17 de Febrero de 1999

Leonina Martin

Muy estimados Amigos:

Desde que la Virgen María se apareciera en 1858, Lourdes se ha convertido en tierra de gracias. Allí se manifiestan ante las miradas de todos, creyentes y no creyentes, el poder y la misericordia de Dios. También en la actualidad, María deja sentir su presencia maternal, como lo prueba el relato que sigue.

Leonina MartinDelicia Cirolli, nacida en Sicilia el 17 de noviembre de 1964, es la primogénita de los cuatro hijos de la familia. Lleva una vida feliz, a pesar de los problemas económicos que sufre su padre, que está en paro. A principios de marzo de 1976, experimenta una molestia dolorosa y persistente en la rodilla derecha. Sus padres la llevan al médico de cabecera, quien examina a la niña, prescribiendo unos análisis de laboratorio y unos calmantes. Más tarde, el 6 de mayo, una operación quirúrgica revela un tumor maligno en la rodilla (osteosarcoma). El cirujano propone la amputación total de la pierna, sin garantizar no obstante la curación. Los pobres padres no pueden hacerse a la idea de semejante solución, por lo que el médico prescribe un tratamiento de radioterapia. Pero la niña, muy emotiva, no soporta su ingreso en el hospital y tiene que regresar al domicilio familiar incluso antes de la primera sesión de rayos.

«Tengamos fe»

Ante los sufrimientos de la niña, a la maestra del colegio se le ocurre la idea de enviarla a Lourdes con su madre, pero la estancia en ese lugar (7-11 de agosto de 1976) resulta penosa. Sin embargo, las dos peregrinas asisten a todas las ceremonias, visitan la gruta, las fuentes y las piscinas. De regreso a casa, Delicia no siente mejoría. Nuevas radiografías muestran un claro empeoramiento de la enfermedad, pero todavía no le han prescrito tratamiento alguno. No hay más que ver a la niña para percatarse de que se está debilitando, pero sus allegados no han perdido la confianza: «La Santísima Virgen hará algo; tengamos fe». Y siguen rezándole a Nuestra Señora de Lourdes, mientras la madre no permite que a su hija le falte el agua de la Gruta.

Hacia finales de diciembre, la niña ya casi no se alimenta. Su madre, como es tradicional en Sicilia, prepara ya el vestido mortuorio con el que deberá vestir a su hija tras su fallecimiento. Entonces, se produce algo imprevisible. Unos días antes de Navidad, de repente, Delicia se siente mejor, preguntándole a su madre si puede levantarse de la cama. ¡Cuál será el estupor de aquella mujer cuando ve que, sin ninguna ayuda, su hija puede aguantarse de pie y caminar! ¡Delicia se ha curado, la Virgen María ha satisfecho las plegarias! A partir del final de las vacaciones de Navidad, la joven puede ya reanudar sus estudios con normalidad.

Esa extraordinaria curación, debidamente examinada por parte de diferentes instancias médicas internacionales, fue considerada como un fenómeno contrario a las observaciones y a las previsiones de la experiencia médica, puesto que el avanzado estado de la enfermedad hacía imposible su curación. El 28 de junio de 1989, el arzobispo de Catania (Sicilia) declaraba: «Tomo nota del hecho de que esta curación, considerando las condiciones en las que se ha producido y mantenido, es «científicamente inexplicable» y, como arzobispo de Catania, declaro que es de carácter «milagroso»».

Ese reciente milagro nos lleva a alabar de todo corazón el poder y la bondad de Dios. Pero el Señor también lleva a cabo transformaciones en el orden moral y espiritual que constituyen aún un mayor motivo de gratitud hacia Él. Testimonio de ello es la historia de Leoncia Martin, una de las hermanas de Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz.

«¡Que niña más terrible!»

Cuando Leoncia Martin viene al mundo, el 3 de junio de 1863, en Alençon, alrededor de la cuna se hallan sus padres, Luis y Celia, y dos hermanas: María, que sólo tiene tres años, y Paulina, de veintiún meses de edad. Celina (1869) y Teresa (1873) llegarán más tarde para completar la familia. Leoncia es una niña muy endeble, que padece sucesivamente una especie de tos ferina crónica y, luego, un sarampión con fuertes convulsiones. Además, de vez en cuando, un eczema purulento cubre por completo su cuerpo. Al ser inestable, torpe y padecer gran retraso intelectual, Leoncia causa desconsuelo a la familia. Su falta de equilibrio psíquico se manifiesta cada vez más, mientras va creciendo. Un día, ella misma confesará: «Mi infancia y primera juventud transcurrieron en medio del sufrimiento y de las adversidades más mortificantes». Sin embargo, su memoria es muy buena y se sabe a la perfección el catecismo.

Las hijas mayores, María y Paulina, son alumnas del pensionado de la Visitación de Le Mans, donde se encuentra su tía Salesa sor María Dositea. Aunque la superiora no quiere admitir a Leoncia, la tía consigue que sea aceptada a prueba: «Ahora tengo a Leoncia, esa niña tan terrible -escribe-, y os aseguro que el trabajo que me da no es poco. Es un continuo combate… ¡No teme a nadie nada más que a mí!». La prueba no dura mucho, y la mandan de nuevo con su familia.

«Demasiado hermoso»

Su madre le organiza clases particulares, pero Leoncia no entiende nada de cálculo y ordena las cifras con la mayor de las fantasías. Se proyecta de nuevo un intento de escolarización en la Visitación. Su madre escribe: «Estamos arreglando su ajuar. Creo que es tirar el dinero, pero lo que más me atormenta es la preocupación que va a causarle a su tía… Es la única persona que ejerce cierto dominio sobre ella. Además, cuando se le pregunta a la pobre Leoncia qué quiere ser cuando sea mayor ella responde siempre lo mismo: «Yo, seré religiosa en la Visitación, con mi tía». Quiera Dios que así sea, pero es demasiado hermoso y no me atrevo a esperarlo».

La correspondencia de la madre revela sus preocupaciones pedagógicas, sobre todo en lo que se refiere a Leoncia, cuyo retraso afectivo e intelectual demanda una atención especial. No ignora que la confianza es el alma de la educación, y emplea todos los medios a su alcance para ganarse ese corazón replegado en sí mismo. Celia quiere que sus hijas sean comunicativas, abiertas y espontáneas. A base de amor, suscita la confidencia o la confesión, pero sabe mostrarse firme y no permite ni la tozudez ni el capricho. Estimula la generosidad de su hija, sirviéndose de los acontecimientos de cada día para enseñarle a vencerse a sí misma, insistiendo en la fidelidad hacia el deber de estado.

«El papel de los padres en la educación tiene tanto peso que, cuando falta, difícilmente puede suplirse, nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica… Los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos. Testimonian esta responsabilidad ante todo por la creación de un hogar, donde la ternura, el perdón, el respeto, la fidelidad y el servicio desinteresado son norma… Han de enseñar a los hijos a subordinar las dimensiones materiales e instintivas a las interiores y espirituales» (Catecismo, 2221; 2223).

Una tarea de larga duración

Educar significa también formar el sentido moral y la conciencia. «Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas autorizadas. La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida. Desde los primeros años despierta al niño al conocimiento y la práctica de la ley interior reconocida por la conciencia moral. Una educación prudente enseña la virtud; preserva o sana del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los insanos sentimientos de culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos de la debilidad y de las faltas humanas. La educación de la conciencia garantiza la libertad y engendra la paz del corazón» (Catecismo, 1783-1784).

Pero los afectuosos cuidados de su madre no consiguen acabar con el espíritu de contradicción de Leoncia, que da la impresión en ocasiones de parapetarse tras su enfurruñamiento. Pero la madre no se da por vencida, dejando constancia de los menores síntomas de mejoría: «No estoy descontenta con mi Leoncia, escribe un día; si pudiéramos vencer su tozudez y ablandar un poco su carácter, haríamos de ella una hija buena y fiel, que no tuviera miedo a su padecimiento. Tiene una voluntad de hierro, pues cuando quiere algo supera todos los obstáculos hasta conseguir su objetivo». Unas semanas más tarde, sin embargo, confiesa a Paulina: «Ya no puedo conseguir nada más; hace lo que le viene en gana y como le viene en gana».

Él se dejará conmover

Pero hay un pensamiento que reconforta a Celia en su constante tarea: esa hija que tantas plegarias y tantas congojas ha costado no puede perecer. Rezar por su hija forma parte de su papel de educadora y de madre. «Cuando se participa así en el amor salvador de Dios, se comprende que toda necesidad puede convertirse en objeto de petición. Cristo, que ha asumido todo para rescatar todo, es glorificado por las peticiones que ofrecemos al Padre en su Nombre» (Catecismo, 2633). Celia espera una intervención del Cielo: «Cuando más difícil la veo, más me persuado de que Dios no permitirá que se quede así. Rezaré tanto que Él se dejará conmover. A los dieciocho meses se curó de una enfermedad mortal; ¿por qué iba Dios a salvarla de la muerte si no tuviera con ella expectativas de misericordia?». Unos años después, Santa Teresita dirá esta hermosa frase: «De Dios obtenemos tanto como esperamos». La esperanza de la señora Celia de Martin no se verá defraudada, verificándose de ese modo la observación del Catecismo: «Los hijos, a su vez, contribuyen al crecimiento de sus padres en la santidad» (Catecismo, 2227).

La tía salesa muere en el monasterio de Le Mans el 24 de febrero de 1877. Leoncia le había encargado unos «recados» para el Cielo: «Quiero, le había dicho a su hermana María, que cuando mi tía religiosa llegue al Cielo le pida para mí a Dios la vocación religiosa… Quiero ser una verdadera religiosa – ¿De verdad? ¿Qué quieres decir con eso? – Quiero decir una santa». Muy pronto, uno de los misterios que pesan sobre el destino de Leoncia queda aclarado. Luisa, la empleada de la familia, ejerce desde hace dos años sobre la niña una verdadera tiranía, pensando que puede hacer un gran favor «reprimiendo» a la pequeña con castigos corporales, exigiéndole que lo mantenga en secreto y prohibiéndole cualquier conversación con su madre. El mal queda por fin al descubierto, y la madre lo explica en una carta dirigida a su cuñada: «Así es, percibo un rayo de esperanza que me presagia un cambio total. Todos los esfuerzos que hasta el momento había hecho para encariñarla conmigo habían resultado infructuosos, pero ahora todo es diferente. Me ama todo lo que es posible amar… y, con ese amor, penetra poco a poco en su corazón el amor de Dios. Confía plenamente en mí, e incluso me revela sus más nimias faltas; quiere realmente cambiar de vida y se esfuerza mucho en ello, y nadie puede apreciar esos esfuerzos como yo».

Los esfuerzos renovados sin cesar acaban produciendo fruto: «Las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados, y una perseverancia, reanudada siempre en el esfuerzo, son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al practicarlas» (Catecismo, 1810).

Pero la señora Celia de Martin muere víctima de un cáncer el 28 de agosto de 1877. La familia abandona entonces Alençon y parte para Lisieux, donde viven los tíos Guérin. El 2 de octubre de 1882, Paulina ingresa en el Carmelo de Lisieux, donde María será admitida a su vez en 1886. Leoncia aprovecha un viaje a Alençon para ingresar, el 7 de octubre de 1886, en las clarisas de esa ciudad. El tío Guérin tranquiliza a la familia Martin acerca de ese «santo» capricho de Leoncia: «No os preocupéis, que no se quedará». De hecho, el 1 de diciembre, profundamente deprimida, Leoncia sale otra vez del convento.

Una elección sensata

Al año siguiente, se produce una nueva tentativa de vida religiosa: Leoncia ingresa en esa ocasión en las salesas de Caen. La elección es sensata, pues los fundadores de la Visitación, San Francisco de Sales y Santa Juana de Chantal, concibieron esa orden para hacer la vida contemplativa más soportable a las naturalezas delicadas. Pero, al cabo de seis meses, Leoncia se ve obligada a interrumpir ese nuevo intento. De regreso a Lisieux, ocupa el tiempo visitando a los enfermos y dedicándose incluso a los moribundos, y ayuda tanto en la casa como fuera de ella. El 9 de abril de 1888, Teresa ingresa en el Carmelo, a la edad de 15 años. Después se manifiesta la enfermedad mental del señor Martin, que debe ser internado en el hospital del Salvador de Caen. Leoncia y Celina lo cuidarán durante varios años, ayudados por su tío y por su tía.

El 24 de junio de 1893, Leoncia intenta ingresar por segunda vez en la Visitación de Caen, que abandonará de nuevo en julio de 1895. Su padre había fallecido hacía un año y Celina había ingresado en el Carmelo en septiembre de 1894. Leoncia necesita mucho valor para asumir su temperamento incoherente y versátil, a pesar de su tenaz obstinación por la vida religiosa. Pero Teresa, maestra de vida espiritual, con su pedagogía sencilla y persuasiva, resulta una verdadera guía para ella. El camino de infancia o «caminito» que le enseña mediante sus cartas o en el locutorio del Carmelo, suscita en Leoncia sentimientos de confianza y de abandono, que la afianzan cada vez más en la paz.

El 30 de septiembre de 1897, sor Teresa del Niño Jesús muere en el Carmelo de Lisieux. Un año después aparece la Historia de un alma, autobiografía de Teresita. Leoncia devora el libro, encontrando en él, emocionada, los recuerdos de su infancia; pero lo que descubre es, sobre todo, los secretos amorosos entre Teresa y su Señor bienamado. La Historia de un alma se convierte en su libro de cabecera, ayudándole así a esperar la realización de su propia vocación.

Por fin toda de Dios

El 28 de enero de 1899, Leoncia ingresa definitivamente en la Visitación de Caen, a la edad de 35 años. Toma el hábito religioso el 30 de junio de 1899, recibiendo el nombre de sor Francisca Teresa. Las recomendaciones de San Francisco de Sales están presentes en su pensamiento: «Practiquemos esas pequeñas virtudes propias de nuestra pequeñez: la paciencia, el auxilio al prójimo, el servicio, la humildad, la dulzura, la afabilidad, la tolerancia de nuestra imperfección… Porque no son nuestras grandes obras lo que agrada a Dios, sino el amor con que las realizamos».

La salud de sor Francisca Teresa sigue siendo muy delicada, de tal modo que las erupciones de eczema le cubren en ocasiones todo el cuerpo. Un día escribe: «El eczema me reviste de un cilicio desde la cabeza hasta los pies, con picores que me impiden conciliar el sueño, y si por desgracia me rasco, aunque sea un poco, siento verdaderas quemazones. Creo que me ocurriría lo mismo si estuviera en el purgatorio, así que ofrezco mis sufrimientos por todas las grandes causas que afectan especialmente al corazón de nuestro Pontífice y Padre bienamado (el Papa). Todos esos deseos de apostolado me ayudan, finalmente, a ser generosa». Sufre, además, de constantes migrañas, de dermatosis en el cuero cabelludo, de uñeros, de frecuentes crisis intestinales, de reumatismo, etc.

En 1930, sor Francisca Teresa está muy grave y recibe los últimos sacramentos. «La enferma está verdaderamente en manos de Dios, y salgo totalmente edificado de la conversación que he mantenido con ella», escribe monseñor Suhard, por entonces arzobispo del lugar. Pero, poquito a poco, consigue reponerse. Escribe lo siguiente a Celina: «Ya no consigo aclimatarme a esta triste tierra. Todo me resulta fastidioso y lleno de hastío; reza por esta pobre cobarde, pues en realidad es pura cobardía no querer sufrir por Dios, agraviado hoy más que nunca… Me aferro tanto como puedo a su voluntad, que amo y deseo por encima de todo, pero todos mis pobres esfuerzos resultan infructuosos y me dejan a menudo en un sufrimiento indecible».

No obstante, aquellos padecimientos van acompañados de profundas alegrías. ¡Qué enorme sorpresa cuando se entera de que están canonizando a Teresa!, y escribe: «Teresa era muy buena, ¡pero hasta el punto de canonizarla…!». El 29 de abril de 1923, el Papa Pío XI la proclama solemnemente beata. Más tarde, el 17 de mayo de 1925, se produce la canonización. Para las grandiosas ceremonias de aquel día, se ha invitado a Roma a las cuatro hermanas Martin, pero las cuatro prefieren el silencio y la discreción del claustro. «Soy mucho más feliz aquí que estando en Roma, escribe sor Francisca Teresa, prefiero estar en último lugar… Lo más conveniente es el silencio… Pero todo eso, gracias a Dios, lejos de deslumbrarme, me sigue produciendo nostalgia del Cielo».

«¡Qué felicidad!»

A principios de 1941, sor Francisca Teresa abandona su celda para ir a la enfermería, escribiendo esto a sus hermanas: «Me voy a la eternidad, ¡qué felicidad!… Lo único que tengo sano son los ojos, el corazón y la cabeza, gracias a Dios, pero todo puede tomarlo, porque todo es de Él. Todo lo dejo, incluso mi pequeña y pobre inteligencia». Durante la noche del 16 al 17 de junio, abandona apaciblemente este mundo en presencia de su superiora, la madre María Inés Debon, que la bendice y la besa de parte de sus hermanas.

En el transcurso de sus 78 años de vida, de los cuales pasó 43 en la Visitación, Leoncia conoció multitud de pruebas: sentimientos de inferioridad, fracasos, tinieblas, sufrimientos físicos, tentaciones interiores de rebelión… Pero aquella niña «inadaptada» de la que nada humanamente se podía esperar se convirtió, mediante la poderosa acción del Espíritu Santo, en una «santa». Todavía recientemente, la madre María Inés Debon, su última superiora, daba testimonio de su bondad, de la sencillez y del recogimiento voluntario de aquella niña difícil de Alençon que llegó a ser, con su esfuerzo y por la gracia de Dios, una consumada salesa. Esa transformación moral es uno de los éxitos más hermosos del «caminito» de Santa Teresa del Niño Jesús, para quien la santidad es una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños entre los brazos de Dios, conscientes de nuestra debilidad y confiados hasta la intrepidez en su bondad de Padre (cf. Novissima verba, 3 de agosto de 1897).

«Una gracia singular»

A partir de la muerte de sor Francisca Teresa, se propagó rápidamente un impulso de simpatía universal hacia ella. Procedentes de todas las partes del mundo, llegan a la Visitación de Caen peticiones de intercesión, así como agradecimientos por gracias recibidas. La que tantas preocupaciones causó a sus padres se ha convertido en el recurso de quienes tienen dificultades a la hora de educar a sus hijos.

«¡Oh, Señor!, escribía sor Francisca Teresa, poca brillantez has puesto en mi vida; haz que, como tú, me dedique a los valores auténticos, despreciando los valores humanos, para estimar y desear solamente lo absoluto, lo eterno, el amor de Dios a fuerza de esperanza». Estas palabras están inspiradas en el libro de la Imitación de Cristo, que ella leía con frecuencia: «Señor y Dios mío, tengo por gran beneficio tuyo no poseer muchos de esos dones de apariencia y que son motivo de alabanzas y de admiración por parte de los hombres. Y así, al considerar uno su indigencia y su abyección, lejos de sentirse abatido, lejos de sentir pena alguna o tristeza, más bien siente dulce consuelo y gran alegría; porque tú, Dios mío, elegiste a los pobres y humildes y a los desheredados de este mundo para que fueran familiares y domésticos tuyos» (III, 22). Toda la vida de humildad de sor Francisca Teresa está presente en esas pocas palabras.

A ella le pedimos con confianza que nos enseñe a caminar siguiendo sus huellas, y que interceda, junto con Santa Teresita de Lisieux y San José, por todos sus seres queridos, vivos y difuntos.

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Beato Bartolo Longo

8 de diciembre de 1998

San Maximiliano Kolbe

13 de Enero de 1999

Beato Federico Ozanam

25 de Marzo de 1999

San Leopoldo Mandic

28 de Abril de 1999