3 de diciembre de 2010

Venerable Alfredo Pampalon

Muy estimados Amigos:

«Entre los peligros que amenazan hoy en día a la juventud y a toda la sociedad, la droga se sitúa en los primeros puestos como un peligro del todo insidioso por cuanto es menos visible« El origen de ese fenómeno hay que buscarlo con frecuencia en un clima de escepticismo humano y religioso, marcado por el hedonismo, que desemboca finalmente en la frustración, en el vacío existencial, en la convicción de la vanidad de la vida y en la degradación violenta« La plaga de la droga, favorecida por importantes intereses económicos y a veces también políticos, se ha extendido por todo el mundo» –afirmaba el Papa Juan Pablo II (27 de mayo de 1984 y 24 de junio de 1991).

Venerable Alfredo PampalonEl 14 de mayo de 1991, el mismo Pontífice declaraba la heroicidad de las virtudes de un joven religioso redentorista, el padre Alfredo Pampalon, que es invocado frecuentemente, desde su gozosa muerte en 1896, por las personas adictas al alcohol y a la droga. La vida de ese hombre, aparentemente insignificante, brilla como una luz para nuestra época ávida de eficacia material y de confort. Él había construido la suya sobre las realidades sobrenaturales, y he aquí que son abundantes las gracias, incluso temporales, que se han conseguido mediante su intercesión.

Alfredo vino al mundo en una parroquia mariana de Quebec, Nuestra Señora de Lévis, el 24 de noviembre de 1867, siendo el noveno vástago de una familia profundamente cristiana. El padre, Antonio Pampalon, es empresario de construcción de iglesias. La madre, Josefina Dorion, destaca por su humildad y su espíritu de fe, y ejerce sobre los niños una vigilancia llena de amor. Todas las tardes se reza en familia, en especial el Rosario. Dos de los hermanos de Alfredo y su hermana Emma se entregarán a Dios. Alfredo es especialmente afectuoso y servicial, y, gracias a su madre, aprende rápidamente la bondad del Señor y sabe pronunciar los nombres de Jesús, María y José.

Una mamá aún mejor

A los cinco años pierde a su madre. Ese dolor sobre- viene después de la alegría de un decimosegundo nacimiento. Poco antes de morir, la señora Pampalon reúne a sus ocho hijos vivos y, mirándolos con sonrisa afectuosa, les dice: «Pequeños míos, vuestra mamá va a morir« Os quiero mucho, pero tengo que irme« Ya no tendréis una mamá en la tierra« Os confío a una mamá aún mejor, la mejor que pueda existir, la Virgen María« Ella os tiende los brazos« ¡Queredla mucho! ¡Rezadle mucho! Y ella cuidará de vosotros«». Cerca del lecho, Alfredo llora en silencio. Las palabras de quien más quiere en la tierra quedan grabadas en su memoria y le marcarán durante toda la vida. Su madre expira el 2 de julio de 1873, a la edad de 45 años.

Un año después, el padre decide volverse a casar, uniéndose a una excelente viuda irlandesa, Margarita Phélan, que considerará a todos los hijos de Antonio como propios. Alfredo se muestra afectuoso y dulce con su segunda madre. «Siempre tenía la sonrisa en los labios –cuenta Margarita. Era alegre, dulce, y divertía a mis pequeños (los hermanastros de Alfredo); era servicial con todos».

A la edad de nueve años, en septiembre de 1876, Alfredo ingresa como externo en el colegio de Lévis, dirigido por padres diocesanos. Estudiará allí durante cinco años, sin pensar nunca en hacerse sacerdote; la atracción que siente por el comercio le mueve a dejar de lado los estudios clásicos, en beneficio de la clase de comercio. En mayo de 1877 toma la primera Comunión y, el 7 de octubre, festividad de Nuestra Señora del Rosario, recibe el sacramento de la Confirmación.

En él destaca un sentido de lo sobrenatural que se desarrollará sin cesar. Se confiesa y comulga una vez a la semana, lo que resulta excepcional para la época; además, le gusta ayudar a Misa. Cuando pasa cada día por la iglesia parroquial, se detiene para adorar al Señor y rezar a la Santísima Virgen. «Durante los diez años de estudios que pasé con él en las mismas clases –relata un compañero–, no recuerdo que cometiera ni la más mínima falta de disciplina. Tenía la costumbre de sentarse en los primeros pupitres de la clase para estar más cerca del profesor y menos expuesto a la falta de atención». Pero lo que llama la atención es la virtud de Alfredo, ya que derrocha bondad; durante el recreo, con humor equilibrado y un tanto guasón, da muestras de ser un gran organizador. Nadie puede igualarlo en algunos juegos; sobre todo los más jóvenes están maravillados de su habilidad en el cricket, el fútbol, el béisbol« Es muy rápido en la carrera. Pero no solamente lo admiran, sino que lo aprecian, pues sus éxitos no le impiden ser modesto y amable.

Una sonrisa que ilumina

Corre el año 1881. Como joven adolescente, Alfredo no es brillante en clase, y un defecto de pronunciación –que nunca conseguirá superar– hace que los oyentes tengan dificultades para entenderlo; sin embargo, destaca en catecismo« De repente, su vida corre peligro a causa de una grave enfermedad; pero él reza y se encomienda a María. «Dios me hizo comprender –escribirá– que no me quería en el mundo, sino todo para Él. Ante su llamada, y sin demora, tomé la resolución de dejar la rama comercial y de seguir los estudios clásicos con vistas al sacerdocio, si me curaba». Modera su inclinación por el juego, permaneciendo alegre, incluso guasón, pero quiere vivir con el Señor y para Él. Conservará durante toda la vida su aspecto enfermizo, iluminado no obstante por su sonrisa. Aquellos esfuerzos dan fruto, pues termina el año 1883 siendo el cuarto de una clase de treinta alumnos.

En 1885, una neumonía lo lleva a las puertas de la muerte, recibiendo los últimos sacramentos. El santuario de Beaupré, donde los cristianos de Quebec veneran a santa Ana como patrona, se encuentra muy cerca; la familia, alarmada, se dirige con insistencia a la madre de la Virgen María para obtener del Niño Jesús la curación de Alfredo. «A medida que avanzaba en los estudios –dirá más tarde–, mi deseo de hacerme sacerdote se afirmaba cada vez más; pero lo que acabó de rematarlo fue mi segunda enfermedad. Allí me esperaba Dios, inspirándome a realizar mi proyecto mediante el lazo irresistible del voto. Se lo prometí, si Él me concedía la curación». Profesores y alumnos de Lévis se unen a los padres para arrancarle al Cielo aquella gracia« y Alfredo se cura. En cuanto recupera las fuerzas, realiza a pie, con el rosario en la mano, los 35 kilómetros que lo separan de Santa Ana de Beaupré. Una vez allí, de rodillas ante la milagrosa estatua, da gracias y promete seguir el ejemplo de su hermano ingresando en los redentoristas.

La Congregación del Santísimo Redentor había sido fundada en 1732 por el noble napolitano san Alfonso María de Ligorio, con el objetivo de evangelizar a las almas más abandonadas. Sus religiosos –llamados redentoristas– no habían llegado a Santa Ana de Beaupré hasta 1878. Antes de su decisión, Alfredo había leído con provecho la obra que, en 1750, el santo había dedicado a la Virgen: Las Glorias de María. Como quiera que no se ha abierto todavía en Canadá ninguna casa de formación redentorista, debe embarcarse para Europa. Con gran valentía, el 22 de julio de 1886 –a los dieciocho años–, se separa del afecto de los suyos para dirigirse al noviciado de Saint-Trond, en Bélgica. Allí, la formación religiosa es austera, pero nutrida de la doctrina de los santos, y Alfredo se aplica con celo y buen humor. De entrada, se ofrece espontáneamente para realizar las tareas más desagradables. A pesar de la desventaja de su débil salud, él se esfuerza sobremanera, edificando con su humilde obediencia« El 8 de septiembre de 1887, profesa con gozo los votos perpetuos de pobreza, castidad y obediencia. El mismo que, muy joven, se había abandonado en manos de María, exclama: «Le prometí a mi Madre que llegaría a santo, y mi confianza en ella me da motivos para esperarlo».

Le envían al seminario mayor de Saint-Jean-de-Beauplateau para estudiar dos años de filosofía y cuatro de teología, donde afronta los estudios con valentía. Gracias a sus asiduas plegarias –sobre todo a María, Trono de la Sabiduría–, unidas a su aplicación, consigue resultados cada vez más satisfactorios. Su única ambición es ejercer de la mejor manera posible su futuro apostolado. Es ordenado sacerdote el 4 de octubre de 1892, comenzando su ministerio en Mons, Bélgica: predicación de algunas misiones parroquiales, confesiones y enseñanza del catecismo a los niños. Visita con frecuencia a los enfermos, animándolos con su sonrisa y dulzura. Desde los albores de su vida religiosa ha visto en la Regla de su Instituto una salvaguarda, y sabe por instinto espiritual que, sin una vida disciplinada, no está asegurada la perseverancia. «¿Quieres ser santo, un gran santo? Observa bien, muy bien tu Regla y las prescripciones de tus superiores» –sugiere.

Una guía segura

¿De dónde obtiene esa fortaleza de espíritu? De la oración. «No hay virtud sin oración» –según él mismo dice–, especialmente la que proviene de la fuente, la santísima Eucaristía. Arrodillado en la capilla, a menudo se queda inmóvil, con la mirada puesta en el sagrario. Sin embargo, no confunde los medios con el fin: «Ama a Dios –dice– quien le da testimonio de ese amor mediante las obras y el sufrimiento; en otras palabras: quien se conforma con su santa voluntad». Sus actos ponen de manifiesto su consciencia de la presencia de Dios. En la vida de comunidad, aporta una actitud de amabilidad y de dulzura que no le impide, cuando se presenta la ocasión, de expresar con franqueza su opinión, sin respeto humano.

El justo vivirá de la fe, podemos leer en la Epístola a los Romanos (1, 17). Alfredo ha asimilado esta frase: «En la vida espiritual –dice– no hay que guiarse por los sentimientos, sino por la fe. El sentimiento engaña con frecuencia, pero la fe es una guía clara y segura». La fe le muestra que el amor de Dios va parejo con la huida de todo pecado voluntario: «Sólo hay un mal, el pecado, y solo un bien, Dios; nunca cometeré ni la más mínima imperfección para agradar a nadie». El Catecismo expresa la misma verdad: «A los ojos de la fe, ningún mal es más grave que el pecado y nada tiene peores consecuencias para los pecadores mismos, para la Iglesia y para el mundo entero» (Catecismo de la Iglesia Católica, CEC, 1488).

Alfredo renueva frecuentemente las promesas del Bautismo y sus votos religiosos. Su espíritu de fe brilla especialmente cuando celebra el Sacrificio eucarístico; en cuanto a la esperanza, «llegada la madurez, toma el dulce nombre de confianza« Debo conservar la paz de corazón y no dar acceso ni a la más pequeña turbación. La medida de nuestra santidad depende de la medida de nuestra confianza». De ese modo consigue estar contento de todo, de sus superiores, de sus compañeros, de las pruebas interiores así como de los consuelos divinos, de las dificultades en los estudios así como de la enfermedad.

En la cima del edificio, el padre Alfredo ha colocado un amor apasionado por Jesucristo. Impregnado de esta frase de san Juan, Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó« (1 Jn 4, 9-10), quiere devolver amor por amor. Suele contemplar el nacimiento, el crucifijo, la Eucaristía; todos los días realiza el vía crucis y lee la Sagrada Escritura. Repite con frecuencia, sobre todo durante su última enfermedad: «¡Que mi constancia no desfallezca!; un poco más de tiempo y llegará la eternidad». Al orientarnos hacia las realidades eternas, la idea de la muerte nos ayuda a hacer prevalecer el amor de Dios por encima de cualquier otro amor; por eso precisamente los santos pensaban con frecuencia en la muerte.

Exaltar la misericordia

A Alfredo le anima un ardiente celo por las almas: «Quiero llegar a ser y ser siempre un santo sacerdote, para poder trabajar con gran eficacia por la salvación del prójimo. Cuanto más santo sea, más almas salvaré». Como quiera que, a causa de su debilidad, no puede predicar mucho, se dedica con asiduidad al ministerio de la confesión. En las misiones parroquiales aporta su modesta contribución, dirigiéndose habitualmente a los niños para prepararlos a recibir los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Sus instrucciones, claras, sólidas y prácticas, son muy apreciadas. Teniendo en cuenta el inconveniente de su dicción, se le encarga que predique un único gran sermón, para lo cual elige exaltar la misericordia de la Virgen María. El ansia de trabajar eficazmente por el reino de Dios le mueve a estimar la mortificación cristiana, poderoso medio de liberarse del amor a sí mismo. Incluso durante las salidas de paseo, come raramente fuera de las horas de las comidas, y soporta pacientemente las grietas que se forman en sus manos«

A partir del mes de mayo de 1895, le mandan lejos de la región minera de Mons para que cure sus pulmones enfermos con el aire limpio de Saint-Jean-de-Beauplateau, en el bosque de las Ardenas. Entonces escribe: «Mi forma de predicar es rezar por las almas». Sintiéndose libre de los criterios del mundo, opina que «de entre todos los vicios, no hay ninguno que haya detenido tantas almas en el camino de la piedad como el orgullo; el espíritu de vanidad engendra el deseo inmoderado de aparentar y de triunfar en todo lo que se hace». Suele hablar poco de sí mismo, pero menciona de buena gana sus débiles capacidades intelectuales. Se ocupa con esmero y agrado de las tareas más serviles.

Desde la edad de catorce años hasta su muerte, Alfredo ha padecido de tuberculosis, pero, mal que bien, ha ido aguantando. Sin embargo, el 5 de febrero de 1896, nueve meses después de su forzado retiro en las Ardenas, debe resignarse a permanecer en la enfermería: un pulmón está perdido y el otro está muy deteriorado. El médico prevé el final para marzo o abril. El joven sacerdote pasa los días sentado en una butaca: «Unos trabajan y otros están trabajados. Aquí estoy yo, trabajado por la enfermedad». Dedica su tiempo a la oración y a la lectura de la vida de los santos, pero nunca se encuentra ocioso. Sufre ataques de tos día y noche, y a la tisis se añade pronto la disentería; además, le salen escaras, por lo que debe reposar sobre llagas abiertas. No obstante, nunca realiza un movimiento de impaciencia, conservando su amabilidad y alegría, y todos le visitan con agrado. Del divino Sacrificio de la Misa, que sigue celebrando cada día, obtiene la fuerza para soportarlo todo en unión con su Salvador clavado en la Cruz. Pero el 23 de agosto, al no poder mantenerse de pie, debe interrumpirlo varias veces. Durante todo el mes de septiembre, se debate entre la vida y la muerte. El día 29, a las tres de la madrugada, recibe por última vez la sagrada Comunión; apenas se le oye. El día 30, a la una de la madrugada, en voz alta y claramente, se pone a cantar de repente el Magníficat. A las dos, pide y recibe la absolución de todos los pecados de su vida. Poco antes de las ocho, fija la mirada al cielo sonriendo, como si viera a alguien, y entrega su último suspiro. Ni siquiera ha cumplido veintinueve años.

Los testimonios afluyen

¡Una vida pobre y estéril, según parece! Aquel débil sacerdote, de hecho, no prestaba ninguna atención a las conversaciones que se mantenían sobre temas profanos, y parecía no entender nada de ellas. Sin embargo, inmediatamente después de su muerte, las oraciones ascienden hacia Alfredo Pampalon. Su hermano Pedro escribirá diez años más tarde: «He recogido los favores temporales atribuidos a la intercesión de ese siervo de Dios; he llegado ya a los 275 y todavía sigo descubriendo otros nuevos. Dispongo de veinticinco casos, al menos, en los que la curación me parece milagrosa». Los anales del santuario de Santa Ana de Beaupré lo atestiguan: «Las víctimas de las bebidas alcohólicas y de los estupefacientes parecen atraer la especial atención y la misericordia del siervo de Dios. Los testimonios afluyen de todas partes«». Los jóvenes acuden a invocar al siervo de Dios, para ellos mismos o para otros. En nuestros días, los favores alcanzados se multiplican.

«Según el Pontificio Consejo para la Pastoral de la Salud, la droga y la toxicomanía afectan especialmente a los jóvenes, cualquiera que sea el medio al que pertenecen. La valorización de las drogas más variadas y su uso nunca ha sido tan importante, pues se presentan como si aportaran un suplemento de «libertad», como una fuente de convivialidad o de bienestar» (Iglesia, droga y toxicomanía, 2002, n. 1). ¡Ilusoria promesa! En realidad, el resultado es contrario al efecto esperado, pues el toxicómano cae en la inestabilidad afectiva, en un estado depresivo congénito que se añade a la dependencia hacia grupos y traficantes; en su inquietud, en su deseo de poseerlo todo con avidez y a veces con angustia, se siente a menudo amenazado y ya no encuentra sentido a su vida: «Sería mejor no haber nacido»; tiene dificultades a la hora de manifestar interés hacia personas o cosas, pues su inteligencia se ve condicionada principalmente por todo lo que se refiere a la droga (ibíd., n. 517). Por eso se entiende la advertencia paternal de Juan Pablo II: «El consumo de droga siempre es ilícito, pues implica una renuncia, injustificada e irracional, a pensar, a querer y actuar como persona libre« Así pues, el ser humano no tiene derecho a abdicar de su dignidad personal, que es un don de Dios» (23 de noviembre de 1991; ibíd., n. 43). Además, «Fuera de los casos en que se recurre a ello por prescripciones estrictamente terapéuticas, es una falta grave» (CEC, 2291).

Para prevenir ese mal, hay quien preconiza la liberalización de las «drogas blandas», supuestamente inofensivas. Pero la experiencia demuestra que el consumo de esos productos favorece el aislamiento y la dependencia, y además incita a tomar substancias más fuertes. Son numerosos los productos tóxicos que se utilizan en medicina a causa de sus efectos beneficiosos, pero que, si son consumidos de forma abusiva o combinados entre ellos sin discernimiento pueden convertirse en una droga. Lo mismo puede decirse del tabaco y del alcohol, ya que la embriaguez alcohólica es tan peligrosa como la embriaguez provocada por el cannabis.

Prevenir el mal

En la mayor parte de sus testimonios, los toxicóma- nos indican que consumen esas substancias para «encontrarse bien con ellos mismos» y para conseguir placer. El placer mueve a actuar entonces al instante, es decir, sin efectuar una labor de discernimiento. De ese modo, el consumidor entra en una espiral de dependencia, hasta el punto de que las drogas se convierten en el deseo primordial de su existencia. La liberación de esa esclavitud supone una toma de conciencia: en realidad, deseos y placeres –que son buenos en sí mismos– dependen de la reflexión del sujeto, de su vida espiritual, de su libre voluntad y responsabilidad. De ahí la necesidad de basar la propia existencia en una moral y una opción religiosa auténticas. Para asumir las dificultades de la existencia, en especial para responder a los problemas que plantea la enfermedad, la soledad y la muerte, resulta indispensable descubrir primero el sentido de la vida:

«La convicción serena de la inmortalidad del alma, de la futura resurrección de los cuerpos y de la responsabilidad eterna de los propios actos, es el método más seguro también para prevenir el terrible mal de la droga, para curar y rehabilitar a sus pobres víctimas, para fortificar con la perseverancia y firmeza en los caminos del bien» (Juan Pablo II, 7 de septiembre de 1984). Cada persona debe aprender a acometer renuncias saludables, pues es así como se construye una persona libre y responsable. Dirigiéndose a los obispos, Juan Pablo II afirmaba: «El don de la vida se refiere a la sobriedad, a la castidad, a la oposición contra la pornografía creciente, a la sensibilización ante las amenazas de la droga» (19 de junio de 1983). Consideraba la vida en familia como un poderoso antídoto de la tentación de huida hacia un mundo irreal; por eso instaba a los esposos a mantener relaciones conyugales y familiares estables, fundadas en el amor mutuo abierto a la vida, que sabe dar y perdonar.

El padre Pampalon dejó este mundo justo un año antes que santa Teresita del Niño Jesús. Tanto uno como otro soñaron con partir a lejanas misiones, deseaban el martirio y murieron en plena juventud, padecieron tuberculosis y sufrieron atrozmente; uno y otro descubrieron que su vocación consistía en amar, a lo largo de una existencia sin episodios sensacionales. El padre Alfredo, según podemos pensar, heredó junto a Dios un papel importante, que presenta cierto parecido con el de la patrona de las misiones: ejercer la misericordia para con las personas desamparadas.

Venerable siervo de Dios, concede a las víctimas de la droga el don de la verdadera esperanza, que no falla (Rm 5, 5).

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Beato Vilmos Apor

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