25 de Febrero de 1998
Beato Pedro Donders
Muy estimados Amigos:
El hombre no puede vivir sin amor. El amor es la fuerza fundamental que anima todas sus otras energías. Por eso Dios, su Creador, le propone una vida de amor. «La razón más alta de la dignidad humana está en su vocación a la comunicación con Dios. El hombre está invitado, desde que nace, a un coloquio con Dios, pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, debe su conservación a ese mismo amor, y no vive de verdad si no reconoce libremente ese amor y se entrega a su Creador» (Vaticano II, Gaudium et spes, 19, 1).
Pero, ¿en qué se reconoce el amor? San Ignacio de Loyola señala que «el amor consiste en comunicación de las dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene o de lo que tiene o puede, y así, por el contrario, el amado al amante; de manera que si el uno tiene ciencia, dar al que no la tiene, si honores, si riquezas y así el uno al otro» (Ejercicios espirituales, 231).
Dios, que es eterna beatitud, vida inmortal y luz sin ocaso, quiere comunicar a los hombres la gloria de su vida bienaventurada. Ese designio divino se despliega en la obra de la creación y de la elevación a la gracia, pero sobre todo en la de la redención, tras la caída del hombre.
Los esplendores de la creación nos manifiestan ya el amor de Dios y nos invitan a la alabanza, junto con San Francisco de Asís:
«¡Alabado seas, Señor, con todas tus criaturas, especialmente nuestro hermano sol, que nos concede el día y con el cual nos iluminas; es hermoso y resplandeciente, y con su gran esplendor es símbolo de ti, el Altísimo…!
¡Alabado seas, Señor, por nuestras hermanas la luna y las estrellas, que creaste en el cielo, claras, preciosas y bellas!
¡Alabado seas, Señor, por nuestro hermano el viento, y por el aire y por las nubes…!
¡Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana el agua, que es muy útil y muy humilde, preciosa y casta…!
¡Alabado seas, mi Señor, por nuestro hermano el fuego, mediante el cual iluminas la noche, y que es hermoso y alegre, fuerte y robusto!
¡Alabado seas, mi Señor, por nuestra madre la Tierra, que nos transporta y nos alimenta, que produce gran diversidad de frutos con sus flores de colores y las hierbas…!
¡Alabad y bendecid a mi Señor, dadle las gracias y servidlo con toda humildad!»
Amo al Padre
Para ganarse plenamente nuestro corazón, no le bastó al amor de Dios entregarnos las maravillas del universo, sino que llegó hasta el don completo de sí mismo. El Padre celestial, efectivamente, nos dio a su propio Hijo: En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él (1 Jn 4, 9). Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna (Jn 3, 16). Al darnos a su Hijo, nos dio todos los bienes posibles: su gracia, su amor y el paraíso. Pero aún llegó más lejos, pues entregó a su Hijo a la muerte de cruz por nuestros pecados: En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (1 Jn 4, 10). La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros (Rm 5, 8).
Por su parte, el Hijo entró perfectamente en los planes de su Padre. Desde el instante mismo de su Encarnación, se adhiere al designio de amor redentor del Padre: ¡He aquí que vengo… a hacer, oh Dios, tu voluntad! (cf. Hb 10, 5-10). El sacrificio de Jesús por los pecados del mundo entero es la expresión de su comunión de amor con el Padre: El Padre me ama porque doy mi vida (Jn 10, 17). El mundo ha de saber que amo al Padre y que, según el mandato que me dio el Padre, así hago (Jn 14, 31). Mediante su obediencia hasta la muerte, Jesús cumplió la profecía de Isaías acerca del «Siervo doliente» que se da a sí mismo en expiación (cf. Is 53, 10-12). Es el amor hasta el extremo (Jn 13, 1), que otorga su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CIC, 609).
El amor llama al amor
El amor de Cristo nos apremia (2 Co 5, 14). El amor manifestado por Jesús doliente nos mueve a devolver amor por amor, y a realizar, en la medida en que se halla en nosotros, la mutua comunión de bienes de la que nos habla San Ignacio. Jesús «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas (cf. 1 P 2, 21). Él quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios. Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor» (CIC, 618). «Debemos continuar y cumplir en nosotros los estados y Misterios de Jesús, y pedirle con frecuencia que los realice y lleve a plenitud en nosotros y en toda su Iglesia… Porque el Hijo de Dios tiene el designio de hacer participar y de extender y continuar sus Misterios en nosotros y en toda su Iglesia por las gracias que él quiere comunicarnos y por los efectos que quiere obrar en nosotros gracias a esos Misterios» (San Juan Eudes, CIC, 521). De esta manera, todos los santos han sido llamados a completar en su carne lo que resta de los sufrimientos de Cristo en favor de su cuerpo que es la Iglesia (cf. Col 1, 24).
El 23 de mayo de 1982, el Papa elevaba al honor de los altares a cinco beatos, uno de los cuales era el padre Pedro Donders. «Hemos visto en estos hombres y en estas mujeres un verdadero reflejo del amor que constituye la incomparable riqueza de Dios en el interior de la vida trinitaria, manifestada en el don del Hijo único para la salvación del mundo, especialmente en su sacrificio redentor… Mediante el ejemplo de su vida, el padre Donders mostró cómo el anuncio de la Buena Nueva de la Redención y de la liberación del pecado deben encontrar apoyo y confirmación en una auténtica vida evangélica, una vida de amor concreto hacia el prójimo, sobre todo hacia los hermanos más pequeños de Cristo» (Homilía del 23 de mayo de 1982).
Un escolar de veintidós años
Pedro Donders nació el 27 de octubre de 1809. Su familia vive en una pobre casa de madera, en un suburbio de Tilburg, en Holanda. Después de haber frecuentado la escuela primaria, Pedro se dedica a ayudar a su padre, que ejerce la profesión de tejedor; pero se siente atraído por el sacerdocio desde muy joven. Pedro tiene 7 años cuando su madre abandona este mundo. Cuando el sacerdote acude a asistirla, Pedro le arrebata el libro litúrgico: «Un día, dice, tendré uno como éste». Más tarde escribirá: «Nunca le agradeceré lo suficiente a Dios por haberme preservado de los numerosos peligros que habrían podido comprometer mi salvación y por haberme orientado hacia María, su Madre. Después de Dios, es a ella a quien debo atribuir mi vocación». Pero tendrá que trabajar todavía algunos años como tejedor.
Un día escribe una carta a su párroco para pedirle que le ayude a empezar a estudiar latín. El sacerdote se encuentra bastante confuso: rechazar a ese joven sería un error, pero ¿acaso no sería una imprudencia mandarlo a un seminario? Aquel joven tiene ya 22 años, y en la escuela elemental no fue un alumno brillante… Con todo, y después de muchas dificultades, podemos verlo sentado en los bancos de la clase, en medio de los pitorreos de aquellos jóvenes alumnos. Poco a poco consigue ganarse el favor de todos: profesores, alumnos y empleados. En 1839, ingresa en el gran seminario de Haaren con la intención de llegar a ser misionero. Allí coincide con Monseñor Jacobo Grooff, vicario apostólico del Surinam (Guayana Neerlandesa). El prelado expone a los alumnos de teología las necesidades espirituales de su vicaría. Los seminaristas le escuchan con interés, pero solamente uno de ellos, Pedro Donders, manifiesta su intención de seguirlo, y Monseñor Grooff lo acepta. Pedro, ordenado sacerdote el 5 de junio de 1841 y nombrado oficialmente «misionero apostólico» el 14 de abril de 1842, se incorpora inmediatamente a su puesto, con el alma desbordante de alegría. El Surinam, territorio ecuatorial del norte de la América Latina, es cuatro veces más extenso que Holanda. En aquella época su población es de tan solo 140.000 habitantes, 20.000 de los cuales residen en Paramaribo, la capital. Casi todo el país está cubierto por una inmensa selva habitada por animales salvajes. Su población es de lo más cosmopolita: indígenas, criollos, africanos, chinos, árabes, ingleses, alemanes, franceses y holandeses.
Durante los primeros catorce años, Pedro Donders ejercerá su apostolado desde Paramaribo. A partir del 7 de octubre de 1842, Monseñor Grooff lo lleva consigo a la leprosería gubernamental de Batavia, en medio de una selva de palmeras. Llegan en barco al atardecer del día 8. Después de haber bendecido a los leprosos, el vicario apostólico se dirige a la iglesia de madera, donde se canta el Padre Nuestro.
Profunda emoción
«Una profunda emoción, escribió el padre Donders, me oprimía el corazón ante la visión de aquella asamblea. Algunos enfermos habían perdido los dedos de los pies, otros los de las manos; y había otros que tenían las piernas terriblemente hinchadas. Algunos, con lesiones en la lengua, ya no podían hablar; apenas ninguno de ellos podía caminar». Y concluye: «Su enfermedad no es una desgracia. ¡Qué bueno es Dios para ellos, y qué paternal es su Providencia! Pues, para la mayor parte de ellos, la enfermedad es el único medio de salvación». En efecto, «con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, a un retorno a Él» (CIC, 1501).
Monseñor Grooff y su compañero permanecen en la leprosería hasta el 20 de octubre. El joven misionero bautiza a tres niños y a dos ancianos, dando también la primera comunión a tres mujeres mayores y a una niña de 11 años condenada a una muerte prematura, y casando a dos enfermos casi privados de los dedos de la mano. Pero los misioneros reconfortan sobre todo a aquellos desdichados, quienes, en el momento de su partida, les acompañan hasta el barco llorando.
Desde el río, Monseñor Grooff muestra a su compañero otro campo de acción: las plantaciones de café, de algodón y de caña de azúcar, donde sufren los esclavos. Hay alrededor de 400 centros de ese tipo, donde 40.000 africanos son obligados a trabajar sin descanso bajo los látigos de los guardianes. Solamente la muerte puede liberarlos. No resulta fácil acercarse a ellos, pues los propietarios desconfían de los misioneros católicos, enemigos declarados de su inmoralidad y de su vergonzosa especulación. Pedro Donders debe enfrentarse a los terribles guardianes. Si lo rechazan, él se aleja sonriendo y prodigando augurios de prosperidad. Luego, en cuanto le es posible, después de haber rezado durante mucho tiempo, regresa una vez, dos veces y muchas más, intentando granjearse la confianza de aquellos seres de duro corazón. Consigue ganarse de esa manera a un guardián que le deja hacer. Del mismo modo, consigue que le admitan en tres, después cinco, y luego treinta y dos de aquellos penales, donde instruye en la religión a los esclavos. El número de bautizados pasa de 1.145 en el año 1851 a 3.000 en 1866. La oración, la incansable paciencia y la simplicidad del misionero son los responsables de aquel salto hacia adelante.
A pesar de aquellas incursiones apostólicas en las regiones del interior, el padre Donders debe permanecer una buena parte del año en Paramaribo, donde se encarga de los casi 2.000 católicos de la capital. Gracias a su caridad se ha convertido en el padre de todos, distribuyendo a los pobres todo lo que tiene. Y cuando ya no le queda nada hace uso de algunas estratagemas con su obispo para que abra la bolsa: «¡Pero, hijo mío, le dice éste en una ocasión, no haces más que dar y dar! ¿Cómo te las arreglarás cuando me haya muerto? – ¡Oh!, Dios no muere nunca», le replica.
Un día, como ya sólo le queda su reloj para socorrer a una familia necesitada, se dirige a un chamarilero y se lo vende. Emocionado, el chamarilero intenta devolverle el objeto, pero el padre Donders no se encuentra en casa, por lo que se lo entrega al obispo. A la hora de comer éste anuncia a sus comensales: «Amigos míos, me han regalado un reloj. Echémoslo a suertes y veremos quién es el feliz ganador». Evidentemente, el reloj vuelve a manos del padre Donders, que da las gracias con una sonrisa.
En 1843, con motivo de una epidemia de cólera, el padre Donders se consagra a ella con todas sus fuerzas, pero no queda afectado. Siete años más tarde hay una epidemia de fiebre amarilla, que es peor que el cólera. En esa ocasión, el padre Donders es fulminado por la enfermedad y pasa cuatro semanas entre la vida y la muerte, hasta que se restablece. «¿Quién de vosotros quiere ir de buena gana a Batavia, donde el gobierno encierra a los leprosos?, pregunta un día el obispo a sus misioneros. – Yo, Monseñor», contesta enseguida el padre Donders.
Veintiocho años entre los leprosos
Allí se dirige y allí permanecerá 28 años, en un puesto donde nadie antes que él pudo aguantar más de dos años. «Ese sacerdote ha hecho por los leprosos lo que ningún otro en el mundo habría podido hacer», dirá como testimonio un soldado destinado a Surinam. «Un día le pedí que me dejara echar un vistazo a las barracas. – ¡Ni pensarlo, joven, respondió el padre, no podrías soportar semejante horror!». Pues bien, por la salvación eterna de aquellos seres, el padre Donders superó cada día y durante más de la tercera parte de su existencia aquel espectáculo insoportable.
De vez en cuando, algunos barcos desembarcan en la leprosería a nuevos leprosos que gritan de desesperación al ver aquel lugar de donde nunca podrán salir. Pero se calman de repente al ver aparecer el rostro pálido y descarnado del padre Donders. Hay en sus ojos mucha bondad; en sus labios, la sonrisa; en su boca, palabras de ánimo. Conduce a los recién llegados hasta sus cabañas, y trae pasteles y refrescos, invitándolos a regocijarse, pues, según les dice, «a partir de ahora somos amigos», lo que bien sabe demostrarles.
Instruye a sus leprosos en la religión, les ayuda a rezar y les cura, auxiliando en la comida a quienes ya no tienen manos. Sin embargo, rehúsa asistir a las operaciones quirúrgicas, pues no puede soportar ver la sangre. Comprendemos mejor, por lo tanto, el heroísmo que demuestra para superar durante tantos años una sensibilidad que cada día debe poner a dura prueba.
En 1873, el gobernador de la colonia pretende alejar del peligro de contagio a los hijos de los leprosos. Cuando, por la fuerza, intentan arrebatárselos a sus padres, se produce una revolución en la leprosería. El padre pide entonces a los soldados que se retiren, y después se dirige a la multitud: «¡Si amáis a vuestros hijos, no les dejéis morir de lepra!». Las madres se separan entonces de sus chiquillos. Solamente un chino escapa con su hijo, dispuesto a matarlo antes que desprenderse de él. El padre Donders consigue alcanzarlo y le convence.
En 1867, a los 57 años de edad, después de seis meses de noviciado, profesa en la Congregación de los Redentoristas. Lo que le ha conducido allí han sido acontecimientos imprevistos, pero él no oculta su gozo de ser admitido a la vida religiosa. Además de su apostolado con los leprosos, se consagra entonces a la conversión de la tribu de los caribes, hombres salvajes y caníbales. Primero hay que buscarlos en medio de las selvas y de los pantanos, y luego acercarse a ellos con dulzura. Escuchan sin dificultad las explicaciones acerca del cielo, del infierno, de la salvación eterna y de Jesús Redentor; pero, acostumbrados como están a la poligamia y a los vicios, cuando el misionero expone la moral cristiana hacen caso omiso. Enemigos irreductibles, los brujos declaran a los indios: «Si dejáis que bauticen a vuestros hijos, perecerán». Por eso los indígenas esconden a la prole cuando aparece un misionero. Sin embargo, el padre Donders consigue convertir a varios brujos, cuyo ejemplo es seguido inmediatamente, de tal modo que un testigo podrá decir: «En aquella región, casi todos los indios han abrazado la fe».
Una semejanza perfecta
Para acabar de perfeccionar la semejanza del padre Donders con Jesús, rechazado y despreciado por los que venía a salvar, la Providencia permite que, en enero de 1883, el misionero sea alejado de su campo de apostolado. Algunos leprosos, guiados por un tal José al que el padre Donders ha reprochado su conducta escandalosa, acuden al obispo. Solicitan el traslado del misionero, con el pretexto de que es demasiado viejo. El obispo acepta; pero en noviembre de 1885, con el fin de garantizar necesidades urgentes, el padre Donders es enviado de nuevo a Batavia. Allí acabará sus días, en medio de los leprosos que lo acogen ahora de rodillas.
En diciembre de 1886, queda afectado por una grave nefritis. Durante la noche del 5 al 6 de enero de 1887, reclama los últimos sacramentos, que le son suministrados por un padre redentorista leproso. El 12 de enero, el enfermo dice al médico: «Tenga un poco de paciencia; el viernes hacia las tres de la tarde moriré». Es una profecía, pues expira el viernes 14 de enero a las tres y media de la tarde. Todos los leprosos lo lloran, incluso aquellos que habían querido alejarlo de Batavia algunos años antes.
Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos (Jn 15, 13). Al igual que el Redentor, el padre Donders dio su vida por sus hermanos. Siguiéndole a él, leamos en la Pasión de Cristo la manifestación más palpable del amor de Dios por nosotros: «¡Oh inestimable amor de caridad que para redimir al esclavo, entregaste al Hijo!» (Liturgia de la Vigilia Pascual). Pidámosle al Espíritu de Amor que descienda del Corazón de Jesús crucificado hasta lo más íntimo de nuestros corazones. Comprenderemos entonces estas palabras de Santa Teresa del Niño Jesús: «En la tierra, vivir de amor no significa fijar la tienda en la cumbre del Tabor; con Jesús significa subir al Calvario, significa mirar la Cruz como un tesoro». San Benito exhorta a sus monjes en el mismo sentido, en el prólogo de su Regla: «Participemos por la paciencia en los sufrimientos de Cristo, para merecer tener parte en su reino».
Es la gracia que pedimos, a través de la Virgen María y de San José, para Usted y para todos sus seres queridos. Rezamos por todos sus difuntos.
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