26 de Noviembre de 1999
Jubileo año 2000
Muy estimados Amigos:
La mañana del uno de enero de 1300, Roma, capital del mundo cristiano, conoce una animación extraordinaria. Los romanos se dirigen en masa hacia la basílica de San Pedro. «Santo Padre, le dicen al Papa, danos tu bendición antes de que muramos. Hemos oído decir por parte de los más viejos que, durante este año centenario, aquel cristiano que visite los cuerpos de los Apóstoles será liberado tanto de sus culpas como de las penas consecuencia del pecado». Por la tarde, la afluencia es tal que la circulación en la nave y alrededor de los altares se hace casi imposible. La misma diligencia aparece al día siguiente y en los días sucesivos. Los peregrinos llegan de todas partes para visitar la basílica, confesar sus culpas y rezar ante el sepulcro de los Apóstoles.
La primera reacción de la Santa Sede es de sorpresa, puesto que no se conoce tradición al respecto. El Papa Bonifacio VIII pone a los archiveros manos a la obra, pero en vano, ya que no encuentran huella alguna de indulgencias especiales, ni para el año 1200 ni para los siglos anteriores. En busca de testimonios orales, encuentran finalmente a un anciano que afirma: «Mi padre fue a Roma en el año 1200, y me recomendó que tampoco yo me perdiera semejante gracia si alcanzaba a mi vez el nuevo centenario». La corte pontificia se queda perpleja.
¡Verlo para creerlo!
Y los peregrinos siguen llegando. ¿Qué se puede hacer? Resulta difícil dejar que la piedad popular se quede en la incertidumbre. El 22 de febrero, Bonifacio VIII presenta al pueblo una bula que concede a los peregrinos del año 1300, bajo ciertas condiciones, la indulgencia plenaria. La promulgación de ese documento tiene un efecto prodigioso, y la gente acude a Roma desde todos los países. Un cronista de la época calcula en 2.000.000 los peregrinos de aquel año. Los caminos se hallan abarrotados de viajeros. Los jóvenes, demasiado pobres para pagarse una montura, van a pie; los ancianos y los enfermos son transportados en literas. Puede verse a gente rica caminando modestamente como pobres, por espíritu de penitencia y de humildad. En Roma, no hay más remedio que regular la circulación. El acceso al puente del Santo Ángel, por el que se llega a San Pedro, resulta demasiado estrecho, pero se consigue abrir a duras penas una nueva vía. El puente queda dividido en dos mediante una empalizada para conformar un «sentido único». Ni siquiera durante la noche se detienen las visitas a las basílicas. «¡Verlo para creerlo!», afirma un testigo.
El Papa Bonifacio VIII había previsto la celebración de un jubileo con motivo de cada centenario, pero, «teniendo en cuenta la brevedad de la vida humana», en 1350, el Papa Clemente VI redujo el ritmo de los jubileos a cincuenta años. La periodicidad de los jubileos pasó a ser a continuación de 33 años y, luego, de 25 años. Progresivamente, el jubileo, que consistía solamente en ganar la indulgencia plenaria, cobró un significado más amplio, convirtiéndose en ocasión de renovación espiritual en el amor de Dios, en la fidelidad al Evangelio y, consecuentemente, en el progreso de la sociedad humana mediante la justicia y la caridad. Con motivo de la indicción del jubileo de 1950, el Papa Pío XII decía: «El gran jubileo tiene como fin principal incitar a todos los cristianos no solamente a expiar sus culpas y a enmendar sus vidas, sino a que adquieran, además, la virtud y la santidad, según se nos dijo: Sed santos, porque yo, Yahvéh, vuestro Dios, soy santo (Lv 19, 2)… Si los hombres escuchan favorablemente esa voz de la Iglesia,… no solamente se adaptarán las costumbres privadas a los preceptos y al espíritu cristiano, sino también la vida pública». Como introducción al jubileo de 1975, el Papa Pablo VI afirmaba que lo esencial del año santo es «la renovación interior del hombre: …Hay que volver a construir al hombre desde dentro. El Evangelio llama a eso conversión, penitencia… Es un tiempo de gracia que, normalmente, sólo se logra inclinando la cabeza».
Ante la perspectiva del año 2000, son muchos los desafíos que se le presentan a la Iglesia. Monseñor Cordes, vicepresidente del Consejo Pontificio para los laicos, los presentaba del siguiente modo en 1992, con motivo de un encuentro internacional: «En la Iglesia, existen varios millones de católicos que no siguen a Jesucristo y que no se someten a Él, aunque se llamen a sí mismos católicos y participen de vez en cuando en la liturgia de la Iglesia. Y hay otros tantos millones que se encuentran desorientados y confusos en lo que respecta a los fundamentos de la fe, … extraviados incluso mediante catequesis erróneas. A pesar de que el comunismo no representa ya la amenaza que supuso en otro tiempo, el materialismo occidental, la secularización y el consumismo (uso abusivo de los bienes de este mundo) pueden representar una amenaza mucho mayor para la vida del alma. Más allá de las heridas visibles de la Iglesia, cientos de miles de nuestros semejantes todavía no conocen hoy en día a Jesucristo, viviendo bajo diversas formas de opresión social y personal. Muchos son todavía esclavos del pecado y están bajo la influencia del mal. ¿Por qué no reconocer que Satanás se dedica a separar a las personas de Dios, como dicen las Escrituras: Vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rodando y busca a quién devorar (1 P 5, 8)?».
Una pedagogía eficaz
Frente a esos desafíos, el Papa Juan Pablo II hace una llamada a todos los cristianos para celebrar el gran jubileo del año 2000: «El tiempo del jubileo nos introduce en el vigoroso lenguaje empleado por la pedagogía divina de la salvación para incitar al hombre a la conversión y a la penitencia, principio y vía de su rehabilitación, y condición para que pueda encontrar lo que no podría alcanzar solamente con sus fuerzas: la amistad de Dios, su gracia y la vida sobrenatural, la única que puede satisfacer las más profundas aspiraciones del corazón humano» (Bula Incarnationis mysterium, IM, 29 de noviembre de 1998, 2).
El «vigoroso lenguaje» empleado por Dios para nuestra salvación es el mismo que el de los profetas hasta San Juan Bautista, y sobre todo el de Jesús, el divino Maestro: Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo (Lc 13, 3). Entrad por la entrada estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosta la senda que lleva a la Vida!; y son pocos los que la encuentran (Mt 7, 13-14). Jesús nos revela el grave reto de nuestra vida en la tierra, y la manera en que hayamos vivido determinará irremisiblemente nuestro destino eterno. La vida en este mundo es única: Los hombres mueren una sola vez, y luego el juicio (Hb 9, 27). «Y como no sabemos ni el día ni la hora -nos enseña el Concilio Vaticano II-, por aviso del Señor, debemos vigilar constantemente para que, terminado el único curso de nuestra vida terrena, merezcamos entrar con Él a las nupcias, y ser contados entre los escogidos; no sea que como aquellos siervos malos y perezosos nos manden apartarnos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, en donde habrá llanto y rechinar de dientes» (Lumen Gentium, 48). El Señor nos ha situado ante dos caminos: el camino de la vida y el camino de la muerte (Jr 21, 8). Nos corresponde a nosotros elegir uno u otro.
Creados a imagen de Dios y a semejanza suya (Gn 1, 26), somos capaces de conocerlo y de amarlo libremente. Mediante la palabra «imagen», la Sagrada Escritura quiere decir que somos llamados a la amistad con Dios. Por otra parte, Jesucristo fue enviado por el Padre para que recibiéramos la filiación adoptiva (Ga 4, 5), para que entráramos a formar parte de la familia de Dios, para que fuéramos herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rm 8, 17) en nuestra patria del Cielo. Esa es la esperanza de los cristianos. Sin embargo, ninguna amistad puede ser impuesta. La amistad, así como también la adopción, se ofrece para ser libremente aceptada o rechazada. Quien elige el rechazo no participará en la herencia del Reino de Cristo y de Dios (Ef 5, 5). Mediante el pecado mortal, el hombre quiebra la amistad de Dios y se adentra por el camino que conduce a la perdición eterna. «El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es también el amor -nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno» (Catecismo, 1861).
Es cosa mala y amarga el haber dejado al Señor
En el Evangelio, Jesús nos pone en guardia frecuentemente contra las eternas consecuencias del pecado mortal: Si, pues, tu ojo derecho te es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti; más te vale que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehenna (el infierno). Y si tu mano derecha te es ocasión de pecado, córtatela y arrójala de ti; más te vale que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo vaya a la gehenna (Mt 5, 29-30). San Benito recoge esta enseñanza mediante la advertencia que les hace a los monjes de «temer el día del juicio» y de «sentir terror del infierno» (Regla, cap. 4). El Salvador nos invita a un saludable temor por la desgracia eterna cuando nos dice: Y no temas a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna (Mt 10, 28). Son palabras que nos muestran hasta qué punto es cosa mala y amarga el haber dejado al Señor (Jr 2, 19). Su objetivo es remover la conciencia para que nazca en ella la contrición, es decir, «un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar» (Catecismo, 1451).
Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama «perfecta». La contrición imperfecta o «atrición» nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna; si, excluyendo la voluntad de pecar, va acompañada de la esperanza del perdón, es un verdadero don de Dios, un impulso del Espíritu Santo, que, aquí en la tierra, no deja de regalar su gracia incluso a los que se separan de Él, pues Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad (1 Tm 2, 4) (cf. Catecismo, 1452-1453). San Ignacio de Loyola explica en sus «Ejercicios Espirituales» el papel benefactor de la contrición imperfecta: «Dado que sobre todo se ha de estimar el mucho servir a Dios nuestro Señor por puro amor, debemos mucho alabar el temor de la su divina majestad; porque no solamente el temor filial es cosa pía y santísima, mas aun el temor servil, donde otra cosa mejor o más útil el hombre no alcance, ayuda mucho para salir del pecado mortal; y, salido, fácilmente viene al temor filial, que es todo acepto y grato a Dios nuestro Señor, por estar en uno con el amor divino» (nº 370).
La contrición imperfecta dispone a obtener la gracia del perdón de Dios en el sacramento de la Penitencia. Este sacramento es, para un cristiano, el medio normal previsto por Dios para obtener la remisión de los pecados mortales cometidos después del bautismo. Se recurre a ese sacramento mediante la confesión individual e íntegra, seguida de la absolución, «único modo ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia, a no ser que una imposibilidad física o moral excuse de este modo de confesión» (Catecismo, 1484). Esta práctica viene motivada por razones profundas: «Cristo actúa en cada uno de los sacramentos. Se dirige personalmente a cada uno de los pecadores: Hijo, tus pecados están perdonados (Mc 2, 5); es el médico que se inclina sobre cada uno de los enfermos que tienen necesidad de él para curarlos» (ibíd.).
Dejarse curar por Cristo
El primer acto esencial de quien recurre al sacramento de la Penitencia es la contrición. El segundo es confesar sus pecados al sacerdote: «Los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo» (Catecismo, 1456). La Iglesia prevé que en algunos «casos de necesidad grave», que corresponde juzgar al obispo diocesano, se puede recurrir a la celebración comunitaria del sacramento de la Penitencia con absolución general. Pero para que la absolución general resulte válida en dichas circunstancias, los fieles deben tener el propósito de confesar individualmente sus pecados en su tiempo debido (cf. Catecismo, 1483).
Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: «Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento. La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre (Mt 10, 19)» (Catecismo, 1857-1858). Son mortales en sí mismos los pecados de idolatría, de apostasía y de ateísmo, y también los de fornicación, concubinato antes del matrimonio, adulterio, anticoncepción, aborto, etc.
Si falta una de las tres condiciones, el pecado se considera venial; no destruye la amistad de Dios sino que la hiere. Sin ser estrictamente necesaria, «la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo y a progresar en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso» (Catecismo, 1458).
Finalmente, el sacramento de la Penitencia comporta «satisfacción». Liberado del pecado, el pecador debe reparar sus pecados: «debe «satisfacer» de manera apropiada o «expiar» sus pecados. Esta satisfacción se llama también «penitencia»» (Catecismo, 1459), y es el sacerdote quien la impone, en función de la situación personal del penitente y de su bien espiritual.
La doctrina y la práctica de las indulgencias van íntimamente unidas a los efectos del sacramento de la Penitencia. En la bula Incarnationis mysterium, el Papa Juan Pablo II las explica del siguiente modo: «Cualquier pecado, aunque sea venial, supone un apego malsano a las criaturas, que necesita ser purificado, bien en este mundo bien después de la muerte, en el estado que conocemos con el nombre de purgatorio. Dicha purificación libera de lo que denominamos «pena temporal» del pecado; una vez expiada esta pena, queda borrado todo obstáculo a la plena comunión con Dios y con los hermanos» (IM, 10).
De este modo, «el hecho de haberse reconciliado con Dios no excluye que puedan quedar algunas consecuencias del pecado, de las que resulta necesario purificarse… Mediante la indulgencia que se concede al pecador arrepentido, queda reparada la pena temporal por los pecados que ya fueron perdonados» (Ibíd., 9). Así pues, quien ha ganado una indulgencia plenaria está preparado para entrar inmediatamente en el Cielo sin tener que pasar por el purgatorio. Si esa indulgencia se le aplica a un alma del purgatorio, ésta queda liberada en el acto de sus penas.
Un excedente de amor
«Las indulgencias se obtienen por la Iglesia que, en virtud del poder de atar y desatar que le fue concedido por Cristo Jesús, interviene en favor de un cristiano y le abre el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos para obtener del Padre de la misericordia la remisión de las penas temporales debidas por sus pecados» (Catecismo, 1478). Las satisfacciones y los méritos de la Redención se encuentran en abundancia en Jesucristo. Pero las oraciones y las buenas obras de la bienaventurada Virgen María y de todos los santos tienen un peso igualmente grande ante Dios. De ese modo, «se instaura entre los fieles un maravilloso intercambio de bienes espirituales» (denominado «comunión de los santos»), en virtud del cual la santidad de uno de ellos aporta a los demás un beneficio muy superior al daño que el pecado de uno pueda haber causado en los demás. Hay personas que dejan tras de sí una especie de excedente de amor, de sufrimiento sobrellevado, de pureza y de virtud, que se derrama sobre los demás dándoles fuerza» (IM, 10).
Con motivo del jubileo del año 2000, la Iglesia abre sus tesoros espirituales a los fieles con la concesión de una indulgencia especial: «La cumbre del jubileo es el encuentro con Dios Padre, mediante Jesucristo Salvador, presente en su Iglesia de manera especial a través de los sacramentos. Por eso precisamente, la marcha jubilar, preparada por la peregrinación, tiene como punto de partida y de llegada la celebración del sacramento de la Reconciliación, así como del sacramento de la Eucaristía…
Después de haber dignamente procedido a la confesión sacramental, que normalmente debe ser la confesión individual y completa, si el devoto lleva a cabo su promesa puede recibir o aplicar durante un período de tiempo conveniente el don de la indulgencia plenaria, incluso rutinariamente, sin estar obligado a confesarse de nuevo… En contrapartida, resulta conveniente que la participación en la Eucaristía -necesaria para cada indulgencia- tenga lugar el mismo día en que se cumplen las obras prescritas» (Penitenciaría apostólica: Disposiciones para la obtención de la indulgencia del jubileo, 29 de noviembre de 1998).
Para ganar cualquier tipo de indulgencia plenaria deben cumplirse ciertas condiciones: haberse confesado, haber recibido la comunión eucarística, estar exento de cualquier afecto al pecado aun venial, llevar a cabo la obra relacionada con la indulgencia y rezar en intención del Papa. Para el jubileo del año 2000, la obra que hay que llevar a cabo consiste normalmente en una peregrinación: peregrinación a Roma, o a Tierra Santa, o a la iglesia catedral de la propia diócesis (o bien al lugar que designe el obispo de la diócesis), o incluso visitar durante un tiempo conveniente a personas en dificultades (enfermos, prisioneros, personas mayores y solas, incapacitados, etc.), como si se tratara de una peregrinación hacia Jesucristo presente en ellos.
Sólo existe una puerta
El gran jubileo del año 2000 comenzará con la apertura de la Puerta Santa. Cada una de las cuatro grandes basílicas patriarcales romanas (San Pedro, San Juan de Letrán, Santa María la Mayor y San Pablo Extramuros) posee en su fachada una puerta especial, denominada «Puerta Santa», que solamente se abre con motivo de los jubileos. Durante la noche del 24 al 25 de diciembre de 1999, el Papa abrirá la Puerta Santa de la basílica de San Pedro y la franqueará solemnemente mostrando el Santo Evangelio a la Iglesia y al mundo.
Ese gesto simbólico «evoca el paso desde el pecado a la gracia que todo cristiano está llamado a realizar – afirma el Papa. Jesús dijo: yo soy la puerta (Jn 10, 7), para indicar que nadie puede acceder al Padre si no es a través de Él. Esa designación que el propio Jesús hace de sí mismo da testimonio de que solamente Él es el Salvador enviado por el Padre. Solamente existe una puerta que pueda abrir de par en par la entrada en la vida de comunión con Dios, y esa puerta es Jesús, único y absoluto camino de salvación» (IM, 8). El apóstol San Pablo declara al respecto: No hay salvación en ningún otro (Jesús), porque no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en el cual debamos ser salvados (Hch 4, 12). «La indicación de la Puerta, continúa diciendo el Papa, recuerda la responsabilidad de todo creyente de franquear su umbral. Pasar por esa puerta significa profesar que Jesucristo es el Señor» (IM, 8).
El solemne rito mediante el cual se abre la Puerta Santa significa también «que los tesoros espirituales de la Iglesia se abren más generosamente a todos aquellos que, empujados por el deseo de expiar sus pecados, desean beneficiarse de los privilegios del gran jubileo» (Pío XII, 12 de diciembre de 1949.
El tiempo del jubileo será igualmente la ocasión de un acercamiento entre los cristianos para confluir en la unidad que Jesucristo deseaba; un tiempo de petición de perdón y de reconciliación entre los hombres, y deberá conllevar una práctica perseverante de la caridad, sobre todo con respecto a quienes viven en la pobreza y en la marginación. Será igualmente un tiempo de recuerdo hacia el testimonio de los mártires (cf. IM, 4, 11, 12, 13).
El gozo del jubileo se hará completo volviendo nuestra mirada hacia la Santísima Virgen María. «Mujer de silencio y de escucha, dócil entre las manos del Padre, la Virgen María es invocada por todas las generaciones como «bienaventurada», porque supo reconocer las maravillas que el Espíritu Santo realizó en ella. Los pueblos nunca se cansarán de invocar a la Madre de misericordia, y encontrarán siempre en ella el refugio de su protección. ¡Que aquella que, con su hijo Jesús y su esposo José, acudió en peregrinación al templo santo de Dios, proteja el camino de quienes se harán peregrinos en este año jubilar!» (IM, 14).
Rezamos al Señor por todas sus intenciones y, en especial, por todos sus difuntos.
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