14 de Enero de 2015

Madre Adela Garnier

Muy estimados Amigos:

«Nuestra vida solamente tiene valor en proporción a nuestra fidelidad en aceptar y cumplir la santa voluntad de Dios. Lo entendemos mejor con el transcurso de los años, y el alma que ama a su Dios se aplica cada vez más a esa deseable conformidad ». Esas palabras, procedentes de la pluma de la madre María Adela Garnier, dan a conocer un alma entregada por entero a Dios. Esa entrega de sí misma la hizo muy sensible a las ofensas al Corazón de Jesús, inspirándole el deseo de participar en el sufrimiento redentor del Crucificado, en espíritu de reparación por los pecados del mundo.

Madre Adela GarnierMaría Adela Garnier viene al mundo el 15 de agosto de 1838 en Grancey-le-Château, en la diócesis de Dijon (Francia). A la edad de ocho años, dos años después del fallecimiento de su madre, entra como alumna interna en las religiosas celestinas de Villeneuve-sur-Yonne. Si bien es una niña piadosa, no siempre resulta un modelo a seguir. Ella misma se describirá como sigue en aquella etapa de su vida : « Muy difícil, muy indisciplinada, muy feliz ». Toma la primera Comunión el 19 de mayo de 1850 y recibe la Confirmación al día siguiente. A partir de ese momento, se desarrolla en ella el deseo de agradar únicamente a Dios. Al salir del internado, y contando solo con dieciséis años, un joven la pide en matrimonio, iniciando el noviazgo. Un día, oye cómo su prometido, cuyo espíritu cristiano es demasiado superficial, bromea con un amigo acerca de la piedad de su futura esposa : « Una vez casado, pondré todo eso en orden ». Adela no lo duda y, bajando rápidamente la escalera, le espeta : « Señor, no deberá preocuparse de ello, ¡ pues nunca seré su esposa ! ». Negativas, excusas, escena de desesperación… hasta que el joven se clava unas tijeras en el pecho ; la herida es grave, pero no mortal. Adela permanece firme y el noviazgo se rompe (el joven, además, se casará después con otra persona). Poco después de ese acto de valentía, recibirá insignes gracias que describirá así : « Dios me atraía hacia Él de una manera tan deliciosa que creía no pertenecer ya a este mundo ».

Una ardiente sed

En la Misa de Nochebuena de 1862, Adela es agraciada con una visión del Niño Jesús. Su devoción al Sagrado Corazón se acrecienta y se siente llamada a la vida religiosa. A la edad de veintiséis años, hace una prueba en el convento de las Damas del Sagrado Corazón, en Conflans ; dos meses más tarde, sin embargo, su mal estado de salud la obliga a regresar con su familia, a Dijon. Una vez allí se beneficia de gracias especiales : « Cuando estaba en la iglesia, a menudo muy distraída, en todo caso muy poco fervorosa y recogida, me sentía súbitamente transportada por una fuerza sobrehumana que me embelesaba : sentía a Dios, estaba en el cielo, pero duraba muy poco, quizás un minuto, y pasaba con bastante frecuencia… Siempre, siempre, la consecuencia era el amor de Dios, la sed de Jesús, y me acercaba a comulgar con más fervor ».

En mayo de 1868, es contratada como institutriz por la familia Crozé, en el castillo de Aulne, cerca de Laval. Allí permanece ocho años, cumpliendo felizmente la tarea de sacristana de la pequeña capilla del castillo, donde se conserva el Santísimo. En aquella época en que se anuncia la definición del dogma de la infalibilidad del Papa, se desarrolla en Adela un gran amor hacia el Vicario de Jesucristo, por lo que, más tarde, tomará el nombre religioso de madre María de San Pedro. Una tarde de 1869, ve cómo se aparece de repente ante ella una gran Hostia relumbrante de luz, con la imagen de Nuestro Señor mostrando su Corazón, como en la medalla que adoptará más tarde para su familia religiosa.

Muy pronto, sin embargo, se producen profundas conmociones políticas : los Estados Pontificios son expoliados y la guerra franco-prusiana se salda con el final del Segundo Imperio. Los ultrajes sufridos por Cristo en la persona de su Vicario y las desdichas de Francia comprimen el corazón de Adela. El 12 de diciembre de 1871, escribe en su diario : « Por Francia, rezar, expiar, sufrir y amar ». Durante todo el año siguiente, grandes penas interiores la ponen a prueba : « Me resulta imposible —escribe— encontrar satisfacción, ni atractivo, ni consuelo alguno en el servicio de Nuestro Señor ». En la primavera de 1873, el abatimiento llega a ser tan fuerte que su director espiritual le encarga que pida a Jesús un poco de luz y de consuelo espiritual. Así pues, se dirige a la capilla y empieza a rezar. En el momento en que se disponía a salir —contará ella más tarde—, « una flecha de amor y de fuego parte del Sagrario como un rayo y acaba hiriéndome en el corazón… Apasionada por una felicidad que me hace perder la razón, caigo como fulminada y soy presa de una emoción que no puedo explicar ». Su director le asegura que esas gracias proceden del Señor.

Una hermosa respuesta

Tras el desastre de la guerra de 1870, al recordar las revelaciones del Sagrado Corazón de Jesús a santa Margarita María, dos fervorosos cristianos, Legentil y Rohault de Fleury, lanzan la idea de edificar un templo al Sagrado Corazón, donde la oración se elevaría sin cesar hacia el Cielo en favor del Papa, de la Iglesia y de Francia. En junio de 1675, en efecto, Jesús había mostrado su Corazón a la santa religiosa visitandina, diciéndole : « Este es el Corazón que tanto ha amado a los hombres que nada ha ahorrado hasta agotarse y consumirse para testimoniarles su amor ; y como reconocimiento, no recibo de la mayor parte más que ingratitudes, con sus irreverencias y sacrilegios, con frialdades y desprecios ». En respuesta a esa dolorosa llamada del Corazón de Jesús, la construcción de la basílica de Montmartre de París está destinada a expresar el arrepentimiento y la consagración de Francia a Dios y a Cristo. El 23 de julio de 1873, la construcción de ese monumento es declarada de utilidad pública por la Asamblea Nacional.

En 1872, tras haber oído la lectura de un artículo periodístico sobre el proyecto de iglesia votiva al Sagrado Corazón, Adela había sentido una voz interior que le decía : « Ahí es donde te quiero ». A partir de ese momento, esa llamada la persigue sin descanso con gran dulzura. Una tarde del mes de septiembre de 1874, siente de una manera clara que Nuestro Señor desea que en Montmartre se exponga día y noche el Santísimo, y oye con gran nitidez estas palabras : « Acude al arzobispo de París y háblale ». Con el aval de su director espiritual, se dirige al cardenal Guibert, quien le responde con cierta ironía que la iglesia ni siquiera ha empezado a construirse y que su solicitud no le parece realizable. No obstante, será el propio cardenal quien instaurará más tarde la adoración perpetua que en aquel momento había considerado imposible, y que no ha cesado, ni de día ni de noche, desde el 1 de agosto de 1885.

El 16 de junio de 1875, se coloca la primera piedra de la futura basílica de Montmartre. Ese mismo día, en unión con el culto de amor y de reparación que debe rendirse a Cristo, Adela se ofrece como víctima propiciatoria para compartir especialmente, mediante su propia vida, los sufrimientos del Salvador.

El apóstol san Juan escribe que Jesús, mediante su sacrificio, es víctima de propiciación por nuestros pecados (1 Jn 2, 2). « El Verbo se encarnó —enseña el Catecismo de la Iglesia Católica— para salvarnos reconciliándonos con Dios : Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (1 Jn 4, 10) » (CEC, 457). Jesús es la víctima que se ofrece por nuestros pecados porque los ha expiado y nos ha redimido mediante los sufrimientos de su Pasión y muerte en la Cruz. « El Redentor ha sufrido en lugar del hombre y por el hombre —afirma san Juan Pablo II—… Cada uno está llamado también a participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado a cabo la Redención. Está llamado a participar en ese sufrimiento por medio del cual todo sufrimiento humano ha sido también redimido… La fe en la participación en los sufrimientos de Cristo lleva consigo la certeza interior de que el hombre que sufre completa lo que falta a los padecimientos de Cristo (cf. Col 1, 24), que en la dimensión espiritual de la obra de la Redención sirve, como Cristo, para la salvación de sus hermanos y hermanas. Por lo tanto, no sólo es útil a los demás, sino que realiza incluso un servicio insustituible. En el Cuerpo de Cristo, que crece incesantemente desde la Cruz del Redentor, precisamente el sufrimiento, penetrado por el espíritu del sacrificio de Cristo, es el mediador insustituible y autor de los bienes indispensables para la salvación del mundo » (Carta Apostólica Salvifici doloris, 11 de febrero de 1984, núm. 19, 27).

La oración reparadora

A finales del mismo año, mientras se construye la basílica de Montmartre, Adela escribe al cardenal Guibert : « En esta Francia que Él ama y donde le ha complacido manifestar los torrentes de amor y de misericordia en los que la Sagrada Eucaristía es a la vez el océano y el canal, [Jesús] espera que unas almas, objetos de sus especiales misericordias, se unan a Él, se consagren para siempre a la oración reparadora al pie de su altar, y obtengan mediante sus humildes súplicas una reducción de la frecuencia de los sacrilegios y un freno al avance contagioso de la indiferencia y del olvido ». Expresa de ese modo una exigencia de Jesús : la fundación de una nueva orden de religiosas adoradoras. De hecho, ella misma inaugura, el 18 de mayo de 1876 en un pequeño apartamento de Montmartre, una vida de oración. Sin embargo, su salud se resiente hasta el punto de padecer un auténtico martirio, suavizado solamente durante la Misa, en el transcurso de la cual su alma recibe gracias que la reconfortan. Al agravarse el mal, se hace evidente que no puede seguir llevando ese tipo de vida. Discerniendo en ello la voluntad de Dios, abandona Montmartre el 13 de septiembre siguiente, con la invencible esperanza de regresar. Durante largos meses vive con su familia, debatiéndose entre la vida y la muerte, recuperando al final algo de salud. Mucho después dirá lo siguiente de ese largo tiempo de tribulación : « Tuve períodos terribles de tristeza y de desánimo, y a veces muy largos… no podía hacer otra cosa más que resignarme, rezando únicamente el Padrenuestro ».

En 1878, Adela se dirige a Lourdes. « El 15 de agosto —escribe—, encontrándome rezando ante la gruta, me vino al pensamiento que María me había conducido hasta ese lugar para poner la obra y todas las futuras víctimas bajo su protección maternal. Entonces, a sus pies, escribí en pocas líneas una humilde ofrenda de la Sociedad naciente, consagrada por entero y dedicada únicamente a la reparación del Corazón de Jesús, bajo la protección de María Inmaculada… Y deslicé el papel en una grieta de la roca… Pero se me escapó de los dedos y cayó en un hueco donde ninguna mirada, ninguna mano profana podría penetrar ». En ese mismo momento, una amiga de Adela sepultaba, mediante un gesto semejante, la ofrenda de sus dos vidas en los mismos cimientos de la basílica de Montmartre.

« ¿ Qué sucede ? »

Transcurren casi diez años. El 14 de noviembre de 1887, mientras el sacerdote le da la Comunión, Adela oye claramente estas palabras : « ¡ Son los esponsales ! ». Y ella misma relata : « Me encontraba como acostada en la Cruz, crucificada con Jesús, y de tal manera que mis miembros se hallaban penetrados por los miembros de Jesús de una forma que solamente con la experiencia puede entenderse… Y dije al Señor : “Dios mío, ¿ qué sucede ? ¿ Qué hacéis ? —Tomo posesión de ti, eres mía, eres mi esposa” ». Desde hace mucho tiempo, Adela siente una gran devoción por el Santo Sacrificio de la Misa. Jesús le hace comprender de qué modo, en la Misa, actuando a través del sacerdote, es realmente nuestro único Pontífice y Mediador. « Jesús me hizo entender —dice ella— que hay un sacerdocio universal, absoluta y necesariamente unido al suyo… que ese sacerdocio es interior y que sólo existe cuando el alma lo ha deseado y consiente en ello por su voluntad de inmolarse en todo momento con Jesús… Me hacía comprender que debía adquirir una pureza muy grande, muy perfecta, de corazón, de alma, de espíritu y de cuerpo, a fin de que la víctima que sería también el sacerdote con Jesús no fuera mancillada. Luego me decía : los sacrificios necesarios, ya te los exigiré ; el amor, ya te lo daré ; las dificultades, ya te las allanaré ; tus miserias, me hago cargo de ellas y las asumo ».

El Concilio Vaticano II recordó que existe un sacerdocio común de los fieles, distinto del sacerdocio ministerial de los sacerdotes. « Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo… Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios, ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios… Pues todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 P 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor. De este modo, también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo a Dios » (Constitución Lumen gentium, núm. 10, 34).

Las abundantes gracias recibidas por Adela no la exaltan : « Sigo siendo la misma —escribe a su director espiritual—, dando a cada instante pasos en falso que me hacen sentir todo el peso de mi pobre naturaleza, pero pensar en mi Dios me levanta y me sostiene ; creo firmemente que no permitirá que nada en el mundo pueda separarme de Él ». En adelante, considera todas las cosas según el espíritu de Dios, permaneciendo tranquila y sosegada en medio de las tribulaciones y de las contradicciones.

Amén – Aleluya

En 1896, Adela entabla amistad con una joven, Alice Andrade, por entonces de veintitrés años, que se cree destinada a una fundación religiosa donde se rezará mucho por la Iglesia y por Francia. En diciembre, sin poder aún inaugurar una vida en común, se consagran juntas a Dios y adoptan un pequeño reglamento que termina con “Amén-Aleluya”, dos palabras que serán muy apreciadas por la nueva congregación. En marzo de 1897, una tercera compañera se postula para la fundación y, en junio, ese pequeño grupo, pronto ampliado con una cuarta hermana, establece su residencia en un apartamento en Montmartre. Rezan en común el Oficio y, cuando es posible, empiezan la adoración diurna, y luego nocturna. Tienen previstas obras de apostolado, que no deberán entorpecer la vida contemplativa. El 29 de junio, en la cripta de la nueva basílica, las nuevas religiosas se consagran a san Pedro. El 21 de noviembre, se ponen, bajo sus ropas civiles, un escapulario de lana blanca. Por delante se halla representado el Sagrado Corazón de Jesús rodeado de una corona de espinas, con las llaves de san Pedro debajo ; por detrás hay una cruz con la “M” de María. La divisa de la naciente congregación es “Gloria Deo per Sacratissimum Cor Iesu (Gloria a Dios por el Sagrado Corazón de Jesús)”.

El 4 de marzo de 1898, el cardenal Richard, arzobispo de París, autoriza el comienzo de un noviciado canónico : se ha fundado la Sociedad de las Adoradoras del Sagrado Corazón de Montmartre. Muy pronto se aprobarán las constituciones de la naciente obra, inspiradas en la Regla de san Agustín. El 9 de junio de 1899, año de la consagración del género humano al Sagrado Corazón de Jesús por el Papa León XIII, profesan las cuatro primeras religiosas. Adela será conocida, en adelante, con el nombre de madre María de San Pedro. Para ella, Montmartre es el centro de toda su obra de adoración y de reparación nacional. Pero lo que las Adoradoras de Montmartre son para Francia, deben serlo también para los demás países donde serán llamadas. De ese modo, toda la congregación quedará unida en la oración por la Iglesia y el Papa, y cada casa cumplirá un papel especial respecto al país que la acoge.

En los meses siguientes, las hermanas adquieren una propiedad muy cerca de la basílica del Sagrado Corazón. Sin embargo, en 1901, el gobierno francés decreta, por anticlericalismo, la disolución de las órdenes religiosas, y las Adoradoras de Montmartre se exilian a Londres. El 21 de noviembre de ese año, toman por primera vez el hábito religioso, compuesto de una túnica blanca, de un escapulario rojo y del velo negro, que no habían podido llevar en Francia. En marzo de 1903, la joven comunidad se instala en Tyburn, el “mons martyrum” (“monte de los mártires”) de Londres, lugar donde, en los siglos xvi y xvii, varios centenares de mártires, sacerdotes, religiosos, hombres y mujeres laicos derramaron su sangre por permanecer fieles a la Iglesia Romana. Durante los años siguientes, la comunidad pasa por numerosas tribulaciones y por graves problemas económicos. No obstante, la Providencia del Corazón de Jesús vela por ella, y la madre oye un día al Señor que le dice interiormente en relación con la congregación : « No quiero que perezca ». De hecho, la llegada de vocaciones permite, en 1909, una fundación en Bélgica. Sin embargo, desde hace algunos años, la madre María de San Pedro se siente interiormente obligada a adoptar la regla de san Benito. En marzo de 1913, favorecida con una visión del propio san Benito, se cura de una grave enfermedad, y, el 17 de enero de 1914, las hermanas adoptan la regla de san Benito. Se visten entonces del hábito negro, pero conservando la cogulla blanca para los oficios del coro.

Cargar con la Cruz

La vida de la madre María de San Pedro está marcada por un sufrimiento casi continuo del alma y del cuerpo, hasta el punto de que, cuando pasan dos horas sin sufrir, pregunta a Jesús si se ha olvidado de ella. Padece fuertes migrañas que le impiden pensar y actuar. Si, nada más despertarse, no toma un poco de café, no podrá trabajar. Pero, según las leyes que estaban entonces en vigor en la Iglesia, ese bálsamo le impide acceder a la Sagrada Comunión, pues ya no está en ayunas desde medianoche. Finalmente, tras una larga espera, se le concederá una dispensa del ayuno eucarístico. Pese a todo, por la gracia de Dios, la madre demuestra una imperturbable dulzura y una afabilidad siempre sonriente ; sabe obtener de esas facultades el tacto necesario para reconfortar a las hermanas que padecen tribulaciones. En una ocasión, dice a una joven religiosa especialmente castigada : « Pobre hijita mía, ¡ cuánta pena me da ! Cuando sufra tanto, cargue con su cruz a gatas si es necesario, y luego, cuanto todo vaya algo mejor, intente levantarse y llevarla con más valentía ».

Un día de octubre de 1922, la madre María de San Pedro se ve transportada en espíritu al Calvario y tendida, enferma y sin fuerzas, a los pies de Jesús crucificado. Pero no hay Cruz. « Buen Maestro —dice, no veo el leño de vuestra Cruz ». A lo que Jesús responde : « El leño de mi Cruz estará en ti ». Es el anuncio de su última enfermedad, que durará dieciocho meses. En los primeros días de noviembre, se declara un ataque de angina de pecho, complicado con una congestión. En adelante, la madre permanece en cama y no puede asistir a la santa Misa más que en contadas ocasiones. « Creo que seguiré alegre hasta el último minuto » —declara a pesar de su abatimiento habitual—, y ofrece sus sufrimientos « para que todas las naciones se hagan católicas ». El 15 de noviembre de 1923, ve en la Sagrada Forma que le acerca un sacerdote el Corazón de Jesús vivo en la Eucaristía. Se apaga apaciblemente el 17 de junio de 1924.

En la actualidad, la congregación de las Adoradoras del Sagrado Corazón de Montmartre prosigue su vocación de vida contemplativa en los monasterios establecidos en Inglaterra, Australia, Perú, Irlanda, Escocia, Nueva Zelanda, Ecuador, Colombia y, desde 2013, Francia. Otras religiosas provenientes también de la congregación de Tyburn se constituyeron en 1947 en una nueva congregación, la de las Benedictinas del Sagrado Corazón de Montmartre ; atienden hoy en día la basílica de Montmartre y otros lugares de peregrinación en Francia.

María Adela Garnier deseaba « vivir bajo la mirada de Jesús, convertirse en la inseparable de Jesús, crecer bajo el efecto de los rayos abrasadores del fuego sagrado de la Eucaristía ». Siguiendo su ejemplo, y según la exhortación de san Benito (Regla, cap. 72), aprendamos a « no anteponer nada al amor de Cristo ».

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San Edmundo Campion

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