3 de Junio de 1999
Santa Teresa de los Andes
Muy estimados Amigos:
«¿Para qué sirven los monjes y las órdenes religiosas?». Incongruente en un ambiente religioso, esta reflexión se ha convertido en algo banal en nuestra sociedad secularizada. Por eso, el Papa Juan Pablo II podía escribir, el 25 de marzo de 1996: «No son pocos los que hoy se preguntan con perplejidad: ¿Para qué sirve la vida consagrada? ¿Por qué abrazar esa forma de vida cuando hay tantas necesidades en el campo de la caridad y de la misma evangelización a las que se puede responder también sin asumir los compromisos peculiares de la vida consagrada? ¿No representa quizás la vida consagrada una especie de «despilfarro» de energías humanas que serían, según un criterio de la eficiencia, mejor utilizadas en bienes más provechosos para la humanidad y la Iglesia?» (Exhortación apostólica Vita consecrata, 104).
El Santo Padre responde a esta cuestión: «Lo que a los ojos de los hombres puede parecer un despilfarro, para la persona seducida en el secreto de su corazón por la belleza y la bondad del Señor es una respuesta obvia de amor, exultante de gratitud por haber sido admitida de manera totalmente particular al conocimiento del Hijo y a la participación en su misión divina en el mundo» (ibíd.). La vida consagrada es la respuesta de amor a una llamada de Dios: Me has seducido, Señor, y me dejé seducir (Jr 20, 7). Esta seducción lleva a compartir en una particular intimidad el misterio de Cristo, consagrándole toda su persona de una forma exclusiva.
«Basta con Dios»
En 1918, antes de entrar en un convento carmelita, una joven chilena seducida por Cristo, le explicaba a su hermano, apenado y escandalizado, los motivos de su vocación: «Existe en el alma una sed insaciable de felicidad. Ignoro la razón, pero en mí está decuplicada. Deseo amar, sí, pero amar al Ser inmutable, a Dios que me ha amado infinitamente desde hace una eternidad». El deseo natural de felicidad es de origen divino; Dios lo ha colocado en el corazón del hombre con el fin de atraerlo a Él, el único que puede colmarlo. «La verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor» (Catecismo de la Iglesia católica, 1723).
El 21 de marzo de 1993, con motivo de la canonización de Santa Teresa de los Andes, el Papa Juan Pablo II declaraba lo siguiente: «A una sociedad secularizada que vive de espaldas a Dios, presento con viva alegría a esta carmelita chilena, como modelo de la eterna juventud del Evangelio. Ella aporta el límpido testimonio de una existencia que proclama a los hombres de hoy en día que la grandeza y la alegría, la libertad y la plena realización de la criatura humana residen en el amor, en la adoración y en el servicio de Dios. La vida de la Beata Teresa grita suavemente desde su claustro: ¡Basta con Dios!».
«Padrecito, ¡vayamos al cielo!»
Juana Fernández Solar nació el 13 de julio de 1900, en el seno de una familia acomodada de Santiago de Chile. Desde la infancia muestra una arrolladora personalidad, a base de corazón y de inteligencia y animada por un gran deseo de Dios. «Recuerdo, cuenta un sacerdote amigo de la familia Fernández, que un día me tomó de la mano y me dijo: «Padrecito, ¡vayamos al cielo! – De acuerdo, hija mía, le contesté, vayamos al cielo». Y al salir ambos de casa le pregunté: «Y bien, Juanita, ¿por dónde se va al cielo? – Por ahí», me dijo mientras señalaba con su pequeño dedo la cordillera de los Andes. «Muy bien, hija mía, repliqué; pero fíjate que cuando hayamos escalado esas montañas tan altas el cielo estará todavía muy, muy lejos. No, Juanita, ese no es el camino del cielo: Jesús en el sagrario, esa es la vía real para llegar al cielo»».
A pesar de aquella predisposición, a Juana no le faltan defectos: es obstinada, vanidosa y egoísta, con tendencia a los enfados y a los caprichos. «A veces me dejaba llevar por pequeños accesos de rabia incontenida», nos dirá. Ayudada por los suyos (llegará a tener cinco hermanos y hermanas) y, sobre todo por la gracia del bautismo, entabla un duro combate contra sus malas inclinaciones, especialmente contra su temperamento irascible y emotivo, en el que influye una frágil salud. Un día, su hermana Rebeca se enfada con Juana y la golpea con todas sus fuerzas. Ella quiere responderle con la misma intensidad y, con el rostro enrojecido de ira, agarra a su hermana y, de repente, se detiene: en vez de un golpe le da rápidamente un beso. Rebeca no entiende el gesto heroico de su hermana y la aparta gritando: «¡Vete! ¡Me has dado el beso de Judas!». Victoriosa de su cólera, Juana se retira con dulzura.
A la edad de trece años, Juana es hospitalizada a causa de una apendicitis aguda, y sufre enormemente con su soledad: «Entonces mis ojos se fijaron en un cuadro que representaba el Sagrado Corazón, escribe, y oí una voz muy dulce que me decía: «¡Cómo es eso, Juanita! Yo me encuentro siempre sólo en el altar porque te amo, y ¿tú no soportas estar sola ni un momento?». Desde entonces, mi Jesús me habla. Y pasaba horas enteras conversando con Él… Me enseñaba poco a poco cómo debía sufrir sin quejarme. Todo lo hacía con Jesús y por Jesús».
En plena adolescencia, el gusto por las frivolidades hace que pierda parte de su fervor, pero frecuentes enfermedades la alejan de las diversiones y la reconducen a la presencia de Dios, y muy pronto siente repugnancia al recordar aquellas fiestas en las que la vanidad compite con la sensualidad.
De camino hacia las alturas
El 8 de diciembre de 1915, con la autorización de su confesor, Juana se consagra a Dios mediante el voto de castidad. El Papa Juan Pablo II ha recordado el eminente valor de este voto: la práctica gozosa de la castidad perfecta da testimonio «de la fuerza del amor de Dios en la fragilidad de la condición humana. La persona consagrada manifiesta que lo que muchos creen imposible es posible y verdaderamente liberador con la gracia del Señor Jesús. Sí, ¡en Cristo es posible amar a Dios con todo el corazón, poniéndolo por encima de cualquier otro amor, y amar así con la libertad de Dios a todas las criaturas! Este testimonio es necesario hoy más que nunca, precisamente porque es algo casi incomprensible en nuestro mundo» (Vita consecrata, 88).
En 1916, Juana realiza su primer retiro según el método de San Ignacio de Loyola. Después de la meditación de la «llamada de Cristo Rey», escribe: «Estar dispuesta a seguir a Jesús donde Él quiera. Él elige la pobreza, las humillaciones y la cruz, ¿por qué no recibiré yo también esos dones, ya que me ha creado, que me conserva la vida y que me ha liberado del infierno? Mejor aún: Él sufrió durante treinta años toda suerte de penas para morir finalmente en una cruz como el más infame de los hombres… y ¿yo no quiero sufrir nada por su amor?». Esas consideraciones llegan a penetrar tanto en su alma que, para imitar a Cristo sufriente, la penitencia resulta para ella una verdadera necesidad. Su hermana Rebeca nos cuenta que hacía uso de mil artificios para reprimir sus gustos y mortificarse en todo. Sin embargo, obedece a su madre cuando le pide que no se prive de los alimentos tan necesarios para su débil salud. A pesar de sus pruebas y de sus enfermedades, Juana sigue siendo una joven alegre y expansiva. Encontrándose de vacaciones en la costa del Pacífico, realiza largos paseos a caballo, de «amazona» («estoy hecha una yanqui» escribe) con sus amigas, y todas juntas ayudan a los sacerdotes encargados de las misiones del campo a catequizar a los campesinos. También le gusta mucho ocuparse de los pobres.
«Tengo sed de almas»
Juana ha oído la llamada de Dios: «¡Qué feliz soy, querida hermana!, escribe a Rebeca el 15 de abril de 1916. Cada día deseo entrar en el Carmelo para dedicarme solamente a Jesús, para confundirme en Él y para vivir únicamente de su vida: amar y sufrir para salvar almas. Sí, tengo sed de almas porque sé que es lo que más le gusta a mi Jesús. Debo ofrecer a mi Amado la sangre que Él vertió para cada una de ellas».
Juana se ha comprometido en el camino de la santidad, como respuesta al amor que Dios nos manifestó en la Encarnación redentora: En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (1 Jn 4, 10). La exigencia de la conversión concierne a todos los hijos de la Iglesia, pero las personas que abrazan la vida consagrada viven esa exigencia como una ofrenda total de sí mismas que llega hasta la renuncia de los bienes legítimos. Así es, pues por el voto de pobreza abandonan la posesión personal de los bienes de este mundo, por el voto de castidad renuncian al matrimonio, y por el voto de obediencia abdican de una legítima autonomía en la dirección de sus vidas. De ese modo, siguen de más cerca al Señor Jesús pobre, casto y obediente. Es un amor absoluto que sirve de ejemplo para todos los cristianos.
En septiembre de 1917, Juana le escribe a la priora del Carmelo de los Andes, situado al pie de la cordillera del mismo nombre, a 70 km. de Santiago, y le expresa su deseo de entrar en ese monasterio. «La vida de una carmelita es sufrir, amar y orar, y en eso consiste todo mi ideal. Reverenda madre: mi Jesús me enseñó esas tres cosas desde que era niña».
Sin embargo, la joven sufre todavía algunas caídas. Se acusa de coquetería y, el 18 de octubre de 1917, confiesa: «Hoy, una religiosa ha repartido entre nosotras golosinas y, como sólo me ha dado un trocito, me he enfadado y lo he tirado, y después no he querido aceptar otra que me daba» (Diario). Nuestros defectos son una muestra de la debilidad humana y nos ayudan a comprender que la santidad no es obra nuestra sino del Espíritu Santo. Para conseguirlo, Juana continuará luchando y poniendo todo su empeño en el servicio del Espíritu de Dios.
La celda del corazón
Durante la primavera de 1918, se ofrece como víctima de amor y de expiación, en respuesta a una sugerencia del Sagrado Corazón de Jesús. Poco tiempo después, las tinieblas invaden su alma, por lo que le confía a un sacerdote su estado de sufrimiento interior, añadiendo: «Reverendo padre: eso no me causa extrañeza, porque le he pedido a Cristo que me prive de cualquier consuelo, a fin de que otras almas a las que amo encuentren paz y alegría en los sacramentos y en la oración».
La Pasión redentora de Cristo confirió al sufrimiento, secuela del pecado original, un nuevo sentido: ese sufrimiento puede ser partícipe de la obra salvífica de Jesús. Suplo en mi carne lo que resta de los sufrimientos de Cristo en favor de su cuerpo que es la Iglesia, dice San Pablo (Col 1, 24). En realidad, el sufrimiento no es un bien en sí mismo, pero Jesús se dignó asumirlo para nuestra regeneración espiritual. Por eso, al seguir las huellas de Cristo sufriente colaboramos en la obra de la salvación de las almas y, movidos por el Espíritu Santo y por la caridad, podemos obtener para nosotros mismos y para los demás las gracias de santificación para la vida eterna. Entre todos los fieles -del cielo, del purgatorio y de la tierra- existe un constante lazo de amor y un abundante intercambio de toda suerte de bienes, al que llamamos Comunión de los Santos. En ese admirable intercambio, los méritos de unos aprovechan para los demás.
El 11 de enero de 1919, Juana y su madre visitan el Carmelo de los Andes, que han elegido porque es el más pobre de Chile. Unos días antes, había sido tentada contra su vocación, pareciéndole que podía hacer mucho más por la salvación de las almas si ingresaba en una orden activa. Pero, nada más franquear los muros del pequeño convento, siente cómo se desvanecen todas sus dudas: «Sentía una paz y una felicidad tan grandes que me resulta imposible explicarlas. Me daba cuenta con claridad de que Dios me quería allí, y experimentaba une especie de fuerza en mi interior capaz de vencer todos los obstáculos para poder ser carmelita y encerrarme en aquel lugar para siempre».
La clausura de los religiosos contemplativos es un modo de vivir el misterio de la Pascua de Cristo. De experiencia de muerte en sí misma, se convierte en sobreabundancia de vida, constituyéndose como anuncio gozoso de la posibilidad que se ofrece a cada persona de vivir únicamente para Dios, en Jesucristo. La clausura evoca aquella «celda del corazón» en la que cada uno está llamado a vivir la unión con el Señor (cf. Vita consecrata, 59).
«¡San José ha hecho el milagro!»
Hacia finales del año 1917, cuando salía con su madre de la Iglesia, después de la misa, Juana le dice sin preámbulos: «Mamá, ¿sabes que quiero ser carmelita?». La madre seguía de cerca la acción de la gracia en el alma de su hija, y su respuesta fue tranquila y simple: «Si tu padre da su consentimiento, no seré yo quien me oponga». Durante la primavera de 1919, Juana, que pasa unos días en casa de unos amigos, le escribe a su padre pidiéndole su conformidad. En esa carta, fechada el 25 de marzo, festividad de la Anunciación, pone todo su corazón y toda su fe. En aquel momento las condiciones no son favorables, pues la situación económica de la familia ha empeorado y es posible que no pueda pagar la dote, necesaria entonces para entrar en un convento del Carmen.
Pasan los días y, aunque Juana ha regresado a la casa familiar, su padre no menciona para nada la carta. Finalmente, en un momento en que se dispone de nuevo a partir, Juana ve a su padre y se precipita hacia él, suplicándole, con toda la ternura y la delicadeza que son habituales en ella, que dé su consentimiento. Muy a pesar suyo, el padre responde: «Hija mía, si esa es la voluntad de Dios, yo no me opongo». Llena de gozo, Juana exclama: «¡San José ha hecho el milagro!».
En una carta dirigida a su hermano Lucho, Juana revela el fuego interior que le abrasa: «Encadenada por las exigencias del cuerpo y por las del medio social en el que vive, el alma se encuentra en el exilio y anhela, en un ardiente impulso, contemplar ese horizonte infinito que se ensancha cada vez que lo mira, sin jamás encontrar límite alguno en Dios. Ahora no puedes entenderlo, querido Lucho, pero rezaré para que Dios se manifieste algún día en tu alma, al igual que, en su infinita bondad, se manifiesta en la mía… Ten presente sobre todo que la vida es muy corta, pues ya sabes que esta vida no es la vida». En efecto, comparada con la vida eterna, en la que veremos a Dios cara a cara en medio de una felicidad inefable y sin fin, y liberados de todo sufrimiento, de todo llanto y de la muerte, la vida terrenal no merece el nombre de vida.
La verdadera riqueza
El 7 de mayo de 1919, las puertas del Carmelo de los Andes se cierran definitivamente detrás de la postulante, que en adelante llevará el nombre de sor Teresa de Jesús. «Bendito sea Dios, le escribe a su madre al día siguiente, ya estoy en mi convento. Me esfuerzo muchísimo para poder caminar con zuecos y, al ver mi torpeza, me da un ataque de risa. Soy feliz, porque, aunque no tenga nada, Dios me lo da todo». Juana conserva todo su sentido del humor: «Aquí, se remienda y se zurce mucho la ropa, pues somos pobres. El hábito que tengo que reparar tiene más de ciento cincuenta remiendos, y ya no queda nada del tejido original».
En toda comunidad religiosa, la pobreza es un valor en sí mismo. Sin negar el valor de los bienes creados, la pobreza que se abraza voluntariamente los relativiza. Su primer significado consiste en dar testimonio de Dios como la verdadera riqueza del corazón humano, mediante la imitación de Cristo pobre: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos (Mt 5, 3). En un mundo que suele ser materialista, ávido de posesiones, indiferente ante las necesidades y los sufrimientos de los más débiles, la pobreza evangélica contesta enérgicamente la idolatría del dinero. Es una llamada al uso moderado de los bienes de este mundo (cf. Vita consecrata, 89-90).
El 14 de octubre de 1919, sor Teresa toma el hábito del Carmelo, en presencia de su familia y de numerosas amigas, y empieza de ese modo su noviciado. Durante ese período de probación, alternan en ella favores místicos extraordinarios y grandes tentaciones, en especial contra la fe. Pero no por ello se ve mermada su natural alegría.
Madura para la siega
A principios de marzo de 1920, sor Teresa afirma que morirá al cabo de un mes. De hecho, el 2 de abril, Viernes Santo, cae gravemente enferma de tifus. El lunes de Pascua, recibe con gran fervor los últimos sacramentos y, al día siguiente, es admitida a hacer profesión religiosa. El día 12, tras únicamente once meses de vida carmelitana, sor Teresa de Jesús entra en el gozo del paraíso.
«Muy pronto hará milagros», había anunciado unos días después de su muerte el padre Julián Cea. Desde entonces, un número incalculable de personas atribuye a su intercesión gracias y favores de toda clase. El Carmelo de los Andes, que acaba de celebrar el centenario de su fundación (el 2 de febrero de 1898), se ha convertido en el centro de peregrinación más frecuentado de Chile, y muchos jóvenes reciben allí la gracia de comenzar o de reanudar una vida cristiana.
La influencia y la proyección póstumas de Santa Teresa de los Andes asombran por tratarse de una joven de menos de veinte años de edad. Esa vida, carente de relieve a los ojos de una sociedad seducida por la eficacia temporal, es propuesta no obstante por la Iglesia como un ejemplo de éxito humano. El secreto de esa santa de Chile se halla en la profunda unión con Cristo y en la práctica del amor verdadero, derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rm 5, 5). Ese amor, a diferencia del falso amor que busca el placer egoísta, se identifica con el don de uno mismo sin límites, y proporciona la felicidad al hombre.
«Dios hizo brillar en ella de forma admirable la luz de su Hijo Jesucristo, decía el Papa con motivo de la canonización de nuestra santa, para que sirviera de faro y de guía a un mundo que parece ciego e incapaz de discernir el esplendor de Dios… Ante una juventud continuamente solicitada por los mensajes y las incitaciones de una cultura erotizada, ante una sociedad que confunde el amor auténtico, que es un don, con la utilización hedonista (para su propio placer) del otro, esa joven virgen de los Andes proclama la belleza y la felicidad que emana de los corazones puros».
«En su hogar familiar, Juana aprendió a amar a Dios por encima de todas las cosas, y, al sentir que pertenecía en exclusiva a su Creador, su amor por el prójimo se hizo aún más intenso y definitivo. Eso es precisamente lo que afirma en una de sus cartas: «Cuando amo, es para siempre. Una carmelita nunca olvida. Desde su pequeña celda acompaña a las almas que ha amado en el mundo» (agosto de 1919). Su ardiente amor lleva a Teresa a desear sufrir con Jesús y como Jesús… Quiere ser una hostia inmaculada ofrecida en silencioso y constante sacrificio por los pecadores. «Somos corredentores del mundo, y la redención de las almas no puede cumplirse sin la cruz» (Carta, septiembre de 1919)… En un mundo donde se lucha por afirmarse, por poseer y dominar, ella nos enseña que la felicidad consiste en ser el último y el servidor de todos, siguiendo el ejemplo de Jesús, que no vino para que le sirvieran sino para servir y entregar su vida por la salvación de las multitudes».
Confiamos a Santa Teresa de los Andes, así como a la Virgen Inmaculada y a San José, a todos sus seres queridos, vivos y difuntos.
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