24 de Septiembre de 2010

Beato Vilmos Apor

Muy estimados Amigos:

Primavera de 1944. Toda Europa central está ocupada por la Alemania nazi. Tras presionar al gobierno húngaro, Hitler ha conseguido que se publique un decreto que obliga a los judíos de ese país a residir en guetos, y ello con el objetivo de una próxima deportación. En Pentecostés, durante una homilía ante las autoridades civiles, un obispo reacciona en estos términos: «Quien reniega del mandamiento fundamental del cristianismo sobre la caridad y pretende que existen hombres y razas a los que se debe odiar, quien afirma que se puede oprimir a los negros o a los judíos, incluso si se enorgullece de ser cristiano, debería ser considerado como pagano« Quien participa en tales actos o los alienta comete un pecado grave y no puede ser absuelto mientras no haga reparación de ello». Simultáneamente, el prelado escribe una carta al Ministro del Interior para recordarle sus responsabilidades ante Dios. El funcionario reacciona con una amenaza de internamiento a la que el obispo responde solamente: «Estoy dispuesto». ¿Quién era ese valiente testigo de Jesucristo?

Beato Vilmos AporVilmos (Guillermo) Apor nace el 29 de febrero de 1892 en Ségesvár, en Transilvania (región por entonces húngara y actualmente rumana). Su familia tendrá nueve hijos, cuatro de los cuales morirán de tierna edad; Vilmos es el séptimo. Su padre, el barón Apor, eminente jurista descendiente de una ilustre familia, es nombrado en 1895 secretario de Estado del emperador Francisco José; se instala en Viena con su familia, pero morirá en 1898 a los cuarenta y siete años. El pequeño Vilmos, consternado de ver llorar a su madre, le dice con ternura: «Mamá, como estoy aprendiendo a tocar el violín te tocaré cosas tan hermosas que te olvidarás de la muerte de papá ». La viuda educa a sus hijos con firmeza, muy atenta a su educación religiosa. Vilmos estudia con éxito con los jesuitas. Sus compañeros le aprecian por su temperamento afable, aunque decidido. Si alguna vez se acalora en las discusiones, nunca deja de pedir perdón a quienes ha ofendido.

Desde su infancia, Vilmos ha oído la llamada de Dios: será sacerdote. A finales de 1909, es recibido por el obispo de Györ, pariente suyo, entre el grupo de seminaristas de esa diócesis del nordeste de Hungría. Tras terminar con los jesuitas su doctorado en teología, es ordenado sacerdote el 24 de agosto de 1915. En ese momento están en guerra; su hermano mayor se encuentra en el frente, mientras que su madre y sus hermanas curan a los heridos.

Después de seguir a su obispo, trasladado a la sede de Nagyvárad (actualmente Oradea) en Trasilvalnia (sudeste de Hungría), Vilmos es nombrado vicario de Gyula. Primeramente es capellán de la Cruz Roja en diferentes frentes durante el último período de la guerra, y a principios de 1919 regresa a Gyula, en esta ocasión como párroco, donde permanecerá veinticinco años. Si bien no es un predicador brillante, el padre Apor conmueve a sus fieles mediante la fuerza de convicción que proviene de su profunda fe. En el ministerio de la confesión, su caridad le conquista todos los corazones. La llegada del joven sacerdote coincide con un período difícil, pues, tras la derrota militar de Austria-Hungría, se impone la breve pero violenta dictadura comunista de Béla Kun. El comité revolucionario decreta la supresión de las clases de religión, pero Vilmos organiza una manifestación ante el ayuntamiento y obliga al comité a retirar la medida. Después, Hungría es ocupada por Rumanía; con objeto de intimidar a la población, el mando militar toma como rehenes a oficiales húngaros, pero el padre Apor irá a Bucarest para conseguir, con la intercesión de la reina María de Rumanía, una orden de liberación de los rehenes.

El tratado de Trianón (1920) divide Hungría, y Transilvania pasa a formar parte de Rumanía. Gyula sigue siendo húngara, pero en adelante es fronteriza, lo que provoca su declive económico. El obispo Ottokár Proháska exhorta a la población a una conversión profunda, recordando el glorioso pasado católico del país de san Esteban (997-1038), el primer «rey apostólico» de Hungría. Esa llamada obtiene un gran eco, y Vilmos Apor se emplea con entusiasmo en pro del resurgimiento religioso y social. A partir de 1921, funda en su parroquia la Acción Católica, para trabajar por la cristianización de las familias y de la sociedad, y en 1922 tiene lugar una misión popular. El párroco de Gyula se halla a disposición de sus parroquianos hasta muy entrada la noche; como respuesta a su madre, que le aconseja que se cuide, él le dice: «No puedo despedir a los fieles en el momento en que quizás más me necesitan». Su generosidad sin límites le mueve incluso a entregar a los menesterosos sus prendas más indispensables (los zapatos, por ejemplo); se le conoce como el «párroco de los pobres». Le gusta ocuparse de los jóvenes, que conquista mediante su entusiasmo comunicativo, y también de los minusválidos. A menudo celebra la Misa en geriátricos. Sin embargo, su obra predilecta es un hogar de acogida que ha fundado para los huérfanos.

Todas estas actividades no impiden que el padre Apor pierda de vista lo más importante: su vida espiritual. En efecto, muchas veces se le ve rezando en la catedral y, cada año, realiza los ejercicios espirituales de san Ignacio con los jesuitas. Su gran preocupación por vivir de manera ejemplar el celibato sacerdotal le mueve a combatir las tentaciones de la sensualidad mediante la oración, la penitencia, la templanza en las comidas y una sana actividad física; con las mujeres se muestra amable pero reservado.

Obispo en plena guerra

En mayo de 1938 tiene lugar en Budapest un Congreso Eucarístico internacional, presidido por el Secretario de Estado del Papa Pío XI, Eugenio Pacelli, el futuro Pío XII. La situación política es amenazadora: Hitler acaba de anexionarse Austria y la amenaza nazi planea entonces sobre la vecina Hungría. Las encíclicas de Pío XI sobre los asuntos candentes del momento (Mit Brennender Sorge y Divini Redemptoris, 1938) contra el nacional-socialismo y el comunismo se publican en húngaro en más de dos millones de ejemplares. Vilmos Apor es llamado a cooperar con la acción gubernamental con el fin de contrarrestar la penetración de la ideología nazi. En enero de 1941, el Papa Pío XII le nombra obispo de Györ. La consagración episcopal tiene lugar en Gyula (los parroquianos lo habían pedido con insistencia). Un asistente relataba así sus impresiones: «Cuando el nuevo obispo recibió la mitra y el báculo y bendijo a la asamblea, constaté con sorpresa hasta qué punto su rostro y toda su apariencia física se habían transformado; estaba como transfigurado. Se apreciaba en él de manera visible la gracia de la sucesión apostólica». El prelado elige como lema «Crux firmat mitem, mitigat fortem» (la cruz hace fuerte al manso y manso al fuerte). Al constatar que sus sacerdotes tienen dificultades para confiarse a su pastor, él los acoge con cordialidad, y todos los días a mediodía tiene mesa franca, lo que no es habitual en la época; así puede asistirlos en todos los aspectos. Esa bondad paternal no le impide sin embargo ser exigente, especialmente con respecto a la manera de celebrar la Misa y el Oficio Divino. Monseñor Apor vigila de cerca la formación y la manera de vestir de sus seminaristas. Recibe a los fieles con incansable paciencia y les socorre a menudo con sus recursos personales; ni siquiera los alcohólicos y los perezosos notorios son rechazados.

El obispo de Györ conoce la doctrina social de la Iglesia, expuesta particularmente por Pío XI en la encíclica Quadragesimo anno (1931). Es consciente del retraso que lleva Hungría en el campo de la protección social. Por entonces, los obispos húngaros eran grandes terratenientes, por lo que monseñor Apor tiene la intención de realizar una reforma agraria. Sin embargo, la guerra en curso le impedirá llevar a término ese proyecto. Por lo menos se esfuerza en ser un amo equitativo con los campesinos que cultivan las tierras episcopales. El obispo sufre mucho al ver cómo los obreros captados por la ideología socialista se alejan de la Iglesia, pero aprovecha todas las ocasiones para acercarse a ellos y se ocupa, por mandato del episcopado húngaro, de las organizaciones de jóvenes trabajadores cristianos.

Vilmos Apor se ha hecho cargo del obispado en plena guerra. El Tercer Reich, tras haber atacado a la Unión Soviética en junio de 1941, intenta arrastrar a Hungría en su delirante empresa, pero los dirigentes húngaros consiguen eludir el asunto durante mucho tiempo. En agosto de 1943, el obispo de Györ se convierte en presidente del «Movimiento católico social», fundado por notables que tienen intención de crear las condiciones de un renacimiento cristiano de Hungría tras la guerra. Tienen la esperanza de que Estados Unidos de América pueda evitar que el país caiga bajo el yugo comunista. A partir de la ocupación alemana de Hungría (10 de marzo de 1944), la aviación anglosajona bombardea intensamente las ciudades, y el 13 de abril, un bombardeo sobre Györ destruye su principal fábrica, causando 564 muertos y 1.100 heridos. La ciudad será bombardeada aún veinticuatro veces hasta el fin de la guerra. El obispo se dedica a consolar y a socorrer a la población.

Llegará el momento de dar cuentas

No obstante, en junio de 1944 empieza la deportación de los judíos de Hungría hacia los campos de concentración alemanes. El obispo se esfuerza por ayudar a las víctimas enviándoles víveres y ropa, y pide poder visitarlas, lo que no se le permite. Entonces, entrega a la Gestapo de Györ un mensaje para Hitler en estos términos: «También los mandamientos de Dios se imponen al Führer. Llegará el momento en que deberá dar cuentas a Dios y al mundo de sus actos». Esa admonición recordaba al dictador el carácter ineluctable del Juicio final, cuando quede fijado el destino eterno de cada persona. Jesucristo nos lo advirtió: Los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación (Jn 5, 29)« E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna (Mt 25, 46).

«El Juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1040).

En octubre de 1944, Hitler impone a Hungría un gobierno de su devoción, dirigido por Szálazy. Enseguida, el cardenal primado Serédi reprocha enérgicamente a éste su política de persecución contra los judíos. El nuncio apostólico del Papa Pío XII en Hungría, monseñor Rotta, en colaboración con cuatro embajadores de potencias neutrales (Suecia, Suiza, España y Portugal), consigue salvar la vida de numerosos judíos. Por su parte, monseñor Apor esconde a varios judíos en su palacio episcopal y en los tejados de la catedral. Uno de ellos, que nadie en Györ había osado hospedar, contará la cordial acogida que se le dio en el obispado y las gestiones personales del obispo para encontrarle un escondite más seguro en Budapest.

El 31 de octubre de 1944, monseñor Mindszenty, obispo de Veszprém, redacta una solicitud a Szálazy para suplicarle que entregue las armas, a fin de evitar la ocupación y el pillaje del oeste del país por el Ejército Rojo. Firmada también por monseñor Apor, esa solicitud no tendrá más respuesta que el arresto de monseñor Mindszenty. En Navidad, los soviéticos alcanzan Esztergom, la capital religiosa de Hungría. Monseñor Apor puede constatar, con motivo de esa primera ofensiva del Ejército Rojo, qué tipo de liberación esperaba a los húngaros: por todas partes se producen pillajes, matanzas y violaciones. En marzo de 1945, la línea de defensa alemana se derrumba y los rusos se abalanzan hacia Györ. En la ciudad tienen lugar terribles combates calle a calle. El 28 de marzo, Miércoles Santo, la torre de la catedral en llamas se desploma, prendiendo fuego a todo el edificio. El obispo se había retirado a su residencia, salvada de los bombardeos, donde había alojado a gran número de refugiados; en el extenso sótano se habían escondido un centenar de mujeres que temían ser violadas.

No permanecer impasibles

La violencia sexual contra las mujeres no es por des- gracia ni un mal reciente ni un crimen perteneciente a un pasado lejano. En su Carta a las mujeres del 29 de junio de 1995, el Papa Juan Pablo II escribía (n. 5): «¿Cómo no recordar la larga y humillante historia —a menudo «subterránea»– de abusos cometidos contra las mujeres en el campo de la sexualidad?« no podemos permanecer impasibles y resignados ante este fenómeno. Es hora de condenar con determinación, empleando los medios legislativos apropiados de defensa, las formas de violencia sexual que con frecuencia tienen por objeto a las mujeres. En nombre del respeto de la persona no podemos además no denunciar la difundida cultura hedonística y comercial que promueve la explotación sistemática de la sexualidad, induciendo a chicas incluso de muy joven edad a caer en los ambientes de la corrupción y hacer un uso mercenario de su cuerpo».

Decidido a todos los sacrificios para proteger contra la fuerza bruta la castidad y el honor de las mujeres refugiadas en su casa, monseñor Apor espera con calma a los soldados soviéticos. El miércoles por la tarde, los primeros irrumpen en el obispado, gritando y blandiendo ametralladoras. Él les entrega relojes y otros objetos a fin de apaciguarlos. Durante toda la noche se niega a ir a descansar diciendo: «Debo quedarme por si ocurriera alguna cosa». Al día siguiente, celebra la Misa en el sótano donde se han refugiado las mujeres. Aparecen sin cesar nuevos soldados, que roban y golpean a los refugiados. Uno de los soldados conmina al obispo para que deje libre el acceso al sótano. Ante su negativa, otro grita a su camarada: «¡Métele unas cuantas balas en el vientre!». Pero Vilmos no se mueve. Pasa una segunda noche en guardia y sin dormir —la del Jueves al Viernes Santo y lee a los fieles el relato de la Pasión.

El viernes, monseñor Apor envía a dos sacerdotes para que soliciten protección al mando soviético para las personas refugiadas en el obispado; un oficial les responde con cinismo que los «partisanos» rusos tienen derecho a hacer lo que quieran. Hacia las 19 horas, se presenta un grupo de soldados borrachos, dirigidos por un mayor que ya se había presentado por la mañana para espiar. Fingiendo amabilidad, el suboficial exige que le confíen a las jóvenes, que en ese momento preparaban sopa para los pobres, «para pelar patatas y realizar pequeños trabajos de costura»; así pues, entra en el sótano con algunos soldados. El obispo se precipita tras ellos, prometiendo al mayor, que le ha repetido su exigencia, que le enviará un grupo de voluntarios, hombres y mujeres de edad, para atender su petición.

« Tío Vilmos« ¡ socorro ! »

Pero el tono sube, los militares se muestran cada vez más imperiosos, y el obispo más inquebrantable en su rechazo a dejar partir a las jóvenes; sabe perfectamente la suerte que les espera. El mayor, colmado de furia, agarra al obispo; empuña una pistola, pero no se atreve a disparar. Monseñor Apor aprovecha la indecisión para empujarlo fuera del sótano, y luego se planta ante la entrada. En ese momento, oye unos gritos de pánico: «Tío Vilmos« ¡socorro!». Los soldados que quedaban abajo se disponían a secuestrar a las jóvenes. Monseñor Apor se precipita en el sótano, seguido de su sobrino, de dos sacerdotes y del mayor. Sin preocuparse por su seguridad, el obispo exclama a la tropa: «¡Fuera! ¡Fuera!». Entonces, fuera de sí, el mayor, o uno de sus hombres, abre fuego. El obispo es alcanzado por tres balas: una de ellas sólo le atraviesa la ropa, la segunda le roza la frente, pero la tercera le alcanza profundamente en el vientre. Su sobrino Sándor Pálffy, de 17 años, que ha intentado cubrir con su cuerpo a su tío, también resulta herido. Temiendo un castigo de sus jefes, los soldados abandonan precipitadamente el obispado.

Un médico que está presente constata que es preciso operar para extraerle la bala. Al preguntarle si le duele, monseñor Apor responde con gran tranquilidad: «Doy gracias a Jesucristo de poder sufrir un Viernes Santo». La ambulancia que lo lleva al hospital es interceptada por los soldados rusos, quienes, esperando conseguir un botín, suben a bordo y enfocan sus linternas en el rostro del herido. Éste les mira con dulzura y les bendice. Después de la operación, Vilmos Apor, medio inconsciente, exclama varias veces: «¡Sí!, ¡sí!, ¡sí!«». Poco después confiesa a su hermana Gizella que por un momento había sentido horror por la cruz que le espera, y que esos «síes» eran la expresión de su aceptación, por amor a Dios, de los sufrimientos y de la muerte. Al día siguiente, un sacerdote que le visita le certifica que ninguna de las mujeres refugiadas en el obispado ha sido violada. El obispo, lleno de gozo, sonríe y murmura: «Ha valido la pena« Doy gracias a Dios por haber aceptado mi sacrificio». El canciller del obispo, que presenta una denuncia ante las autoridades soviéticas, es despedido con indiferencia. Pronto tendrá noticia de los numerosos abusos cometidos por los soldados del Ejército Rojo, encubiertos por sus oficiales. Pero constatará que la protección celestial ha alcanzado a las mujeres por quienes monseñor Apor ha aceptado arriesgar la vida.

«Ha valido la pena«». En un discurso pronunciado el 9 de febrero de 2008, el Papa Benedicto XVI confirmaba que la defensa de la dignidad de la mujer contra los comportamientos que tienden a reducirla a un objeto «vale la pena»: «Hay lugares y culturas donde la mujer es discriminada o subestimada por el solo hecho de ser mujer, donde se recurre incluso a argumentos religiosos y a presiones familiares, sociales y culturales para sostener la desigualdad de los sexos, donde se perpetran actos de violencia contra la mujer, convirtiéndola en objeto de maltratos y de explotación en la publicidad y en la industria del consumo y de la diversión. Ante fenómenos tan graves y persistentes, es más urgente aún el compromiso de los cristianos de hacerse por doquier promotores de una cultura que reconozca a la mujer, en el derecho y en la realidad de los hechos, la dignidad que le compete».

El martirio, una Pascua personal

Sin embargo, los dolores del prelado llegan a ser inso- portables. A penas consigue murmurar: «Ofrezco mis sufrimientos por los fieles». La mañana de Pascua, comulga. Por la tarde, le baja la tensión, y el médico constata una peritonitis. El moribundo se confiesa y recibe la Extrema–unción. Consigue decir lo siguiente: «Saludo a mis sacerdotes; que permanezcan fieles a la Iglesia y anuncien con valentía el Evangelio«». Luego, perdona a sus asesinos y ofrece su vida en reparación por la patria; Vilmos Apor entrega su alma a Dios el lunes de Pascua 2 de abril de 1945, a la una de la madrugada. El 9 de noviembre de 1997, el Papa Juan Pablo II lo elevó a los altares y lo elogió en estos términos: «A imagen del Buen pastor que entrega su vida por sus ovejas, el nuevo beato vivió en primera persona la adhesión al misterio pascual hasta el sacrificio supremo. Su asesinato aconteció precisamente el Viernes Santo, siendo golpeado de muerte mientras defendía a su rebaño. De ese modo experimentó, mediante el martirio, una Pascua personal. Que monseñor Vilmos Apor anime a los creyentes a seguir sin vacilar a Cristo a lo largo de la vida. Así es la santidad a que está llamado todo cristiano».

Las exequias del obispo-mártir se celebraron en el obispado, en el altar de María, «Patrona de Hungría». Fue enterrado con gran discreción en la capilla de los carmelitas. Estaba previsto trasladar sus restos mortales a la catedral después de su reconstrucción, en 1948 —el monumento funerario estaba terminado—, pero el gobierno comunista lo prohibió. Sus restos no pudieron ser trasladados hasta 1986.

El 11 de mayo de 2007, Benedicto XVI decía: «El mundo necesita vidas transparentes, almas claras e inteligencias sencillas que rechacen ser consideradas como criaturas objetos de placer. Es necesario decir no a esos medios de comunicación social que ridiculizan la santidad del matrimonio y la virginidad antes del matrimonio. Precisamente en ello, la Virgen María nos concede la mejor defensa contra los males que afligen la vida moderna; la devoción mariana es garantía segura de protección materna y de tutela en la hora de la tentación».

Pidamos a Dios, mediante la intercesión de María, Madre siempre Virgen, y del beato Vilmos Apor, la gracia de apreciar la virtud de la castidad y de estar dispuestos a todos los sacrificios para defenderla en nosotros y en los demás.

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