22 de Agosto de 2012
Venerable María Potter
Muy estimados Amigos:
«Cristo no murió solo, pues le acompañaron otros dos. Al permanecer Nuestra Señora junto a su Hijo moribundo, también permaneció junto a los dos ladrones en su agonía. Hay que rezar por quienes mueren abandonados o aislados en la miseria o en el pecado». Esta reflexión de una religiosa inglesa, la venerable María Potter, está en el origen de la fundación de una congregación religiosa dedicada a asistir a los moribundos.
María Potter nació el 22 de noviembre de 1847 en Newington, al sur de Londres, siendo la última de cinco hijos. Su padre, que no ha aceptado la conversión de su esposa al catolicismo, abandona el hogar un año después de nacer María; su familia jamás volverá a verlo. La señora Potter, llamada afectuosamente “Reina Victoria” por los suyos, se encuentra sin recursos, pero puede proveerse de lo necesario gracias a la caridad de sus allegados. Muy pronto, la más pequeña se convierte en el ídolo de todos. Mucho tiempo después, María escribirá: «Lo que más pena me da de mi vida pasada es que me gustaba ser lo que era: un ídolo en mi casa y en el círculo de nuestras amistades, ya que me gustaba ser amada por mí misma y no por Dios. Desde la infancia, quería ser amada por los demás y dedicarme a ellos. Cuando me hice mayor, el amor de mis hermanos no me bastaba; quería tener a alguien que se dedicara por completo a mí ».
Una opinión categórica
A esa persona dedicada por completo la encuentra en Godfrey King, que se convierte en su novio hacia mediados de 1868. Godfrey es un hombre muy íntegro y anima a María a tomarse más en serio el cuidado de su alma. Sus admoniciones producen tal efecto que María siente una llamada de Dios hacia la vida religiosa. Con objeto de saber a qué atenerse, consulta a Monseñor Thomas Grant, obispo de Southwark, quien la exhorta sin ambages a romper su noviazgo: «Tanto si su vida transcurre en el mundo o en un convento, solamente debe tener un Esposo: Jesús ». El consejo es duro, pero María lo sigue.
El 8 de diciembre de aquel año, es admitida como postulanta por las Hermanas de la Merced de Brighton. Dichas religiosas, cuya fundación data de 1831, se dedican al servicio de los pobres. El 30 de julio de 1869, María toma los hábitos y recibe el nombre de sor María Ángela. Es una novicia ejemplar y todos la admiran. Sin embargo, su delicada salud enseguida se resiente en ese nuevo ambiente, por lo que debe regresar al mundo para recuperar fuerzas. A pesar del descontento de su madre, María no abandona por ello la idea de la vida religiosa, y continúa practicando, en la medida de lo posible, lo que ha aprendido en el convento, en particular la oración diaria. Le ayuda un piadoso sacerdote, Monseñor John Virtue. Lee el Tratado de la verdadera devoción a la Virgen María, de san Luis María Griñón de Monfort, que acaba de ser traducido al inglés y tendrá una influencia preponderante en su vida. El 8 de diciembre de 1872, María pronuncia su “consagración a Jesús por María” según la fórmula preconizada por san Luis María. Al constatar que falta un comentario del Tratado de la verdadera devoción en lengua inglesa, redacta el Path of Mary (El camino de María), cuyo contenido se resume en el siguiente pasaje: «Ama ese Corazón (de María), conságrate a Él… Que tus sufrimientos, tus acciones, tus palabras y todo tu ser renueven, en este mundo, la vida de María. Para ello debes estudiar a María, y, para estudiarla, debes entrar en su Corazón y observar su funcionamiento». Más tarde, María Potter elegirá como divisa de la obra que habrá fundado: «Uno en el Corazón de María ».
Durante su período de convalecencia, María queda afectada profundamente por el deseo de asistir a los enfermos y moribundos, y abriga un vivísimo deseo de consagrarse a la salvación eterna de aquellos. El 6 de noviembre de 1874, resuena en el fondo de su corazón la inspiración de fundar una obra que se dedicará principalmente a asistir a los moribundos.
La inspiración de María Potter es de gran importancia para las almas, pues la muerte es el momento único que delimita el paso a la eternidad: «La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin el único curso de nuestra vida terrena, ya no volveremos a otras vidas terrenas. Está establecido que los hombres mueran una sola vez (Hb 9, 27). No hay “reencarnación” después de la muerte… Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre» (Catecismo de la Iglesia Católica, CEC, n. 1013, 1022).
Estar preparado
La Iglesia nos anima a prepararnos para la muerte… a pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros «en la hora de nuestra muerte» (Avemaría), y a confiarnos a San José, patrono de la buena muerte. «En todos tus actos, en todos tus pensamientos, deberías comportarte como si hubieses de morir hoy» –recomienda el libro Imitación de Cristo. Si tuvieses buena conciencia no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy no estás preparado, ¿cómo lo estarás mañana?» (1, 23, 1).
La muerte es una consecuencia del pecado. Siguiendo la Sagrada Escritura, la Iglesia enseña que la muerte entró en el mundo a causa del pecado del hombre (Rm 5, 12; 6, 23). Dios lo destinaba a no morir. Sin embargo, la muerte es transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la muerte, propia de la condición humana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella, la asumió en un acto de entrega total y libre a la voluntad del Padre. La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición. Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia (Flp 1, 21). Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él (2 Tm 2, 11). El cristiano puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo.
La visión cristiana de la muerte queda expresada de forma privilegiada en la liturgia de la Iglesia: «Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo» (Misal Romano, Prefacio de difuntos). Los santos han presentado la muerte desde un aspecto positivo: «Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir» (Santa Teresa de Jesús). «Yo no muero, entro en la vida» (Santa Teresa del Niño Jesús) (Cf. CEC, n. 1005-1014).
En otro momento de gracia íntima, María Potter se entrega a una intensa devoción por la Preciosa Sangre de Jesús, instrumento de nuestra salvación eterna, así como por el Espíritu Santo. De ese modo, se articulan tres elementos en su espiritualidad: unirse a la Santísima Virgen para pedir que la Preciosa Sangre de Jesús se derrame sobre todos los moribundos mediante la gracia del Espíritu Santo. En febrero de 1875, escribe: «El Corazón de María, la Preciosa Sangre, el Espíritu Santo: con ellos, combatirás y vencerás».
Ante las congojas engendradas en las personas por el materialismo que se expande, María Potter estima que solamente la esperanza cristiana supone un profundo y verdadero apaciguamiento, y esa esperanza se apoya en la Cruz de Cristo, que revela el valor infinito de cada vida humana. Para María, las almas por las que más hay que compadecerse son aquellas que no tienen a nadie que las amen o que compartan su carga. Así pues, no debe perderse ocasión alguna de hacer el bien a un alma. Y escribirá: «El primer mandamiento de la ley es amar a Dios sobre todas las cosas; pero el segundo se le parece: amar al prójimo como a sí mismo. ¿Podrías decir que amas a tu prójimo como a ti mismo si lo vieras solo y sin cuidados y no lo asistieras?… Por todo el mundo, hay almas que están muriendo, pereciendo, cayendo en el abismo sin fondo de donde no se puede salir. Antes de que sea demasiado tarde, ¿acaso no alzarás un grito hacia el Cielo para pedir misericordia?… Arrodíllate, reza, suplica, atrae la misericordia de Dios».
Una situación insoportable
La llamada de Dios acucia a María: «Siento cierta res- ponsabilidad. Hay pecadores que están muriendo, almas que están hechas a imagen de la Santísima Trinidad que se pierden. Es como si me pertenecieran, y no puedo soportar que me las quiten. Me resultaría terrible e insoportable no poder acudir en su ayuda. Pero, con la ayuda de Dios, puedo hacerlo». Después de contar a Monseñor Virtue todos sus pensamientos, éste le ordena que renuncie por completo al proyecto que madura en su alma, so pena de pecado mortal. Varios meses de verdaderas congojas asaltan esa alma sensible, atrapada entre la certeza de haber recibido una inspiración divina y la obediencia a su padre espiritual. Al año siguiente, los superiores de Monseñor Virtue le envían a trabajar a otro lugar, y María conoce a un sacerdote marista, el padre Edward Selley, que acepta tomarla bajo su responsabilidad y ayudarla a fundar la obra. Ella desea obtener la bendición de su madre, pero no consigue convencerla de que esa sea la voluntad de Dios.
Un día de enero de 1877, marcha a Brighton con su cuñada Margarita para pasar el día. En el momento de regresar, se acuerda de repente del Evangelio del día, el de la pérdida y hallazgo de Jesús en el Templo, y se pone a rezar. Una gran paz la invade; decide entonces dirigirse a Londres en lugar de volver a Portsmouth con su madre. Cuando la señora Potter se entera de que su hija no regresa, se enfada de tal modo que, en adelante, le negará la palabra durante dieciocho meses. Desde Londres, María se dirige a Nottingham para encontrarse con el obispo, Monseñor Bagshawe, quien la acoge y permite la fundación del nuevo instituto en su diócesis, con el nombre de “Pequeña Compañía de María”. El 2 de julio siguiente, María y cinco de sus compañeras reciben el hábito de la nueva comunidad: una túnica negra y un velo azul; de ahí que se las conozca con el nombre de “Hermanas Azules” (“Blue Sisters”).
La madre María se gana las almas con su dulzura. Un domingo por la noche, cuando las hermanas asisten, al fondo de la capilla del pueblo, al oficio de Completas seguido de la bendición del Santísimo Sacramento, un hombre ebrio entra en el momento del sermón y se pone a hablar dando voces. El sacerdote pide al guarda de la capilla que lo expulse. La madre María interviene hablando al hombre con dulzura, pero el portero le dice: «Madre, voy a llevar a este hombre a su casa». Entonces, el borracho grita: «¡No me toque!»; luego, señalando a la madre, dice: «Iré con ella». Entonces, ésta le acompaña hasta su casa y regresa a tiempo para la bendición.
«Mi confianza no queda defraudada»
Sin embargo, muy pronto, la madre María es recolo- cada en la cruz. Aunque lleno de buena voluntad, Monseñor Bagshawe posee nociones muy incompletas acerca de la vida religiosa. Al cabo de tres semanas, considerando que la madre es demasiado exigente, la destituye y pone a otra hermana a la cabeza de la comunidad. La madre María confía: «Si esta obra hubiera sido un proyecto mío, probablemente habría dicho que no podía ceder su total dirección a otra. Pero como no creo que sea un proyecto mío, sino una obra de Dios todopoderoso –una obra que le resulta especialmente querida y, en consecuencia, marcada con el signo de la cruz– se la dejo a Dios, diciéndole que debe ocuparse de ella. Al mismo tiempo que siento tristeza al ver que las cosas no transcurren como habría esperado, mi confianza en Dios no queda defraudada… Aunque Él no quiera todo lo que ocurre, Dios lo permite; Él puede sacar el bien del mal, y lo hace».
Algunos meses después, el obispo concede a la madre María el cargo de maestra de novicias, precisando que no podrá ni recibir las confidencias de las novicias ni hacerles reproches; solamente está autorizada a explicarles el sentido de su vocación. Para la madre María, esas condiciones hacen imposible el cumplimiento de la tarea: «Me da la impresión –escribe– de que, para dominarse, hay que descender a los detalles, no ver las cosas de una manera vaga o tomar decisiones en general, sino más bien aplicarse con resolución a los casos particulares y aceptar que nos muestren dónde hemos fallado». Con espíritu de fe, no obstante, acepta esa prueba como un medio de unirse a la Pasión de Cristo. Sin embargo, después de unas semanas, la madre María explica que su situación es imposible, y el obispo la destituye de su función. En contrapartida, le permite que escriba sus reflexiones sobre el espíritu de la Compañía; dicho texto tendrá un precio inestimable para la posteridad. Además de esas cruces espirituales, la madre María padece graves problemas de salud. En 1878, un cáncer de mama la obliga a sufrir dos operaciones en seis meses.
La madre escribe: «Quizás sepan algo sobre las diversas cruces que han asaltado ya a esta pequeña sociedad de María. Pero debemos ver las cosas a la luz de lo que nuestro padre director ha dicho; me ha escrito hace unos meses para decir que se alegraba de ello, pues nunca había visto una obra de Dios que careciera de cruces. La voluntad de Dios todo lo suaviza, de suerte que, cuando Él quiere que trabajemos, debemos quererlo también; cuando Él quiere que suframos, cuando nos llama para hablarnos, debemos responder con alegría: “¡Señor, aquí estamos!”». Sin embargo, a principios de 1879, el estado de la comunidad, debido sobre todo a la falta de espíritu religioso de las superioras, mueve a Monseñor Bagshawe a presidir una nueva elección. Los votos recaen en la madre María.
Amor materno
María Potter ha encomendado a los miembros de su instituto la misión de cuidar a Cristo en todos sus miembros, sobre todo a los moribundos y a los más pobres; quiere que imiten el «amor materno de Jesús y de María ». «El amor de Dios es un amor materno» –afirma la fundadora. Si bien cada ser humano es reflejo en parte de los atributos de Dios, las mujeres poseen el don particular de manifestar su amor materno –opina la madre. Por eso desea que sus hermanas sean verdaderamente madres, en el sentido espiritual. Su modelo es la maternidad de María : María es «una de las nuestras» –afirma. Desea que Nuestra Señora sea proclamada Madre de la Iglesia. En una carta dirigida al beato Papa Pío IX, del 18 de julio de 1876, pone en labios de María las siguientes palabras: «Hija mía, Dios todopoderoso no puede darme, después de la posesión de Él mismo, nada más deseable ni más precioso que almas. Y eso, Jesús lo sabía; por eso, en el momento de su muerte, al querer dejarme una muestra de su amor, confió a la Iglesia en la persona de san Juan a mi protección materna… Así pues, ven a mí, y tráeme a la Iglesia entera, a la que he llevado en mi seno desde el tiempo en que llevé a su Autor, Jesús. Que el santo Vicario de mi Hijo proclame desde su cruz que soy la Madre de esa Iglesia. Que se una a su Maestro diciendo a las naciones de la tierra “He aquí a tu Madre”, y que consagre la Iglesia que se le ha confiado a mi corazón materno, y yo mostraré que soy su Madre». Ese deseo se realizará un siglo más tarde. El 21 de noviembre de 1964, cuando el Papa Pablo VI proclame a Nuestra Señora «Madre de la Iglesia», con motivo de la clausura de la tercera sesión del Concilio Vaticano II.
La Virgen María «cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra Madre en el orden de la gracia… La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen… dimana de la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder (Vaticano II, Lumen gentium, 60-62).
En octubre de 1882, la madre María se dirige a Roma con algunas hermanas para solicitar del Papa León XIII la aprobación de su instituto. Reciben con gran alegría la invitación para asistir a la Misa del Papa, y después a una audiencia privada en el transcurso de la cual el Santo Padre las invita a quedarse en Roma para fundar una casa. La fundadora acepta el ofrecimiento y emprende muy pronto la construcción de un hospital próximo a Letrán, que terminará de construirse en 1908. Se elaboran entonces las constituciones de la Pequeña Compañía, que son aprobadas por la Santa Sede el 31 de mayo de 1886. «No es obra mía –reconoce humildemente la madre–, sino de Dios. Quien considere esta obra como mía la empequeñece».
A partir de 1885, las fundaciones se multiplican, primero en Australia, por invitación del arzobispo de Sydney, y luego en Italia e Irlanda. Si bien el trabajo fundamental de la Pequeña Compañía consiste en estar junto a quienes terminan su vida en la tierra, la fundadora no excluye a priori ningún apostolado. Entre sus otras obras hay que contar con el cuidado de los recién nacidos. La madre María desea que, para imitar a la Santísima Virgen María en el misterio de la Visitación a su prima Isabel, los miembros de su instituto echen una mano en socorrer a las madres pobres a fin de ayudarles en el momento del parto y durante las semanas siguientes. Pero ayudar a las jóvenes madres supone una novedad con respecto a las actividades tradicionales de las religiosas; el cardenal Manning, arzobispo de West–minster, considera necesario prohibirlo por no ser conveniente para mujeres consagradas. No obstante, la Santa Sede, a la que apela la madre, acuerda en 1886 un permiso en principio ilimitado, y luego ampliado en 1905, para dedicarse a dicho servicio.
«Ha amado a Dios»
En la primavera de 1913, se extiende por Roma que “la santa madre” se encuentra gravemente enferma. Son numerosos los que la visitan en la cabecera de la cama. El 4 de abril de 1913, el cardenal Merry del Val, secretario de Estado, envía a la madre María una bendición especial del Papa san Pío X. Había afirmado a menudo que el día en que no pudiera comulgar sería el último. El 9 de abril, durante la celebración de la Santa Misa en su habitación, en el momento de la consagración, extiende los brazos pronunciando repetidas veces el santo Nombre de Jesús. Tras perder la consciencia, entrega apaciblemente su alma a Dios cuando termina la Misa. Al enterarse de su muerte, un sacerdote que la ha conocido bien afirma: «La madre no ha hecho más que una cosa en la vida: ha amado a Dios».
En el momento de la muerte de la fundadora, la Pequeña Compañía contaba con dieciséis casas repartidas en Europa, América del Norte, Australia y África. Todavía en la actualidad, y en los cinco continentes, las hermanas continúan sirviendo a los moribundos y a todos los que sufren. En 1988, el Beato Juan Pablo II declaró venerable a María Potter. Primeramente inhumada en Roma, sus restos mortales fueron trasladados en 1997 a la catedral de Nottingham.
Con motivo de una reflexión sobre el desarrollo de su instituto, la madre María Potter escribía: «¡Qué bueno ha sido Dios con nosotras! ¡Si pudiéramos darle las gracias! Solamente los siglos eternos podrán permitirnos dar las gracias a nuestro Dios. Cuando miramos atrás y vemos la vida que nos ha hecho llevar, ¿qué motivos de gratitud encontramos? El hecho de que hayamos recibido la gracia de caminar, con Jesús, por el camino de la cruz, de que hayamos sufrido un poco y de que hayamos sido despreciadas, humilladas. Por esas gracias, tenemos una deuda hacia Nuestro Señor, pues no habríamos podido por nosotras mismas. No, en la hora de nuestra muerte, nuestra gloria no se hallará en los conventos o en los hospitales que hemos construido, sino que diremos con el Apóstol: En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme sino en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo (Ga 6, 14)».
Pidamos a la venerable María Potter que nos conceda la gracia de seguir a Jesús hasta el Calvario a fin de alcanzar el Cielo. Que nos anime a acompañar a los moribundos y nos inspire palabras y actitudes que les ayuden a pasar apaciblemente a Dios.
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