30 de Junio de 2020
Beata Elía de San Clemente
Muy estimados Amigos:
La vida consagrada —escribía san Juan Pablo II— es « una de las huellas concretas que la Trinidad deja en la historia, para que los hombres puedan descubrir el atractivo y la nostalgia de la belleza divina… El mensaje del monacato y de la vida contemplativa repite incesantemente que la primacía de Dios es plenitud de sentido y de alegría para la existencia humana, porque el hombre ha sido hecho para Dios y su corazón estará inquieto hasta que descanse en Él… En efecto, la vida de las monjas de clausura, ocupadas principalmente en la oración, en la ascesis y en el progreso ferviente de la vida espiritual, no es otra cosa que un viaje a la Jerusalén celestial y una anticipación de la Iglesia escatológica, abismada en la posesión y contemplación de Dios » (Exhortación apostólica Vita consecrata, 25 de marzo de 1996, núm. 20, 27, 59). La beata Elia de San Clemente, beatificada en 2006, es una de las luces fulgurantes de la vida contemplativa carmelita. « Su paso surcó el cielo de Bari como un meteoro fascinante —decía de ella Monseñor Magrassi, arzobispo de Bari (sur de Italia)— y dejó una huella de luz que no se apaga. Fue una “sonrisa de Dios” para nuestro tiempo, para su ciudad y para toda la Iglesia ».
Teodora (Dora) Fracasso nace en Bari el 17 de enero de 1901, siendo la tercera hija de una familia que contará con nueve. Según su propio testimonio, sus padres son « verdaderos santos ». Su padre dirige una pequeña empresa de pinturas para edificios. Junto a su esposa, es uno de los principales sacristanes de la cofradía “Santa María del Pozzo” de la iglesia vecina, San Marcos. Todos los días se reza el Rosario en familia. La madre habla a sus hijos del alma, de Dios, de la Virgen, del Cielo y de la vida eterna. A la edad de dos años, según costumbre de la época y del lugar, Dora recibe la Confirmación de manos del arzobispo de Bari. Cada noche, antes de acostarse, la niña deposita a los pies de la Virgen una florecita, símbolo de un sacrificio ofrecido durante el día en su honor. En una ocasión pregunta a su madre : « Mamá, ¿ las niñas buenas ven su alma ? ¿ Usted ha visto la suya ? —Hija mía, el velo de este cuerpo la esconde. Está en nosotros, pero solamente podremos verla después de morir ».
Un pequeño lirio
Hacia la edad de cuatro años, Dora tiene un sueño que la impresiona profundamente : « Soñé que, delante de nuestra casa, por el pasillo del portal, había una multitud de lirios perfumados, y que una señora joven y muy hermosa, con ojos que brillaban como estrellas y cubierta de un manto blanco, lo cruzaba llevando en sus hermosas manos una hoz de oro. Con sonrisa resplandeciente en los labios tocaba con delicadeza a derecha y a izquierda los blancos lirios, que florecían y se inclinaban suavemente por sus tallos. Al llegar al final de aquel campo tan blanco, la hermosa señora, tras dejar la hoz, se inclinó, tomó un pequeño lirio, lo miró, lo admiró un momento y, después, tras apretarlo en su corazón, desapareció ». Al día siguiente, llena de excitación, la pequeña cuenta el sueño a su madre. « Tras escucharme emocionada, mamá me levantó en brazos colmándome de afectuosos besos y me dijo : “Hija mía, era la Virgen María, que, en un acto de complacencia, apretaba tu pequeña alma contra su corazón. Como cada día la honras, ha querido recompensarte apareciéndose a ti mientras dormías” ». A la mañana siguiente —continúa Dora—, « dejando juegos y gritos, pensativa, intentaba aislarme de mi hermana pequeña y pensaba en la hermosa señora. Para recogerme, caminé hasta un rincón del jardín ; entonces, fijé la mirada por azar en un arbusto de rosas de color escarlata, en cuyo centro había una flor abierta y hermosa, muy hermosa ; me pareció ver en ella una imagen de la Reina del Cielo, me arrodillé ante ella y, juntando mis manitas, le recé, emocionada y con lágrimas en los ojos : “Buena Señora, ¡ qué hermosa eres ! Mamá me ha dicho que eres la Reina de los ángeles, la Señora del Cielo ; ¡ oh, cuánto quiero amarte ! ; a ti me ofrezco para no ser nunca del mundo, y cuando sea mayor seré monja ». A partir de ese día —escribirá ella—, « mi corazoncito sintió una ardiente sed de su Dios, y el deseo de Dios y la idea de ser religiosa nunca me abandonaron ». Poco más tarde, Dora tiene una experiencia espiritual extraordinaria, que dura doce días : « Sentí —dirá ella— que había sido creada para el Cielo y que las cosas de esta tierra no me importaban en absoluto ». Se dedica a observar pequeños detalles, como una brizna de hierba a la que nadie concede importancia, que le mueven a adorar, de rodillas y emocionada ; con la vista mirando al cielo, percibe la invitación de alcanzar el Paraíso de los elegidos.
El arte del bordado
Dora tiene un carácter despierto, es muy sencilla, espontánea y propensa a emocionarse. Da muestras de amistad y atención hacia los demás. Se la ha descrito como « una niña de buena salud, inteligente, que ama las cosas bellas y las desea, aprecia ser amada y no quiere desagradar a nadie ». Juega de buen grado con su hermana pequeña, Dominica, pero prefiere el aire libre del jardín, los paseos con su padre por la orilla del mar bajo el sol radiante de Bari y el cielo estrellado de las noches de verano. En 1906, ingresa como alumna en el Instituto de las Hermanas Estigmatinas (las “Pobres Hijas de los santos estigmas de san Francisco de Asís”, congregación religiosa femenina consagrada a la educación de las jóvenes). Le gusta coser y pasa mucho tiempo en el taller de bordado, progresando en ese arte hasta convertirse en una colaboradora de las hermanas del instituto. Se inscribe en asociaciones parroquiales para niños y adolescentes, en la iglesia vecina regentada por los padres dominicos.
A la edad de diez años (1911), Dora hace la primera Comunión, cuidadosamente preparada con su primera Confesión. Durante los diez días del retiro preparatorio pasa largas horas sola ante el sagrario : « ¡ Jesús —escribirá—, me sentía perdida en ti como un átomo lanzado en un brasero de fuego ! ». La noche antes de la ceremonia tiene un sueño misterioso, durante el cual sor Teresa del Niño Jesús, de la que nunca ha oído hablar, le dice : « Serás religiosa como yo, “sor Elia” », y le revela que su vida será muy corta, como la suya. En adelante, Dora llamará a Teresa “mi queridísima amiga del Cielo”. Aquel día, Jesús le hace comprender que se convertirá en una pequeña víctima de su amor misericordioso y que habrá de sufrir mucho aquí abajo. A partir de entonces Dora comulgará diariamente.
Mientras espera ingresar en un convento, Dora es admitida, el 20 de abril de 1914, en la Tercera Orden Dominica, con el nombre de Inés. Dos años más tarde, sigue trabajando en la Congregación estigmatina y ayuda con su salario a su familia, pues durante la Primera Guerra Mundial su padre se afana por cubrir las necesidades de los suyos. En ocasiones la joven trabaja de noche a la luz de las velas, a fin de ahorrar electricidad. Atraídas por su vida espiritual, las amigas se agrupan con ella y acaban siendo como un solo corazón y una sola alma. Su hermana Dominica comparte su amor por el Señor, de tal modo que su relación con Dora se asemeja a la que mantenía Celina con su hermana santa Teresa de Lisieux. Dominica ingresará en el Carmelo después de Dora y recibirá el nombre de sor Celina. Dora se muestra atenta con los empleados de la empresa dirigida por su padre, y también con sus familias, poniendo especial cuidado en los recién nacidos. Procura que los obreros vayan a Misa los domingos y que ofrezcan su trabajo a Dios, que las madres tomen la Comunión antes de dar a luz y que bauticen a sus hijos en los ocho días siguientes al nacimiento. Cuando fallece un obrero ella acude al cementerio para rezar ante su tumba. Su padre ha mantenido en la empresa a un obrero paralítico de sus miembros superiores ; pues bien, a la hora del almuerzo Dora le lleva un tazón de sopa y lo alimenta con bondad. Sabe apaciguar los conflictos y se preocupa por la salvación de las almas, deseando conducirlas todas a Dios.
Mucho más que un sermón
Al igual que santa Teresita, Dora piensa en las misiones « en tierras de los bárbaros, en las lejanas Américas ». Sin embargo, entiende que las grandes obras externas no son necesarias, sino más bien el amor y la inmolación completa de uno mismo. Durante la Primera Guerra Mundial, el anticlericalismo se manifiesta con medidas vejatorias contra la Iglesia. Se cierra el convento de los dominicos con el pretexto de espionaje a favor de Austria. Bari es, en efecto, un gran puerto del Adriático, frente a la entonces Dalmacia austríaca. También las estigmatinas padecen la prohibición, y por todas partes se oye a blasfemos que se permiten ofender a Dios. Una tarde, uno de ellos osa hacerlo en casa de los Fracasso, por lo que Dora exclama indignada : « ¡ Señor, en nuestra casa no se blasfema ! ¡ Si quiere hacerlo, no tiene más que salir ! —Gracias, señorita —responde el desdichado. Después, confesará a un amigo : « ¡ Aquel reproche valía más que un sermón ! ». Otra tarde, un joven casado acude a buscar a su mujer, que trabaja en la casa de los Fracasso. « ¡ Mamá —afirma Dora—, ese hombre no está en gracia de Dios ! ». Poco tiempo después, este cae enfermo. Llaman a un sacerdote para suministrarle los sacramentos, pero sus malas disposiciones le obligan a marcharse. Tras la puerta de la alcoba, Dora llora y reza. En un momento determinado, se percata de que el enfermo busca algo : se acerca, saca de su bolsillo un crucifijo y se lo entrega. El hombre besa a Jesús crucificado, imitando sin saberlo el gesto del condenado Pranzini, por quien santa Teresita había rezado. En otra ocasión, una mujer mayor que vive sola y sin ninguna higiene entra en la casa. Dora la conduce al jardín y empieza a peinarla, sin dejarse desanimar por los piojos que encuentra en sus cabellos. Muy pronto, esa mujer es encontrada muerta, sola en su casa. Dora la lava, la viste y la prepara de ese modo para la ceremonia fúnebre.
Su amiga Prudencia se percata un día de que Dora ya no lleva los pendientes de su madre : « ¿ Qué has hecho de ellos ? —pregunta. —Se los he dado a una pobre chica para casarse. Yo ya no los necesito, pues entro en el monasterio ». Dora es una hermosa adolescente que llama la atención de los jóvenes. Con delicadeza, uno de ellos le declara su amor ; ella responde : « Mañana nos encontraremos en la iglesia de San Cayetano ». Tras haber comulgado, el joven espera a Dora ; ella le dice : « Deja de pensar en mí, soy toda del Señor. Podré ayudarte con la oración… ». Cuando Dora ingrese en el Carmelo, afirmará a Dominica : « Di a tu hermana que su ayuda y sus oraciones me han hecho tanto bien que su ausencia ha dejado de penarme ». Dora sueña de veras con el Carmelo. Se entera de que uno de sus conventos, dedicado a san José, acaba de fundarse en Bari. Hacia finales de 1917, un padre jesuita se convierte en su confesor. Un año más tarde la orienta, así como a una de sus amigas, hacia el Carmelo. Las dos jóvenes lo visitan por primera vez en diciembre de 1918. Al año siguiente, Dora se entrega a una larga e intensa preparación espiritual con vistas a ingresar en el convento. El 8 de abril de 1920, ingresa finalmente con una firme voluntad : « Quiero llegar a ser santa, una gran santa… ¡ Y quiero hacerlo pronto ! ». Despegarse de los suyos le cuesta « muchas luchas llevadas en secreto ». Su adiós a los suyos resulta patético : « Adiós, casa mía, nido de paz y de amor… Adiós para siempre, te dejo por mi Dios… Vuelo al Carmelo. Adiós, madre querida, ejemplo magnífico. Adiós, techo natal, dulcísima cuna de afecto… Adiós para siempre a todo y a todos ».
Entusiasmo por Dios
El entusiasmo de Dora no es locura, sino imitación de san Pablo cuando decía : Pero lo que era para mí una ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo… Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago : olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús (Flp 3, 7-8, 13-14). Se trata de una respuesta radical al amor atento de Dios. En un texto publicado con el acuerdo del Papa Francisco, el Papa emérito Benedicto XVI escribe : « Dios se hizo hombre para todos. La criatura humana es tan querida por su corazón que se unió a ella para integrarse así en su historia de manera muy concreta. Habla con nosotros, vive con nosotros, sufre con nosotros y asumió su muerte para salvarnos » (11 de abril de 2019). Los religiosos contemplativos responden a ese amor abandonando todo y dando prioridad a la relación íntima con Dios ; con ello dan a la propia sociedad un servicio muy preciado. Pues « Dios es la realidad fundante. Quien excluye a Dios de su horizonte falsifica el concepto de “realidad” y, en consecuencia, sólo puede terminar en caminos equivocados y con recetas destructivas » (Benedicto XVI, 13 de mayo de 2007). En efecto, un mundo sin Dios sólo puede ser un mundo sin sentido… en el que ya no existen los criterios del bien y del mal, sino sólo la ley del más fuerte. La verdad dejaría de existir… La vida humana sólo tiene sentido porque lo que existe es querido y pensado por un Dios creador, bueno y bondadoso… Una tarea primordial, que tiene que resultar de las convulsiones morales de nuestro tiempo, es que nuevamente comencemos a vivir de Dios y anclados en Él » (Papa emérito Benedicto XVI, 11 de abril de 2019). A imitación de Cristo, pobre y obediente, totalmente consagrado a la gloria de su Padre y a la intercesión en favor de todos los hombres, los contemplativos afirman la primacía de Dios y de los bienes futuros ; en cierto modo, hacen visibles a los hombres las realidades invisibles para las cuales fueron creados. Mediante la oración y el sacrificio de sí mismos, hacen que desciendan sobre el mundo las gracias necesarias a toda persona para alcanzar la salvación eterna.
Espesas tinieblas
Dora sabe que el Carmelo es una montaña por escalar con el sudor de su frente, y anota : « Vine al Carmelo para sepultarme, para vivir escondida en Dios, olvidándome de todo y también de mí misma ». Durante los primeros días todo canta en su corazón, pero después, de repente, la oscuridad la envuelve : « Todo eran espesas tinieblas para mi alma » —escribirá. El Carmelo se le presenta como un desierto. No puede confiarse a la priora, que no la comprende y que incluso llega a decirle : « Su vocación ha sido un error ». Un velo se interpone también entre ella y las demás hermanas. « Cuando entré en el Carmelo —escribirá en un poema— percibí un velo muy espeso y experimenté el exilio ; al hallarme privada de afecto, ni siquiera encontré un rincón para mi corazón. Pasaba largas horas sin ser comprendida, sin otra defensa que la de callarme. Mi corazón ardiente lanzaba chispas, pero tuve que apagar ese amor ». No obstante, sor Elia de San Clemente (su nuevo nombre) aún hace ascender hacia el Señor su canto de amor, « en un dulce abandono ». Empieza entonces a brillar el sol : « Como para purificarme, el amor me invadió suavemente ; ese amor misericordioso me penetra, me purifica, me renueva, y siento que me consume. ¡ Quisiera poseer mil corazones para amar al Esposo y mil lenguas para cantar su belleza ! ».
Sor Elia profesa sus votos temporales el 4 de diciembre de 1921. En 1922 escribe : « Jesús sigue estando cerca de mí, me conoce bien y sabe que le amo incluso sin decírselo ; me sigue por dondequiera que voy, sin cansarme ; sigue pensando en mí, me ama… Tengo sed de Dios, de ese ser infinito que es el único capaz de satisfacer el alma inmortal. Siento en mí la brevedad de la vida y mis esperanzas se sitúan en Dios, que es la verdad inmutable y eterna ». Escribe lo siguiente a su madre : « Si bien todo pasa, Dios es lo único que le queda al alma que le ha sido fiel. Dejemos a los demás que se cansen de acumular bienes fugaces ; nosotros, ¡ busquemos lo eterno que no acaba nunca ! ».
En la primavera de 1923, la priora nombra a sor Elia maestra de bordados a máquina, pues el internado para jóvenes contiguo al convento posee un telar. Con gran gozo, sor Elia comparte con sus jóvenes alumnas su amor resplandeciente por Cristo, y su entusiasmo es la mejor respuesta. Pero las incomprensiones, causadas por desconfianzas, celos y envidias, se abren camino. La directora del internado, una monja de temperamento autoritario y severo, no ve con buenos ojos la actitud de sor Elia, llena de bondad y de amabilidad hacia las alumnas, por lo que, después de dos años, la reenvía al convento. Sor Elia pasa entonces una gran parte de sus jornadas en su celda, realizando labores de costura que le encargan. Con motivo de esa prueba, recibe un preciado consuelo por parte del padre Elías de San Ambrosio, procurador general de la Orden de los Carmelitas, que la conoció con motivo de una visita al convento de San José. Ella escribirá a su padre espiritual : « La prueba que el Señor ha tenido a bien enviarme durante mi estancia con las alumnas es uno de esos dolores que no hacen reír, pero reconozco que Dios ha visto siempre mi pequeñez y me ha sostenido en sus brazos ; en las horas más sombrías, cuando el doloroso exilio se manifestó en mi alma, saqué de Dios la fuerza para callarme siempre bajo el velo de una sonrisa… ».
Lejos de los aplausos
El 8 de diciembre de 1924 profesa el “voto arduo”, que le obliga a elegir en cada momento lo que considera más agradable a Dios. Escribe después el acta de ofrenda al Amor misericordioso compuesta por santa Teresita. Existe una gran afinidad entre sor Elia y la santa de Lisieux, pues el mensaje de la pequeña vía de sencillez y de amor, expresado en la Historia de un alma, había alimentado en ella el fuego de la vocación. Ambas quieren amar, ofrecerse como víctimas al amor, es decir, dejar que el amor divino produzca en ellas todos sus efectos y avanzar en una total confianza en Dios. « Haz, oh Dios mío —escribe sor Elia—, que el trabajo de mi alma se cumpla en la sombra, lejos de las miradas ; que se desarrolle en silencio, lejos de los aplausos ; que se encuentre en el olvido de mi pobre persona, siempre y cuando lo aceptes, oh Dios mío… He comprendido que no era necesario realizar grandes trabajos para conducir las almas a Dios ; de hecho, es la inmolación completa de mí misma, cumplida en silencio, lo que ha pedido el buen Jesús… En la soledad de mi corazón puedo salvar un número infinito de almas ».
El 11 de febrero de 1925, sor Elia profesa sus votos perpetuos. Hacia finales del año siguiente se le manifiesta un dolor de cabeza persistente y agudo al que denomina su querido “hermanito” : « Mi hermanito —escribe a su director— no me permite realizar largos discursos, y aún menos escuchar. Como sabe, todo desemboca en aislarme cada vez más de todo para conducirme a vivir únicamente en Dios. Nada turba la paz de mi alma… No, venerado padre, no siento haberme consagrado al Señor como víctima ». Ese dolor de cabeza es, en realidad, el principio de una encefalitis. Tras ser nombrada sacristana en 1927, sor Elia emplea los últimos meses de su vida en componer poesías para el Esposo presente en la Eucaristía. Agradar a su Amado la hace feliz, tal como escribe a los suyos, que se preocupan por ella. Breve y casi desapercibida, su última enfermedad es tratada como una simple gripe. La comunidad no comprende la gravedad de su estado hasta que sor Elia entra en coma. El sol brilla cuando la dulce tórtola, como ella misma se describía, se desprende de este mundo, a mediodía, el día de Navidad, 25 de diciembre de 1927.
A semejanza de Teresa de Lisieux, ella había afirmado : « Cuando la pequeña Elia se sumerja en el océano de la eternidad, empezará a cumplir su misión… Sí, siento que eso empezará más allá de la tumba : mi misión será velar por los noviciados y decir a esos jóvenes corazones que se entreguen sin reservas al servicio del Señor… que consuman sus jóvenes energías, desprendiéndose de ellas mismas para conquistar almas para Jesús. Buscaré almas para lanzarlas sobre el mar del Amor misericordioso, almas de pecadores, pero sobre todo de sacerdotes y de religiosos ».
En nuestro mundo secularizado, materialista y ateo, pidamos a la beata sor Elia que nos ayude a dar testimonio de lo esencial, de Dios, fin último de todo lo que existe.
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