9 de Septiembre de 2020
Beato Ladislas Batthyány-Strattmann
Muy estimados Amigos:
Con motivo de un congreso sobre Hungría, en octubre de 1996, san Juan Pablo II hizo un elogio conmovedor de tres católicos húngaros del siglo xx : el médico László Batthyány-Strattmann (†1931), monseñor Vilmos Apor (†1945) y el cardenal Josef Mindszenty (†1975). A la vez que el Papa reconocía a los dos últimos la cualidad de mártires de la resistencia contra unas dictaduras ateas, calificaba al primero de « héroe del amor fraterno ». En marzo de 2003, san Juan Pablo II elevó al honor de los altares a ese « médico de los pobres ».
Ladislao (en húngaro László) Batthyány-Strattmann nace el 28 de octubre de 1870 en Dunakiliti, a 90 km del este de Viena, en el seno de una familia ilustre y rica de magnates (aristócratas) austrohúngaros. Su infancia queda marcada por pesadas tribulaciones : su padre abandona el hogar familiar y, cuando Ladislao aún no ha cumplido doce años, su amada madre muere como consecuencia de una larga enfermedad. Los resultados escolares del adolescente son mediocres, e incluso debe cambiar tres veces de escuela a causa de sus extravagancias. En Viena estudia primero química, filosofía y astronomía, pero su vida carece de objetivo y su temperamento irascible incomoda. Después de una relación amorosa irresponsable, se convierte en padre natural de una niña, de la que se ocupará toda la vida. A los veinticinco años, sin embargo, se produce un cambio en su vida ; decide —contrariamente a las costumbres de su ambiente social— ejercer una profesión “burguesa” y comenzar estudios de medicina. Ha contribuido a esa conversión, que atribuirá también a la paciente intercesión de un buen sacerdote, una reflexión profunda ante Dios sobre sus errores y pecados de juventud. El 10 de noviembre de 1898 contrae matrimonio con la condesa María Teresa Coreth. Del fruto de esa unión nacerán trece hijos. Un educador recuerda este testimonio : « Nunca vi, ni en ningún sitio, una relación familiar tan estrecha, una atmósfera tan amorosa y gozosa como en casa de los Batthyány ». Poco a poco, gracias a la oración, Ladislao orienta hacia Dios su trabajo de médico, su papel de esposo y la educación de sus hijos. En 1926 escribirá : « En primer lugar, el amor embellece la vida ; Dios es amor, y todo amor noble es un reflejo de la naturaleza divina ».
En 1898 el joven estudiante de medicina construye un hospital cerca de su castillo de Kittsee, en una región entonces húngara, que será anexionada a Austria en 1920. En 1900 se licencia en medicina, especializándose enseguida en cirugía, y luego en oftalmología. Muy pronto llega a curar entre 80 y 100 enfermos al día, a quienes regala con frecuencia los medicamentos recetados e incluso los gastos de viaje. Además de las lenguas húngara y alemana, que domina a la perfección, aprende el eslovaco y el croata a fin de comunicarse fácilmente con todos los habitantes de esa región fronteriza.
En 1915, a la muerte del príncipe Edmundo, tío de Ladislao, el emperador Francisco José le concede el título de príncipe. Ladislao deja entonces el hospital de Kittsee y se instala con los suyos en el castillo familiar de Körmend, en Hungría occidental, donde abre inmediatamente otro hospital del que será médico jefe. La Primera Guerra Mundial está en su apogeo, por lo que el príncipe hospitaliza a innumerables soldados heridos, construyendo además, para ellos, un edificio que puede albergar cien camas. Nunca parece cansado de atender a sus pacientes. « Quien quiera que me visite como paciente es ya un amigo, antes incluso de haberlo visto » —declara. No obstante, necesita esforzarse para dejar su mal humor a la puerta de la habitación del enfermo, para luchar contra la impaciencia, para escuchar atentamente a su « querido paciente » o para tocar su cuerpo con suavidad y respeto. Es consciente de ser solamente un instrumento de Dios, y desea curar no sólo el cuerpo sino también el alma. Su servicio para con los enfermos empieza y termina con una visita al Santísimo en la capilla familiar. Antes de cada operación ruega a Dios que le asista. Su esposa, que posee el título de enfermera, le ayuda con frecuencia durante las operaciones.
« ¡ Señor príncipe, puedo ver ! »
«Un día —contó una de sus tías— Laci (Ladislao) ve llegar a la consulta a un hombre vestido con harapos que ha caído de cabeza en un depósito de cal viva ; ha perdido un ojo inmediatamente y el segundo parece incurable, por lo que el herido está prácticamente ciego. Con el corazón compungido, Laci lo opera en el acto. Son necesarias una larga hospitalización y otras dos operaciones. Laci y su numerosa familia rezan por él, y Dios escucha su súplica ; en un momento determinado, el paciente, loco de alegría, anuncia al médico : « ¡ Señor príncipe, puedo ver de nuevo ! ». En el momento de abandonar el hospital, deshaciéndose en lágrimas, el obrero se arrodilla ante su “salvador”. Ladislao le dice : « ¡ No, no te arrodilles ante mí ! ». Y también él se pone de rodillas para dar gracias a Dios. Los encontramos a los dos prosternados, dando gracias a Dios. Entonces, Laci sacó zapatos y ropa de su propio armario y despidió al paciente tras haberle regalado vestuario nuevo ».
El príncipe doctor Batthyány es colmado de honores. El emperador lo recibe en la Orden del Toisón de Oro y de San Esteban ; el Papa le concederá la Espuela de Oro y los húngaros lo elegirán para la Cámara Alta ; se convierte igualmente en miembro de la Academia Húngara de Ciencias. A pesar de esas distinciones él rehúye al público, pues no quiere destacar. « La grandeza y la sencillez casan muy bien con él » —declara uno de sus huéspedes. Siempre echa mano generosamente de su fortuna para el bien de sus pacientes, pero también para mantener trece iglesias parroquiales y varias escuelas ; educa a sus hijos en un modo de vida humilde y laborioso. El doctor Batthyány es muy acogedor, pero no le gustan las mundanidades. « Detestaba las chácharas de salón que fácilmente se tornaban en maledicencias —escribe su hermana. Jamás habló mal de los demás y no soportaba oír semejantes intervenciones. Si no podía impedirlas, abandonaba la sala o conseguía desviar la conversación ». En su diario, Ladislao anota : « El valor de todo ser humano es lo que vale ante Dios ; las cualidades que hay que apreciar en el hombre son la justicia, la verdad y la caridad ; las demás cualidades no enumeradas aquí son consecuencias naturales del amor de Dios ».
No hay separación alguna entre su vida espiritual y su actividad profesional. En 1926 escribe en su diario : « Hace unos días operé un horrible cáncer de lengua, ayer asistí al feliz parto de un niño, he curado tres cataratas… De todas esas alegrías y penas, la humanidad moderna en tumbona y con un vaso de jerez en la mano nada sabe. Y sin embargo, no intercambiaría mi lugar con nadie ; incluso si naciera mil veces, mil veces diría a mi Dios del Cielo : “¡ Señor, deja que vuelva a ser médico, para que pueda trabajar para ti y para tu gloria !” ».
Incluso en medio de la noche
El entusiasmo profesional del doctor Batthyány podría ilustrarse con numerosos ejemplos, en especial el siguiente : un niño que cogía ramas de abeto para preparar una fiesta en la escuela se pincha en un ojo con una gruesa aguja ; grita como si lo estuvieran despellejando, y su hermana corre a avisar a su madre en estos términos tranquilizadores : « Mamá, no te preocupes, no pasa nada grave, Karl acaba de reventarse un ojo ». Ella acude corriendo y constata que del ojo herido brota un líquido amarillo. « ¡ Rápido, vamos a casa del príncipe ! » —ordena. Pero son las cuatro de la tarde y el servicio ambulatorio ya está cerrado. ¡ No importa ! El médico manda preparar la sala de operaciones y declara al padre del herido, turbado por la molestia causada al príncipe : « ¡ Aunque fuera en medio de la noche, mi deber sería ayudar a un enfermo ! ». La operación resulta un éxito total, y el ojo del niño se salva. « Me gusta mi profesión —confía el médico. El enfermo me enseña a amar más a Dios, y amo a Dios en el enfermo. ¡ Así que el enfermo me ayuda más de lo que yo le ayudo ! Él reza por mí y me consigue inmensos favores, a mí y a mi familia. Gracias a la bondad de Dios, el enfermo hace de mí otro Simón de Cirene que puede ayudarlo con amor a llevar la cruz ». Y resalta con respecto a su especialidad de oftalmólogo : « Como el ojo es el espejo del alma, cuando tengo la suerte, con la ayuda de Dios, de lograr que alguien vuelva a ver la luz del día, entonces puedo, por lo general, ejercer también una influencia en su alma ». A los pacientes que mantienen contacto con él les envía un pequeño folleto que ha titulado « ¡ Abre los ojos y ve ! ». Se trata principalmente de ayudar a esas personas a que abran los ojos de su alma a las realidades espirituales.
Cuando un pobre le pregunta, no sin apuro, de qué manera puede agradecerle sus cuidados gratuitos, el médico responde invariablemente : « Rece por mí un Padrenuestro y un Avemaría ». Por otra parte, no resulta extraño que el enfermo curado gratis pro Deo regrese a casa con una « prima de dolor », es decir, una limosna entregada por el médico en « reparación » por los pequeños sufrimientos que ha soportado. A sus pacientes israelitas les pide que recen por él utilizando las plegarias de la Biblia que conocen.
« Gratis habéis recibido ; dad gratis (Mt 10, 8). Estas son las palabras pronunciadas por Jesús cuando envió a los apóstoles a difundir el Evangelio, para que su Reino se propagase a través de gestos de amor gratuito —escribe el Papa Francisco… La Iglesia, como Madre de todos sus hijos, sobre todo los enfermos, recuerda que los gestos gratuitos de donación, como los del Buen Samaritano, son la vía más creíble para la evangelización. El cuidado de los enfermos requiere profesionalidad y ternura, expresiones de gratuidad, inmediatas y sencillas como la caricia, a través de las cuales se consigue que la otra persona se sienta “querida”. La vida es un don de Dios y, como advierte san Pablo : ¿ Tienes algo que no hayas recibido ? (1 Co 4, 7). Precisamente porque es un don, la existencia no se puede considerar una mera posesión o una propiedad privada, sobre todo ante las conquistas de la medicina y de la biotecnología, que podrían llevar al hombre a ceder a la tentación de la manipulación del “árbol de la vida” (cf. Gn 3, 24)… Os exhorto a todos, en los diversos ámbitos, a que promováis la cultura de la gratuidad y del don, indispensable para superar la cultura del beneficio y del descarte. Las instituciones de salud católicas no deberían caer en la trampa de anteponer los intereses de empresa, sino más bien proteger el cuidado de la persona en lugar del beneficio. Sabemos que la salud es relacional, depende de la interacción con los demás y necesita confianza, amistad y solidaridad, es un bien que se puede disfrutar “plenamente” sólo si se comparte. La alegría del don gratuito es el indicador de la salud del cristiano » (Mensaje del 25 de noviembre de 2018 con motivo de la Jornada Mundial del Enfermo 2019).
« ¡ No te olvides de tu alma ! »
Cuando salen del hospital, los pacientes católicos reciben del doctor Batthyány una pequeña imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Al dorso lleva impreso un texto redactado por él : « Toma esta imagen como recuerdo piadoso de nuestro hospital, y si crees deber un agradecimiento a alguien, ruega pues por nosotros. Viniste a nuestra casa para hallar remedio a tu cuerpo, pero no olvides tu alma inmortal, que tiene tanto valor que el mismo Señor Jesús murió por ella en la Cruz. La vida es muy corta y pronto estaremos ante el tribunal de Dios, quien nos juzgará según seamos. ¿ De qué aprovecha pues, al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma ? Atesoraos, más bien, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan (Mt 16, 26 ; 6, 20). Acude enseguida a recibir los sacramentos, pues solamente las buenas obras consuelan frente a la muerte. Recibe de buen corazón estas palabras que me dicta mi amor por ti, piensa a menudo en ellas, y que el Señor Jesús, cuya imagen te doy, te bendiga en el camino de la vida ».
Una de sus pacientes, una dama distinguida que sin duda conoció días mejores antes de la guerra, no puede esconder su indigencia. Se siente feliz, durante su estancia en el hospital, de no padecer hambre. Cuando termina su hospitalización, el doctor Batthyány, que no sabe cómo sacarla del apuro sin causarle vergüenza, pero tiene una idea. Cuando viene a despedirse, le dice : « Tenga, tome esta imagen de la Virgen que está colgada en la pared ; es para usted ». Emocionada, la señora toma la imagen y constata que en el forro han metido varios billetes grandes de banco. Fingiendo sorpresa, Ladislao le dice : « ¡ Ya ve, es un regalo que le hace la Virgen ! ».
La vida religiosa del médico, ensimismado en su labor diaria, destaca por una devoción intensa hacia María, Madre de Dios. Le gusta rezar el Rosario ; de hecho, una mirada atenta sobre numerosas fotografías suyas sería capaz de distinguir que lleva discretamente en la mano su rosario. De él consigue la fuerza de unirse a Dios y de amar al prójimo ; de ese modo Dios no es para él una idea o un concepto abstracto, sino alguien completamente real y presente. A partir del 20 de diciembre de 1905, día en que el Papa san Pío X firmó un decreto que animaba a todos los fieles en estado de gracia a alimentarse frecuentemente del Cuerpo de Cristo, Ladislao comulga cada mañana en la Santa Misa, con la que inaugura su jornada. En su diario, después de un período de enfermedad, escribe : « ¡ Alabado sea Dios ! Hoy, en esta festividad mariana, he podido asistir de nuevo a la Santa Misa y comulgar. Una jornada sin ello no es buena. ¡ Y la Sagrada Comunión es el mejor momento de la jornada ! ». Su párroco escribirá : « Para el príncipe la Eucaristía no significaba simplemente un ejercicio de devoción, sino la presencia real de Jesús, hacia quien iba, al que veía y al que adoraba con felicidad ». Ladislao deja todos sus asuntos económicos y todos los cuidados de su familia en manos de san José. Confrontado por la guerra a la miseria material, escribe, al dorso de una imagen de san José, una súplica en la que lo nombra afectuosamente : « Mi ministro de economía ».
Un santo de vidriera
Pero el doctor Batthyány no es un santo de vidriera. Un día, después de haberse quedado en el hospital hasta mucho después de la hora habitual de su almuerzo, atraviesa a paso rápido el patio que lo separa de su domicilio. Un hombre de aspecto poco afable se cruza en su camino. Cansado por la intensa labor de su dilatada mañana, Ladislao pierde la paciencia y refunfuña : « ¡ Dios bendito !, ¿ qué pasa ahora ? ¡ Lo que faltaba ! ¿ Qué quiere de mí ? ». En absoluto desconcertado, el hombre le besa la mano y le dice : « Príncipe, quería solamente agradecerle de todo corazón que haya devuelto la vista a mi anciana madre. Vengo precisamente a buscarla para llevarla a casa ». El príncipe está confuso. La voz de su conciencia le dice : « Mi querido Laci, lo que acabas de decir a ese buen hombre no se corresponde con lo que dice ese versículo de la primera epístola a los Corintios que citas con tanta frecuencia : La caridad todo lo soporta (1 Co 13, 7) ». Poco tiempo después, en una carta a su cuñada, religiosa benedictina, relata el episodio añadiendo este comentario : « Aquel hombre me traía rosas y yo le lancé un cactus ». Tras reflexionar para sacar fruto del incidente, concluye : « No amo lo suficiente a mi prójimo. El camino más corto hacia la perfección de la caridad fraterna es amar mucho más a Dios ».
En 1921 Ladislao conoce su mayor tribulación : la pérdida de su hijo primogénito, Ödön (Edmundo), un muchacho tan inteligente como piadoso. Después de haber salvado tantas vidas humanas, el médico constata su impotencia ante el tumor maligno incurable que socava a su hijo. El joven, de veintiún años, le pregunta : « Papá, ¿ voy a morir ? ». Con el corazón desgarrado, Ladislao se interroga : ¿ Debo decirle la verdad, o bien dejarlo en la ignorancia por temor a hacerle perder la esperanza ? Y acaba murmurando : « El poder de Dios es infinito, mientras que el nuestro es limitado. Él puede devolverte la salud en un instante, pero la medicina no está en condiciones de conservarte la vida ». Sin embargo, con la esperanza de diferir al menos el desenlace fatal, y para paliar los sufrimientos de su hijo, le administra una quimioterapia por medio de inyecciones, la cual no surtirá efecto. Tras el fallecimiento de Edmundo, el único consuelo de su padre será pensar que lo volverá a ver en el Cielo. En 1926, recapitulando sobre su vida, Ladislao escribe en su diario : « Me propuse, como una de las principales tareas de mi vida, servir a mis hermanos humanos por medio de mis competencias médicas, y ofrecer de ese modo a Dios cosas que le complacen. Por su gracia, y durante largos años, he podido día tras día trabajar en mi hospital por el bien de mis pacientes. Ese trabajo ha sido el manantial de innumerables favores y del enorme gozo espiritual que ha colmado mi vida y la de los miembros de mi familia. Por este motivo, agradezco de todo corazón —como siempre lo he hecho en mi vida— a mi Creador por haberme llamado a ser médico ».
Cerca ya de los sesenta años, el doctor Batthyány no se lo toma con calma. Tras consultar a un cardiólogo, quien le suplica que mire por su comprometida salud, se deja convencer para detener su actividad de cirujano y dedicarse únicamente a la oftalmología. En septiembre de 1929, durante unas vacaciones en Bélgica con su familia, coincide con la emperatriz de Austria y reina de Hungría en el exilio, Zita de Ausburgo, que lo veneraba juntamente con su difunto marido, el beato Carlos I. Al regresar, en noviembre, le detectan un cáncer en los riñones y es operado en Viena, pero sin resultado satisfactorio. Los catorce meses de enfermedad, pasados en el sanatorio vienés de Löw, son para él un duro calvario. Confiesa a su mujer : « Sufro enormemente. Nunca imaginé que un ser humano pudiera sufrir tanto. Pero está bien así. ¡ Todo lo que Dios quiere está bien ! ».
« ¡ No volváis a decir eso ! »
Un testigo escribe : « Su habitación en el hospital se había convertido en una especie de lugar de peregrinación, de donde la gente salía afligida y trastornada, pero con una fe reforzada ». Son muchos los que acuden para consolar al enfermo, pero ocurre al revés, pues salen curados de sus llagas espirituales. Su paciencia y su bondad parecen a los suyos tan extraordinarias que uno de sus hijos le dice en una ocasión : « ¡ Papá, eres un santo ! ». Espantado, el enfermo se pone entonces a temblar y exclama : « ¡ Os lo ruego, no volváis a decir eso ! ¡ No quiero oír semejante cosa nunca más ! ». Y mientras se tapa los oídos, con los ojos mirando al cielo como para pedir perdón por la frase de su hijo, continúa humildemente : « ¡ Estoy muy lejos de la santidad ! ¡ Soy un pobre pecador ! ». No obstante, la víspera de su muerte, el sacerdote que le trae los últimos sacramentos confiará con lágrimas en los ojos a los suyos : « ¡ Solamente un santo puede hacer una confesión como la que acabo de escuchar ! ».
El 22 de enero de 1931 Ladislao Batthyány-Strattmann entrega su alma a Dios. La víspera, había pedido a su familia : « Sacadme al balcón para que pueda gritar al mundo : “¡ Dios es bueno !” ». Al día siguiente, una mujer publicaba en el diario local un artículo que terminaba con el siguiente deseo : « Del mismo modo que usted, señor príncipe, permitió que mi hijo viera la luz del día, quiera Dios que pueda contemplar desde ahora la luz eterna ». El nuncio apostólico en Viena, monseñor Schioppa, escribirá al Papa Pío XI : « El pueblo considera al príncipe como un santo. ¡ Puedo asegurar a su Santidad que lo es ! ». Las reliquias de László Batthyány reposan en la iglesia del monasterio franciscano de Güssing, en la diócesis austríaca de Eisenstadt, próxima a la frontera húngara.
Con motivo de la beatificación de Ladislao, el Papa Juan Pablo II resumía del siguiente modo la vida del que era llamado « príncipe franciscano », a causa de su amor a los pobres y a la pobreza : « Utilizó la rica herencia de sus nobles antepasados para curar gratuitamente a los pobres y construir dos hospitales. Su mayor interés no eran los bienes materiales ; en su vida no buscó el éxito y la carrera… Jamás antepuso las riquezas de la tierra al verdadero bien, que está en los cielos. Que su ejemplo de vida familiar ejemplar, anclada en la fe, y de generosa solidaridad cristiana anime a todos a seguir fielmente el Evangelio ». Recordemos este consejo del beato Ladislao, sorprendente atajo del Evangelio : « ¡ Si queréis ser felices, haced felices a los demás ! ».
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