24 de Septiembre de 2012

Venerable Juan-José (Jean-Joseph) Lataste, op

Muy estimados Amigos:

Un dominico de treinta y dos años, sacerdote desde hace 18 meses, entra por primera vez, el 15 de septiembre de 1864, en una “casa cen- tral”, una cárcel. Se llama Juan José Lataste. La cárcel está situada en el antiguo castillo ducal de Cadillac-sur-Garonne, cerca de Burdeos (Francia) la pequeña población vitícola de su infancia; allí se encuentran recluidas cerca de cuatrocientas mujeres, repartidas en tres categorías, según la naturaleza y duración de la pena. Enviado por el prior del convento de Burdeos, el padre Lataste viene a predicar a esas mujeres durante un retiro de cuatro días: será una experiencia decisiva para la orientación de su vida.

Venerable Juan-José (Jean-Joseph) Lataste, opAlcides Vital Lataste nace en Cadillac el 5 de septiembre de 1832, siendo bautizado al día siguiente. Le han precedido seis hermanos y hermanas. Su padre, Vital, propietario de algunas viñas, se dedica también al comercio de tejidos, lo que le procura cierto bienestar. Pasa por ser algo original y se proclama con gusto librepensador; no es practicante, pero no se opone al fervor de su esposa, a quien da manga ancha para educar cristianamente a sus hijos. Durante toda su vida, Alcides se preocupará por la salvación de su padre.

Muy pronto, el pequeño cae gravemente enfermo; es entregado a una nodriza, con quien permanece tres años. Cuando los padres lo recuperan, se produce una nueva aflicción, acrecentada por el ingreso en el convento de las Hermanas de la Sabiduría, de su hermana preferida y madrina.

Una etapa de desánimo

Al final de los estudios primarios, sus padres le matri- culan, en septiembre de 1841, en el seminario menor de Burdeos. La atracción que alberga por el sacerdocio es contrarrestada por un sentimiento muy acusado de su propia indignidad: «No me atrevía a manifestarlo, de tan grande que me parecía la misión del sacerdote y de tan indigno que me sentía». Después de algunos años, le envían al colegio de Pons «con el fin de poner a prueba su vocación». El adolescente entra entonces en una etapa convulsa. Al final del tercer curso, el superior escribe a sus padres «que no cree que el muchacho sea llamado al estado eclesiástico». Desanimado, al año siguiente, Alcides se deja llevar por los compañeros menos serios… «Me olvidé poco a poco de Dios, y disminuyó mi amor por la Virgen… Creí más fácilmente que no tenía vocación, porque deseaba menos tenerla». Se enfrenta entonces con el demonio de la impureza, prueba frecuente a esa edad. Pero Alcides encuentra un apoyo firme, además de siempre agradable, en la tenacidad apostólica de su hermana religiosa. Se refugia entonces en la oración. A partir de los veinte años de edad, su correspondencia ya no mostrará huella de esos combates. En 1850, obtiene el bachillerato de letras. Después de un “año sabático” en la casa paterna, ingresa en la administración. Primero en prácticas y luego como funcionario, trabajará en recaudación de impuestos entre 1851 y 1857. En Burdeos, entabla amistad con un joven colega, Léon Leyer, ferviente católico que influye profundamente en él.

Léon Leyer introduce a Alcides en la conferencia de San Vicente de Paúl de la parroquia de San Andrés. Desde el principio, el recién llegado se toma muy en serio visitar a los pobres. No se contenta con llevar a los menesterosos un “bono de pan” o ropa de abrigo, sino que prolonga su visita en aras de la familiaridad que se instaura, transmitiendo un mensaje cristiano. Por añadidura, dedica mucho tiempo a catecismos y a clases nocturnas impartidas a los soldados. Con motivo del paso por Burdeos del padre Hermann Cohen, pianista célebre convertido en religioso de la Orden del Carmen, Alcides extiende su fervor hacia la adoración nocturna del Santísimo. Después de algunos meses, le trasladan de Burdeos a Privas, y luego a Pau y a Nérac. El hilo que da unidad a su vida es su infatigable consagración a las conferencias de San Vicente de Paúl, que constituyen en su opinión un terreno favorable para la eclosión de una verdadera amistad, para una especie de vida en familia extendida a las personas de cualquier origen social. En Nérac, instaura un “fogón económico”, especie de caldera popular que, en el transcurso de un año, habrá distribuido más de 46.000 comidas calientes a los indigentes.

Alcides había llegado a Privas en marzo de 1853, precedido de una reputación halagadora entre los cofrades de la Conferencia local. De repente, una joven de dieciséis años, de familia noble aunque sin fortuna, le dedica admiración y amor. Alcides interpreta ese sentimiento recíproco que nace en él como una señal de la voluntad de Dios. Sin embargo, aún no ha alcanzado la mayoría de edad. Vital Lataste, contrario al proyecto de matrimonio de su hijo, consigue de la administración que sea trasladado a una ciudad más próxima a Burdeos, que será Pau. Alcides nunca volverá a ver a Cecilia de Saint-Germain. Escribe lo siguiente a su hermano Emilio: «Cuando el deber te llama, considero esa voz como la de Dios y obedezco… Por eso me conformé, sin rechistar, a todo lo que nuestro padre quiso».

Doble prueba

Transcurren dos años en Pau. En octubre de 1855, Alcides recibe una terrible noticia: su hermana religiosa, en quien confiaba plenamente, acaba de ser llamada por Dios. Había ofrecido sus sufrimientos y su vida por la vocación de su hermano. Ese golpe supone para él un completo cambio: «Quince días después de la muerte de mi hermana religiosa, estaba decidido a entrar en religión». Se entera entonces de que Cecilia ha sucumbido a la fiebre tifoidea, lo que le afecta profundamente: «Mi corazón quedó desnudo como un santuario devastado». En aquel momento, tres dominicos llegan a Pau para dar un retiro espiritual. Una alocución relativa al triunfo de la vida sobre la muerte lo reafirma en su decisión de entregarse a Dios, pero duda entre la vida religiosa y el celibato en el mundo, al servicio de los pobres. Le sigue reteniendo el sentimiento de su indignidad…

El encuentro mientras viaja en tren con el padre Edmond, restaurador de los Premonstratenses en Francia, estimula a Alcides. Se dirige al padre Lacordaire, que acaba de reestablecer la Orden de los Hermanos Predicadores, quien le recomienda su Vida de santo Domingo. En marzo de 1857, con motivo de un retiro en el convento de los Carmelitas de Agen, comprende que la manera de dirigir hacia Dios su capacidad de amar está en la vida religiosa. Ante la objeción «¿Y tu libertad? ¿Acaso quieres renunciar a ella para siempre?», él responde en su interior: «¿Qué buscas y qué quieres? ¡La salvación!, la certeza de amar y de ser amado un día con un amor sin fin». El 4 de noviembre de 1857, Alcides se presenta en el noviciado de los Dominicos, en Flavigny-sur-Ozerain, población medieval cuyo origen se remonta a un monasterio benedictino fundado en el año 710 y que perdurará hasta la Revolución en 1790.

El noviciado, instalado en esa localidad por el padre Lacordaire, cuenta con más de treinta miembros. Alcides está lleno de gozo por el ambiente de oración ferviente y de caridad mutua, y se muestra amable, alegre y generoso. El 13 de noviembre, recibe el hábito de la Orden con el nombre de hermano Juan José, y renueva su acto de entrega a María. El maestro de novicios queda impresionado por su firmeza de alma, así como por su asiduidad ante el Santísimo. Alcides se aplica a lo esencial: llegar a ser santo. Solamente le aterra una observancia: las penitencias de la regla. «Si queréis que sufra –le dice a Dios–, enviadme sufrimientos… pero no contéis conmigo para que yo me haga sufrir». Muy pronto, el novicio se pinza un dedo mientras coloca unos muebles, por lo que le sale un uñero en el índice; la afección degenera hasta el punto de que se considera la posibilidad de amputarlo. En aquella época, eso significaba la imposibilidad de acceder al sacerdocio. Alcides acepta esa eventualidad, pero el uñero se cura. Algo más tarde se le declara una osteomielitis de la cadera que le provoca intensos dolores, con la posibilidad de quedarse cojo y frágil. Los superiores cuestionan la profesión del joven novicio, pero él no se inmuta; obligado a llevar una vida algo solitaria, se entrega a la oración. Sin embargo, le gusta y procura llevar una vida en común. No obstante, en 1863 está totalmente curado. Enviado al convento de Toulouse para beneficiarse del calor del sur, el hermano Juan José es admitido en la profesión el 10 de mayo de 1859, o sea seis meses después de la fecha normal.

«¡No desespere!»

Durante los días siguientes al acto de su profesión, el hermano Lataste saborea una paz que nunca había sentido, en la certeza de amar y de ser amado por Aquel que es Amor. A partir del día siguiente, emprende el camino del convento de estudios de Chalais, cerca de Grenoble, donde se hallan reunidos diecisiete hermanos estudiantes. En julio, todos se trasladan al antiguo convento de San Maximiliano, en el departamento de Var, que el padre Lacordaire acaba de recuperar para la Orden. La formación que reciben centra sus vidas interiores en el conocimiento y el amor de Jesucristo. El encuentro con santa María Magdalena, cuyas reliquias están en el convento, es determinante para el hermano Lataste. «¿Qué lugar cree que ocupa Magdalena en el Cielo? –pregunta. En mi opinión, no me sorprendería contemplar un día a la pecadora arrepentida inmediatamente después de la Virgen Inmaculada». El 10 de mayo de 1862, profesa solemnemente; el 8 de febrero de 1863, es ordenado sacerdote en Marsella. Su primera predicación pública, el Viernes Santo siguiente, pone de manifiesto su preocupación por las almas: «Todos vuestros crímenes, por muy grandes que sean, jamás alcanzarán las proporciones de su amor infinito y de su infinita misericordia. Por favor, hermanos, hayáis hecho lo que hayáis hecho, hagáis lo que hagáis, no desesperéis nunca de la misericordia de Dios; por eso mismo, no os expongáis a la desesperación mediante una resistencia pertinaz ante su gracia que en este mismo momento os requiere».

El padre Lataste es destinado al convento de Burdeos. Al pasar por Lourdes, se entrevista con Bernarda Soubirous y queda convencido de la realidad de las apariciones. En cuanto llega a Burdeos se le encargan varios ministerios, y al cabo de un año más o menos es enviado a predicar a la cárcel de mujeres de Cadillac. Durante el siglo xix, se insiste en los efectos terapéuticos que se esperan de la detención, por temor a la reincidencia. La administración acude a las órdenes religiosas para moralizar y reinsertar a los reclusos. El 1 de mayo de 1835, doce Hijas de la Sabiduría habían llegado a Cadillac para garantizar, bajo la autoridad del alcaide, el cuidado de las enfermas y la vigilancia interna de la cárcel. Se impone el silencio absoluto a todas las reclusas, pues se pretende ante todo prevenir la enseñanza mutua del mal. ¿De qué tipo de crímenes se trata sobre todo? Los documentos indican que de infanticidio y robo.

El tono de un hermano

Al franquear la puerta de la cárcel, el padre Lataste se pregunta qué bien puede aportar a las llamadas con frecuencia “hijas perdidas”. Sin embargo, actúa a contracorriente de ese sentimiento: «Queridas hermanas…» –dice al empezar. El tono es el de un hermano que acude a ayudarlas a reflexionar sobre la raíz de sus pecados, a fin de llevarlas a la conversión. Eso ocupa tres sermones, uno de ellos sobre el infierno. El tercer día presenta el paralelismo entre Judas y el buen ladrón, que no dudó de la Misericordia, y luego presenta una meditación sobre María Magdalena. Con ello, los rostros abatidos se han corregido y serenado. El último día incluye un sermón sobre la Eucaristía y otro sobre el Cielo. Durante sus largas sesiones en el confesionario, el padre contempla en las almas la obra de la Misericordia. Descubre, maravillado, la profundidad de vida cristiana y la verdad del perdón de que son capaces esas mujeres. El Santísimo expuesto en la capilla, la última tarde, es objeto de la adoración y del amor de todas. Esa experiencia inspira al padre la idea de fundar una obra cuyo objetivo sea la rehabilitación de las reclusas. La prueba que primero soportan por la fuerza puede convertirse, con la ayuda de la gracia, en ofrenda por voluntad propia.

En septiembre de 1865, el padre Lataste regresa a Cadillac para realizar un segundo retiro, que las propias reclusas habían solicitado. Solamente da una alocución al día, para proveer de tiempo a las confesiones y a la dirección espiritual. El plan es sencillo: la muerte, el juicio, el Cielo, la Eucaristía. Es un plan austero pero realista, pues las reclusas ven pasar ante ellas, como media, un ataúd cada nueve días; hay que aportar una mirada de fe sobre esa realidad. El padre predica una esperanza que va más allá de las expectativas terrenales: la belleza de la herencia celestial que le espera ayudará al cristiano a obrar su conversión y a aceptar penas y humillaciones. La última tarde, esas mujeres adoran al Santísimo expuesto, unas hasta medianoche y otras desde medianoche hasta el alba, en un perfecto silencio. Al salir del confesionario, emocionado por ese espectáculo, el padre redacta su último sermón a partir de las ardientes palabras de santa Catalina de Siena: «¡He visto los secretos de Dios, he visto maravillas!». El contraste entre la calidad de vida moral que constata en la cárcel y el desprecio que esas mujeres encontrarán cuando salgan le resulta intolerable; por ello se pregunta: «¿Qué será de ellas?».

A partir de finales de ese mes, el padre Lataste es nombrado maestro de los estudiantes dominicos, en Flavigny. Pasará allí un año, desde octubre de 1865 hasta octubre de 1866. Queriendo presentar al gran público la obra que se siente llamado a fundar, redacta un folleto titulado “Las Rehabilitadas”, donde muestra que la verdadera rehabilitación deriva del perdón que Dios ofrece.

La justicia humana se limita a castigar a los culpables; «la justicia divina –dice Benedicto XVI– busca el bien y lo crea, a través del perdón que transforma al pecador, lo convierte y lo salva. Si los malhechores aceptan el perdón de Dios y confiesan su falta dejándose salvar, ya no seguirán haciendo el mal, llegarán a ser justos, y ya no será necesario castigarlos» (18 de mayo de 2011).

Un drama desconocido

El folleto del padre Lataste aparece en mayo de 1866. Lo esencial se basa en esta idea: acoger en la vida religiosa a mujeres que salgan de la cárcel, dispuestas a dejar el mundo para entregarse a Dios, que las ha salvado. Así pues, el padre proyecta fundar una congregación donde religiosas contemplativas consientan recibirlas entre ellas, después de un período de prueba. El autor entrevé que dicha congregación solamente acogerá a un pequeño número de esas mujeres. Sin embargo, al enviar el folleto a los diputados y a los periodistas, quiere alertar a sus conciudadanos sobre el drama que viven las reclusas al salir de la cárcel, así como sobre la responsabilidad de la sociedad hacia ellas. El padre denomina también a la fundación de otra manera: “Casa de Betania”, que se convertirá más tarde en “Congregación de las Hermanas Dominicas de Betania”. Betania era el pueblo de Judea donde vivían los tres amigos de Jesús: Lázaro, Marta y María, la pecadora transformada en alma contemplativa (el padre Lataste, siguiendo la tradición latina ilustrada por san Agustín y san Gregorio Magno, identifica a María Magdalena con María de Betania). A Jesús le gustaba acudir a descansar a su casa.

En medio de los ánimos manifestados por los superiores dominicos hacia el proyecto del padre Lataste, estos precisan que la fundación no entraña ninguna responsabilidad por parte de la Orden. El padre halla la piedra angular de su obra en la madre Enriqueta Dominica Berthier. Dicha religiosa de la Presentación de Tours mostraba una inclinación por el apostolado de las mujeres reclusas; en mayo de 1866, consigue realizar un retiro espiritual bajo la dirección del padre Lataste, aceptando después llevar el peso de la fundación. Es el principio de una confianza total de la religiosa hacia el padre, diez años más joven que ella, y de una colaboración de dos años y medio en profunda comunión. El 14 de agosto, la madre Enriqueta Dominica y sor Margarita María, religiosa más joven procedente también de Tours, toman posesión de una casa en Frasnes-le-Château, cerca de Besançon.

No obstante, en la sociedad francesa del siglo xix, la nueva fundación reviste un carácter sorprendente, incluso escandaloso. Las reacciones hostiles proceden especialmente de las comunidades de la Tercera Orden Regular Dominica, en la cual el padre Lataste tenía el propósito de insertar Betania. Esas religiosas, dedicadas en la mayoría de las ocasiones a la enseñanza y a la educación de las jóvenes, se espantan ante la perspectiva de ser asimiladas por la opinión pública a unas “arrepentidas”. El capítulo provincial de la Orden informa al padre que falla el principio mismo de su fundación. Pero el fundador no se desanima, de manera que esa contradicción le parece la señal de la bendición divina concedida a través de la cruz. Finalmente, las dificultades desaparecen y la fundación prosigue su curso.

Para el padre, la fundación de Betania no supone una evasión, pues sigue siendo un dominico. Para permanecer fiel a la vida en comunidad, no desea instalarse en Frasnes. En las alocuciones que sus superiores le piden que haga, no cultiva el arte de la oratoria, sino que conmueve a los corazones mediante la convicción, pero sin olvidar la discreción, el humor y la generosidad.

Pronto se le concederá

Las diversas enfermedades del padre han castigado su salud. Consciente de su fragilidad, dirige al Papa una carta sorprendente en la que declara ofrecer la vida para que san José sea declarado patrono de la Iglesia universal y que su nombre sea incluido en el Canon de la Misa; en contrapartida, pide a ese gran santo que vele por la obra de las Rehabilitadas. Al principio de la lectura, Pío IX exclama: «¡Ah! ¡Ah! ¡Vaya con el buen religioso! ¡Pronto se le concederá!». Y, tras continuar la lectura, añade: «¡Esto es muy difícil!». Se trataba de la inclusión en el Canon de la Misa, cuya realización no se produciría hasta alrededor de cien años más tarde, en tiempos del beato Juan XXIII.

A finales de julio de 1868, en Frasnes, presa de una gran fatiga, el padre permanece en reposo casi absoluto. En Navidad, consigue celebrar la Misa de Medianoche, pero previene a la madre Enriqueta Dominica de que será la última. Durante el día, tiene el consuelo de entregar el hábito de hermana a una convertida de Cadillac. En sus entrevistas, el padre invita a sus hijas a confiar en Dios, desvelando un aspecto de su profunda vida interior con estas palabras: «Se produce en mí una adoración perpetua de Dios mediante un simple acto de mi alma, siempre el mismo y siempre nuevo, sin comienzo, sin intermedio y sin fin; es como un reflejo, como un fulgor de eternidad». Da las gracias a la Orden Dominica por los años en que ha disfrutado del regalo de llevar el hábito y de recibir tantas cosas buenas, y perdona a los hermanos que no han aprobado e incluso combatido su fundación. Ante la cercanía de la muerte, recomienda a sus hijas a Dios, inspirándose de la oración sacerdotal de Cristo (cf. Jn 17); manifestando que ofrece su vida por Betania, confía a san José la fragilidad de su obra. El 10 de marzo, en medio de una gran paz, entrega su alma a Dios.

Las Dominicas de Betania, religiosas contemplativas que acogen en su seno a mujeres procedentes de diferentes derroteros, cuentan en la actualidad con cuatro casas: dos en Francia, una en Suiza y otra cerca de Turín (Italia). Visitan las cárceles cercanas a sus conventos. El fundamento de su vida comunitaria es la contemplación de la divina Misericordia, centrada en la adoración del Santísimo, según el deseo del padre Lataste, cuya beatificación está próxima, pues se han reunido sucesivamente todos los elementos necesarios a ese acto solemne.

Siguiendo la invitación del padre Lataste, tomemos del Corazón eucarístico de Jesús el Amor divino que necesitamos para olvidarnos de nosotros mismos a favor de aquellos y aquellas que yacen, despojados, al borde del camino (cf. Lc 10, 30).

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