28 de Enero de 1998
Santa Faustina Kowalska
Muy estimados Amigos:
«La mentalidad contemporánea parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia, constata el Papa Juan Pablo II. La palabra y el concepto de misericordia parecen producir una cierta desazón en el hombre, quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, como nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado la tierra mucho más que en el pasado… La situación del mundo contemporáneo pone de manifiesto no sólo transformaciones tales que hacen esperar en un futuro mejor del hombre sobre la tierra, sino que revela también múltiples amenazas, que sobrepasan con mucho las hasta ahora conocidas» (Encíclica Dives in misericordia, DM, 30 de noviembre de 1980, 2).
Con motivo de la ceremonia de beatificación de sor Faustina Kowalska, el 18 de abril de 1993, el Papa dijo también: «El balance de este siglo que se acaba presenta, más allá de las conquistas conseguidas, que han superado a las de épocas anteriores, una inquietud y un miedo profundos respecto al futuro. En consecuencia, si no es en la misericordia divina, ¿dónde puede el mundo encontrar el camino y la luz de la esperanza?».
Una ojeada en la vida y en el mensaje de sor Faustina nos permitirá comprender mejor la infinita riqueza de la misericordia divina.
Una educación austera
El 25 de agosto de 1905, en Glogow (Polonia), nace una niña en el hogar del matrimonio Kowalski; es la tercera de una familia que contará con diez hermanos. Al día siguiente, recibe en el santo bautismo el nombre de Elena. Su padre se gana el sustento de cada día con dificultades, a pesar de cultivar pobres tierras durante sus jornadas y de ejercer el oficio de carpintero durante parte de las noches. En aquella familia patriarcal, los padres predican más con el ejemplo que con las palabras, y los niños son educados con afecto, aunque también con energía e incluso con dureza.
Elena posee un temperamento alegre y comunicativo. A pesar de destacar como muy buena alumna, solamente permanecerá dos años en la escuela, pues las tareas domésticas y los trabajos del campo la hacen necesaria en la casa. Toma la primera comunión a los 9 años, haciéndose más recogida y buscando momentos de silencio y de soledad. A los 14 años la mandan a trabajar a una granja cercana, lo que reportará algo de dinero a la familia y ella podrá hacerse un vestido de domingo para ir a Misa. Tras un año de servicio abnegado, amable y concienzudo, Elena le dice a su madre: «Mamá, tengo que ser religiosa; tengo que entrar en un convento».
La respuesta es un «no» categórico. Los Kowalski, escasos de dinero y cubiertos de deudas, no pueden asumir los gastos del ajuar, es decir, pagar los hábitos de religiosa, condición necesaria para que las postulantes sean admitidas en el convento. Así que Elena debe tener paciencia y volver al servicio, esta vez más lejos, en la ciudad de Lodz.
Entre los incansables bailarines…
Así transcurren dos años y Elena cuenta ahora con 18. Suplica de nuevo a sus padres que le permitan por fin desarrollar su vocación, pero se produce el mismo y categórico rechazo. Decepcionada, la joven se deja llevar por cierta tibieza e intenta apagar la llamada de Dios con las diversiones. Un domingo por la tarde asiste a un baile, junto con su hermana. Ella baila, pero su corazón experimenta un extraño malestar. De repente, ve a Jesús cerca de ella: está ahí, completamente ensangrentado, cubierto de llagas, con el rostro torturado por el dolor y la mirada implorante y desgarrada. Jesús le dice: «¿Cuánto tiempo tendré que soportarte? ¿Hasta cuándo vas a decepcionarme?». Estupefacta y trastornada, Elena deja enseguida de bailar. Ya no oye ningún otro sonido; ya no ve nada de la sala de baile ni de los bailarines que dan vueltas sin parar, incansables. Consigue zafarse y corre hasta la catedral de San Estanislao Kostka.
La iglesia se encuentra casi desierta. Tumbada y con la cara contra el suelo, se prosterna ante la Sagrada Hostia expuesta en su brillante custodia; con todo su corazón, estremeciéndose en la espera y con humilde sumisión, le pregunta a Jesús: «¿Qué debo hacer?… – Sal inmediatamente para Varsovia; allí entrarás en un convento». Elena se incorpora con el corazón lleno de alegría, se lo explica todo a su hermana, le pide que se despida por ella de sus padres y, sin equipaje alguno, toma el primer tren para Varsovia. Provisionalmente, encuentra un puesto de sirvienta para todo en una familia católica. Pero ninguna puerta de convento se abre para ella: nadie quiere a esa campesina sin educación ni dote. Sin embargo, ella persevera en la búsqueda, y consigue finalmente hablar con la madre superiora de las Hermanas de Nuestra Señora de la Misericordia.
Pregúntale al amo de la casa
No sabiendo qué responderle, la madre superiora le dice: «Ve a preguntarle al Amo de la casa si quiere admitirte». Llena de alegría, Elena se dirige a la capilla y, arrodillada ante el sagrario, pregunta: «Amo de la casa, ¿quieres admitirme?». Al instante, oye una voz que le dice: «Quedas admitida; estás en mi Corazón». Regresa, pues, donde la superiora, quien le pregunta: «Y bien, ¿te ha admitido Nuestro Señor? – Sí. – Pues si Él te ha admitido, yo también lo hago». Elena (cuyo nombre religioso será en adelante sor Faustina) empieza de ese modo una vida consagrada de lleno al servicio de Cristo misericordioso y de su Santa Madre.
Aunque en un principio se encontraba feliz, la postulante queda pronto defraudada: al ser admitida como hermana conversa, se siente desbordada por los trabajos de limpieza, de mantenimiento, etc., quedándole muy poco tiempo para la oración, para la meditación y para estar a solas con Jesús, su Salvador. Decidida casi a abandonar la congregación para buscar otra más contemplativa, le suplica al divino Maestro que la ilumine y, de repente, encontrándose en su celda, se le aparece la ensangrentada Faz de Nuestro Señor: «Aquí te he llamado y aquí te preparo grandes favores».
Abandonada por completo a la voluntad de Dios, sor Faustina se convertirá en una verdadera contemplativa, y ello en diferentes casas de la congregación y en medio de continuos trabajos, a los que se dedica con talento y dedicación: la cocina, el huerto, la portería…
El 22 de febrero de 1931, se le aparece de nuevo Nuestro Señor. Esta vez se presenta con un largo hábito blanco, una mano levantada en un gesto de absolución y la otra posada sobre su divino Corazón, de donde brotan hacia el suelo dos raudales de luz, uno rojo y el otro blanco, cuyos haces se alargan hasta cubrir el mundo entero. Y Jesús le dice a sor Faustina: «Pinta una imagen parecida a lo que estás viendo y escribe debajo lo siguiente: «Jesús, en ti confío». Es mi deseo que esta imagen sea venerada en el mundo entero. A los que la veneren les prometo que saldrán victoriosos contra las fuerzas del pecado, sobre todo en la hora de la muerte. Yo mismo les defenderé como gloria mía».
«¿Qué significan esos dos haces de resplandor, uno rojo y otro blanco?, pregunta sor Faustina. – Esos rayos significan el agua y la sangre. El agua que purifica las almas y la sangre que es la vida del alma. Están brotando de mi Corazón abierto en la Cruz». En efecto, San Juan da testimonio de ello: uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua (Jn 19, 34). El agua representa el Bautismo y el sacramento de la Penitencia; la sangre, la Eucaristía.
Pero sor Faustina se siente incapaz de dibujar o de pintar, así que, siguiendo sus indicaciones, un artista realizará el santo icono de Jesús misericordioso. Pero cuántos conflictos, contradicciones, burlas y fracasos tuvo que sufrir hasta que en 1935, tímidamente, el cuadro fuera expuesto en el famoso santuario de Nuestra Señora de Ostra Brama, en Wilno, gracias a los esfuerzos de su confesor, el abad Sopocko. El icono llama enseguida la atención, y las extraordinarias gracias de conversión se multiplican. Tras la muerte de sor Faustina, será reproducido en el mundo entero.
¿ Para quién la misericordia ?
¿Qué es la misericordia? Ser misericordioso significa tener el corazón afectado de tristeza al ver la miseria de los demás como si se tratara de la propia. El efecto de la misericordia es esforzarse por alejar lo más posible esa miseria del prójimo. La misericordia divina es el amor de Dios para los hombres que son presa del sufrimiento, de la injusticia, de la pobreza y del pecado, y muestra a Dios particularmente cercano al hombre. Mediante su estilo de vida, Jesucristo reveló cómo el amor de Dios está presente en el mundo en que vivimos. Ese amor solícito es capaz de inclinarse sobre cada niño pródigo, sobre cada miseria moral (cada pecado). «La misericordia es como el segundo nombre del amor y a la vez el modo específico de su revelación y actuación respecto a la realidad del mal presente en el mundo que afecta al hombre y lo asedia, que se insinúa asimismo en su corazón y puede hacerle perecer en la gehenna» (DM, 7).
«Siguiendo a San Pablo, la Iglesia ha enseñado siempre que la inmensa miseria que oprime a los hombres y su inclinación al mal y a la muerte no son comprensibles sin su conexión con el pecado de Adán y con el hecho de que nos ha transmitido un pecado con que todos nacemos afectados» (Catecismo de la Iglesia Católica, CIC, 403). Todos necesitamos la misericordia de Dios, pues a todos nos alcanzan las consecuencias del pecado de Adán. Y nuestras faltas personales no han hecho más que agravar esa situación: «A los ojos de la fe, ningún mal es más grave que el pecado y nada tiene peores consecuencias para los pecadores mismos, para la Iglesia y para el mundo entero» (CIC, 1488). La malicia del pecado grave puede comprenderse mejor cuando se toman en consideración sus consecuencias eternas: «Solamente en esta visión escatológica (del cielo y del infierno) se puede tener la medida exacta del pecado y sentirse impulsados decididamente a la penitencia y a la reconciliación (con Dios y con el prójimo)» (Juan Pablo II, Reconciliación y penitencia, 2 de diciembre de 1984, 26).
El fruto del pecado
En su misericordia, Dios quiso enseñarle a sor Faustina la consecuencia eterna del pecado grave. Esta escribió en su «diario»: «Hoy, he sido introducida por un ángel en los abismos del infierno. Es un lugar de grandes suplicios y terriblemente extenso. Allí he visto varios géneros de sufrimientos: – El primero es la pérdida de Dios. – El segundo: los perpetuos remordimientos de conciencia. – El tercero: la suerte de los condenados no cambiará jamás. – El cuarto: es el fuego, inflamado por la cólera de Dios, que penetra en el alma sin destruirla. – El quinto: son las tinieblas perpetuas y un olor terrible y asfixiante. Y, a pesar de las tinieblas, los demonios y las almas condenadas se ven mutuamente y ven todo el mal de los demás y el suyo propio. – El sexto: es la continua compañía de Satanás. – El séptimo: una desesperanza terrible, el odio de Dios, las maldiciones y las blasfemias.
Que cada pecador sepa que será torturado durante toda la eternidad por los mismos sentidos que él empleó para pecar. Escribo esto por orden de Dios, para que ninguna alma pueda excusarse diciendo que no hay infierno, o que nadie ha estado allí y no sabe cómo es. Yo, sor faustina, por orden de Dios, he penetrado en los abismos del infierno para hablar de ello a las almas y dar testimonio de que el infierno existe… Una de las cosas que he observado es que había allí muchas almas que habían dudado de la existencia del infierno… Así pues, rezo aún con más ardor para la salvación de los pecadores y apelo incesantemente a la Misericordia divina para con ellos. ¡Oh, Jesús!, prefiero agonizar hasta el fin del mundo con los mayores tormentos que ofenderte con el menor de los pecados».
Este testimonio personal de la Beata es más digno de atención, si cabe, porque no contradice en nada la doctrina de la Iglesia: «La Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad… Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección» (CIC, 1035, 1033).
La realidad del infierno nos invita a reflexionar sobre la gravedad de su causa: el pecado mortal. «Llamamos pecado mortal al acto, mediante el cual un hombre, con libertad y conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le propone, prefiriendo volverse a sí mismo, a alguna realidad creada y finita, a algo contrario a la voluntad divina» (Encíclica Veritatis splendor, 6 de agosto de 1993). Esto se produce en cualquier desobediencia a los mandamientos de Dios en materia grave (por ejemplo: idolatría, apostasía, blasfemia, aborto, eutanasia, contracepción, adulterio, etc.).
« ¡ Misericordia, Jesús ! »
Dios no es en modo alguno autor del pecado. Por el contrario, no abandona a quien ha tenido la desgracia de ofenderle, pero le ofrece incesantemente la gracia del arrepentimiento. La sangre de Cristo, muerto por amor, nos ha concedido un acceso seguro junto al Dios de misericordia: La sangre de Cristo limpiará nuestra conciencia de las obras de muerte (Hb, 9, 14). La misericordia es la característica de Dios. Una oración litúrgica de la Misa para los difuntos comienza así: «Oh Dios, que concedes el perdón de los pecados, y quieres que todos los hombres se salven…», y la oración Colecta del domingo 26 del tiempo ordinario afirma que Dios manifiesta sobre todo su omnipotencia mediante el perdón y la misericordia. La misericordia es la mayor de las virtudes, pues a Él corresponde dar a los demás y, lo que es más, aliviar su indigencia. Es lo propio de Dios, que todo lo posee y que todo lo puede (cf. Santo Tomás de Aquino, IIa IIæ, 30, 4). Juan Pablo II subraya: «La misericordia en sí misma, en cuanto perfección de Dios infinito es también infinita. Infinita pues e inagotable es la prontitud del Padre en acoger a los hijos pródigos que vuelven a casa. Son infinitas la prontitud y la fuerza del perdón que brotan continuamente del valor admirable del sacrificio de su Hijo. No hay pecado humano que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera que la limite» (DM, 13).
En una ocasión, el Salvador le dijo a sor Faustina: «Quiero que los sacerdotes proclamen mi inmensa misericordia. Quiero que los pecadores se acerquen a mí sin temor de ninguna clase. Aunque el alma llegase a ser como un cadáver putrefacto y que, humanamente, no hubiera remedio alguno, ante Dios no sucede lo mismo. Las llamas de mi misericordia me consumen y tengo prisa por derramarlas sobre las almas… Ningún pecado, aunque fuera un abismo de abyección, agotará mi misericordia, puesto que cuanto más se bebe de ella más aumenta… Porque di mi sangre por todos los pecadores, y por eso no deben temer acercarse a mí». Así se explica la confianza de San Bernardo: «Mi corazón de arcilla me agota con todo su peso y Satanás prepara sus trampas, pero yo no caigo ni desfallezco, porque me he instalado sólidamente sobre roca inquebrantable. Sé que he pecado de gravedad y mi conciencia me lo reprocha, pero no me desanimo por ello, acordándome de las llagas de mi Salvador, que ha sido herido por nuestras culpas (Is 53, 5). ¿Qué puede haber tan mortal que no pueda curarse mediante la muerte redentora de Cristo? Cuando pienso en tan poderoso y eficaz remedio, ninguna enfermedad puede espantarme, por muy maligna que sea» (Sermón 61 sobre el Cantar de los Cantares, 5).
San Benito, en el Prólogo de su Regla, nos presenta la misericordia divina como un poderoso motivo de esperanza y una llamada a la conversión: «Si los días de este mundo nos son prolongados como una tregua es para que enmendemos nuestros pecados, como dice el Apóstol: ¿Acaso ignoras que la paciencia de Dios te reserva penitencia? Pues dice así nuestro Señor misericordioso: No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva». El arrepentimiento y la conversión son disposiciones necesarias para participar en la gracia de la Redención. El Santo Padre nos lo advierte cuando dice: «Por parte del hombre puede limitarla (la misericordia) únicamente la falta de buena voluntad, la falta de prontitud en la conversión y en la penitencia, es decir, su perdurar en la obstinación, oponiéndose a la gracia y a la verdad especialmente frente al testimonio de la cruz y de la Resurrección de Cristo» (DM, 13).
La misericordia divina se le da al pecador arrepentido de manera privilegiada en la confesión. «Es el sacramento de la penitencia o reconciliación el que allana el camino a cada uno, incluso cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este sacramento cada hombre (bautizado) puede experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado» (DM, 13). La misericordia se les promete igualmente a quienes saben perdonar y compartir los sufrimientos de los demás: Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (Mt 5, 7).
Víctima del amor misericordioso
Después de la aparición de 1931, la vida de sor Faustina se verá marcada por los sufrimientos físicos, las pruebas interiores y las humillaciones. Pero ella todo lo acepta con gozo para obtener la salvación de los pecadores, de tal modo que el Sagrado Corazón le promete lo siguiente: «Te daré todo lo que quieras… Para castigar, dispongo de toda la eternidad. Ahora prolongo el tiempo de la misericordia… Los mayores pecadores podrían convertirse en grandes santos si confiaran en mi misericordia». Al igual que Santa Teresita, ya Doctor de la Iglesia, la religiosa polaca arde en afán misionero: «Me siento responsable de todas las almas, siento que no vivo solamente por mí, sino por la Iglesia entera… ¡Oh, Jesús mío! Abrazo el mundo entero para ofrecerlo a tu misericordia».
Los últimos meses de sor Faustina, vividos en un sanatorio a causa de una tuberculosis que la corroe desde 1933, transcurren en medio de la oración y de la inmolación por los moribundos de su entorno. A menudo obtiene de ellos la conversión, incluso en circunstancias humanamente desesperadas. El 5 de octubre de 1938, a la edad de 33 años, se duerme dulcemente en el Señor.
Sor Faustina sentía una gran devoción hacia la Virgen, Madre de Misericordia. «María, nos dice el Papa, es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En ella y por ella, tal amor misericordioso no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad» (DM, 9).
Beata sor Faustina, concédenos el favor, bajo la protección maternal de María y de San José, de acercarnos confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para ser socorridos en el tiempo oportuno (Hb 4, 16), para nosotros y para todos nuestros seres queridos, vivos y difuntos.
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