : el cardenal Papareschi (apoyado por el cardenal Aymeric de la Chatre), que toma el nombre de Inocencio II, y el cardenal Pierleone, que toma el de Anacleto II. Este último recibe el apoyo de Rogelio II, duque de Apulia y de Calabria. En Francia, Luis VI convoca un sínodo en Étampes y pide a Bernardo que participe. Este se declara partidario de Inocencio II, al que considera más apto, más santo, y elegido por el grupo más íntegro de los cardenales. El rey de Francia y su clero reconocen entonces a Inocencio II, quien se refugia en Francia, quedando la ciudad de Roma bajo el control de los partidarios de Anacleto. El emperador germánico Lotario III reconoce a su vez a Inocencio II, y conduce una expedición para instalarlo en Roma, en 1133. Bernardo los acompaña hasta allí. Inocencio II reúne un concilio en Pisa en 1134, donde Bernardo pronuncia un ardoroso discurso. Después negocia la adhesión de la ciudad de Milán al Papa ; tan grande es su éxito que magistrados, clero y pueblo quieren hacerlo su arzobispo, aunque él rehúsa. Varios milagros suyos consolidan esa unión restablecida. En 1137, Bernardo intenta en vano que Rogelio II entre en razón y que abandone al antipapa. Habrá que esperar a la muerte de Anacleto II, en enero de 1138, para que el segundo concilio ecuménico de Letrán, convocado por Inocencio II, ponga fin definitivamente al cisma.
Bernardo se implica también en debates teológicos, y escribe: «Dios es sabiduría y quiere ser amado no solamente con dulzura, sino con sabiduría. Además, el espíritu de error arruinará cualquier celo si descuidas la ciencia. Y el enemigo engañoso no tiene medio más eficaz para hurtar el amor del corazón del hombre que conseguir que camine en el amor, sin precaución y sin ser guiado por la razón» (Sobre el Cantar, sermón 19, 7). Para Bernardo ―escribirá Pío XII― «la ciencia no es un fin último, sino más bien un camino que conduce a Dios; no es algo frío donde se detiene vanamente el espíritu… sino que es algo movido por el amor, empujado y dirigido por él. Por eso san Bernardo, penetrado por esa sabiduría, mediante la meditación, la contemplación y el amor, llegó a la cumbre más alta de la disciplina mística» (Doctor mellifluus, núm. 6). Bernardo se opone especialmente a Abelardo (1079-1142), doctor de mente brillante que había recibido en 1114 la regencia de la escuela catedralicia de París y cuya reputación es prodigiosa. Sin embargo, su enseñanza está plagada de errores, que Bernardo condenará en un concilio acontecido en Sens (1140). Acogido en Cluny por Pedro el Venerable, Abelardo morirá allí, reconciliado con la Iglesia y con Bernardo.
A finales del siglo xi, la primera cruzada había tenido como objetivo liberar la tumba de Cristo en Jerusalén y conseguir la libertad de circulación para los peregrinos cristianos. Después de la cruzada, algunos cristianos permanecieron allí y fundaron Estados, como el condado de Edesa. La caída de ese condado, recuperado por los musulmanes en 1146, pone en peligro el reino franco de Jerusalén y tiene como consecuencia la segunda cruzada, que el Papa Eugenio III pide a Bernardo que predique. Este toma la palabra el día de Pascua, 31 de marzo de 1146, ante una multitud reunida al pie de la colina de Vézelay. Invita a los caballeros a la humildad, a la obediencia y al sacrificio. También predica en Espira (actualmente en Alemania). Finalmente, el rey de Francia Luis VII y el emperador Conrado III parten a la cruzada, pero ésta acaba en fracaso. Todos hacen recaer la responsabilidad en Bernardo, pero las causas verdaderas se deben a la desunión y al espíritu mundano de los cruzados. Bernardo soporta pacientemente esas críticas y, sometido al Papa, acepta trabajar para lanzar una tercera cruzada que, de hecho, no se emprenderá.
Sin orgullo ni odio
Uno de los obstáculos para que los cristianos permanecieran en Oriente se hallaba en el carácter provisional de la presencia de los caballeros, ya que, cuando se había agotado el tiempo de servicio a su soberano, abandonaban Tierra Santa y regresaban a su país. Entonces, los sarracenos aprovechaban para recuperar sus posiciones. Para minimizar ese grave inconveniente, nueve caballeros, entre ellos Andrés de Montbard, tío de Bernardo, fundaron en 1129 una orden de “religiosos soldados” que se convertiría en la Orden del Temple. Los templarios pidieron a Bernardo que les redactara una regla, adaptación de la Regla de san Benito. Los comienzos de la orden fueron tan heroicos como provechosos para la causa de los cruzados. En 1130 Bernardo dirigió una carta a los caballeros del Temple en la que recordaba que el templario era un combatiente disciplinado, sin orgullo ni odio.
Como la herejía cátara está haciendo grandes progresos en el sur de Francia, Bernardo interviene para refutar esas doctrinas erróneas, especialmente la existencia de dos dioses: uno creador del alma y otro malo, autor de la materia. En 1145 acompaña en Languedoc a Alberico de Ostia, legado del Papa Eugenio III, y predica en esa región, aunque sin éxito. Habrá que esperar al apostolado de santo Domingo y de los Hermanos Predicadores para que la herejía sea vencida por completo.
Queriendo explicar el misterio de la Trinidad mediante razonamientos humanos, Gilberto de la Porrée (1076-1154), obispo de Poitiers, había terminado cayendo en graves errores, pues hacía una distinción artificial entre Dios y la divinidad. Para ayudarle a regresar a la verdad, sus archidiáconos se dirigen al Papa Eugenio III, quien difiere el asunto a un concilio celebrado en Reims en 1148, al que él mismo asiste; Bernardo aporta una acusación formal de herejía contra Gilberto de la Porrée. Las tesis del obispo son condenadas y este se retracta públicamente.
En 1152 Bernardo cae gravemente enfermo. Todos temen que se aproxima su fin, pero el obispo de Metz le pide encarecidamente que intervenga en su diócesis, donde la guerra civil hace estragos. Conmovido de compasión, el moribundo se levanta y parte hacia allí; después, una vez cumplida la misión, regresa completamente agotado a su abadía. Sus monjes, reunidos junto al lecho, le suplican que no les abandone. «No sé a quién de los dos me debo ―responde―, o al amor de mis hijos, que me urgen para que permanezca en este mundo, o al amor de mi Dios, que me atrae hacia lo alto…». Son sus últimas palabras de ese 20 de agosto de 1153, día en que entrega su alma a Dios, a la edad de sesenta y tres años. Canonizado en 1174 por Alejandro III, Bernardo de Claraval fue declarado doctor de la Iglesia por Pío VIII en 1830.
“Mira la estrella”
San Bernardo cantó magníficamente las alabanzas a María en una homilía que se hizo célebre, en la que dijo : « ¡ Oh !, tú que flotas sobre las aguas agitadas del vasto mar… mira esa estrella, fija tu mirada en ella y no serás engullido por las olas. Cuando se desencadenen contra ti los furores de la tentación, cuando te asalten las tribulaciones y seas empujado a los escollos, mira a María, invoca a María. Cuando gimas en la tormenta del orgullo, de la ambición, de la maledicencia y de la envidia, alza la mirada hacia la estrella, invoca a María. Si la cólera o la avaricia, si las tentaciones de la carne asaltan tu esquife, mira a María. Si, abrumado por la enormidad de tus crímenes, confundido por las llagas espantosas de tu corazón, horrorizado por el temor a los juicios de Dios, te sientes arrastrado al abismo de la tristeza y al borde del precipicio de la desesperación, un grito a María, una mirada a María… Que ese dulce nombre no se aparte nunca de tus labios, que no se aparte nunca de tu corazón… Si sigues a María, no puedes desviarte ; si invocas a María, no puedes desesperar ; si piensas en María, no puedes equivocarte. Si ella te sostiene de la mano, no caes ; si ella te protege, no tienes que temer ; si ella te guía, no conocerás la fatiga ; si ella te es propicia, llegarás a la meta » (Segunda homilía sobre el Missus est, núm. 17).
«El motivo de amar a Dios ―afirma san Bernardo― es Dios mismo; la medida es amarlo sin medida» (Tratado del amor a Dios, c. 50). «Incluso si todos no pueden alcanzar la cima de la contemplación de la que habla san Bernardo ―escribe el Papa Pío XII―, incluso si todos no pueden unirse tan íntimamente a Dios como para sentirse unidos al Soberano Bien mediante los lazos de un matrimonio celestial, todos pueden y deben, sin embargo, elevar de la misma manera su alma desde las realidades terrenales hasta las del cielo y amar con voluntad muy activa al Supremo Hacedor de todos los bienes». Además, «cada vez que dejamos de responder con nuestro amor a su amor y que no reconocemos con respeto su paternidad divina, los lazos del amor fraterno se disuelven miserablemente; y las discordias, las oposiciones, las enemistades irrumpen desafortunadamente, y pueden llegar hasta el punto de minar y de subvertir los cimientos de la comunidad humana» (Doctor mellifluus, 12, 13).
El Papa Pío XII afirma que las obras de san Bernardo, el doctor “mellifluus” (del que surge la miel) «deben meditarse con espíritu atento: de sus sentencias ―que surgen por cierto del Evangelio― puede difundirse una fuerza nueva y sobrenatural, tanto para la vida privada de cada uno como para la sociedad humana, una fuerza que regiría las costumbres de los ciudadanos y que los conformaría a los preceptos cristianos; de tal modo que podría aportar soluciones oportunas a males tan numerosos y tan grandes que perturban y afligen a la sociedad». ¡Hagamos votos para que, siguiendo ese preciado consejo de Pío XII, podamos obtener una fuerza sobrenatural renovada a partir de las obras de san Bernardo!
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