6 de Enero de 2004
San Pedro de San José de Betancur
Muy estimados Amigos:
San Bernardo, atribuyendo al Hijo de Dios el versículo de los Proverbios Largos días en su derecha, y en su izquierda riqueza y gloria (Pr 3, 16), comentaba lo siguiente: «Todo ello se lo suministraba el Cielo con perpetua sobreabundancia, pero era la pobreza lo que faltaba, y como quiera que en la tierra esa mercancía abundaba y sobreabundaba sin que el hombre supiera ponerle precio y que el Hijo de Dios la anhelaba, éste descendió a la tierra a fin de otorgársela y de convertirla en algo muy preciado y estimado para nosotros» (Sermón de la Vigilia de Navidad). Jesús quiso nacer pobre en el establo de Belén a fin de enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9), de alejarnos con su divino ejemplo de la afección por los bienes terrenales y de atraernos hacia la práctica del amor de Dios y de las virtudes. La pobreza de Jesucristo nos aporta mayores bienes que todos los tesoros del mundo, porque al ayudarnos a relativizar las riquezas de la tierra consigue para nosotros las del Cielo. Todo lo he perdido y lo tengo por basura, con tal de que gane a Cristo, exclama san Pablo (Flp 3, 8).
Muchos son los santos que, después de Jesucristo, nos han dado ejemplo de vida en la pobreza, sabiendo reconocer igualmente los rasgos del Niño de Belén en el rostro de los pobres. El 30 de julio de 2002, el Papa canonizaba en Guatemala a san Pedro de Betancur, terciario franciscano y fundador de la Orden de Belén, quien abrazó por amor a Cristo la causa de los pobres.
Hacerse pequeño
Pedro de San José de Betancur nace el 21 de marzo de 1621 en la isla de Tenerife (archipiélago de las Canarias, España), en el pueblo de Villaflor, siendo bautizado ese mismo día. Sus padres son cristianos fervientes, constituyendo para ellos la fe y el amor de Dios la mayor de las riquezas. Los cinco hijos, incluido Pedro, que es el primogénito, tienen presente la fervorosa oración de su padre y las privaciones de su madre en favor de los pobres. El temperamento de Pedro se caracteriza por algunos rasgos que proceden probablemente de uno de sus antepasados, un gentilhombre normando que había conquistado las Canarias al servicio de Enrique III de Castilla: el orgullo, el deseo de estar siempre en primer plano, el instinto de victoria y de dominación, la tendencia a decidir por sí mismo… Una rigurosa ascesis, sostenida por la gracia, le ayudará a corregir esos defectos y a practicar las virtudes de humildad, sencillez y obediencia; su deseo consiste en hacerse pequeño, tanto a los ojos de Dios como a los de sus hermanos. Además, hereda de su madre la piedad, el gozo y la facilidad de manifestar su fervor religioso con espontaneidad y buen humor.
Desde muy joven, el muchacho se encarga del rebaño de su padre, al que guía por los valles y playas de la isla. Ese contacto con la naturaleza desarrolla en él una capacidad de admiración y de serena contemplación de Dios presente en su creación. Después de la muerte de su padre, Pedro abandona el trabajo de pastor para cultivar la exigua propiedad familiar. Un día, al oír hablar a fray Luis de Betancur, pariente suyo, de América, de sus selvas y de sus riquezas, pero también de los amerindios y de los negros reducidos a la esclavitud, brota en su corazón una profunda compasión por aquellos desdichados, así como el deseo de evangelizarlos.
Sin embargo, su madre tiene para él proyectos de matrimonio. Pedro, que no comparte ese deseo, se toma un tiempo de oración, consultándolo con su tía, que vive cerca. Ambos consideran el asunto ante Dios y, finalmente, indicando a su sobrino el camino del mar, la tía afirma: «Debes salir al encuentro de Dios como Pedro sobre las aguas». Lleno de gozo, Pedro se embarca en un navío para cruzar el océano. No obstante, antes de partir escribe a su madre explicándole que un amor mayor y que un servicio de capital importancia le impulsan a abandonarlo todo. Desembarca en La Habana en 1649. Dos años más tarde, deseoso de alcanzar el continente, sube a un navío y se enrola como grumete para costearse los gastos del viaje. Manifiesta tal entusiasmo en el trabajo y se comporta con tanta bondad que, una vez llegado a su destino, el capitán del barco se niega a concederle la libertad. Pedro interpreta aquella situación como una voluntad temporal y expresa de Dios, pero permanece firme en sus aspiraciones como misionero. Poco tiempo después, contrae unas fiebres tan violentas que es desembarcado en una playa de Guatemala (que en aquella época dependía de España), donde un pescador le habla de la ciudad de Santiago de Guatemala, a lo que él contesta: «Deseo ir a esa ciudad, porque un profundo gozo y una fuerza superior me empujan a dirigirme hacia ella».
Antes de entrar en esa capital, a la cual llega a pie, Pedro se arrodilla para rezar y besar la tierra. Es el 18 de febrero de 1651, a las dos de la tarde. Precisamente a esa misma hora, la hermosa ciudad sufre la sacudida de un terremoto. Desdeñando el peligro, Pedro se apresura a socorrer a las víctimas, pero al día siguiente, agotado a la vez por el viaje y por su caritativa dedicación, se dirige al hospital de San Juan de Dios, que acoge a los enfermos más necesitados, en especial a numerosos amerindios y africanos. A pesar de la gravedad de su estado, Pedro consigue curarse, empleándose luego como operario en una panadería. Como testigo que es del sufrimiento de los esclavos condenados a trabajos forzados, Pedro se interesa por su suerte, intenta mejorar su situación a costa de su propio salario, los instruye con bondad y reza con ellos el rosario a fin de cambiar sus depravadas costumbres.
A los pies del crucifijo
Un día se decide a llamar a la puerta del convento de los franciscanos. El padre Fernando Espino lo recibe con bondad y, al constatar el valor espiritual del joven, lo invita a estudiar para sacerdote. Entusiasta en el trabajo, Pedro estudia noche y día, pero los resultados que obtiene no se corresponden con sus esfuerzos; ello le decide, tras haber rezado a la Santísima Virgen, a abandonar la vía del sacerdocio. Ingresa en la orden tercera de San Francisco, recibiendo el hábito en enero de 1655, antes de retirarse en la iglesia de El Calvario, donde desempeña el cargo de sacristán. Pedro pasa horas enteras en actitud de adoración ante un crucifijo muy expresivo que se venera en ese santuario. En sus ratos libres realiza obras de misericordia, dedicándose a todos los desheredados, visitando los hospitales, las cárceles, a los pobres, a los hambrientos y a los emigrados sin trabajo, dando incluso catequesis a los niños mediante canciones y juegos. Su bondad y fama de santidad atraen poco a poco a las multitudes al Calvario.
«Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales… Bajo sus múltiples formas —indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas o psíquicas y, por último, la muerte—, la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesidad que tiene de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí e identificarse con los más pequeños de sus hermanos. También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia, que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables» (Catecismo de la Iglesia Católica, CEC, 2447-2448).
Mediante la frase Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis (Jn 12, 8), Jesús nos invita a «reconocer su presencia en los pobres que son sus hermanos. El día en que su madre le reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, santa Rosa de Lima le contestó: «Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos cansarnos de ayudar a nuestro prójimo, porque en ellos servimos a Jesús»» (CEC, 2449).
Animado por el mismo espíritu caritativo que santa Rosa de Lima, fray Pedro adquiere en 1658 una casa muy pobre a la que llama «la casita de Nuestra Señora de Belén». Allí recoge a niños vagabundos, ya sean blancos, mestizos, criollos o negros, y muy pronto acuden convalecientes pobres procedentes de los hospitales, así como estudiantes y extranjeros. De ese modo, aquel hombre con pocos estudios se convierte en el fundador de la primera escuela gratuita de alfabetización de América Central y del primer hospital de convalecencia de las tierras españolas de América. Su éxito es tal que en poco tiempo resulta necesario ampliar el local, consiguiendo adquirir las casas vecinas gracias a donaciones. Como confía en la Providencia no busca ingresos fijos, sino que recurre a la generosidad de familias acomodadas que garantizan, por turnos, el sustento de los indigentes que allí viven. Para poder atender las demás necesidades, Pedro pide ayuda recorriendo incansablemente las calles de la ciudad. En el transcurso de sus idas y venidas, no hay miseria que no se esfuerce por aliviar. En una ocasión, al encontrar en la portería del convento de San Francisco a una pobre anciana, otrora esclava y en ese momento completamente abandonada, le ruega que se aloje en su casa, llevándola él mismo a cuestas. Su caridad universal le ha merecido el título de «Madre de Guatemala», otorgado por el Papa Juan Pablo II en el momento de su beatificación.
El mayor de los engaños
Empujado por la caridad de Cristo, Pedro de Betancur es realmente feliz de poder entregar su vida por Dios mediante el servicio a los pobres, ofreciendo de ese modo un ejemplo que sigue siendo actual. Con motivo del día mundial de la juventud celebrado en Toronto el 28 de julio de 2002, el Papa Juan Pablo II exhortaba a los jóvenes a servir a Dios y a sus hermanos, y empleaba palabras contundentes: «El espíritu mundano ofrece multitud de ilusiones, numerosas parodias de la felicidad. Sin duda, no hay tinieblas más espesas que las que se insinúan en el alma de los jóvenes cuando falsos profetas extinguen en ellos la luz de la fe, de la esperanza y del amor. El mayor de los engaños, la fuente más importante de desdicha consiste en la ilusión de encontrar la vida prescindiendo de Dios, en pretender alcanzar la verdad excluyendo las verdades morales y la responsabilidad personal… Sólo Jesús, como amigo íntimo de cada joven, tiene palabras de vida. El mundo que heredaréis es un mundo que necesita desesperadamente renovar el significado de la fraternidad y de la solidaridad humana. Es un mundo que necesita ser alcanzado y curado por la belleza y por la riqueza del amor de Dios. El mundo actual necesita testigos de ese amor, necesita que seáis la sal de la tierra y la luz del mundo».
«La sal se utiliza para conservar y mantener en buenas condiciones los alimentos. Como apóstoles del tercer milenio, nos corresponde conservar y mantener viva la conciencia de la presencia de Jesucristo Salvador nuestro, en especial en la celebración de la Eucaristía, memorial de su muerte redentora y de su resurrección gloriosa. Debéis mantener vivo el recuerdo de las palabras que Él pronunció, de las maravillosas obras de misericordia y de bondad que Él llevó a cabo. Debéis recordar al mundo constantemente que el Evangelio es el poder de Dios que salva. Del mismo modo que la sal condimenta y da gusto a los alimentos, así también vosotros, siguiendo a Jesús, debéis cambiar y mejorar el «sabor» de la historia humana. Con vuestra fe, vuestra esperanza y vuestro amor, con vuestra inteligencia, vuestro valor y vuestra perseverancia, debéis humanizar al mundo en el que vivimos. Isaías indicaba ya el modo de conseguirlo: desata los lazos que oprimen… Parte con el hambriento tu pan… nacerá tu luz en las tinieblas (Is 58, 6-10)».
Vivir para ver
El padre Manuel Lobo, jesuita, que durante quince años fue director espiritual de fray Pedro de Betancur, dejó escrito lo que sigue: «La gran devoción que profesaba hacia el misterio del nacimiento del Hijo de Dios, así como la inspiración del Cielo, le movieron a llamar a su establecimiento Nuestra Señora de Belén. Belén significa «casa del pan», y allí fue donde los humildes pastores hallaron al Hijo de Dios hecho carne; del mismo modo, en ese nuevo Belén, los pobres debían hallar, además de pan, a Dios nuestro Señor y, junto al alimento del cuerpo, el alimento espiritual para nutrir sus almas». Pedro ha empezado solo, pero el ejemplo de su caridad trae consigo que unos jóvenes terciarios franciscanos se unan a él para socorrer a los desdichados. Pedro acoge de buen grado a esos compañeros, organizando una vida en común llena de sencillez en la que la oración y la penitencia alternan con las obras de caridad corporal. Es su deseo construir un auténtico hospital dedicado sobre todo a los convalecientes que siguen necesitando cuidados y que deben recuperar a la vez la fuerza física y la salud del alma. Tras exponer su proyecto al obispo del lugar, quien ha seguido su explicación atentamente, éste le pregunta con qué recursos piensa sufragar una construcción tan costosa, a lo que Pedro responde: «No lo sé, pero Dios lo sabe y proveerá». El obispo concede el permiso correspondiente y los trabajos comienzan sin demora. Sin embargo, las críticas arrecian. ¿Acaso no es presunción emprender semejante obra? Un día, el superior del convento de San Francisco acude a visitar la obra en ausencia de Pedro y desaprueba ese proyecto tan oneroso. A su regreso, una vez puesto al corriente de las reflexiones del religioso, el fundador se limita a declarar: «Nada de esto se hace por cuenta del padre, ni por cuenta mía, sino por cuenta de Dios, y vivir para ver». De hecho, la fe y la humildad de Pedro le permiten recoger poco a poco los fondos necesarios.
El mejor servicio a Dios
Durante la construcción del hospital, Pedro sigue practicando obras de misericordia: suministra víveres a los hospitales y a las prisiones, asiste a los moribundos, restablece la concordia en los hogares desunidos y convierte a las prostitutas, a quienes proporciona medios para llevar una vida decente. Su atención se centra especialmente en quienes se encuentran en una situación de mayor debilidad y, por lo tanto, de más grave necesidad. «La opción por los pobres (es decir, la preferencia por los más pobres en las obras de caridad) es inherente a la dinámica misma del amor vivido según Cristo. A ella están pues obligados todos los discípulos de Cristo» (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Vita consecrata, 25 de marzo de 1996, 82). Pedro da testimonio igualmente de una gran caridad hacia las almas del Purgatorio, para las cuales encarga Misas. Más allá de su carácter activo, permanece sin embargo unido a Dios, sin dejar de rezar ni de meditar sobre los misterios de la vida de Nuestro Señor. En cuanto se entera de que el Santísimo Sacramento se halla expuesto en una iglesia, interrumpe sus ocupaciones habituales para ir a adorarlo de rodillas, inmóvil, durante largo rato. Su convivencia con la cruz y los sacrificios le mueven no obstante a reprobar las penitencias que perjudican las actividades caritativas, según explica con estas palabras: «A Dios se le sirve mejor llevando a un enfermo de un lecho a otro que sometiéndose a penitencias excesivas». A una mujer que se queja de no poder ir a la iglesia a causa de la parálisis de su marido, le dice: «Al lado de un enfermo puede rezar cuanto quiera, y Dios le escuchará igual que en iglesia».
Otro de los apostolados del humilde terciario consiste en recorrer durante la noche las calles de la ciudad, agitando una campanilla y clamando en voz alta la siguiente advertencia: «Hermanos, recordad que tenemos un alma y que, si la perdemos, no podremos recobrarla»; de ese modo, consigue hacer recordar a todos el misterio de la eternidad y suscita conversiones. La más famosa de esas conversiones es la de un joven noble, don Rodrigo Arias Maldonado, gobernador de Costa Rica, que se encuentra en ese momento en Guatemala para recibir una recompensa del rey de España. Una de las damas más nobles y ricas de la ciudad, enamorada de Rodrigo, se presenta una noche en su palacio con intenciones culpables, pero sufre enseguida un síncope mortal. Aterrorizado, don Rodrigo se queda sin saber qué hacer, mientras oye de súbito la campanilla nocturna de Pedro. Lleno de furia, Rodrigo se lanza a la calle llevando la espada desenvainada, firmemente decidido a hacer callar a ese molesto personaje. Con bondadosa humildad, Pedro lo mira fijamente; luego, leyendo en el fondo de su corazón, le desvela con todo detalle los hechos que acaban de producirse. Al comprender que se las tiene que ver con un santo, el hidalgo confiesa sus pecados. Tras escucharlo con enorme compasión, Pedro sube hasta la estancia donde yace la mujer, pálida y fría; susurra una oración y dibuja la señal de la cruz sobre ella. Poco a poco, la dama vuelve a la vida y, temblorosa, profiere un gemido. Pedro la tranquiliza, la ayuda a levantarse, la cubre con su manto y la hace volver a casa.
Rodrigo pasa el resto de la noche sin poder dormir, convulso por terribles remordimientos. Al alba, se dirige al hospital y pide ingresar en la comunidad de Pedro. «Todavía no ha llegado el momento» —le responde este último, haciéndole volver a casa. Una vez allí le llega la misiva real que estaba esperando desde su llegada a Guatemala: el rey Felipe IV le concede el título de marqués de Talamanca, además de una copiosa asignación, y le anuncia que muy pronto lo nombrará virrey de Nueva España. Tres días después, habiendo reflexionado detenidamente, se presenta de nuevo en el hospital. Esta vez, Pedro lo acoge con un abrazo: «Hermano Rodrigo, que la paz sea contigo. Estás en tu casa. A partir de hoy te harás llamar Rodrigo de la Cruz».
El 20 de abril de 1667, debilitado por sus numerosos trabajos, Pedro contrae una bronconeumonía. Al ver que la muerte está cerca, designa a Rodrigo de la Cruz como sucesor y, bendiciéndolo con las palabras «Que Dios te haga humilde», le indica las directrices que debe seguir en la obra iniciada. El 25 de abril, entrega su alma a Dios henchido de gozo. Rodrigo de la Cruz ejecutó fielmente las voluntades del fundador y redactó las constituciones de la Orden de Belén. Además de las congregaciones de monjes, aceptó igualmente las de monjas. En 1674, el Papa Clemente X aprobó las reglas de unos y de otras.
Una herencia que no debe perderse
El 22 de junio de 1980, el Papa Juan Pablo II beatificaba a fray Pedro de Betancur, simple terciario que, pobre entre los pobres, había sabido reconocer en estos últimos al Niño Santo de Belén. En efecto, «Cristo es indigente aquí en la persona de sus pobres… En cuanto Dios, es rico; en cuanto hombre, pobre. De hecho, ese hombre subió ya rico al Cielo donde se halla sentado a la derecha del Padre; mas aquí, entre nosotros, todavía padece hambre, sed y desnudez» (san Agustín, Sermo 123, 3-4). Con motivo de la canonización de fray Pedro, el Santo Padre se expresaba del siguiente modo: «Todavía hoy en día, el nuevo santo es una invitación imperiosa a reconocer la misericordia en la sociedad actual, sobre todo cuando son tan numerosos quienes esperan una mano tendida que les dé auxilio. Pensamos en los niños y en los jóvenes sin techo o sin educación, en las mujeres abandonadas que deben enfrentarse a tantas necesidades; en las multitudes de marginados de las ciudades; en las víctimas de las organizaciones criminales organizadas, de la prostitución o de la droga; en los enfermos sin asistencia o en las personas mayores que viven solas».
«Fray Pedro es una herencia que no debe perderse; debe ser objeto de gratitud permanente y de renovada imitación. Esa herencia debe suscitar entre los cristianos y en todos los ciudadanos el deseo de transformar la comunidad humana en una gran familia, en la que las relaciones sociales, políticas y económicas sean dignas del hombre, y en cuyo seno se promueva la dignidad de la persona a través del reconocimiento efectivo de sus derechos inalienables».
«Quisiera concluir recordando que la devoción a la Santísima Virgen acompañó siempre la vida de piedad y de misericordia de fray Pedro. Que ella nos guíe también a nosotros a fin de que, iluminados por los ejemplos del «hombre hecho caridad», como se le conoce a Pedro de Betancur, podamos llegar hasta su Hijo Jesús».
Es la gracia que pedimos a san José para usted y para todos sus seres queridos.
>