18 de Febrero de 2015
Beata Victoria Rasoamanarivo
Muy estimados Amigos:
En el transcurso de su largo pontificado, san Juan Pablo II surcó el mundo entero para anunciar el Evangelio. El 30 de abril de 1989, estando en Madagascar, se expresaba así: «Me siento feliz de poder estar entre vosotros para celebrar la beatificación de una joven de vuestro noble pueblo malgache, que fue “columna y fundamento” para sus hermanos y hermanas. En el futuro, lo será todavía más. Victoria (Rasoamanarivo) ilustra especialmente el lugar que deben ocupar las mujeres en la Iglesia… Reconocéis en vuestra primera beata las cualidades tradicionales de vuestro pueblo. Muchos testigos han descrito su paciencia, no una resignación o una huida ante las dificultades, sino una actitud profundamente serena ante lo que entristece o hiere, incluso ante el mal que reprobamos.»
Rasoamanarivo nace en Antananarivo en 1848; es la cuarta de una familia de siete hijos. Su padre se hará protestante. Su madre es conocida por su dulzura y bondad. La familia pertenece a una de las quince tribus de Madagascar, los “hovas”, que viven en el corazón de la isla. Esa tribu, que no es ni principesca ni noble, se ha convertido en la más poderosa y rica del reino después de que la reina Ranavalona I (1828-1861) nombrara al abuelo de Rasoamanarivo príncipe consorte y comandante en jefe del ejército. La familia forma un clan impenetrable instalado en amplias casas construidas cerca del palacio de la reina. El régimen político es un despotismo absoluto.
La joven lleva una infancia despreocupada y ociosa; conoce todas las prácticas supersticiosas de su pueblo y lleva consigo algún amuleto destinado a apartar toda desgracia. Cuando muere la reina Ranavalona I, a la que sucede su hijo Radama II, ella tiene trece años. Éste autoriza a los misioneros católicos a establecerse en Madagascar. Los primeros sacerdotes en desembarcar en la gran isla habían sido los padres de la misión, enviados por san Vicente de Paúl en el siglo xvii, fundadores de Fort-Dauphin, en el extremo sur de la isla. Sin embargo, la religión cristiana se desarrolló en Madagascar a partir de 1820, después de que el pastor protestante Jones llevara la Biblia. En 1830, existía ya un núcleo importante de cristianos, algunos de los cuales morirían por la fe a causa de la persecución organizada por la reina en 1835 contra los adeptos a las religiones extranjeras. En 1855, los misioneros católicos consiguieron entrar en el país, disfrazados. Gracias a la benevolencia del rey, los padres jesuitas se instalaron en Antananarivo durante los últimos meses del año 1861, acompañados de dos religiosas de San José de Cluny, que abrieron en la capital la primera escuela católica para niñas y jóvenes.
«¡Alguien me miraba!»
Rasoamanarivo, que se encuentra entre las primeras alumnas de las religiosas, destaca por su seriedad y su ardiente deseo de conocer la religión. Contará más tarde el hecho siguiente: «Entré en la iglesia haciendo travesuras, mordisqueando una fruta. De pronto, dirigí la mirada al sagrario y me sentí completamente aturdida, ¡como si alguien, desde allí, me mirara! Sentí vergüenza de lo que hacía y salí para tirar la fruta. Luego, entré en la iglesia y me puse de rodillas para rezar». El 1 de noviembre de 1863, Rasoamanarivo recibe en el bautismo el nombre de Victoria, al mismo tiempo que otros 25 catecúmenos. Su madrina es la superiora de las religiosas, sor Gonzaga. Los recién bautizados reciben la primera Comunión el 17 de enero siguiente, siendo consagrados a María en el transcurso de la ceremonia. Esa primera celebración atrae un numeroso público a la iglesia de Andohalo, entre quienes hay protestantes y paganos que consideran con cierta preocupación el desarrollo del catolicismo en el país.
«A los cristianos de hoy –afirmaba san Juan Pablo II–, Victoria enseña cómo vivir el propio bautismo. Adolescente, educada por las religiosas de San José de Cluny, prepara con seriedad su ingreso en la Iglesia. Al descubrir los mandamientos de Dios, se decide inmediatamente a observarlos y a luchar contra el pecado. Practica la obediencia a la ley de Dios en una gozosa libertad interior, como aquel que ama… El sacramento del Bautismo significa verdaderamente para ella dejarse dominar por la presencia de Cristo resucitado… La Confirmación terminará haciendo de ella una fiel, un templo del Espíritu Santo, como dice el Apóstol… Tomad también ejemplo de ella al descubrir su profundo amor a la Misa, a la cual jamás quería faltar. La Comunión con el Cuerpo de Cristo es el verdadero alimento del bautizado, dado que es el encuentro más íntimo con el Señor».
No le permiten elegir
En el momento de su primera Comunión, Victoria tiene quince años y su familia tiene planes para casarla. Preferiría hacerse religiosa, pero no le permiten elegir. Más tarde, durante la guerra de 1883, afirmará: «Dios no lo permitió. Ya pensaba en lo que sucede hoy. Si fuese religiosa en este momento, me resultaría imposible hacer por la religión lo que ahora se me permite hacer». El 13 de mayo de 1864, Victoria se casa con su primo Radriaka; conforme a las costumbres de la época, el matrimonio debía permanecer en el círculo restringido de la familia. Debido a su elevado rango, Radriaka dirige una parte del ejército malgache. Poco después de esa boda, Rainilaiarivony, tío y suegro de Victoria, es nombrado primer ministro. Rainilaiarivony siente una gran admiración por su sobrina y por la fe que profesa, afecto que muy pronto será conocido por todos.
La reina Rasoherina, que ha sucedido a Radama II en 1863, confía la educación de sus hijos adoptivos a los misioneros católicos, pero la rivalidad de los protestantes les pone trabas en su apostolado. A partir de 1867, el protestantismo se convierte en religión oficial, acrecentándose su poder cuando consigue la adhesión de la reina Ranavalona II, que sucede en 1868 a Rasoherina. Se ejercen presiones para atraer a los católicos a la religión reformada, hasta el punto de que esas presiones se notan en el seno de la familia del primer ministro. Victoria, escolarizada aún a pesar de su edad, se muestra contraria a asistir a la escuela protestante. Llora tanto por ello, de día y de noche, que la devuelven a la escuela de las religiosas católicas. Rainimaharavo, otro tío de Victoria, es de las personas que con más empeño atacan a los católicos; convertido en jefe de la familia, interviene más de una vez contra su sobrina para atraerla al protestantismo, pero Victoria se opone a esas exhortaciones con una gran firmeza. Un día, le responde: «En vano espera intimidarme con sus amenazas. Sólo sirven para afirmarme en la fe. Espero el día en que me expulse de casa. Entonces, aliviada de toda preocupación, iré por la ciudad pidiendo hospitalidad a las personas que sientan algún afecto hacia mí. Pero, en cuanto a hacer que renuncie a mi religión, nadie lo conseguirá en este mundo». En otra ocasión, le afirma lo siguiente: «Mi persona le pertenece, pues es el jefe de la tribu. Pero mi alma es de Dios y no la cambiaré por dinero».
La adhesión inquebrantable de Victoria a la fe católica, que sabe que es la verdadera, puede no ser entendida por todos en la actualidad, a causa de la mentalidad relativista ampliamente extendida; para apreciarla en su justa medida, hay que recordar, por una parte, que «creemos a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede ni engañarse ni engañarnos» (Catecismo de la Iglesia Católica, 156), y, por otra parte, que «todos los hombres están obligados a aceptar la verdad conocida y a disponer toda su vida según sus exigencias» (Vaticano II, Dignitas humanæ, 1).
¡El jefe es Cristo!
Radriaka no comparte las convicciones de su esposa y dista mucho de ser un modelo de virtud. También él intenta hacerla apostatar, citándole esta frase de san Pablo: Las mujeres estén sujetas a sus maridos como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer (cf. Ef 5, 22-24). «Sí, es verdad –responde Victoria–, mas la cabeza del hombre y de la mujer es Cristo, y es a Él a quien me he entregado al entregarme a ti; ¿cómo puede querer que le traicione para obedecerte? ¡No, Radriaka, es imposible!». Solamente un primo apoya a la admirable esposa, Antonio Radilofera; también entabla una profunda amistad con una esclava, Rosalía; ambas rezan juntas y se apoyan en la fe. La persecución fortifica a Victoria y hace que triunfe de todo respeto humano, practicando la fe sin ostentación pero sin desfallecer, y contestando a quienes se extrañan de sus ejercicios piadosos: «¡Así lo hacemos nosotros, los católicos!». Su valentía llegará a cansar a los perseguidores.
Una mañana, tras una noche sin dormir en que ha rezado muchos Rosarios, Victoria se levanta antes de las cuatro para ir a la iglesia. Poco después, un individuo irrumpe por la fuerza en su casa. Hay una importante suma de dinero sobre la mesa, pero no la toma. Victoria se halla aún en la iglesia cuando le cuentan lo que acaba de suceder. «Entonces tuve la impresión –dirá– de que pretendían quitarme la vida. Di gracias a Dios por haberme protegido y le prometí que le serviría más fielmente».
Victoria lleva una existencia austera, conciliando sus obligaciones familiares, sus deberes de dama de la corte y una vida de oración intensa que comparte con sus familiares. Su bondad para con todos, sus obras y el testimonio de su fe imponen respeto hacia ella y le confieren un ascendente moral indiscutible en la corte. Muy temprano por la mañana, se dirige a la iglesia, pero eso desagrada a sus parientes, que sitúan esclavos para que le tiren piedras. Una noche, los guardias que vigilan la ciudad la arrestan y la denuncian al primer ministro. Pero éste les dice: «Nadie tiene derecho a salir a la calle durante las noches, excepto Victoria». En la iglesia, Victoria está con frecuencia de rodillas, recogida, con la mirada puesta en el sagrario. Su oración preferida es el Rosario. Conoce a todos los enfermos de la parroquia, les visita, les anima y, en caso de necesidad, les deja una limosna. Según las costumbres de la época en ese país, Victoria, que no tiene hijos, es atendida por varios centenares de esclavos. Ella les aprecia y se ocupa de ellos como una madre. Un día, libera a dos de ellos, pero estos rehúsan abandonarla y prefieren seguir sirviéndola hasta la muerte.
Un lazo indisoluble
A pesar de su elevada situación social, Radriaka se deja arrastrar por las pasiones y, especialmente, por el consumo de bebidas alcohólicas. A ello sigue un desenfreno y una violencia que provocan mucho sufrimiento en Victoria. La conducta de Radriaka llega a ser tan escandalosa que su padre, el primer ministro, de acuerdo con la reina, quiere disolver el matrimonio con Victoria, pero ésta se lanza a los pies de la reina y consigue que no prospere ese proyecto: «El matrimonio cristiano –afirma– es indisoluble; ha sido instituido por Dios y bendecido por la Iglesia, y los hombres no tienen poder alguno sobre él». Para favorecer la conversión de su marido, Victoria no deja pasar ninguna ocasión de hacerle practicar buenas obras. «Su incansable paciencia –dirá san Juan Pablo II– reforzaba su convicción cristiana de permanecer fiel a los lazos indisolubles del matrimonio a pesar de las humillaciones y sufrimientos que soportaba».
Victoria cumple honorablemente con su rango en el mundo, pero, en medio de las distracciones mundanas, nunca olvida a Cristo, que es toda su vida. Cuando ella y Rosalía se despiden de la familia o de la corte excusándose de que es la hora de ir a la iglesia, nadie piensa en retenerlas ni en censurarlas. En 1876, un misionero francés, el padre Caussèque, tras ser nombrado párroco de la parroquia de Andohalo, lanza una pequeña revista de apologética titulada Resaka y funda, junto con antiguos alumnos de los hermanos de las Escuelas Cristianas, un movimiento de espiritualidad mariana: la Unión Católica. Desarrolla también la Congregación de la Santísima Virgen, a la que pertenece Victoria, orientándola hacia las obras de caridad en favor de los pobres y de los leprosos. Gracias a él se termina la construcción de la catedral de Antananarivo, a la que ha contribuido generosamente Victoria.
En 1883 brota el primer conflicto franco-malgache, tras el rechazo del gobierno malgache de conceder el derecho de propiedad a los extranjeros. Por añadidura, el primer ministro ha mandado quitar las banderas francesas que ondeaban desde 1840 en diversos puntos de la costa, donde los jefes locales habían pedido la protección de Francia. Ese conflicto provoca la expulsión de los misioneros franceses y pone en grave peligro a la comunidad católica, que cuenta con unas 80.000 personas. La mayor parte de ellas todavía son novicias en la fe y proceden casi todas de las clases más pobres. Solamente Victoria goza de la influencia necesaria para defender a quienes, con motivo de su relación con los franceses, son considerados traidores. Durante los días precedentes a la partida de los misioneros, las iglesias de Antananarivo se llenan de una multitud de cristianos que abarrotan los confesionarios y rezan con fervor. El 29 de mayo tiene lugar la partida de las hermanas de San José de Cluny. Un clima de temor hace imposible contratar porteadores, por lo que las religiosas abandonan Antananarivo a pie, para escándalo de los católicos. Enseguida, Victoria alerta a su suegro el primer ministro, quien da instrucciones para que los porteadores alcancen a las viajeras a 10 km de la ciudad. Antes de partir, el padre Caussèque convoca a los miembros de la Unión Católica y les confía el porvenir de las iglesias y de las escuelas durante la ausencia de los misioneros. Le dice a Victoria: «Cuando Nuestro Señor subió al Cielo, María, su madre, permaneció en la tierra para dar ánimos y apoyar a los apóstoles y a los primeros cristianos; así, durante la ausencia de los misioneros, usted debe ser el ángel de la guarda de la Misión católica y el apoyo de los fieles. Ella responde llorando: Padre, haré lo que pueda».
En medio de los fieles
Tras la partida de los misioneros, las iglesias quedan clausuradas por la autoridad, con guardias apostados en las puertas. El domingo siguiente, Victoria consigue su reapertura, tanto en la ciudad como en los campos. Para destacar de forma manifiesta el papel capital atribuido a Victoria, los cristianos de Antananarivo le suplican que abandone por un tiempo el discreto puesto que ocupa habitualmente en la iglesia, cerca de la capilla de la Santísima Virgen, y que se ponga en medio de los fieles. Preparan y decoran un banco para ella, a lo largo del pasillo central, donde Victoria se arrodilla en adelante con gran sencillez. Sus adversarios preguntan por qué se dirige a la iglesia si ya no se celebra la Misa, y ella responde: «¿Cómo me hacen semejante pregunta? Aunque el Santísimo no esté presente, ¿acaso creen que mi alma está ociosa? Me imagino a los misioneros diciendo Misa y asisto con el pensamiento a todas las Misas que se celebran en el mundo entero. Me uno en intención con los santos del Cielo y con los justos de la tierra».
De acuerdo con Victoria, la Unión Católica, dirigida por un joven noble, Pablo Rafiringa, prepara un programa de actividades. Una veintena de miembros de la Unión se reparten los once distritos alrededor de la capital para presidir las reuniones del domingo, visitar las escuelas y mantener el ánimo de los maestros aislados. En octubre de 1883, Victoria convoca a todos los jefes de los cristianos y a los institutores católicos, diciéndoles: «Es falso que el gobierno prohíba la religión católica, como lo afirman los protestantes. Al contrario, la reina y el primer ministro dejan toda libertad. Que los fieles no se conturben por las persecuciones dirigidas contra ellos, pues la persecución es la compañera inseparable de la Iglesia Católica. Vosotros sois los pilares de vuestras iglesias. De vosotros depende su prosperidad o su ruina… No puedo visitaros a todos en persona, pero los miembros de la Unión Católica lo harán en mi lugar y en mi nombre». Son muchos los católicos víctimas de una verdadera persecución: maestros de escuela, encarcelados por los gobernadores de las provincias alejadas por haber reunido a los fieles, o católicos injustamente llevados ante los tribunales por los protestantes; todos quedan a salvo gracias a las enérgicas intervenciones de Victoria.
El único religioso malgache presente en Madagascar, Rafael, hermano de las Escuelas Cristianas, es elegido director general de las Obras de la Iglesia. Es un religioso fervoroso y digno de elogios, pero su ardiente celo le lleva a considerar oportuno gobernar a su manera las diferentes asociaciones, especialmente la Unión Católica, sin dejarles la autonomía que necesitan. En más de una ocasión, Victoria debe intervenir para restablecer la paz y el buen entendimiento entre todos; incluso se ve en la obligación de reprender públicamente al hermano. Su lenguaje firme y valiente salva la Unión Católica. Muy pronto, Victoria emprende ella misma la visita de las comunidades cristianas alejadas para inspirarles una mayor confianza. También se dedica, aunque no sin riesgo, a procurarles auxilio económico. Pero, sobre todo, reza, ayuna y se mortifica para obtener de Dios el regreso de los misioneros.
Un bautismo inesperado
Una vez restablecida la paz, en 1886, los misioneros regresan a sus puestos después de tres años de ausencia. Su entrada solemne en Antananarivo tiene lugar el 29 de marzo. El día de Pascua, los miembros de la Unión Católica acuden a saludar al nuevo obispo, Monseñor Cazet, nuevo vicario apostólico de Madagascar, que había llegado el 23 de abril. Habiendo terminado su misión particular, Victoria recupera su humilde lugar en la parroquia, pero prosigue con sus obras de caridad, sobre todo en favor de los leprosos y de los prisioneros. Hace ya tiempo que desea la conversión al catolicismo de su marido Radriaka. Víctima de una caída mortal, éste acepta el Bautismo en el último momento; al no estar disponible el párroco de la catedral, es la propia Victoria quien le bautiza el 14 de marzo de 1888.
Haciéndose eco de ese acontecimiento, san Juan Pablo II resaltaba: «Sabemos también de la valiente fidelidad que Victoria demostró ante el sacramento del matrimonio, a pesar de las pruebas de su pareja. Su compromiso había sido sellado ante Dios, y por eso no aceptó cuestionarlo. Con el apoyo de la gracia, respetó a su esposo contra viento y marea y le guardó su amor, con el deseo ardiente de que girara su rostro hacia el Señor y se convirtiera; al final, se le concedió el consuelo de ver cómo su marido aceptaba el Bautismo.»
A partir del fallecimiento de Radriaka, Victoria sigue un luto austero; al no tener ya obligación de acompañar a su marido a la corte, solamente aparece esporádicamente. Su unión con Dios se hace más constante e íntima que nunca, gracias a retiros en silencio en los que se muestra como la más humilde de los participantes. Cuida igualmente de su tío, el antiguo perseguidor de los cristianos, quien, tras caer en desgracia, ser desposeído de todos sus bienes y atormentado por la enfermedad, ha sido abandonado por todos.
En 1890, la salud de Victoria se resiente, pero sigue visitando al Santísimo y a los enfermos. Cuando la enfermedad le impide desplazarse, le traen la comunión a domicilio. Entonces, manda preparar la casa para que el Santísimo sea recibido con honores de rey. En 1894, su estado de salud se agrava, si bien insiste en asistir a la procesión de la Asunción, el 15 de agosto. La fatiga que sigue después le resulta fatal. Durante sus últimas horas, reza un Rosario tras otro. Muere el martes 21 de agosto de 1894. Según relata un testigo, «Inmediatamente después, su rostro se presenta radiante y parece sonreír». Los funerales tienen lugar en la catedral y ante una asistencia considerable.
«Cuando contemplamos la figura de Victoria en medio de la joven Iglesia de ese país, comprendemos más aún el papel irreemplazable de los fieles laicos, que tanto ha valorizado el Concilio Vaticano II… Con sus hermosas cualidades de mujer, Victoria, a su vez, asumió las misiones de evangelización, de santificación y de animación. Supo desplegar una actividad intensa en buena armonía con todos los miembros de la Iglesia» (san Juan Pablo II).
Que el ejemplo de la beata Victoria nos ayude a perseverar en la fe a través de las tribulaciones de esta vida, y a dar testimonio de ello hasta el final.
>