3 de diciembre de 2003
Juan Enrique (John Henry) Newman
Muy estimados Amigos:
En una ocasión, a un pastor presbiteriano norteamericano que se había convertido en 1990 al catolicismo, le echaron en cara lo siguiente: «Usted se ha hecho católico por dinero. – No, no ha sido por dinero, replicó, sino por las riquezas». Otro pastor, que se había convertido poco tiempo después, hizo la siguiente reflexión: «Nosotros los convertidos hemos recibido riquezas que jamás sospechábamos… La angustia que hemos tenido que soportar no tiene comparación con las riquezas que hemos obtenido: la Sagrada Eucaristía, el Papa, el Magisterio, los sacramentos, María y los santos, es decir, el esplendor de Cristo reflejado en su Iglesia. Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor (Flp 3, 8)». A lo largo de la historia, han sido muchos los que, nacidos fuera de la verdadera Iglesia de Cristo, con el auxilio de la gracia, han conseguido hallar el camino de la plena verdad. Entre ellos, Juan Enrique Newman ocupa un lugar de privilegio.
Nacido el 21 de febrero de 1801, el joven Juan Enrique, hijo de un banquero de Londres, recibe de su madre, descendiente de protestantes franceses, una educación religiosa impregnada de calvinismo. Sus grandes prevenciones contra el catolicismo le hacen creer firmemente que el Papa es el Anticristo. Sin embargo, a la edad de quince años, momento en que comienza sus estudios en el instituto de Ealing, cerca de Londres, se produce un cambio importante en su mentalidad, gracias a una inspiración procedente del cielo. «Sentí por primera vez –escribe– la influencia de un credo determinado, y tomé conciencia de lo que significaba un dogma, impresión que, gracias a Dios, nunca se ha borrado ni oscurecido». Además, se apodera de él una idea que está en contradicción con el protestantismo, ya que se siente llamado por Dios a vivir en el celibato. Por eso, al descartar toda posibilidad de matrimonio, toma la resolución de vivir soltero y de abrazar la carrera eclesiástica en el seno de la Iglesia anglicana.
Primer vicario de Cristo
En calidad de estudiante precoz, es admitido en la Universidad de Oxford a la edad de dieciséis años. Su pasión por la lectura y su curiosidad hacia todo tipo de conocimientos le inducen a estudiar historia, lenguas orientales, poesía y matemáticas. Su gran afición por la música le mueve a distraerse tocando el violín. Su temperamento es abierto, y se entrega a todo con el mismo afán. A partir de aquella época se deja cautivar de buen grado por la meditación de las realidades invisibles, intentando con empeño hacer el bien y conocer la verdad. «El drama interior que caracterizó la larga vida de Juan Enrique Newman giró en torno al tema de la santidad y de la unión a Cristo. Su deseo más ardiente era conocer y cumplir la voluntad de Dios» (Juan Pablo II, discurso con motivo del centenario de la muerte de J. H. Newman, en 1990). Esa aspiración se concretará a lo largo de su vida mediante una gran docilidad por seguir la voz de su conciencia. Él mismo escribirá: «La conciencia es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza… La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo» (carta citada en el Catecismo de la Iglesia Católica, CEC, 1778). En efecto, en lo más profundo de su conciencia, el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, pero a la que debe obedecer; esa voz le mueve a amar, a hacer el bien y a evitar el mal. Sin embargo, la conciencia debe ser informada y educada, a lo largo de toda la vida, a la luz de la Palabra de Dios, pero también llevando «diligente atención a la doctrina sagrada y cierta de la Iglesia. Pues por voluntad de Dios la Iglesia es maestra de la verdad» (Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis Humanæ, 14).
En 1820, el joven estudiante obtiene el grado de bachiller en artes, siendo nombrado dos años más tarde fellow (distinción concedida a la minoría selecta de los titulados de cada colegio) del colegio de Oriel, lo que, de golpe, le permite entrar en la sociedad más refinada de Oxford. En 1828, se le asigna el cargo de tutor, ocupándose a la vez de la enseñanza literaria y de la educación moral de los estudiantes. En contacto con los demás fellows, el joven Newman sufre la influencia de las ideas de su época: excesiva confianza en el mundo y en la libertad humana a despecho de cualquier freno y de cualquier ley. Él mismo escribirá: «Comenzaba a situar la superioridad intelectual por encima de la superioridad moral; iba a la deriva». Bajo la influencia positiva de un amigo, Hurrel Froude, Newman consigue desprenderse de esa funesta senda. Ordenado diácono de la Iglesia anglicana des de 1824, llega a ser muy pronto vicario de la iglesia de San Clemente de Oxford, a la espera de convertirse en párroco de Saint-Mary’s, iglesia de la Universidad (1828).
La Iglesia a la que pertenece se halla entonces en plena crisis. Tras aproximadamente tres siglos de persecución del catolicismo, la religión oficial de Inglaterra es indiscutida, pero en adelante languidece y carece de vida. El clero, al que sólo mueven perspectivas humanas, se afana por acumular fructuosos beneficios, sin preocuparse por dar una dirección espiritual ni por ejercer ninguna acción apostólica. Además, el culto ha perdido todo esplendor y dignidad, y la Iglesia anglicana parece más una institución ligada al Estado, del que ha recibido privilegios políticos y grandes riquezas, que la protectora de la fe religiosa que se impone a la razón y que ilumina la conciencia.
La pasión por la antigüedad
A medida que consigue desprenderse de las ideas mundanas, Newman percibe cómo brota en él un gran sentimiento hacia los Padres de la Iglesia, esos escritores eclesiásticos de los primeros siglos que, por la santidad y ortodoxia de su doctrina, son testigos privilegiados de la Sagrada Tradición. Ya desde los quince años había descubierto a los Padres de la Iglesia a través de la obra de Joseph Milner Historia de la Iglesia de Cristo, libro que le había inducido cierta pasión por la antigüedad cristiana. Ahora, aquella semilla de su adolescencia crece en su alma, e intenta leer in extenso a los Padres en el texto. En el transcurso de los años siguientes, consigue formar una imponente biblioteca de obras patrísticas. Pero Juan Enrique Newman es también un apasionado por la Sagrada Escritura, como se deduce de lo que escribe a su hermana Harriett: «Si os sobra algo de tiempo el domingo, aprended de memoria fragmentos de la Escritura. Creo que el beneficio es incalculable, pues impregna el alma de buenos y santos pensamientos. Es un buen recurso, además, en los momentos de soledad, en los viajes y en las noches de insomnio». La lectura asidua de la Biblia lo prepara a conocer mejor la Iglesia. Y así es, pues si seguimos la advertencia de san Agustín, «los profetas hablaron con más claridad y más largamente de la Iglesia que de Jesucristo, pues preveían que habría muchos más errores, voluntarios e involuntarios, en este asunto que en el misterio de la Encarnación» (Catecismo del Concilio de Trento, artículo «Creo en la Santa Iglesia Católica»).
En 1830, Hugh Rose, de Cambridge, que busca colaboradores para una Biblioteca eclesiástica, propone a Newman que escriba una historia de los primeros concilios. Para realizar el trabajo, Juan Enrique estudia de cerca a los Padres de la Iglesia de Alejandría, en especial a san Atanasio y a Orígenes; está convencido de que la Providencia, por mediación de los ángeles, ha conducido los acontecimientos y los pueblos, tanto judíos como paganos, hacia la revelación plenaria de la verdad en Jesucristo. El fruto de ese estudio no se publicará hasta finales de 1833, con el título de Los arrianos del siglo iv.
Dar la voz de alarma
En julio de 1883, justo después de que Newman regrese de unas vacaciones en el sur de Europa, el pastor anglicano John Keble pronuncia un discurso que más tarde se iba a publicar con el título de National Apostasy. Ese discurso, que denuncia el estado crítico de la Iglesia anglicana, consigue despertar las conciencias de los anglicanos deseosos de la verdadera identidad cristiana de su Iglesia, y permanecerá en el pensamiento de Newman como la aurora del movimiento religioso que la historia ha conocido con el nombre de «Movimiento de Oxford». Desde el principio, Newman comparte el ideal de los líderes del Movimiento, contribuyendo a publicar unos «Tracts for the times», panfletos de pocas páginas sin firma y sin otro objetivo que el de dar la voz de alarma sobre el peligro que corre la Iglesia anglicana. En poco tiempo, la difusión de los panfletos aumenta considerablemente. Entre el clero anglicano, adormecido hasta ese momento, esas nuevas e inesperadas ideas producen una especie de convulsión, y todos se sienten inquietos.
Si bien, a los ojos de Newman, la posición doctrinal del anglicanismo parece inatacable, él estima que su degradación moral va unida al abandono de la Tradición patrística, por lo que la esperanza de renovación para su Iglesia hay que buscarla en el acercamiento a los Padres. Persuadido de que la doctrina de la Iglesia de Inglaterra descansa esencialmente en los Padres, considera que el retorno a ellos es sinónimo de retorno a los teólogos anglicanos del siglo xvi. Newman se muestra favorable a una via media, especie de posición intermedia entre el protestantismo y el catolicismo romano, según la cual, mantiene contra el primero la autoridad de la Tradición y de los primeros Padres, rechazando en el segundo aquellas doctrinas que considera innovaciones aparecidas a lo largo de los siglos. Por otra parte, estima que la Iglesia anglicana es una rama de la Iglesia Católica, siendo las otras dos representadas por la Iglesia griega y la Iglesia romana.
Sin embargo, en 1839, al estudiar la historia de los monofisitas (herejes del siglo v que negaban que en Jesucristo hubiera dos naturalezas), toma conciencia de la imposibilidad de apoyar el anglicanismo. Es como un flechazo, algo totalmente inesperado. «Me resultada difícil demostrar –nos explica– que los monofisitas eran herejes sin admitir que los protestantes y los anglicanos lo eran igualmente, y también encontrar argumentos contra los Padres del Concilio de Trento que no recayeran sobre los de Calcedonia (Concilio ecuménico del año 451 contra los monofisitas), así como condenar a los Papas del siglo xvi sin condenar al mismo tiempo a los del siglo v. Por ambas partes, el combate del error y de la verdad era absolutamente idéntico. Los principios y la conducta de la Iglesia actual eran los mismos que los de la Iglesia de entonces, y los principios y la conducta de los herejes de entonces eran los de nuestros protestantes. Y era eso lo que yo constataba, muy a pesar mío».
Una teoría pulverizada
Monseñor Wiseman (prelado anglicano que llegará a ser cardenal y arzobispo de Westminster en 1850) publica entonces un artículo sobre los donatistas (grupo de cristianos africanos que, en el siglo iv, se sublevaban contra la Iglesia universal y defendían que eran los únicos en conservar la verdad), comparándolos con los anglicanos. Un amigo le indica a Newman una frase de san Agustín que aparece en el artículo: Securus iudicat orbis terrarum, que puede traducirse así: El juicio de la Iglesia universal es seguro. «Repitió esas palabras varias veces –cuenta Newman– y, cuando se fue, siguieron resonando en mis oídos: Securus iudicat orbis terrarum. Eran palabras que iban más allá de la cuestión de los donatistas, que se aplicaban a la de los monofisitas. Conferían a ese artículo una fuerza que al principio me había pasado desapercibida. Decidían cuestiones eclesiásticas según una regla más sencilla que la de la Antigüedad… ¡Cuánta luz se proyectaba con ello sobre toda controversia en la Iglesia! No porque, por un instante, la multitud no pudiera errar en su juicio; no porque, en medio de la tempestad arriana, más sedes de las que pudieran contarse no se hubieran doblegado ante su furia y no hubieran abandonado a san Atanasio; ni tampoco porque la multitud de los obispos no hubiera necesitado, durante ese combate, sustentarse con la mirada y la voz de san León, sino porque el juicio reflexivo al que se adhiere por entero la Iglesia y sigue adheriéndose es una prescripción infalible, una sentencia definitiva contra las de sus ramas que protestan y que se alejan de ella… Mediante una sola frase, la palabra de san Agustín me impresionaba como ninguna otra había sido capaz de hacerlo… Mediante esas grandiosas palabras del antiguo Padre, la teoría de la via media quedaba completamente pulverizada». La via media se le antojaba desde entonces como la vía de la herejía, esa vía que denuncia el Evangelio de san Juan, según la cual los ladrones y los salteadores intentan asaltar el redil de Cristo, en oposición a la puerta regia, que permite entrar con toda dignidad (Jn 10, 1-2).
No obstante, Newman aún no renuncia a su defensa del anglicanismo. Si bien reconoce que la Iglesia anglicana carece de la unidad y de la universalidad de la Iglesia de Cristo, intenta esforzarse en demostrar que, por lo menos, posee las otras características de la verdadera Iglesia. Redacta entonces el «Tract 90», con el que intenta probar que los 39 artículos promulgados por la reina Isabel en 1571 (artículos que son la base del credo anglicano) son compatibles con los principios católicos. Pero ese escrito enciende la mecha de la pólvora. Tanto los dirigentes de la universidad como la mayor parte de los obispos anglicanos lo reprueban violentamente y consideran a todos los partidarios del panfleto como sospechosos. El golpe resulta terrible para Newman, quien ve en aquello la prueba de que su Iglesia no puede ni quiere asimilar los elementos católicos que él se esfuerza en introducir.
«¿Qué harían los Padres en mi lugar?»
En 1841, su posición en el seno del anglicanismo ha llegado a ser tan difícil que se ve obligado a dejar en manos de su vicario el cargo de párroco de Saint-Mary’s. En medio del desasosiego de su desgarrado corazón, se retira con algunos discípulos a Littlemore, aldea cercana a Oxford, donde se recoge para retomar desde el principio sus estudios sobre los tratados de la Iglesia anglicana. Siente sobre todo la necesidad de buscar, en la plegaria y en la mortificación, la gracia necesaria para resolver el problema que le atormenta. Consciente como es de haberse equivocado a menudo, se pregunta si no estará equivocándose de nuevo esta vez. La lucha resulta penosa y lenta y, con la rectitud de su alma, escribe lo siguiente a sus feligreces de Littlemore: «Recordad a este hombre en los días venideros, incluso si no oís hablar de él, y rezad por él, para que pueda discernir en todas las cosas la voluntad de Dios, y que esté dispuesto a cumplirla en todo momento». La vida en Littlemore es pobre y austera: rigurosos ayunos, silencio monástico, recitación de los oficios canónicos conforme a la liturgia católica, meditaciones, confesión semanal y comunión frecuente. Nada más instalarse, Newman empieza a traducir las obras de san Atanasio. «Había tomado la resolución de rechazar toda controversia, y me centraba en la traducción de san Atanasio… Vi claramente en la historia de los arrianos que los arrianos puros eran los protestantes, que los semi-arrianos eran los anglicanos y que, finalmente, Roma era lo que es hoy en día. La verdad no descansaba en la via media, sino en lo que se llamaba el partido extremo… ». Su preocupación constante es llegar a saber qué harían los Padres de la Iglesia si estuvieran en su lugar, y ellos lo conducían hasta donde él no pensaba llegar.
Pero, en medio de su retiro, hay otro pensamiento que le viene a la mente a Newman: ¿y si esos «dogmas nuevos», que los anglicanos reprochan a la Iglesia romana de haber fabricado, no son otra cosa que un desarrollo homogéneo de la fe apostólica? Así pues, decide escribir su Ensayo sobre el desarrollo del dogma cristiano. Ese estudio le permite franquear el último obstáculo que le separa de la Iglesia romana, la cual, en efecto, no ha inventado nada, sino que ha sacado del depósito de la Revelación unas doctrinas cada vez más precisas, pero siempre en la misma dirección. El 6 de octubre de 1845, interrumpe de repente su trabajo, pero dos días después consigue que venga a Littlemore un religioso católico italiano, el padre Domingo. Nada más llegar éste, Newman se prosterna a sus pies y le pide ser oído en confesión. Después de una noche de oración, Newman, junto con dos discípulos suyos, hace su profesión de fe católica y recibe el bautismo bajo condición. A partir de ese momento pertenece «por efecto de la misericordia divina, a la Iglesia fundada por Cristo y que dirigen los sucesores de Pedro y de los demás apóstoles, en cuyas manos permanecen enteras y vivas las instituciones y la doctrina de la comunidad apostólica primitiva» (Declaración Mysterium Ecclesiae, Congregación para la Doctrina de la Fe de 24 de junio de 1973). Aunque es legítimo sentir gozo por pertenecer a la Iglesia Católica, no conviene experimentar orgullo, sino más bien dar gracias humildemente por ello. «No olviden, con todo, los hijos de la Iglesia que su excelsa condición no deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una gracia especial de Cristo: y si no responden a ella con el pensamiento, las palabras y las obras, lejos de salvarse serán juzgados con mayor severidad» (Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 14).
La amiga más querida
Por más prevista que estuviera la «secesión» de Newman, el efecto es inmenso en el mundo anglicano. Se calcula que las conversiones que se producen inmediatamente después de la suya llegan a trescientas, y ese movimiento continuará los decenios siguientes. Newman debe asumir un sacrificio muy pesado al abandonar lo que ha supuesto su vida hasta ese momento, y adaptarse a un ambiente católico con el que no armoniza espontáneamente. Después de ser ordenado sacerdote en Roma en 1847, regresa a Inglaterra para fundar en Birmingham una comunidad del Oratorio. Entre 1851 y 1858, pone su empeño en fundar una universidad católica en Dublín. Tras recibir las críticas de un escritor parcial, en 1864 escribe su Apologia pro vita sua, libro autobiográfico cuya limpidez de estilo y sinceridad de convicciones le valen un rebrote de simpatía y de celebridad. Hasta su muerte, acontecida en 1890, Newman se entrega sin paliativos al servicio de la Iglesia Católica. En señal de reconocimiento por tantos trabajos emprendidos con fidelidad y amor, el Papa León XIII le otorga la dignidad cardenalicia en 1881. Al final de su larga vida, el cardenal Newman puede escribir con total lealtad: «Mi deseo ha sido siempre tener la Verdad como la amiga más querida, y no tener otro enemigo sino el error».
La Iglesia es la obra de Jesucristo, «obra que es prolongación y reflejo suyo y mediante la cual está siempre presente en el mundo. Es su esposa, a quien se ha entregado por entero; la ha escogido para Él, la ha fundado y la mantiene siempre viva. Además, ha entregado su vida para que ella viva… Hermanos, seamos conscientes de esta verdad: Jesucristo ha amado a su Iglesia… Si Dios ha amado a la Iglesia hasta el punto de sacrificarle su vida, eso significa que también es digna de nuestro amor» (Juan Pablo II, homilía pronunciada en Costa Rica el 3 de marzo de 1983). San Agustín llegó a escribir la siguiente fórmula lapidaria: «En la medida que se ama a la Iglesia se posee el Espíritu Santo». Esa puede ser precisamente una de las lecciones más valiosas de la vida del cardenal Newman. Sus escritos proyectan una luz clarísima sobre el amor de la Iglesia como efusión continua del amor de Dios hacia el hombre en cada etapa de la historia. El cardenal poseía una auténtica visión sobrenatural que le capacitaba para percibir todas las debilidades presentes en el tejido humano de la Iglesia, pero poseía también una segura percepción del misterio que se esconde más allá de nuestra mirada humana. Adoptemos la ardiente plegaria a Jesucristo que brotaba espontáneamente de su corazón: «Haz que nunca olvide que has establecido en la tierra un reino que es tuyo, que la Iglesia es tu obra, establecida por ti y tu instrumento; que estamos sometidos a tus reglas, a tus leyes y a tu mirada; que cuando la Iglesia habla eres tú quien habla. Haz que el conocimiento íntimo de esa maravillosa verdad no me haga insensible a ella, haz que la debilidad de tus representantes humanos no me haga olvidar que eres tú quien habla y actúa a través de ellos».
El Papa Juan Pablo II decía a los jóvenes reunidos en Toronto en julio de 2002: «Si amáis a Jesús, amad a la Iglesia». Pidamos a nuestra Madre María que vivamos como verdaderos hijos de la Santa Iglesia Católica, a fin de poder ser considerados dignos de la vida eterna.
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