28 de diciembre de 1999

Santa Claudina Thévenet

Muy estimados Amigos:

«No hay desgracia mayor que vivir y morir sin conocer a Dios», gustaba de repetir Santa Claudina Thévenet, que lo había apostado todo por Dios, como lo señalaba el Papa Juan Pablo II con motivo de la beatificación de esa religiosa francesa de Lyon: «Claudina, que hizo de su vida religiosa un «himno de gloria» al Señor, a imitación de la Virgen María a la que tanto veneraba, recuerda a los cristianos que merece la pena apostarlo todo por Dios. A todos aquellos o aquellas a los que el Señor invita a consagrarse más especialmente a su servicio, ella les confirma que hay que saber perder su vida (cf. Mt 16, 25) para que otros puedan amar y conocer a Dios, confirmando también con su ejemplo que el mayor de los éxitos en la vida es la santidad» (4 de octubre de 1981. Claudina Thévenet fue canonizada más tarde, el 21 de marzo de 1993).

Santa Claudina ThévenetClaudina Thévenet nacía en Lyon el 30 de marzo de 1774, y era bautizada al día siguiente en la iglesia de San Nicecio. Será la segunda de una familia de siete hijos, y llevará el sobrenombre de Glady. Los doce primeros años de su vida transcurren apaciblemente en el seno de su familia, donde la fe cristiana se encuentra muy arraigada. De su padre, el comerciante Filiberto Thévenet, Claudina aprende a ser caritativa con los desvalidos y con los pobres. De su madre hereda la valentía cristiana. Glady, que también recibirá el nombre de «pequeña violeta», participa en la medida de sus posibilidades en los quehaceres domésticos. A los nueve años, sus padres la confían a las benedictinas de la abadía de San Pedro, en la plaza Terreaux, donde recibe una sólida formación intelectual y espiritual, así como nociones de costura, de bordado, etc.; pero se le inculca sobre todo un gran amor por el orden y por el cuidado de todas las cosas. Claudina regresa precipitadamente a su hogar cuando estalla la tormenta revolucionaria de 1789.

La ciudad de Lyon sufrirá terribles pruebas durante el Terror. Como reacción a ello, el 29 de mayo de 1793 estalla una insurrección contra el gobierno de París, adueñándose de la ciudad tras 24 horas de lucha. Como medida de precaución, el señor Thévenet conduce a sus hijos más pequeños a Belley, a casa de una de sus hermanas. Pero desde París se mandan refuerzos y, el 9 de agosto, la ciudad de Lyon es asediada, por lo que el señor Thévenet no puede regresar a su casa.

Los dos hermanos mayores de Claudina, Luis Antonio (20 años) y Francisco María (18 años), se ponen a las órdenes del general de Précy, del lado de los asediados. Bombardeada sin descanso y reducida por la hambruna, la ciudad de Lyon capitula al cabo de dos meses. Claudina se encuentra sola con su madre, compartiendo con ella un triple temor: la incertidumbre por su padre y los cuatro hermanos más pequeños; la suerte de su tío materno, Luis Guyot, en territorio ocupado por los ejércitos revolucionarios, y, más aún, el peligro que corren sus dos hermanos en combate. Pero, ante esa penosa situación, deposita toda su confianza en Dios y se esmera en conservar la serenidad.

El último combate tiene lugar cerca de la morada de los Thévenet. Tras la batalla, Glady se dirige allí para buscar a sus dos hermanos, acercándose a cada uno de los restos y mirando los rostros a la luz de un pequeño farol, pues ya es de noche. Sus hermanos no están allí, por lo que, esperanzada y temerosa a la vez, regresa a casa. ¿Qué puede decirle a la pobre madre? Súbitamente, aparecen. Han resultado ilesos del asalto final, escondiéndose en casa de unos amigos y, después, a través de los tejados, han conseguido llegar hasta la casa, con el fin de tranquilizar a la angustiada madre y a la hermana. Pero son denunciados, y ambos hermanos son arrestados y encarcelados a la espera de ser fusilados.

El gobierno revolucionario de París ha ordenado una represión que sirva de ejemplo. Todos los días, centenares de condenados son fusilados en los terrenos baldíos de Brotteaux. La inseguridad y la angustia reinan por doquier, si bien la señora de Thévenet ve reconfortada su pena gracias al regreso de Filiberto, su esposo. Éste, hace todo lo posible para que liberen a sus hijos, pero estos últimos no se hacen ilusiones.

«Perdona como también nosotros perdonamos»

Día tras día, la joven escruta el cortejo de los condenados. Durante la mañana del 5 de enero de 1794, mientras examina el triste desfile habitual, su corazón se estremece de súbito: ¡Luis y Francisco! Su mirada se ha cruzado con la de sus hermanos, encadenados juntos. Todo su ser se estremece de horror, pero es necesario llegar hasta el final, como lo hizo la Virgen acompañando a su Hijo hasta el Calvario. Consigue colarse penosamente cerca de ellos. Luis hace una señal al sirviente que acompaña a Claudina, diciéndole a media voz: «Agáchate y saca de mi zapato una carta para nuestra madre». Luego, le dice a su hermana: «Toma, Glady, perdona como también nosotros perdonamos». En ese momento se acuerda de las primeras palabras de Jesús en la cruz: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34).

Después, se produce la descarga de fusilería; Claudina aún tiene valor de deslizarse junto a las víctimas, pero un ruido siniestro llama su atención: están dando el golpe de gracia con un sable a los supervivientes, entre los cuales reconoce a Luis y a Francisco. Aquello es demasiado para sus nervios y, durante toda su vida, tendrá predisposición a la migraña.

Ha llegado el momento de regresar junto a los suyos. Su mano, todavía helada de emoción, aprieta la preciosa carta. Ese mensaje de despedida, testimonio conmovedor de ardiente fe y de perdón, es un verdadero consuelo. Cada uno de los hermanos ha escrito una carta, y ambas van firmadas por los dos. «Seremos más felices que vosotros, pues dentro de cuatro o cinco horas estaremos ante Dios… Nos dirigimos al seno de Dios, ese Padre bueno al que hemos ofendido, pero lo esperamos todo de su misericordia». Los dos han podido confesarse a un viejo y lisiado sacerdote, encarcelado y condenado como ellos.

Una nueva fuerza

La lectura de aquel «testamento» hace revivir en Claudina la consciencia de su responsabilidad hacia sus padres, ayudándoles a sobrellevar aquella prueba, a la que había precedido otra tragedia: la muerte por fusilamiento de Luis Guyot, hermano de su madre. La suprema recomendación de los dos hermanos resuena sin cesar en los oídos de Glady: «Perdona como también nosotros perdonamos». Cuando la tranquilidad vuelve a Lyon, el que había denunciado a ambos hermanos no será acusado ante la justicia por los Thévenet.

Esa noble actitud está inspirada en la doctrina de Nuestro Señor: «La enseñanza de Cristo, nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, exige incluso el perdón de las ofensas. Extiende el mandamiento del amor que es el de la nueva ley a todos los enemigos (cf. Mt 5, 43-44)» (Catecismo, 1933). El espíritu del Evangelio es incompatible con el odio al enemigo, pero no con el odio al mal que hace en cuanto enemigo.

Después de haber enseñado de viva voz el perdón de los pecados, Jesús nos dio un ejemplo perfecto de ello: Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 33-34). «Jesús pide con su corazón de hombre que el Padre perdone, comenta el cardenal Journet: con nuestros corazones de hombres, debemos pedir al Padre que perdone. Contra el odio y el desencadenamiento de los instintos de este mundo, él apela a las magnanimidades del cielo: debemos seguir apelando con Él a las magnanimidades de lo alto contra el odio, los delirios y los crímenes de la tierra. Con Él, una nueva fuerza entra en el mundo para permanecer por siempre, más fuerte que la maldad del mundo. El antiguo reino de la violencia chocará con otro, con un nuevo reino… A partir de entonces, algo cambió en el tiempo». El nuevo reino es el del amor: «El perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado, dice el Catecismo. Los mártires de ayer y de hoy dan ese testimonio de Jesús» (Catecismo, 2844).

Si bien la negativa a perdonar cierra nuestro corazón y lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre, ocurre a la inversa con el perdón, que lo abre a la gracia. De ese modo, lejos de provocar agresividad o amargura en Claudina, esa prueba, sobrellevada de manera heroica, la predispone a sentir una gran compasión hacia la miseria de los demás. Poco a poco, se desarrolla en su interior un doble sentimiento: el deseo de hacer extensivo el conocimiento íntimo de la bondad de Cristo y la angustia ante la idea de la enorme desgracia de quienes no conocen a Dios.

El olvido de Dios

Durante los diez años siguientes a la muerte trágica de sus hermanos, Glady se dedica a una caridad activa y discreta. Ayuda a la parroquia de San Bruno y dedica buena parte de su tiempo a los pobres, sufriendo profundamente ante el alarmante estado de la educación. «La juventud ha perdido las buenas costumbres, escribe en aquella misma época un inspector de educación nacional, y se halla confundida en medio de un espantoso libertinaje. Los niños insultan a la gente honrada y a los ancianos; ya no se les puede enseñar nada y carecen de toda disciplina. Las chicas, como ya no saben trabajar, se pasan el tiempo en las tabernas con los soldados; juran en nombre de Dios y de su boca salen tantas palabras groseras que habrían sonrojado a los granaderos de mi época. ¿Qué será de la próxima generación si no se pone pronto remedio a tales males?». Así, la suerte de aquellos miles de pobres niños, desheredados de los bienes de este mundo, que crecerán quizás sin oír nunca pronunciar el nombre de Dios, hacen estremecerse a Claudina. Está cada vez más persuadida de que una de las causas principales de los males de la Revolución es el olvido de Dios.

Su principal y primer recurso es la oración, afiliándose a la cofradía del Sagrado Corazón, donde la adoración eucarística ocupa un lugar de privilegio. Después consigue atraer a otras jóvenes, cautivadas por el mismo ideal. Llegado el caso, al salir de las visitas de las casas de los menesterosos, se reúnen y comparten sus experiencias de apostolado.

Llega el invierno de 1815. Un joven sacerdote que pasa por delante de la iglesia de San Nicecio distingue una sombra bajo el porche, de donde salen unos sollozos entrecortados. Dos niñas vestidas con harapos, temblando y muriéndose de frío, intentan protegerse del intenso frío. El sacerdote comprende que aquellas niñas han sido abandonadas y las conduce ante el párroco, quien encuentra de inmediato una solución: «Llame al nº 6 de la calle Masson, a casa de la señorita Claudina Thévenet. Tiene un gran corazón y alienta todas las buenas obras de la parroquia». Claudina, conmovida y llena de lágrimas, viste y cura a las dos niñas, y luego se dirige a casa de una de sus amigas, María Chirat. Está decidido: las pequeñas se quedarán en casa de María, que acondiciona para ellas uno de los dos pisos de la casa. Unos días más tarde, se incorporan otras cinco internas. El sitio de acogida de la señorita Chirat se convierte en «la Providencia del Sagrado Corazón», y Claudina hace las veces de directora.

Pero no todo acaba ahí. El padre Coindre, consejero espiritual de Claudina, sugiere que se forme una organización estable, con un reglamento concreto y bien adaptado. El proyecto que ha redactado se basa en la Regla de San Agustín y en las Constituciones de San Ignacio de Loyola. Precisamente, el espíritu interior de este último servirá de modelo a las asociadas en la vida apostólica. El 31 de julio de 1816, festividad de San Ignacio, queda instituida la «Piadosa Unión del Sagrado Corazón de Jesús», de la que es elegida presidenta la propia Claudina. En un primer momento le invade la turbación, pero después, tras unos instantes de recogimiento, imitando a la Santísima Virgen María en la Anunciación, acepta su elección.

La pequeña asociación resplandece de manera sorprendente aunque discreta. Se abre una segunda «Providencia», con un obrador para la fabricación de sedería. La «Piadosa Unión» sigue creciendo y, dos años después de su fundación, se le unen otros dieciséis nuevos miembros. Durante ese tiempo, la primera «Providencia del Sagrado Corazón», instalada en casa de la señorita Chirat, también prospera; muy pronto, Claudina y sus compañeras ya no pueden dedicarse a ello, por lo que la obra es confiada entonces a las hermanas de San José.

Una empresa extravagante

A pesar de desarrollar un ardiente celo por las obras apostólicas, Claudina sigue viviendo en casa de su madre. Pero aquella sufrida madre teme que, algún día, el Señor se lleve consigo a Glady, llamándola a la vida religiosa. Ella, de hecho, es perfectamente consciente de una especial vocación de Dios. Llegado ese penoso momento, Claudina prepara con delicadeza a su madre para la separación. El 5 de octubre de 1818, se instala definitivamente en la «Providencia». Esa primera noche fuera del hogar familiar es una de las más terribles vividas por Claudina: «Me daba la impresión, dirá, de que me había comprometido en una empresa extravagante y presuntuosa, sin ninguna garantía de éxito, y de que, por el contrario y considerándolo bien, no podía llegar a ninguna parte». Pero su gran amor a Dios y su intensa fe la reconfortan. El Señor llamará a su madre dos años más tarde, sumiendo de nuevo a Claudina en el dolor, pero otorgándole a la vez plena libertad de acción.

El taller de fabricación de seda funciona bien, aliviando las necesidades económicas de la «Providencia». Sin embargo, la obra necesita trasladarse, para su desarrollo, a un local más amplio situado en la colina lionesa de Fourvière, frente a la antigua iglesia consagrada a la Virgen. El apostolado se extiende enseguida; Claudina se percata de que las jóvenes procedentes de familias acomodadas no están más favorecidas en el plano religioso que las de familias pobres. Así pues, abre un internado para esas jóvenes, pero tiene que construir un nuevo edificio y pedir prestado una fuerte suma de dinero. Además, la persona con la que contaba para ayudarla económicamente la abandona en el último momento. En medio de la oración, se entrega totalmente a Dios, que no puede dejar de socorrerla. De hecho, poco a poco, se van pagando las deudas.

No obstante, la pequeña comunidad no siempre halla benevolencia. Las malas lenguas critican la empresa, intentando ridiculizar a la superiora. Cuando pasan por las calles, las niñas y sus maestras se ven expuestas a toda clase de bromas de mal gusto que llegan, incluso, al insulto y a la violencia. Claudina, que conoce el valor del perdón, recomienda «sufrir las injurias con paciencia y responder a ellas con dulces y graciosas palabras». Está profundamente persuadida de que «la solicitud de la divina Providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia» (Catecismo, 303). En efecto, Jesús pidió abandono filial a la providencia del Padre celestial: No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer? ¿qué vamos a beber?… ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todas ellas. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura (Mt 6, 31-33).

Hacer que brote el bien del mal

Pero si Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo, cuida de todas sus criaturas, ¿por qué existe el mal? El mal no procede de Dios. En su origen, el hombre fue creado bueno y se le invitó a una comunión íntima con Dios mediante la virtud de una gracia maravillosa. El resplandor de aquella gracia llegaba a todos los aspectos de la vida y, mientras permaneciera en la intimidad divina, el hombre no podía ni morir ni sufrir. Pero, tentado por el diablo, desobedeció el mandamiento de Dios y, de ese modo, perdió el estado de gracia. La armonía en la que se encontraba dejó de existir, y la creación que tenía ante sus ojos se convirtió para el hombre en algo extraño y hostil. Y la muerte hizo su entrada en la historia de la humanidad. A partir de aquel primer pecado, una verdadera «invasión» del pecado y del mal inunda el mundo. Pero, después de su caída, el hombre no fue abandonado por Dios. Jesucristo, mediante su muerte en la Cruz y su Resurrección, ha quebrado el poder del demonio y ha liberado al hombre. En adelante éste puede conseguir la beatitud celestial a través del sufrimiento y de la muerte, convertidos en medios de salvación. «La inefable gracia de Jesucristo nos ha dado mejores bienes que los que la envidia del demonio nos había usurpado», dice San León Magno. Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rm 5, 20).

De igual modo, San Agustín afirmó: «Porque el Dios Todopoderoso, por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal» (cf. Catecismo, 311). Sin embargo, no por eso el mal se convierte en bien. De hecho, «del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia, sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención» (Catecismo, 312). Los misteriosos caminos que toma la Providencia sólo se conocerán plenamente en el Cielo, cuando veamos a Dios cara a cara, pero ya tenemos desde ahora la certeza de que todo coopera al bien de los que aman a Dios (Rm 8, 28). El testimonio de los santos no cesa de confirmar esa verdad. «Todo procede del amor, dice Santa Catalina de Siena, todo está ordenado a la salvación del hombre, Dios no hace nada que no sea con este fin» (Catecismo, 313).

«No hacer sufrir a nadie»

Sin haberlo pretendido, Claudina Thévenet ha fundado una congregación. La disposición interior que desea suscitar en sus hermanas es «que todos sus actos tengan como objeto agradar a Dios, y por un principio de fe». Ella y sus compañeras toman los hábitos religiosos, así como un nuevo nombre: Claudina se llamará en adelante madre María San Ignacio. En 1822, el padre Coindre es trasladado a Monistrol, en la diócesis del Puy. A petición suya, la madre María San Ignacio envía allí a algunas hermanas, y el obispo del Puy aprueba e instituye su congregación, que llevará el nombre de «Congregación del Sagrado Corazón».

Pero la madre María San Ignacio tendrá que soportar numerosos sufrimientos: la defunción del padre Coindre en 1826; la prematura muerte de dos jóvenes hermanas que le eran de gran ayuda; la grave enfermedad que puso su vida en peligro; la amenaza de fusión de su Congregación con las Damas del Sagrado Corazón de Santa Magdalena Sofía Barat; la revolución de 1830, con dramáticos combates en la colina de Fourvière y hasta en su propia Casa, etc. Todas esas pruebas suponen duros golpes para la fundadora, la cual, a pesar de todo, permanece enérgica y serena, gustando de repetir lo siguiente a sus religiosas: «Que la caridad sea como la niña de vuestros ojos»; o también: «Debéis estar dispuestas a sufrirlo todo de los demás y a no hacer sufrir a nadie».

En febrero de 1836, el padre Pousset es nombrado capellán de las hermanas. Pero la madre María San Ignacio, que contaba con él para que las ayudara a conseguir de Roma la aprobación de su Congregación, se ve muy pronto defraudada. Ese sacerdote no puede soportar la espiritualidad de San Ignacio, de la que se inspiran las hermanas. Además, a pesar de sus cualidades de orador, de entusiasmo, de orden y de buen gusto por la liturgia, suele sobrepasarse en sus derechos. Plenamente consciente de ello, la madre superiora se ve obligada a contradecirle humildemente, aunque con firmeza, pues no puede consentir que el sacerdote se erija en superior absoluto y transforme a su albedrío el estilo de vida y el espíritu que Dios ha querido para la Congregación. Como consecuencia de ello, tienen lugar escenas bastante penosas y, al cabo de unos meses, la salud de la madre María San Ignacio se resiente.

«¡Qué bueno es Dios!»

El 29 de febrero de 1837, recibe los últimos sacramentos en presencia de toda la comunidad. El padre Pousset aprovecha entonces para lanzar en público a la moribunda una áspera reprobación: «Ha recibido usted gracias como para convertir a un reino entero, y ¿qué ha hecho de ello? Es usted un obstáculo para el progreso de su Congregación. ¿Qué le responderá a Dios cuando le pida cuentas?». Pero la madre María San Ignacio conserva una mirada tranquila, confesando sin embargo a algunas de sus religiosas que, al oír esas palabras, le ha faltado poco para ponerse a llorar. A pesar de todo, su misericordioso corazón sabe conceder un último perdón. Ese mismo día, afectada de parálisis, entra en la agonía y es incapaz de articular palabra, salvo la frase que sigue: «¡Qué bueno es Dios!». Dos días después, entrega su alma a Dios.

La semilla echada en la tierra, humillada, asimilada a Jesucristo, ha dado mucho fruto. La familia religiosa de Santa Claudina Thévenet, convertida en «Congregación de las religiosas de Jesús y María», cuenta en la actualidad con más de dos mil hermanas, así como casas en los cinco continentes.

Santa María San Ignacio, ayúdanos a imitar tu ejemplo de humildad, de perdón y de abandono en Dios. Confiamos que intercedas por todos los amigos de la Abadía de San José de Clairval, vivos y difuntos.

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Beato José María Rubio

18 de Octubre de 1999

Jubileo año 2000

26 de Noviembre de 1999

Manuel Delaunet

8 de Marzo de 2000