31 de Octubre de 2003

San Teófanes Vénard

Muy estimados Amigos:

«He leído la vida de varios misioneros. Entre otras, he leído la de Teófanes Vénard, que me ha interesado y conmovido más que ninguna otra». Así se expresaba santa Teresa de Lisieux el 19 de marzo de 1897. Algún tiempo después revelaba a sus hermanas el motivo de esa predilección: «Teófanes Vénard me gusta todavía más que san Luis Gonzaga, porque la vida de san Luis Gonzaga es extraordinaria, mientras que la suya es ordinaria». Y añadía lo siguiente: «Mi alma se parece a la suya. Fue él quien mejor vivió mi camino de infancia espiritual».

San Teófanes VénardTeófanes nació el 21 de noviembre de 1829, festividad de la Presentación de la Virgen, en Saint-Loup-sur-Thouet (diócesis de Poitiers). Fue bautizado el mismo día, con los nombres de Juan Teófanes, pero conservó solamente el de Teófanes, que significa «manifestación de Dios». Sus padres eran católicos fervientes y, dos años antes que Teófanes, la pequeña Melania había traído alegría al hogar. Completarán la familia otros dos chicos: Enrique y Eusebio.

Con motivo de sus tareas de monaguillo, Teófanes observa con secreta envidia al sacerdote que lo había bautizado, mientras éste oficia ante el altar; su madre le ha explicado lo que significa la Misa y el sacerdocio. Sin embargo, la llamada de Jesucristo «¡Sígueme!» resonará con más fuerza a la edad de 9 años, en medio de la soledad de la ladera de Bel-Air, donde lleva a pastar la cabra de su padre, mientras lee los «Anales de la propagación de la fe», revista que relata los hechos de los misioneros. Un día, al terminar de leer la vida del padre Cornay, originario de la diócesis de Poitiers y decapitado en defensa de la fe en Tonkín (actual Vietnam) el año 1837, Teófanes exclama: «¡Yo también quiero ir a Tonkín! ¡Yo también quiero morir mártir!». ¡Su decisión es firme!

Teófanes se guarda para sí el secreto y pide a su padre cursar estudios secundarios. En 1841, ingresa en el colegio de Doué, a 50 kilómetros de Saint-Loup. Separarse de su familia, a la que tanto ama, supone para él una aflicción, pero enseguida llega a ser de los primeros de la clase. Con sus compañeros es a veces burlón, irascible y brusco, enfadándose ante la mínima contrariedad. Como cualquier muchacho de su edad, Teófanes conoce altibajos, pero en esa época las reprobaciones son más frecuentes que los elogios. Iluminado por la gracia de Dios, se da cuenta de que para conseguir algo es necesario el sacrificio, y también la oración. Por eso escribe lo siguiente a su hermana Melania: «Te voy a contar la resolución que he tomado: rezar el rosario todas las semanas». Poco a poco, gracias a la ayuda de esa oración mariana, a la que todos tienen acceso, consigue corregirse.

Toma la primera comunión el 28 de abril de 1842, día celestial para él. Las verdades de la fe fortifican su alma y le ayudan a soportar sin desfallecer una terrible prueba: la muerte de su madre el 11 de enero de 1849. El único consuelo para ese dolor es arrojarse en los brazos de la Virgen.

«¡Que nada te retenga!»

A principios de agosto de 1847, Teófanes deja Doué para ingresar en el Seminario Menor de Montmorillon. Después de sus estudios de filosofía, pasa al Seminario Mayor de Poitiers, desde donde escribe lo siguiente a su hermana: «Te alegrará saber que uno de nuestros hermanos, que ya es diácono, parte el jueves para el Seminario de las Misiones Extranjeras de París. Que Dios tenga a bien guiar sus pasos, y que el venerable Cornay cuide de él». Teófanes aprovecha la ocasión para preparar a los suyos sobre su propio proyecto de irse a las misiones. Lo hace sin prisas, con gran habilidad y tacto. Melania es la primera en comprenderlo. Para el padre resulta un sacrificio mucho más difícil, pero finalmente, en un hermoso arrebato de fe, da su consentimiento pleno: «Si sientes la llamada de Dios, cosa que no dudo, obedece sin vacilar. ¡Que nada te retenga, ni siquiera la idea de dejar a un padre afligido!». La salida queda fijada para el 27 de febrero de 1851, a las nueve de la noche. Después de la última comida en familia y del rezo del rosario, Teófanes lee algunos pasajes de la Imitación de Cristo relacionados con las circunstancias, rezando a continuación las oraciones de la noche, entrecortadas por los llantos de la familia; por último, pide la bendición de su padre, quien, con un ligero temblor, pronuncia palabra tras palabra estas frases: «Hijo mío, recibe la bendición de tu padre, que te sacrifica al Señor; recibe por siempre la bendición en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén». Llegado el momento de partir, sabedor de que no volverá a ver nunca a su familia, el futuro misionero abraza a los suyos por última vez, sale de la casa y sube a un coche. Aquel profundo sufrimiento se trasluce en cierta medida en una carta que escribirá más tarde a un sacerdote amigo suyo: «Dios me dio fuerzas en los últimos momentos de mi vida en familia, e incluso llegó a transformarlos en dulces y agradables. No obstante, fue bueno que fueran cortos, ya que la emoción me desbordaba el alma…».

Así pues, en marzo de 1851, Teófanes llega al Seminario de las Misiones Extranjeras de París. El 26 de abril de 1852, una corta misiva llega a manos de su familia: «Tengo una noticia que debo comunicaros sin dilación: seré sacerdote por la Trinidad». Pero pronto enferma de una infección paratifoidea, aunque, tras una novena a la Santísima Virgen, el peligro se aleja rápidamente. Sin embargo, toda su vida se verá afectada por problemas de salud.

El 5 de junio de 1851, a la edad de 22 años, es ordenado sacerdote; celebra su primera Misa en la iglesia de Notre-Dame des Victoires, pero no acude nadie de Saint-Loup: el sacrifico se ha consumado una vez y para siempre. A partir de ese momento, sus más ardientes deseos tienen a Tonkín como destino: «La misión de Tonkín es la misión deseada, ya que es el camino más corto para ir al cielo… ¡Oh, si algún día pudiera ser llamado yo también para dar mi sangre como testimonio de la fe!». En septiembre de 1852, Teófanes celebra su última Misa en Francia y sale de misión para la China, según habían dispuesto sus superiores.

«No perdamos el tiempo»

Después de un viaje de varios meses, aparece por fin en el horizonte la costa china y, el 19 de marzo de 1853, los misioneros desembarcan en la isla de Hong Kong. Teófanes no sabe todavía cuál será su último destino, pero, ya que le han enviado a China, empieza a aprender el chino; ese penoso trabajo, además del clima y del calor, debilitan enormemente su salud y necesita descansar. El «padrecito Vénard», como se le conoce, siempre está alegre. Todos le quieren en esa residencia, donde se vive en gran armonía; pero la evangelización sigue siendo la gran preocupación de esos apóstoles de Cristo. China se encuentra justo en frente, y las almas están esperando la luz de la Fe católica. La llama apostólica de Teófanes por la salvación de las almas es la misma que tenía santa Teresa del Niño Jesús, quien escribía a su hermana Celina el 14 de julio de 1889: «Celina, durante los pocos momentos que nos quedan, no perdamos el tiempo… salvemos almas, porque se están perdiendo como copos de nieve, y Jesús llora por ello».

Teófanes expresa esa gran preocupación a su amigo, el padre Dallet: «Habrá que conseguir que la madre China, así como sus hijas de Corea, de Japón y de la Cochinchina doblen sus rodillas ante Cristo». Sin embargo, él no se hace ilusiones: «La carga de las misiones me parece pesada, ahora que la veo más cerca… Espero que, en el momento de partir, la fuerza de Dios supla mi debilidad y la luz de su gracia mi inexperiencia».

Mientras se prepara para partir hacia China, le llega una carta de París anunciándole: «Se le asigna Tonkín». Para él supone una alegría indescriptible: «Acabo de recibir mi hoja de ruta para Tonkín… Voy a una sitio llamado Tonkín occidental. Es el mismo lugar donde fue martirizado el venerable Carlos Cornay… Es en el país annamita, donde está más activa la persecución y donde se pone precio a la cabeza de los misioneros; cuando consiguen capturar a uno lo decapitan sin contemplaciones».

El 26 de mayo de 1854, Teófanes abandona Hong Kong, llegando el 13 de julio a Vinh-Tri, centro de la vicaría de Tonkín occidental, donde se arroja en brazos del vicario apostólico, monseñor Retord. Aproximadamente veintidós meses después de haber dejado París, empieza su apostolado como misionero. Vinh-Tri es una población totalmente cristiana desde hace un siglo, y donde los misioneros son recibidos abiertamente, gracias a la benevolencia del virrey Hung. Este gobernador, suegro del emperador Tu-Duc, había sido curado de una enfermedad de los ojos por un seminarista tonkinés, de ahí que proteja a los cristianos en su provincia, donde funcionan y se desarrollan sin problemas un seminario y diversas instituciones.

«¡Que viva la alegría!»

Monseñor Retord, por sus grandes cualidades y virtud, se ha ganado el respeto de varios mandarines subalternos. Había llegado a Tonkín en una época de violenta persecución, viviendo durante meses en escondrijos, pero sin perder nunca su proverbial buen humor. Consagrado ya como obispo, ha sabido transmitir su celo apostólico a toda la diócesis. Su lema episcopal oficial, «Embriagadme con la Cruz», es equilibrada mediante otro lema familiar que utiliza para remontar el ánimo de sus misioneros en los momentos de dificultad: «¡Que viva la alegría!». Ha visto morir de miseria o torturados a un gran número de sus sacerdotes, pero él no ha sido nunca capturado, por lo cual escribe: «Me entristece no formar parte del grupo».

El obispo aprecia inmediatamente el valor del «padrecito Vénard». La vivacidad del recién llegado, que ríe y canta continuamente, casa a la perfección con su propia mentalidad. Teófanes, que debe aprender la lengua del país, trabaja con tanto tesón que en muy poco tiempo consigue predicar en vietnamita. De Tonkín todo le gusta, lo que facilita su adaptación, aunque los alimentos no son buenos para su estómago, lo que le causa muchos sufrimientos. ¡Da lo mismo! Él es el primero en reírse de ello. Sin embargo, su salud le vuelve a inquietar. A pesar de los cuidados que le prodigan, se debilita, y enseguida le administran la Extremaunción; se organiza una novena para obtener su curación y, desde las primeras invocaciones, el enfermo se muestra restablecido. Y enseguida se pone manos a la obra: bautizos, sermones, confesiones…

«El misionero es el hombre de las Bienaventuranzas – nos recuerda el Papa Juan Pablo II. Jesús instruye a los Doce, antes de mandarlos a evangelizar, indicándoles los caminos de la misión: pobreza, mansedumbre, aceptación de los sufrimientos y persecuciones, deseo de justicia y de paz, caridad; es decir, les indica precisamente las Bienaventuranzas, practicadas en la vida apostólica (cf. Mt 5, 1-12). Viviendo las Bienaventuranzas, el misionero experimenta y demuestra concretamente que el Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido. La característica de toda vida misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe» (Encíclica Redemptoris missio, 7 de diciembre de 1990, 91c).

La relativa tranquilidad de la misión de Tonkín no dura demasiado. El poder central insta a los mandarines (funcionarios locales) a que persigan a los sacerdotes. Los padres Castex y Vénard se esconden en la localidad de But-Dong, donde son recibidos por una pequeña comunidad de religiosas vietnamitas, las Amantes de la Cruz, que nunca habían sido molestadas hasta entonces; por lo menos allí puede celebrar la Misa y continuar su acción misionera mediante la oración.

Las religiosas de But-Dong, sin hábito especial, trabajan en los campos o recorren las poblaciones vendiendo remedios, lo que les permite penetrar en las casas paganas. Son mensajeras seguras entre los cristianos, pero llevan una vida difícil y peligrosa. Para escapar de las pesquisas de los mandarines, ambos sacerdotes se esconden entre dos tabiques, a la espera de que pase el peligro. Al cabo de unos días abandonan But-Dong, cambiando en pocas semanas hasta seis veces de escondrijo. En medio de esas peregrinaciones, Teófanes cae enfermo y apenas consigue mantenerse de pie. Sufre terribles crisis de asma que le agotan hasta el extremo de que su compañero teme que pueda asfixiarse en un espacio tan reducido y sin aire. Pero Mons. Retord se encuentra en Vinh-Tri; allí Teófanes podrá ser curado. Lo acuestan, casi muerto, en el fondo de una barca, donde, jadeando e intentando respirar, no deja de sonreír. Recibe de nuevo los últimos sacramentos, pero él no se hace ilusiones: «Mi vida sólo pende de un hilo. ¡Que viva la alegría!». A pesar de todo, la frescura del otoño consigue reanimarlo un poco.

Sólo el sufrimiento engendra almas

Teófanes ofrece por la salvación de las almas su sufrimiento y su aparente inacción, puesto que tal es la voluntad de Dios. «Solamente el sufrimiento puede engendrar almas para Jesús» —escribirá santa Teresita a su hermana Celina el 8 de julio de 1891. Se puede comprender, por tanto, aquella misteriosa simpatía de la santa de Lisieux por el misionero de Tonkín.

Con los meses de invierno, las fuerzas se recuperan lo suficiente para que Mons. Retord decida que Teófanes le acompañe en su visita pastoral, parroquia tras parroquia. Los misioneros predican, confiesan, administran los sacramentos, reconcilian con Dios a quienes han caído en el pecado y animan a todos los fieles a que perseveren. Durante el proceso de beatificación, el padre Thinh dará testimonio de lo siguiente: «Su fervor y elocuencia llegaban al máximo cuando hablaba de la bienaventurada Virgen María, a quien amaba, de forma visible, con gran amor filial».

Sin embargo, la estación de las lluvias de 1856 es causa de una nueva enfermedad: esta vez es la tisis (tuberculosis) la que le hace temer una muerte próxima. El obispo, afligido y sin saber qué hacer, permite que Teófanes se someta a una operación muy dolorosa de medicina china, que consiste en quemar, sobre diversas partes del cuerpo, unas bolitas de cierta hierba medicinal. Durante esa dolorosa operación, Teófanes sostiene el crucifijo con ambas manos y no deja escapar ningún lamento. El mal remite en poco tiempo, y su constante plegaria «Tener fuerza suficiente para anunciar el Evangelio» recibe satisfacción; podrá retomar su vida de misionero en activo, que seguirá durante casi tres años, hasta el momento de su detención. Su obispo da testimonio de ello: «He dicho que su celo era inmenso. A pesar de ser el más débil de salud de todos los misioneros de la vicaría, trabajaba igual que los demás, pasando la mitad de las noches en el confesionario, incluso algunas veces noches enteras. Su confianza en Dios no tenía límites y le llenaba de valor en sus empresas».

Un año de gracias

Después de una relativa calma, la persecución se pone nuevamente en marcha con vigor, en 1859, por parte del emperador Tu-Duc, totalmente decidido a aniquilar «la religión de Jesús». El nuevo edicto que acaba de publicarse confirma la pena de muerte para los sacerdotes, garantiza una recompensa a quienes los denuncian y prevé sanciones para los mandarines benévolos con los cristianos. Teófanes tiene la total convicción de que el año 1860 que acaba de empezar será el de su detención, y de que Dios le otorgará la gracia del martirio. Su obispo le concede permiso para ofrecerse a Dios como víctima por la Iglesia de Tonkín. Por amor filial hacia la Virgen, se consagra a ella según la fórmula de san Luis María Grignion de Montfort, dejándolo todo en sus manos.

Armado ya para los últimos combates, se refugia en casa de la viuda Can, pero un primo de ésta le denuncia, siendo apresado el 30 de noviembre de 1860. Es despojado de sus vestidos y luego se lo llevan atado, mientras él sigue rezando y preparándose para el martirio. Es encerrado en una angosta jaula de bambú y trasladado a la ciudadela de Hanoi, donde el virrey en persona acude a interrogarle; después, sus órdenes son terminantes: construir una jaula de bambú más espaciosa, envolverla con una mosquitera, colocar una estera en el suelo, forjar para el sacerdote una cadena tan ligera como resulte posible y velar para que el prisionero sea alimentado convenientemente. En el transcurso del interrogatorio, el padre Teófanes había producido muy buena impresión, y por ese motivo se le concede ese tratamiento.

El catequista Khang, capturado junto al padre Vénard, no se separa de su maestro y, gracias a la complicidad de un soldado, consigue papel, tinta y un pincel. Teófanes escribe a sus compañeros y a su familia: «Si obtengo la gracia del martirio, en esos momentos me acordaré sobre todo de vosotros. ¡Tenemos una cita en el cielo! ¡Nos veremos allí arriba!». Ignora que su padre ha fallecido hace quince meses.

Su juicio definitivo tiene lugar en Hanoi. Es introducido en la sala del pretorio y se le concede el honor de no ser flagelado. En sus interrogatorios, los diferentes jueces, mezclando lo religioso y lo político, intentan hacerle responsable del bombardeo de las costas annamitas por parte de una escuadra franco-española, o también de las revueltas provocadas por las maniobras del emperador Tu-Duc. Teófanes refuta con soltura esas calumnias y reconduce el debate hacia su verdadero terreno: él solamente ha venido a Tonkín para predicar la religión de Jesús. Le ponen un crucifijo entre las manos y el virrey le dice: «¡Pisotea esta Cruz y no serás ajusticiado!». Pero el misionero levanta con respeto el crucifijo, deposita largo tiempo sus labios en él y exclama con potente voz: «¿Cómo? He predicado hasta hoy la religión de la Cruz ¿y pretendéis ahora que abjure de ella? ¡Mi aprecio por la vida de este mundo no llega a querer conservarla al precio de una apostasía!». El virrey pronuncia entonces la siguiente sentencia: «El sacerdote europeo Vin, cuyo nombre verdadero es «Vena», es condenado, a causa de la ceguera de su corazón y de la obstinación de su mente, y descartados otros motivos, a que le sea cortada la cabeza, que será expuesta durante tres días y finalmente arrojada al río».

La ejecución del veredicto requiere la firma de Tu-Duc; el lunes 17 de diciembre de 1860, un correo emprende la ruta de Hué para llevar el duplicado de la sentencia. Sin embargo, el condenado no tiene conocimiento oficial de su destino hasta unas pocas horas antes de la ejecución de la sentencia, el 2 de febrero. La nueva jaula de Teófanes, de dos metros de largo por un metro veinte de ancho, está hermosa y adornada, pero resulta un suplicio permanecer en ese espacio tan angosto. Los mismos guardias, cautivados por la afabilidad del prisionero, le dejan salir de vez en cuando. Tampoco le faltan otras muestras de simpatía, como la de Pablo Muin, un cristiano de intrépido coraje que ha conseguido deslizarse entre la policía y visitar al padre Teófanes cuatro o cinco veces al día.

Un lago tranquilo

«Si bien la mayoría de personas me dan muestras de simpatía —escribe el padre Teófanes en una carta a su familia el 2 de enero de 1861—, hay gentes que me insultan y que se burlan de mí». Por suerte, los visitantes son cada vez menos y puede escribir a su obispo: «Mi corazón es como un lago tranquilo». Reza hasta el final el breviario, el único libro de que dispone. Teófanes expresa su felicidad cantando su deseo por el cielo, y espera recibir la Eucaristía. El diácono Men consigue hacerle llegar la Sagrada Comunión, a través de piadosas cristianas que pasan desapercibidas. El sacerdote Thinh, enviado por el obispo, consigue oír en confesión al padre Teófanes.

La mañana del 2 de febrero, el padre Teófanes es informado de que va a ser ejecutado ese mismo día. Da gracias a Dios, pide a la Virgen que le ayude hasta el final y, después, vestido con hábito de fiesta, camina con gozo hacia el suplicio cantando el Magníficat. El verdugo, que ha bebido para darse valor, debe repetir hasta cinco veces los golpes de sable para conseguir separar la cabeza del mártir. Parece que, ya al tercer golpe, Teófanes está en el cielo, en medio de un gozo sin fin… Ése era el deseo de su corazón y ha sido colmado en extremo.

El ejemplo de Teófanes Vénard, y en especial su manera de aceptar el martirio, fue una preciada ayuda para santa Teresita. La futura «Doctora de la Iglesia» obtuvo luz y fuerza de ello.

El día siguiente de la canonización de Teófanes Vénard (19 de junio de 1988), el Papa Juan Pablo II se dirigía a los peregrinos franceses y les decía: «Santa Teresa del Niño Jesús vivió en la intimidad de san Teófanes Vénard, cuya imagen no la abandonaba durante el tiempo de su agonía. Ella había encontrado su propia experiencia espiritual en una misiva de adiós de Teófanes: «No me apoyo en mis propias fuerzas, sino en la fuerza de quien venció el poder del infierno y del mundo mediante la Cruz»».

A esas dos grandes figuras de la historia reciente de la Iglesia confiamos precisamente todas sus intenciones, sin olvidarnos de sus difuntos.

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Beata Ana Schäffer

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