28 de Abril de 1999
San Leopoldo Mandic
Muy estimados Amigos:
Una tarde de noviembre de 1882, un adolescente acompañado por su padre llega a Udine (Italia). Se dirigen al convento de los capuchinos, donde les están esperando, por lo que la puerta se abre enseguida para dejarles entrar. El padre portero se apresura ante sus huéspedes, y posa su mirada en ese joven de quince años, que es demasiado bajo para su edad, además de delgado y pálido. Realmente es bien poca cosa, con ese aspecto desmañado que hace aumentar todavía más su timidez y su torpe caminar. Y además habla mal, pues tartamudea. Pero esos defectos quedan felizmente compensados con la expresión de su rostro, de rasgos regulares, que dejan traslucir un mirada viva y una sonrisa franca. Por lo demás, las pocas palabras que ha pronunciado han revelado que se trata de un joven decidido, que quiere llegar a ser sacerdote de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos.
Procede de muy lejos: de Castelnovo, en Dalmacia (actualmente Hercegnovi, en Montenegro). Había nacido el 12 de mayo de 1866, recibiendo en el Bautismo el nombre de Diosdado. Con motivo de un revés de fortuna, su familia, que en otro tiempo había sido noble y rica, debe conformarse con una condición más modesta; pero aquel cambio en nada ha empañado la fe ni la fidelidad de la familia Mandic a la Iglesia de Roma.
Orgulloso por naturaleza y de carácter vivaz, el pequeño Diosdado no puede negar que es sangre dálmata lo que fluye por sus venas. El ambiente del seminario «seráfico» donde se encuentra es bueno, pero sus compañeros son jóvenes robustos y bien parecidos, y las alusiones a la corta talla del recién llegado -no pasará de un metro treinta y cinco-, o a su defectuosa pronunciación, lo hieren profundamente. Además, se enfada dolorosamente cuando sorprende alguna mirada demasiado compasiva por parte de los padres que se encargan de la escuela. Algunos retazos de mal humor, sin demasiada importancia, lo mueven a luchar de manera valiente y perseverante para poder dominar su susceptibilidad, moderar su carácter demasiado fogoso y adquirir una paciencia habitual y una dulzura encantadora. A partir de su primera comunión, Diosdado busca con frecuencia en la Eucaristía la fuerza necesaria para corregir esos defectos.
Al entregarse a Dios en la vida religiosa, Diosdado persigue un objetivo concreto: trabajar para el retorno de los orientales, separados de la Iglesia de Roma, a la unidad católica. Es una idea que se le había ocurrido durante su infancia en Castelnovo. Aquel puerto del Adriático es un importante centro de comercio, así como el punto de encuentro de hombres de razas y de religiones diversas. En medio de aquella pluralidad religiosa, la Iglesia Católica ocupa un lugar honorable, pero su influencia no basta para contrarrestar y vencer los excesos de la codicia, del lujo y de la sensualidad. Aquel penoso espectáculo de miseria espiritual había turbado a Diosdado. Con el transcurrir de los años, Dios le hizo comprender cada vez mejor hasta qué punto les hacía falta la fe a aquellas poblaciones desarraigadas, haciendo que naciera en su corazón una especie de deseo o proyecto que, con el impulso de la gracia, llegó a convertirse en una resolución concreta y firme: salvar a aquellas almas abandonadas, haciendo que entraran en la Iglesia Católica. Con la reflexión, aquel horizonte suyo se hizo más amplio, y tras sus revelaciones de Castelnovo, pudo descubrir todos aquellos países de Oriente alcanzados por el cisma y que vivían fuera del verdadero redil de Jesucristo. Y él, el pequeño Mandic, será su apóstol.
Sembrar la buena semilla
La estancia de formación de Diosdado en Udine apenas dura diez y ocho meses. Admitido en el noviciado del convento de Bassano del Grappa, el 20 de abril de 1884, es revestido con el hábito religioso, recibiendo el nombre de hermano Leopoldo. Una vez terminado el noviciado, estudia filosofía en Padua y, después, teología en Venecia, donde es ordenado sacerdote el 20 de septiembre de 1890. Su deseo de partir pronto a misiones se intensifica, pero su salud se ha resentido a causa del trabajo de sus años de estudio, así que lo envían primero a varios conventos de la Orden para que reponga fuerzas. Para él supone una enorme decepción, pero acepta no obstante con profundo espíritu de fe, considerando que no debe ordenar su vida a partir de aspiraciones personales, sino con la obediencia. Pensando en futuras misiones, perfecciona sus conocimientos en ciencias sacras y en lenguas orientales como el griego moderno, el croata, el esloveno y el servio. Se ocupa igualmente de diferentes trabajos manuales para el mantenimiento de las casas donde reside.
En 1897 es nombrado superior del convento de los capuchinos de Zara, cosa que le alegra, pues Zara lo acerca a Oriente. Muchos marinos y comerciantes de todos los países balcánicos y del Oriente Próximo frecuentan ese puerto dálmata. Nada más instalarse, el padre Leopoldo emprende el apostolado. En cuanto se entera de que va a llegar un barco, corre a darles la bienvenida para conocerlos y relacionarse con ellos. El pretexto es fácil: un extranjero que acaba de desembarcar se alegra de encontrar, al poner pie a tierra, un rostro amigo que pueda proporcionarle informaciones útiles y guiarlo, si resulta necesario, a través de la ciudad. De camino, mientras hablan de esto y de aquello, el padre tiene ocasión de enterarse del país de origen de sus amigos, de su profesión, de su familia y de su religión. Y, cuando lo considera oportuno, aborda con delicadeza y discreción el tema que tanto le conturba el corazón: el conocimiento de la verdadera religión y la adhesión a la fe católica. Se ha sembrado la buena semilla, y ya brotará cuando Dios lo quiera.
Aquel discreto apostolado comienza a producir algunos frutos cuando, dos años después de su llegada a Zara, sus superiores envían al Padre Leopoldo a Thiene, donde los capuchinos cuidan un santuario dedicado a la Virgen. Ponerse al servicio de la Santísima Virgen suaviza la pena del padre Leopoldo al partir de Zara. Pero los años pasan y, en 1906, se produce un nuevo cambio. El padre llega a Padua, donde permanecerá durante casi toda su vida. Sin embargo, en 1922 sale para Fiume a fin de atender las confesiones de los eslavos, pero su partida suscita tantos recelos en Padua que el obispo debe intervenir ante el provincial de los capuchinos: Así que el padre Leopoldo es reclamado: «Es evidente que San Antonio de Padua le quiere a su lado», escribe su superior.
Lo que Dios quiere y como lo quiere
Aquella sucesión de acontecimientos, en particular los traslados de convento en convento, parecen desmentir las intuiciones juveniles del padre Leopoldo: el apostolado de los orientales no iba a ser la labor a la que Dios le llama. Sin embargo, el padre Leopoldo está convencido de que esa es misión especial. Después de su muerte se halló una imagen de la Virgen en la que había escrito, con fecha del 18 de julio de 1937: «Recuerdo solemne del hecho de 1887. Este año se cumple el cincuenta aniversario de la llamada que sentí de parte de Dios, quien me pedía que rezara y que promoviera el retorno de los hermanos separados orientales a la unidad católica». Con el permiso de su confesor, se comprometió mediante voto a cumplir aquella misión con los orientales, promesa que renovará a menudo, de tal manera que llegará a escribir unos meses antes de morir: «Ante Dios no me queda ninguna duda… de que he sido elegido para la salvación del pueblo oriental, es decir de los hermanos separados orientales. A causa de ello, debo responder a la divina bondad de Nuestro Señor Jesucristo que se ha dignado elegirme, a fin de que, mediante mi ministerio se realice también la divina promesa: «No habrá más que un solo rebaño y un solo pastor».
El padre Leopoldo necesitará muchos años para entender las características de su misión. Pero lo que le permitirá descubrirlas no serán sus puntos de vista personales. Como hombre de fe, está convencido de que la revelación de los designios divinos se realizará mediante la obediencia, de tal manera que los medios elegidos por Dios le serán trasmitidos poco a poco mediante la voz de sus superiores. Por otra parte, sabe también que la práctica de la obediencia resulta más eficaz que todas las predicaciones. Para darse ánimos, copia de su puño y letra la famosa carta de San Ignacio referida a esa virtud, guardándola siempre consigo. Será, mediante la oración y el sacrificio, el apóstol de la reconciliación de los hermanos orientales separados de la unidad católica, a la manera de Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, proclamada patrona de las misiones cuando nunca había salido de su carmelo.
Un desafío
Iluminado por esa idea de fe, escribe la siguiente nota: «Debes saber que cuanto más santamente cumplas tus deberes, más eficaz será tu cooperación para la salvación de los pueblos orientales». Es una recomendación que vale para cualquier cristiano. En su Encíclica Ut unum sint, del 25 de mayo de 1995, el Papa Juan Pablo II escribe: «Jesucristo llama a todos sus discípulos a la unidad. El ardiente deseo que me anima es el de renovar hoy esa invitación y acometerla con resolución… Los que creen en Jesucristo, unidos en la vía que trazaron los mártires, no pueden seguir divididos. Si quieren combatir verdaderamente y con eficacia la tendencia del mundo a convertir en vano el misterio de la Redención, deben profesar juntos la verdad de la Cruz. ¡La Cruz! La corriente anticristiana se propone negarle su valor y vaciarla de significado, negando que el hombre pueda encontrar las raíces de su nueva vida y pretendiendo que la Cruz no puede abrir ni perspectivas ni esperanzas; dicen que el hombre no es más que un ser terrestre que debe vivir como si Dios no existiera. A nadie se le escapa que todo ello constituye un desafío para los creyentes, y éstos no pueden dejar de considerarlo» (1-2).
Además, el Papa exhorta a los cristianos para que trabajen en el restablecimiento de la comunión, para que el mundo crea (Jn 17, 21). Concretamente, el apostolado accesible a todos con vistas a la unidad es el de la santificación personal. «No hay ecumenismo en el sentido auténtico de la palabra sin conversión interior, dice el Santo Padre… Así que cada uno debe convertirse de manera más radical al Evangelio… Esa conversión del corazón y esa santidad de vida, al mismo tiempo que las plegarias privadas y públicas para la unidad de los cristianos, deben ser consideradas como el alma de todo el movimiento ecuménico, y pueden llamarse con pleno derecho «ecumenismo espiritual»» (ibíd. 15; 21).
El padre Leopoldo está persuadido de que algún día se producirá el retorno a la unidad de los hermanos separados. Escribe lo siguiente a su director espiritual: «Cuando nosotros, sacerdotes, celebramos con esa intención los sagrados misterios, es el propio Jesucristo quien ora por nuestros hermanos separados. Pero nosotros conocemos además el poder de esa oración de Jesucristo, que siempre es atendida». Otra garantía de ese retorno lo encuentra en la profunda devoción de los orientales hacia la Virgen María. Y una madre tan buena no puede abandonarlos. «Oh, Bienaventurada Virgen María, escribe, creo que tienes la mayor de la solicitudes hacia los hermanos separados orientales. Y yo deseo cooperar con todo mi corazón hacia tu afecto maternal». También todos los fieles son llamados a unirse en el Santo Sacrificio de la Misa y a rezar a la Santísima Virgen para la reunificación de los cristianos.
«Aquí y no en las misiones»
Un día, uno de sus hermanos capuchinos le recuerda al padre Leopoldo que, en el pasado, hablaba sin cesar de ir a los países de Oriente, «y ahora, añade, ya no habla de ello. – Es verdad, responde el padre. Resulta que hace poco le di la comunión a una buena persona, quien, después de haber realizado la acción de gracias, se acercó para trasladarme el siguiente recado: «Padre, Jesús me ha ordenado que le diga esto: su Oriente es cada una de las almas que aquí asiste en confesión». Ya ve usted, amigo mío, que Dios me quiere aquí, y no en las misiones». En otra ocasión le confía a un hermano: «Ya que Dios no me ha concedido el don de la palabra para predicar, quiero consagrarme a transferirle almas mediante el sacramento de la penitencia». Desde el principio de su sacerdocio, el padre Leopoldo se había dedicado al ministerio de la confesión, hasta el punto de que, en Padua, llegó a asediarlo una multitud. Es un apostolado que responde a una de sus aspiraciones de la infancia. Efectivamente, a la edad de ocho años, una de sus hermanas le había dado una reprimenda por un pecado sin gravedad y le había conducido ante el párroco, que le había puesto de rodillas en medio de la iglesia. Más tarde nos dirá: «Me sentí profundamente triste y pensé en mi interior: ¿por qué tratar de manera tan dura a un niño por una falta tan leve? Cuando sea mayor quiero ser religioso, hacerme confesor y tratar a las almas de los pecadores con gran bondad y misericordia». Es un deseo que se realiza plenamente en Padua.
Entre diez y quince horas al día
El ministerio del sacramento de la Reconciliación resulta para él una dura penitencia, pues lo ejerce en un pequeño cuarto de pocos metros cuadrados, donde falta el aire y la luz, que en verano es un horno y en infierno una nevera, donde permanece encerrado entre diez y quince horas al día. «¿Cómo consigue aguantar tanto en el confesionario?», le pregunta un día un hermano. «Ya ve, es mi vida», le responde sonriendo. El amor hacia la almas lo convierte en prisionero voluntario del confesionario, pues es consciente de que «morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección», y de que «las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, «el fuego eterno»» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1033; 1035).
Para conseguir el inmenso beneficio del perdón de Dios a todos los que a él acuden, el padre Leopoldo se muestra dispuesto y sonriente, modesto y prudente, consejero espiritual comprensivo y paciente. Sabe por experiencia hasta qué punto es importante que el penitente se encuentre a gusto y confiado. Uno de ellos relató un hecho significativo: «Hacía muchos años que no me había confesado. Finalmente me decidí y acudí al padre Leopoldo. Me sentía muy inquieto y molesto. Nada más entrar, dejó su asiento y se acercó a mí, con gran alegría, como si esperara a un amigo: «Se lo ruego, acomódese». En medio de mi turbación, fui a sentarme en su sillón. Él, sin decir una palabra, se arrodilló en el suelo y escuchó mi confesión. Cuando hubo terminado, y solamente entonces, me percaté de mi estupidez y quise excusarme; pero él, sonriendo, me dijo: «No pasa nada, no pasa nada. Puede irse en paz». Aquel rasgo de bondad quedó grabado en mi memoria. Al actuar de aquel modo, me había conquistado por completo».
Un firme propósito
El padre Leopoldo procura suscitar entre sus penitentes las disposiciones necesarias para recibir con provecho el sacramento. Éste comprende «por una parte, los actos del hombre que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo, a saber, la contrición, la confesión de los pecados y la satisfacción; y por otra parte, la acción de Dios por ministerio de la Iglesia» (Catecismo, 1448). Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar. La contrición comporta el odio hacia los desórdenes de la vida pasada y un intenso horror hacia el pecado, según la frase siguiente: Descargaos de todos los crímenes que habéis cometido contra mí, y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo (Ez 18, 31). Incluye, además, «el firme propósito de no volver a cometer pecado en el futuro. Si faltara esa disposición del alma, no habría en realidad arrepentimiento… El firme propósito de volver a pecar debe basarse en la gracia divina que el Señor nunca le niega a quien hace todo lo posible para actuar honradamente» (Juan Pablo II, 22 de marzo de 1996). Para recibir la absolución, no basta pues con la intención de pecar menos, sino que resulta indispensable estar decidido a no volver a cometer pecado mortal.
Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama «perfecta». Semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental. La contrición llamada «imperfecta» (o «atrición») es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia.
La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye el segundo acto esencial del sacramento de la Penitencia. En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo (los malos deseos voluntarios), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos. Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de las faltas cotidianas (los pecados veniales), sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia. En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso, y recibe un «acrecentamiento de las fuerzas espirituales para el combate cristiano» (cf. Catecismo, 1496).
Una plena salud espiritual
El tercer acto del penitente es la satisfacción sacramental. Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe «satisfacer» de manera apropiada. Esta satisfacción se llama también «penitencia». Puede consistir en oración, en ofrendas, en obras de misericordia, en privaciones voluntarias, y sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar cada día. Además, muchos pecados causan daño al prójimo y es preciso hacer lo posible para repararlo: por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, etc. (cf. Catecismo, 1451-1460).
Tales «penitencias» ayudan a configurarnos con Cristo que, el Único, expió nuestros pecados, una vez por todas. Nos permiten llegar a ser coherederos de su resurrección, ya que sufrimos con él (Rm 8, 17). Pero nuestra unión a la Pasión de Cristo mediante la penitencia también se realiza fuera del marco sacramental. En una ocasión le preguntaron el padre Leopoldo: «Padre, ¿cómo entiende usted esta frase del Señor: Quien quiera seguirme, que tome su cruz de cada día? ¿Acaso debemos por ello hacer penitencias extraordinarias? – No se trata de penitencias extraordinarias, respondió. Basta con que soportemos con paciencia las tribulaciones habituales de nuestra miserable existencia: las incomprensiones, las ingratitudes, las humillaciones, los sufrimientos ocasionados por los cambios de estación y de la atmósfera en que vivimos… Dios ha consentido todo eso como medio para conseguir nuestra redención. Pero para que esas tribulaciones sean eficaces y buenas para nuestra alma, no hay que huir de ellas por todos los medios… La preocupación exagerada por la comodidad, la búsqueda constante de las satisfacciones, nadan tienen que ver con el espíritu cristiano. Y eso precisamente no es tomar la cruz y seguir a Jesús, sino más bien huir de ella. Y el que solamente sufra de aquello que no ha podido evitar no tendrá ningún mérito». «El amor de Jesús, se complace en repetir, es un fuego que se alimenta con la leña del sacrificio y con el amor de la cruz, y si no se nutre de esa manera, se apaga».
Durante el invierno de 1941, los dolores de estómago que el padre Leopoldo padece desde hace largo tiempo se vuelven cada vez más agudos, por lo que debe guardar cama. El 30 de julio de 1942, según tiene por costumbre, se levanta muy temprano y pasa una hora rezando en la capilla de la enfermería. A las seis y media, se reviste con los ornamentos sacerdotales, pero sufre un violento malestar y se desvanece. Al volver en sí, recibe la Extremaunción y repite las piadosas invocaciones que le sugiere su padre superior. Durante las palabras de la Salve Regina «Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María», su alma emprende el vuelo hacia el Cielo, donde es acogida en medio del gozo infinito de toda la corte celestial. Leopoldo Mandic fue beatificado por el Papa Pablo VI el 2 de mayo de 1976, y canonizado por nuestro Santo Padre el Papa Juan Pablo II el 14 de octubre de 1983.
Que desde lo alto del Cielo nos ayude a poner en práctica, mediante la recepción frecuente del Sacramento de la Penitencia, la siguiente exhortación de la epístola a los hebreos: Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para ser socorridos en el tiempo oportuno (4, 16). Confiamos a su poderosa intercesión, así como a la de San José, a todos sus seres queridos, vivos y difuntos.
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