9 de Junio de 2019
Cardenal Luis Luçon
Muy estimados Amigos:
En 1905, el Papa san Pío X piensa en el obispo de Belley, Monseñor Luçon, para suceder al cardenal Langénieux, arzobispo de Reims, recientemente fallecido. El candidato pone todas las objeciones posibles, acudiendo a Roma para exponer personalmente su determinación a declinar ese gran honor, pues se considera incapaz de sobrellevar convenientemente el cargo de semejante responsabilidad. « Querido hijo —le dice enérgicamente el Santo Padre—, no solamente le envío al honor, sino a una cruz, y no solamente a una cruz, sino a multitud de cruces ». Nada predestinaba a Louis Luçon, un niño tímido, enclenque, torpe y a menudo enfermo, a un cargo eclesiástico tan pesado como glorioso. Y sin embargo lo sobrellevará durante largo tiempo, en honor de la Santa Iglesia…
Luis Luçon nace el 28 de octubre de 1842 en Maulévrier, localidad de los bosques vendeanos, cerca de Cholet (Francia). Su padre ejerce la profesión de tejedor, y la familia vive pobremente en la granja del castillo de los Colbert. Luis es un niño piadoso y estudioso, dando muestra de una inteligencia despierta. Después de prepararlo para la primera Comunión, su párroco descubre en él señales de vocación. El niño es inscrito en el colegio municipal de Cholet, dirigido entonces por sacerdotes ; a pesar de su precaria salud y de un régimen de vida riguroso, aquellos años escolares le resultan provechosos. En octubre de 1857, entra en el seminario menor de Montgazon (cerca de Angers), donde termina, no sin dificultades, sus clases de retórica y de filosofía, interrumpidas por frecuentes estancias en la enfermería o en su campiña natal. En 1860, entra en el seminario mayor de Angers, donde su director espiritual lo somete a un régimen de comidas, paseos y tareas apropiadas que palían su deficiente estado de salud.
Válido en cualquier momento
En 1864, Luis recibe el subdiaconado, y, tras ser nombrado preceptor del hijo del vizconde de Chabot, se dedica con esmero a su labor educadora. Ordenado sacerdote por el obispo de Angers el 23 de diciembre de 1865, el padre Luçon pasa a ser vicario en Saint-Lambert-du-Lattay. Se esfuerza por llevar a cabo el ideal del sacerdote tal como lo concibe, y que definirá más tarde desde lo alto del púlpito de la catedral de Nuestra Señora de París, con motivo de las exequias del cardenal Richard : « Sin duda, el sacerdote debe ser de su tiempo, para conocer los errores y refutarlos, las necesidades y atenderlas, los sufrimientos y remediarlos, las injusticias y preparar su reparación. Sí, debe adaptar siempre los medios de acción de su apostolado a las necesidades del tiempo en que vive…, seamos de nuestro tiempo. Pero no olvidemos que existe una cosa que está y que debe permanecer en todos los tiempos : la vida de santidad… Solamente la santidad puede acordar al sacerdote la confianza de los pueblos ; si carece de ella, si hay sospechas de que no es lo que debe ser, ni la ciencia, ni los procedimientos modernos, ni las propias obras impedirán que la confianza se aleje de él. En contrapartida, siempre deberá lo mejor de su prestigio a la santidad ».
En 1869, Monseñor Freppel (1827-1891), un alsaciano de fuerte carácter, es nombrado para la sede de Angers. Impresionado por los amplios conocimientos y la solidez del pensamiento del padre Luçon, le obliga a diplomarse en teología (1873), enviándolo después a Roma para obtener un doble doctorado en teología y en derecho canónico. Debido a su gran modestia, Luis parte sin entusiasmo. Una vez en Roma, su salud se consolida. Monseñor Freppel lo destina después a enseñar derecho canónico en la Facultad Libre de Derecho que acaba de fundar. Sin embargo, el humilde sacerdote le hace respetuosamente algunas objeciones. Lleno de enfado, ya que sólo admite obediencia inmediata, el obispo lo nombra párroco de La Jubaudière, simple sucursal rural de unas 700 almas, situada en la antigua “Vendée militar”. La parroquia está formada por numerosas aldeas difíciles de atender. La espectacular acogida de los habitantes de La Jubaudière supone un gran estímulo para el párroco : una multitud de jóvenes a caballo acuden a su encuentro para conducirlo al pueblo, donde el alcalde y numerosos parroquianos le dan la bienvenida alrededor de una hoguera. Más tarde escribirá : « ¿ Cómo un sacerdote puede no apreciar a una parroquia que da muestras de tanto respeto hacia lo que representa y de tanta buena voluntad hacia su persona ? ». Una vez obispo de Belley, elogiará a aquellos cristianos con motivo de la consagración como Santuario de la iglesia de Pin-en-Mauges, en honor a los vandeanos mártires de la Revolución Francesa : « El vandeano ama su religión, que es la más fuerte y, por así decirlo, la mayor costumbre de su vida. Representa para él la seriedad y la solidez del granito sobre el cual habita. Formado en la rigurosa escuela del padre de Montfort, ama los dogmas sublimes de la fe católica y la austera moral de la Cruz ; lleva en el corazón los bienhechores consuelos de la religión de Jesucristo… Ama a sus sacerdotes, y el supremo honor que ambiciona para sus hijos es el sacerdocio ; toda la familia se considera honrada de tener a alguno de sus miembros entre los ministros del altar » (13 de octubre de 1896).
Por caminos encajonados
Luis Luçon se consagra con entusiasmo al servicio de sus parroquianos. Se le ve por la noche, por malos caminos encajonados, bajo una lluvia recia, con la sotana levantada y avanzando en medio de los atolladeros para llevar los sacramentos a moribundos. En 1883, la circunscripción de Cholet, la parroquia más importante de la diócesis, está vacante, por lo que Monseñor Freppel la confía al padre Luçon, y donde él mismo se instala para manifestarle mejor su estima. El párroco anterior había emprendido la reconstrucción de su iglesia y creado obras importantes. A su llegada, el padre Luçon se encuentra con una situación económica en mal estado. Siente la tentación de desanimarse y de abandonarlo todo para hacerse monje, pero la preocupación por cumplir dignamente sus obligaciones lo lleva a recomponerse. Se consagra a la culminación de la construcción de la iglesia de Nuestra Señora de Cholet. Dispuesto a escuchar a todos, asiste a las reuniones de las numerosas obras de esa parroquia, comenta las decisiones y se interesa por las cuentas. Su actitud sonriente y tan correcta impresiona al auditorio, que no puede evitar admirar la paciencia y la cortesía del nuevo párroco. Mediante su exquisita sensibilidad y su bondad, le bastan unos meses para conquistar a sus parroquianos. Habla con sencillez, como lo haría un padre a sus hijos, y su alma se vuelve transparente en las entrevistas, hasta el punto de dejar ver franqueza y espontaneidad en su fondo. Con motivo de las huelgas de los talleres de telares de la comarca de Cholet, en 1887, miles de obreros se reúnen ; el párroco, al que interpelan, sabe encontrar las palabras justas y consigue conciliar los intereses en juego para mejor provecho de todos, obreros y patronos.
Ese mismo año de 1887, para agradecer a Monseñor Freppel la ayuda ofrecida al gobierno, el ministro del Interior, Spuller, le pide que presente tres candidatos de su elección para la sede de Belley, entonces vacante. El párroco de Cholet figura en tercera posición, con la siguiente nota : « El padre Luçon es uno de esos sacerdotes eminentes que no desean otra cosa que permanecer en segundo plano, aunque estén hechos para el primero, y a quienes la modestia les hace decir gustosamente : “Soy el último en la casa de mi padre” ». La elección recae en el padre Luçon, que parece más conciliador a ojos del ministro. Ante esa noticia, el elegido queda consternado. Su confesor le exhorta a someterse y le aconseja visitar al ministro. Spuller, republicano imbuido de principios regalistas, ve entrar en su despacho a un joven sacerdote intimidado, ante quien desarrolla una teoría sobre los derechos del Estado y los deberes de los obispos ; por un momento, cree haber conducido al sacerdote a sus puntos de vista, pero éste le responde : « Excelencia, no he deseado en absoluto el episcopado, y únicamente he venido a París para declinar ese honor. Si me veo obligado a aceptarlo, quiero que sepa cuál será mi línea de actuación. Mientras los derechos del Estado puedan conciliarse con los de la Iglesia, me mostraré, según es mi obligación, como buen ciudadano y buen francés. Pero el día en que la Iglesia y el Estado estén en desacuerdo, estaré del lado de la Iglesia y permaneceré inflexible como un barra de hierro ». Descontento por ello, el ministro quiere apartarlo, pero Monseñor Freppel le responde : « De ese modo dirán que un pequeño párroco ha triunfado sobre un gran ministro ». Herido en carne viva, el ministro firma el nombramiento. El 8 de febrero de 1888, el obispo de Angers confiere la plenitud del sacerdocio al niño de Maulévrier, en la iglesia de Nuestra Señora de Cholet. Monseñor Luçon toma como enseña el cordero pascual y, como lema, In fide et lenitate (en la fe y en la mansedumbre).
El verdadero sentido de la vida
En 1901, para reemplazar a las congregaciones religiosas docentes suprimidas por la ley, Monseñor Luçon funda escuelas libres. Se dedica igualmente, de manera entusiasta, a preparar el proceso de beatificación del venerable Cura de Ars (la parroquia de Ars pertenece a su diócesis). La beatificación tiene lugar el 8 de enero de 1905. Monseñor Luçon realizará en varias ocasiones el panegírico del beato ; incluso regresará para ello a Belley, en 1908, aunque ya sea arzobispo de Reims desde hace dos años : « Remóntense con el pensamiento —dirá— a la época en que nuestro beato ejerció el santo ministerio en esa parroquia de Ars. Se repetía entonces hasta la saciedad que todo queda limitado, para nosotros, a la vida presente, que la creencia en un mundo futuro es una quimera, que el fin del hombre es el placer… que el hombre de hoy en día debe pedir la felicidad a la ciencia, que la ciencia —finalmente— debe ocupar el lugar de la religión… ¿ Qué resultó de ello ? Al desconocer el verdadero significado de la vida, las personas de nuestro tiempo limitaron sus pensamientos a la vida presente y a los bienes terrenales… El Cura de Ars dirige a las almas desencantadas hacia el único bien verdadero : “¡ Sabed que lejos de Dios nada es sólido, nada, nada ! Si es la vida, pasa ; si es la fortuna, se desmorona ; si es la salud, se destruye ; si es la reputación, es atacada. ¡ Ah ! ¡ Dios mío, Dios mío, cuánta lástima dan aquellos que depositan todos sus afectos en esas cosas !”. Y concluye : “Gustad de servir a Dios, pues solamente debemos hacer eso en este mundo ; ¡ todo lo que hacemos fuera de ello es tiempo perdido !” ».
El papel desempeñado por Monseñor Luçon en el proceso de beatificación del Cura de Ars ofreció la ocasión al Papa san Pío X de apreciar al prelado. Ambos son de condición humilde y practican las mismas virtudes de altruismo, de amor por el deber y de sencillez. El 21 de febrero de 1906, el Santo Padre nombra a Monseñor Luçon para el arzobispado de Reims, pidiéndole que le asista, el 25 de febrero, en la ceremonia de la consagración de catorce obispos franceses que, en el contexto de la separación entre la Iglesia y el Estado, el Sumo Pontífice ha nombrado sin consultar al gobierno. El 5 de abril, los habitantes de Reims ven llegar al nuevo arzobispo, con la sonrisa en los labios. Desde el principio, conquista una popularidad que no hace más que aumentar. Sin embargo, las cruces anunciadas por el Papa no tardan en aparecer. Por el hecho de haber roto unilateralmente el concordato, la Iglesia de Francia conoce las tribulaciones más dolorosas : inventario de los bienes eclesiásticos por agentes civiles, expulsión de los religiosos y luchas políticas. En Reims, los seminaristas son echados a la calle, y Monseñor Luçon es expulsado del arzobispado.
Crucificado por los honores
El 18 de diciembre de 1907, el arzobispo recibe el casquete de cardenal. Cuando lo felicitan, él recuerda sus modestos orígenes : « El Señor me crucifica por los honores, por los que no siento ni gusto y aptitudes. Los clavos son de oro, pero no dejan de ser clavos ». Cuando aparece en el púlpito por primera vez, se dirige a los obreros, asegurándoles que es uno de los suyos por nacimiento y por predilecciones. Su palacio episcopal está abierto a todos, tanto a los ciudadanos más modestos y necesitados como a sus más ilustres diocesanos. El nuevo cardenal despliega una actividad considerable, organiza las aportaciones al clero, crea congresos católicos en las principales parroquias y participa en las fiestas de las corporaciones obreras. Defiende a la Iglesia en estos términos : « Nos presentan como enemigos del maestro de la escuela laica, pero ese maestro ya era laico cuando, antaño, sacerdotes y maestros de escuelas mantenían cordiales relaciones en cada una de nuestras parroquias ». Y, a propósito del derecho de la Iglesia a enseñar, dice : « Ese derecho no procede de los hombres, sino de Jesucristo, que nos confió la misión de enseñar a todos los pueblos ».
En agosto de 1914, se declara la guerra. El arzobispo se pone a disposición de todos, especialmente de las familias pobres cuyo padre ha sido movilizado. Tras la muerte del Papa, el 20 de agosto, se dirige a Roma para asistir al cónclave. Su corazón de pastor está desgarrado, pues hubiera deseado no abandonar la diócesis en aquel momento de peligro. Reims, en efecto, es todo un símbolo para Francia : Clodoveo recibió allí el Bautismo con los francos, dando nacimiento a la nación francesa, y Juana de Arco condujo allí a Carlos VII para que fuera coronado. El invasor ha comprendido perfectamente el alcance simbólico de esa ciudad y arremete contra su monumento más importante : la catedral. El cardenal escribirá al respecto : « Yo era como el santo Job ; el correo me aportaba cada día la noticia de una catástrofe peor que la anterior : han ocupado Reims y han pedido rescate ; han tomado cien rehenes, entre los cuales están dos de mis vicarios generales ; han bombardeado Reims, la han incendiado y la catedral está en llamas.
Después de un viaje peligroso, el cardenal se reencuentra por fin con Reims, liberada como consecuencia de la victoria del Marne, el 22 de septiembre. A partir de ese día, ya no la abandonará hasta la última gran ofensiva alemana, en marzo de 1918. Durante esos cuatro años, no deja de recorrer la ciudad, de reconfortar a los siniestrados, de visitar las escuelas refugiadas en subterráneos, las comunidades religiosas, las ambulancias y los hospitales, de bendecir a los heridos y a los enfermos. En cuanto se entera de que han bombardeado un barrio, acude enseguida. Su presencia aporta consuelo por doquier. A veces debe acostarse en la calle, o refugiarse en un sótano para evitar las explosiones de los obuses. Entre visita y visita por la ciudad, permanece impasible ; su coadjutor lo halla a menudo leyendo la Suma teológica de santo Tomás : « Eminencia, están bombardeando, hay que bajar al sótano. —Espere, no es más que una tormenta ; ya pasará ». Una noche, escapa milagrosamente de la muerte : un obús cae en el jardín y la metralla atraviesa su habitación a algunos centímetros de él. Cada semana recorre el frente próximo, visita las trincheras y celebra en ellas la Misa. En sus alocuciones a los soldados, retoma con frecuencia la noción del sacrificio y de la sangre derramada, como precio de la redención y de la salvación de Francia. Insiste siempre en la alianza de la religión y de la patria, en el único consuelo eficaz frente a la muerte, que es el que puede dar la Providencia. « Monseñor ama al soldado y éste lo adora —resalta un oficial—. Su gozo es inmenso cuando se encuentra con un grupo de combatientes y habla familiarmente con todos. Y los soldados se sienten a gusto enseguida con él ».
Completamente solo
Todos los viernes, durante la guerra, el cardenal dice a sus vicarios generales : « Déjenme solo, completamente solo ». En su catedral en ruinas, abierta de par en par, en el suelo plagado de escombros, realiza el vía crucis por Francia. « Perdonad, Señor, perdonad a vuestro pueblo. No estéis enfadado eternamente contra él. Sí, ha cometido errores ». Ante cada estación, lee de rodillas una meditación que ha compuesto.
« Cuando los hombres —dirá Benedicto XVI— viven en paz con Dios y entre sí, la tierra se asemeja verdaderamente a un “paraíso”. Por desgracia, el pecado arruina continuamente este proyecto divino, engendrando divisiones e introduciendo la muerte en el mundo. Así sucede que los hombres ceden a las tentaciones del maligno y se hacen la guerra unos a otros. La consecuencia es que, en este estupendo “jardín”, que es el mundo, se abren espacios de “infierno”… En este momento no puedo por menos de remontarme con el pensamiento a una fecha significativa : el 1 de agosto de 1917, hace exactamente 90 años, mi venerado predecesor el Papa Benedicto XV dirigió su célebre “Nota a las potencias beligerantes”, solicitándoles que pusieran fin a la primera guerra mundial. Mientras se desarrollaba aquel terrible conflicto, el Papa tuvo la valentía de afirmar que se trataba de una “matanza inútil”. Esta expresión ha quedado grabada en la historia. Se justificaba en la situación concreta de aquel verano de 1917 » (Ángelus del 22 de julio de 2007).
A pesar de las solicitudes de la Santa Sede ante el emperador de Alemania Guillermo II para salvar la catedral de Reims y las iglesias, éstas vivirán la Pasión. A partir del domingo de Ramos, 1 de abril de 1917, y durante varias semanas, un diluvio de bombas se abate sobre la ciudad. El enemigo, que persiste en creer, equivocadamente, que la catedral sirve como puesto de observación, no deja de bombardearla. Hay que esperar al 30 de abril para que el alcalde de Reims se decida a entrevistarse con el cardenal. Ambos remenses, de ideas opuestas, se conciertan durante una hora. « ¡ Oh !, pero si es un gran hombre —dice el alcalde— ; ¿ por qué no lo he visto antes ? ». El 17 de junio de 1917, a petición de un diputado que es presidente del Librepensamiento de Reims, el presidente de la República, Raymond Poincaré, condecora al cardenal con la cruz de la Legión de Honor para honrar su patriotismo y abnegación. Pero hay una condecoración que aún le emociona más : la del 152 regimiento de infantería, uno de los más valientes, que le concede su cordón militar y el diploma de capellán honorario. El 25 de marzo de 1918, las autoridades militares exigen, no sin dificultad, al cardenal que abandone Reims. « Eminencia, es usted una de las banderas de Francia —le dice un general—. Debemos salvarle ; no debemos entregar nuestra bandera al enemigo que llega ». El cardenal anota en su diario de guerra : « Anunciación. Lunes santo. Última Misa en Reims ».
Quince casas indemnes
Reims es liberada en agosto de 1918, ¡ pero en qué estado !… De las 14.000 casas con las que contaba, quince solamente permanecen indemnes ; las demás son destruidas o deben sufrir reparaciones importantes. El arzobispado está inhabitable. Después del armisticio, el cardenal Luçon se consagra sobre todo a la restauración de la catedral. Participa en la búsqueda de financiación, especialmente ante los norteamericanos. Su entusiasmo no cesa : en los años de postguerra, vigila siempre por su rebaño. En su Carta pastoral del 15 de agosto de 1925, denuncia las modas inapropiadas : « Se reclama la rehabilitación moral del país, pero, ciertamente, no hay intención de contribuir a ello al inventar y lanzar las modas actuales. Han nacido de la corrupción y son uno de los agentes más eficaces de la depravación de las costumbres. Son, en sí mismas, una provocación al mal, una incitación a las pasiones. Nadie puede, de buena fe, mantener su inocuidad… Nos convertimos por la gracia santificante en templos del Espíritu Santo, y en santuarios vivos de la divina Eucaristía por la santa Comunión ; ¿ acaso ello no nos impone una manera de vestir siempre digna de los huéspedes divinos que se dignan honrarnos con su visita y con su presencia permanente ?… Si existe un lugar donde las modas frívolas y las desnudeces son especialmente impropias es la casa de Dios. Es una inexcusable falta de respeto, por no decir un desafío o un insulto a la santidad de Dios, entrar en su templo y, sobre todo, acercarse a los sacramentos con ropa tan manifiestamente inmodesta ».
Si bien el cardenal siente la dicha de devolver el culto a su catedral en mayo de 1927, no verá el final de su restauración. El 8 de mayo de 1929, en presencia del presidente de la República y de numerosos obispos, celebra en Orleáns el quinto centenario de la liberación de la ciudad por santa Juana de Arco, y después, en Reims, en julio, el de la coronación de Carlos VII. En mayo de 1930, cae enfermo, falleciendo piadosamente el 28 de ese mes.
« La única consolación viene de Cristo —decía el Papa Francisco el 21 de septiembre de 2014—. ¡ Ay de nosotros si buscamos otro consuelo ! Tengan la certeza de que si buscan consuelo en otra parte no serán felices. Más aún : no podrán consolar a nadie porque su corazón no se ha abierto al consuelo del Señor, de quien procede todo alivio ». La vida del cardenal Luçon es una ilustración de esta frase. Busquemos nosotros también en el Corazón de Cristo la verdadera consolación, incluso en lo más duro de las dificultades y tribulaciones ; entonces podremos, como él, pacificar los corazones que sufren y hacer que brille en ellos la santa Esperanza.
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