5 de Abril de 2005
San Daniel Comboni
Muy estimados Amigos:
El 11 de noviembre de 1997, Lugna Abdel Aziz, mujer musulmana de 38 años de edad, ingresa en el Hospital Santa María de Jartum (Sudán), dirigido por las Hermanas Combonianas, para ser intervenida de cesárea por el alumbramiento de su quinto hijo. Unas horas antes del nacimiento, la madre está al borde de la muerte. Para frenar una grave hemorragia, es sometida a dos intervenciones quirúrgicas, pero sin resultado alguno. Los médicos consideran entonces que la enferma no tiene remedio. La hermana responsable del servicio de maternidad tiene la idea de invocar a Monseñor Daniel Comboni, cuya reputación es enorme incluso entre los musulmanes, a causa de la total entrega de su vida al servicio de las poblaciones africanas. Después de haber pedido permiso a la mujer y a su marido para rezar a Mons. Comboni por su curación, todas las religiosas oran por esa intención. Tras una nueva operación sin que se produzca mejora alguna, y cuando todos esperan la defunción de la paciente, ésta recobra la consciencia y, unos días más tarde, los médicos la declaran curada. Luego, otros dos médicos musulmanes examinan a la mujer; el resultado de su exploración se añade a las actas del proceso de canonización. «Curación repentina, completa y perdurable, sin secuelas de ningún tipo, científicamente inexplicable» – reconoce por unanimidad la comisión médica reunida el 11 de abril de 2002. Esa curación ha permitido la canonización del beato Daniel Comboni, acontecida el 5 de octubre de 2003.
Daniel Comboni nace el 15 de marzo de 1831 en Limone, Lombardía (Italia). En febrero de 1843, ingresa como alumno en el Instituto del padre Mazza, en Verona, donde, al preguntarle qué quiere ser de mayor, él responde: «Sacerdote». El padre Mazza es el fundador de dos centros escolares para niños pobres. Tiene además proyectos misioneros para África Central, y acaricia la posibilidad de recibir en Verona a niños africanos para darles una sólida formación humana y cristiana.
A la edad de quince años, Daniel lee con fruición la historia de los mártires de Japón, siendo testigo además de la marcha de dos padres del Instituto Mazza hacia las misiones de África. Más tarde escribirá: «En enero de 1849, a la edad de diecisiete años, cuando era estudiante de filosofía, hice la promesa ante mi venerado superior, el padre Mazza, de consagrar toda mi existencia al apostolado en África Central, y, con la gracia de Dios, nunca he faltado a aquella promesa». Es ordenado sacerdote para el Instituto Mazza el 31 de diciembre de 1854, aprendiendo la lengua árabe y algunas nociones de medicina.
En el lapso de una noche
A principios de septiembre de 1857, el padre Comboni se embarca hacia Egipto con otros cuatro sacerdotes misioneros del Instituto y un laico, llegando a la misión de Santa Cruz, en Sudán, el 14 de febrero de 1858, después de un alto en Jartum. El 5 de marzo, el joven misionero escribe a su padre: «El primer esfuerzo que Dios nos pide es aprender la lengua de los dinka (pueblo primitivo de la región)… La lengua de los dinka nunca se ha conocido en el exterior, de tal suerte que no existe ni gramática, ni diccionario, ni maestro que la enseñe». La misión de Sudán es muy ardua. El padre Comboni escribe: «De los 22 misioneros de la misión de Jartum, que existe desde hace diez años, 16 han muerto, y casi todos durante los primeros meses. Estamos en todo momento amenazados de muerte, pues, además del clima, muchos mueren por falta de médicos y de medicamentos. Pero, ¡alabado sea el Señor!… Aquí puede uno morir en el lapso de una noche… Por eso hay que estar siempre preparado».
«La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte, a pedir a la madre de Dios que interceda por nosotros en la hora de nuestra muerte, y a confiarnos a San José, patrono de la buena muerte: «Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia, no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana?» (Imitación de Cristo 1, 23, 1). «Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución; ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!» (San Francisco de Asís)» (Catecismo de la Iglesia Católica 1014).
A partir de 1859, agotados, los misioneros deben replegarse en Jartum, y el padre Comboni, minado por la fiebre, regresa a Verona. Humanamente, se trata de un completo fracaso. A su alrededor, se abren camino los comentarios jocosos. Su convalecencia la emplea enseñando a los jóvenes africanos acogidos en el Instituto Mazza. El 15 de septiembre de 1864, mientras se encuentran orando en la basílica de San Pedro de Roma, se le ocurre una idea: escribir sus pensamientos sobre África y darlos a conocer a la Congregación para la Propagación de la Fe. Enseguida se pone manos a la obra, trabajando sin descanso durante más de dos días. «Un católico acostumbrado a juzgar las cosas a la luz que procede de lo alto –escribe– no puede considerar a África desde el único punto de vista de los intereses humanos, sino desde la pura luz de la fe, viendo allí una multitud innumerable de hermanos, hijos de su Padre común del cielo». El padre Comboni preconiza una regeneración de los africanos por los africanos. Los misioneros crearán centros de formación para diferentes oficios, y de esos centros saldrán los directivos de la sociedad negra regenerada y de la evangelización. Al mismo tiempo, se constituirán en Europa importantes asociaciones que aseguren el sostenimiento de la obra.
Una obra católica
El cardenal Barnabo, prefecto de la Congregación para la Propagación de la Fe, a quien se ha mandado ese plan, consigue para el padre Comboni una audiencia con el Papa Pío IX, que le da su bendición. El sacerdote emprende una gira por Europa y se pone en contacto con las sociedades misioneras, las órdenes religiosas, las personalidades influyentes y los gobiernos que se interesan por África. «Esta obra debe ser católica –afirma–, y no específicamente española o francesa, alemana o italiana». Si bien consigue muchas aprobaciones, también se enfrenta a fuertes oposiciones. El 2 de agosto de 1865, fallece el padre Mazza. Privado de su director espiritual, Daniel Comboni se siente muy solo, pero, desde su punto de vista, las contrariedades, los fracasos y las decepciones tienen sentido: son una garantía de éxito, pues Jesús ha fundado su Iglesia en la Cruz.
Después de un breve viaje por África, el misionero funda en Verona, bajo la autoridad del obispo, la obra del Buen Pastor, que comprende un seminario para la formación de los europeos destinados a las misiones de África. A continuación, parte de nuevo hacia El Cairo, con objeto de instalar allí su obra, encontrándose de nuevo en Europa en julio de 1868. A la vez que suscita por doquier gran interés por sus obras, unas cartas difamatorias contra él llegan desde Egipto a Roma y a Verona, procedentes de un colaborador suyo descontento. Más tarde, ese sacerdote se retractará de la denuncia e implorará perdón, pero de momento, tanto esas cartas como otros malentendidos acarrean la desaprobación pública del padre Comboni por parte de la Congregación para la Propagación de la Fe; así, la obra del Buen Pastor se echa a perder inesperadamente a causa de una decisión de la Santa Sede. La justificación que el padre Comboni presenta al cardenal Barnabo y el testimonio en su favor del vicario apostólico de Egipto, hacen que recupere los favores de Roma.
A finales de febrero de 1869, de regreso a El Cairo, siente el enorme gozo de ver los primeros frutos de su plan. Los alumnos de las dos primeras escuelas estudian bajo la dirección de docentes europeos, pero la tercera escuela, destinada a las chicas, está dirigida por maestras negras. Esa es la prueba de que los africanos son capaces no solamente de aprender sino también de enseñar. En aquella época, esa demostración consigue cambiar las mentalidades. El padre Comboni dirá: «He querido demostrar a los pueblos, mediante un ejemplo notorio, que, según el sublime espíritu del Evangelio, todos los hombres, blancos y negros, son iguales ante Dios, y que todos tienen derecho a la adquisición y a los beneficios de la fe y de la civilización cristianas».
Oyéndolas cantar…
La escuela donde enseñan las maestras africanas acepta alumnos de todas las razas. Se enseña el catecismo, aritmética, árabe, francés, italiano, alemán, armenio y labores femeninas, desde hacer punto hasta los más finos bordados de oro y de seda. El padre Comboni escribe lo siguiente al respecto: «Solamente con ver a nuestras queridas niñas africanas, solamente con hablar con ellas o oyéndolas cantar, muchas otras que todavía no tienen fe desean ahora hacerse católicas… Sin embargo, hay que actuar con precaución, pues existe el riesgo de ofender la sensibilidad musulmana, y hay que contar igualmente con la vigilancia de la masonería guiada por tres logias». Pero también resulta necesario oponerse a la mentalidad de algunos católicos poco cuidadosos de la dignidad de los negros.
Con motivo de una larga estancia en Viena (Austria), Daniel Comboni escribe, en cuatro meses, más de mil cartas para convencer a sus amigos de que la misión de África Central continúa a pesar de las innumerables dificultades que se le presentan. El Papa Pablo VI recordaba: «La presentación del mensaje evangélico no constituye para la Iglesia algo de orden facultativo: está de por medio el deber que le incumbe, por mandato del Señor, con vista a que los hombres crean y se salven. Sí, este mensaje es necesario. Es único. De ningún modo podría ser reemplazado. No admite indiferencia, ni sincretismo, ni acomodos. Es la salvación de los hombres lo que está en juego… Merece que el apóstol le dedique todo su tiempo, todas sus energías y que, si es necesario, le consagre su propia vida» (Evangelii nuntiandi, 8 de diciembre de 1975). En el mismo sentido, el Papa Juan Pablo II afirma: «El anuncio del Evangelio constituye el primer servicio de la Iglesia a todo hombre y a la humanidad entera. La evangelización, más allá de las intervenciones de promoción humana, en ocasiones incluso arriesgadas, comporta siempre un anuncio explícito de Cristo… La Misión «ad gentes» (para los no cristianos) no debe posponerse a ningún otro compromiso, incluso necesario, de tipo social y humanitario» (5 de octubre de 2003).
En Verona, el padre Comboni crea el Instituto de las Madres Piadosas del África Negra, religiosas destinadas a las misiones. De hecho, está convencido de que, para una acción misionera eficaz y duradera, es necesaria la participación de las mujeres. El 7 de julio de 1872, es nombrado oficialmente provicario apostólico de la Vicaría de África Central. En septiembre, deja Verona para dirigirse a El Cairo, donde es testigo de un acontecimiento que le llena de gozo: un sacerdote africano, antiguo esclavo liberado, bautiza a una mujer adulta africana; es la regeneración de África por África. Tras permanecer tres meses en El Cairo, se dirige a Jartum, su sede de provicario, donde es acogido solemnemente por todos, católicos y musulmanes. Un mes después, se adentra en el continente africano y, el 19 de junio, se encuentra en El Obeid, capital de Kordofan (actualmente en Sudán).
Nada que temer
Tanto en Jartum como en El Obeid, la presencia de las religiosas transforma y facilita la labor de la misión. Los indígenas, a quienes los extranjeros han maltratado con violencia y engaño, descubren con gozo que nada deben temer de esas mujeres. La máxima autoridad islámica de Sudán está de su parte: el gran muftí da las gracias oficialmente a Comboni por haber traído a esas hermanas. No obstante, el sacerdote choca con el tráfico de esclavos, organizado por algunas tribus. Todos los años pasan por Jartum o El Obeid más de quinientos mil esclavos secuestrados de las regiones del sur. Así lo cuenta el padre Comboni: «Me he topado, entre Jartum y El Obeid, con miles de esclavos; la mayoría eran mujeres mezcladas con los hombres, sin ropa alguna. Los pequeños de menos de tres años eran llevados por mujeres que iban a pie. Otros, hombres y mujeres, iban en grupos de ocho o diez atados entre ellos por el cuello y sujetos a un yugo que descansaba sobre sus hombros… Todos eran empujados salvajemente con lanzas y palos». Daniel Comboni utiliza palabras muy duras contra quienes comparten responsabilidad en semejantes ignominias. El gobierno del sultán de Egipto ha prohibido severamente el tráfico de esclavos, pero, en la práctica, hay personas de elevada condición que sacan provecho de ese mercado infame. Para luchar contra esa situación de hecho, el provicario apostólico debe hacer uso de mucha prudencia, pues debe preservar la vida de sus colaboradores, sacerdotes, coadjutores, religiosas y docentes. Un error por su parte puede resultarles fatal. En una carta pastoral dirigida a sus feligreses del 10 de agosto de 1873, recuerda la enseñanza de Cristo acerca de la fraternidad universal de los hombres y amenaza a quienes colaboran con la esclavitud.
Daniel Comboni piensa en las siguientes etapas de la misión, la primera de las cuales afecta a la región de Djebel Nuba, en el centro de África. Uno de los jefes nubas viene a visitar a los misioneros de El Obeid, donde observa que hay negros que saben leer y escribir, que hablan lenguas europeas y que conocen las técnicas modernas para los diversos oficios. Asombrado, propone un acuerdo con el padre Comboni para establecer una misión en su región, en Delen, a cinco días a pie de El Obeid. El padre Comboni se desplaza allí en septiembre de 1875. Es acogido con gran amabilidad, y queda prendado por la organización que reina entre los nubas, donde la sabia administración de la justicia hace inútil el recurso a la fuerza. Todo hace prever lo mejor, pero una amarga decepción da un vuelco a la situación. Se declaran epidemias de fiebre que afectan en pocos días a trece de los catorce miembros de la misión. Ante la imposibilidad de curarse in situ, debido a la carencia de medicamentos, no hay más remedio que cerrar la misión. Las hermanas, que le acompañan en esa dura retirada, maravillan al sacerdote con su fuerza espiritual.
En medio de ese revés, el padre Comboni es de nuevo objeto de difamaciones. Se le acusa de ser un administrador inepto, y esas acusaciones provocan dolorosas divisiones en el seno de la misión. Desacreditado en Europa, el misionero decide dirigirse a Roma en la primavera de 1876 para presentar su defensa. Más tarde escribirá: «Sólo en medio de ese «Camino de Cruz» sembrado de espinas podrán madurar, perfeccionarse y culminar con éxito las obras deseadas por Dios… Los obstáculos y las hostilidades contra los cuales ha tenido que luchar desde el primer día la obra sublime de regeneración del África negra, pueden considerarse como garantía infalible de éxito y de futuro feliz». Esa fuerza le viene al padre Comboni de la oración. Poco antes de morir, confesará lo siguiente: «Es un pecado no hacer nunca meditación; pocas veces la he descuidado en el transcurso de mi vida, y nunca, nunca jamás desde hace mucho, ni siquiera en el desierto y ni siquiera una sola vez… Lo mismo he hecho con mi oficio (el breviario)…».
El golpe de una calamidad
El 27 de noviembre de 1876, tras haber reconocido la falsedad de las acusaciones presentadas contra él, la Congregación de Propaganda decide elevar a Daniel Comboni al episcopado. A finales de 1877, tiene lugar su séptima salida hacia África. Su nueva dignidad hace que Mons. Comboni merezca un recibimiento oficial y solemne. Durante el mes de abril de 1878 se encuentra en Jartum, desde donde prevé estimular las misiones. Sin embargo, todos sus planes se derrumban enseguida. Un escrito suyo lo explica: «De momento, casi toda mi actividad está dedicada a resistir, como verdadero apóstol de Jesucristo, el golpe de un espantosa calamidad». Una terrible sequía provoca la muerte de casi un tercio de la población. El dinero recogido en Europa se gasta en la compra de víveres a precio de oro, mientras la hambruna provoca terribles epidemias. En julio, se acaba la sequía, pero en su lugar se producen lluvias torrenciales seguidas de una nueva ola de calor que abre el camino a otras enfermedades. En septiembre, Mons. Comboni es el único sacerdote presente en Jartum. Las relaciones entre Egipto y Sudán son cada vez más restringidas, de tal suerte que en Jartum uno se siente abandonado por todos. Afectado por las fiebres, el prelado regresa a Italia a principios de 1879.
En Europa, es víctima de una nueva campaña de desprestigio a cargo de dos sacerdotes que trabajan en África. Existe un nuevo motivo de queja: se le acusa de mantener una relación sospechosa con una religiosa siria, Virginia Mansur, cuya defensa, con justa razón, emprende. Como quiera que las acusaciones han llegado hasta Roma, no tiene más remedio que justificarse. En noviembre de 1880, Mons. Comboni se embarca de nuevo para África, donde coincide con uno de sus acusadores, que reconoce su error. Monseñor Comboni lo toma nuevamente como confesor, al igual que antes de las acusaciones. Sobre él escribirá lo siguiente: «Es un sacerdote bueno y piadoso… Aunque me contraría desde hace cinco años, supongo que Jesús lo ha dispuesto así por amor, para mi beneficio espiritual; pues el hecho de trabajar con él y de tener que soportarlo es una buena ocasión para mí de ejercitarme en la paciencia, de prestar atención a mi conducta, de corregirme en mis grandes defectos, en mis habladurías y en mis pecados…». Después de un alto en El Cairo, donde comprueba que sus cuentas están al día, sin ninguna deuda, parte hacia Sudán a finales de enero de 1881.
Uno de los compañeros del prelado escribe de él: «Mediante el ejemplo y las buenas palabras, animaba a todo el mundo a soportar las privaciones que teníamos continuamente que aguantar; por muy cansado y extenuado que estuviera, nos contaba cosas divertidas para reconfortarnos… Sin pensar en sí mismo, se informaba con esmero de nuestro estado físico y moral, mañana y tarde, y siempre hallaba nuevas frases de apoyo y de ánimo». Monseñor Comboni creó en África una especie de oficina de prensa de la misión: «No tengo más remedio que escribir, en calidad de corresponsal de quince periódicos alemanes, franceses, ingleses y norteamericanos». Sin embargo, esa labor le procura subsidios importantes para sus misiones.
En mayo de 1881, Mons. Comboni se abre camino hacia las Colinas de Nuba, donde, apoyado por el ejército del gobierno, intensifica su lucha contra los esclavistas. Al regresar de aquel viaje, escribirá a Roma: «Dentro de un año, o menos, la abolición total de la esclavitud será un hecho consumado entre los nubas. Es indescriptible el gozo y el entusiasmo de estas poblaciones, que, desde mi visita, no han visto siquiera que les arrebataran un hijo, ni una hija, ni una vaca, ni una cabra; ellos reconocen unánimemente que ha sido la Iglesia Católica la que los ha liberado». Además, su expedición tiene igualmente resultados de utilidad general para el conocimiento de la geografía de la región y de su lengua.
¡Es demasiado!
Poco tiempo después, el obispo es abatido por «un dolor intenso y terrible, que sobrepasa todas las humillaciones y los dolores sufridos hasta ese momento», y que no puede disimular con su habitual sonrisa. Las calumnias vuelven a aparecer, ya que su franqueza, su carácter impulsivo y su vivacidad le han creado enemigos. De nuevo se le acusa de estar enamorado de Virginia Mansur, y esa calumnia le es referida a su anciano padre de setenta y ocho años. Monseñor Comboni se siente agraviado: «Perturbar y afligir a un buen anciano que no solamente me ha dado la vida terrenal sino, sobre todo, la vida espiritual, ¡es demasiado!». Le confía a un amigo: «Ya no tengo valor ni fuerza para escribir; estoy pasmado de ver cómo se me trata». La angustia consigue vencerlo; luego, poco a poco, la confianza en Dios, tan fuerte en su alma, prevalece. No obstante, Mons. Comboni se encuentra agotado. El 10 de octubre de 1881, recibe con plena consciencia la Extremaunción, apagándose dulcemente, a la edad de cincuenta años, como un niño que se duerme en los brazos de su madre. En sus funerales se hallan todos los cónsules europeos, además del gobernador de Sudán. Entre los asistentes se mezclan católicos, coptos, musulmanes, paganos, notables y antiguos esclavos.
Los más de cuatro mil misioneros combonianos y combonianas que hay en la actualidad trabajan en África y en otras regiones del mundo. «¿Cómo no dirigir la mirada con afecto e inquietud, también hoy en día, hacia esas queridas poblaciones de África? –decía el Papa Juan Pablo II con motivo de la canonización de Mons. Comboni. Como tierra rica en recursos humanos y espirituales, África sigue estando marcada por cantidad de dificultades y de problemas. Hacemos votos para que la comunidad internacional pueda ayudarla activamente a construir un futuro de esperanza. Confío esta llamada a la intercesión de san Daniel Comboni, eminente evangelizador y protector del Continente Negro». Roguemos especialmente por los cristianos de Sudán, cuyas condiciones de vida son tan difíciles y que son víctimas de persecuciones.
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