13 de Mayo de 2005

Beata Sor Rosalía Rendu

Muy estimados Amigos:

Durante la Revolución de 1848, en París, un oficial lanza a sus soldados al asalto de una barricada; pero, dejándose llevar por su ardor, se encuentra solo en el otro lado. Entonces, se abalanza en el interior de una casa de Hermanas de la Caridad, cuya puerta se halla abierta, pero los insurgentes le persiguen hasta allí. Demostrando gran valentía, la superiora, sor Rosalía, se adelanta hacia ellos: «¡Aquí no se mata a nadie! – Entregádnoslo y lo llevaremos a la calle». Todas las monjas acuden para respaldar a su madre, pero la horda grita y amenaza. Durante más de una hora, la caridad disputa a la venganza la vida de un hombre. Los cañones de los fusiles apuntan ya a la víctima. Sor Rosalía se pone de rodillas: «Hace cincuenta años que os he dedicado mi vida; por todo lo que os he ayudado a vosotros, a vuestras mujeres y a vuestros hijos, entregadme la vida de este hombre». Las armas se levantan, y el grupo retrocede y se retira. El oficial, hallándose a salvo, pregunta: «¿Quién sois? – ¡Oh! nada… una hija de la caridad».

Beata Sor Rosalía RenduJuana María Rendu, la futura sor Rosalía, nace el 9 de septiembre de 1786 en Confort (Francia), a poca distancia de Ginebra (Suiza). La familia disfruta de cierto bienestar, pero el padre morirá antes de que Juana María haya cumplido los diez años. En 1789, estalla la Revolución Francesa. Las noticias sobre los acontecimientos circulan hasta las aldeas más remotas. Llena de fervor cristiano, la señora Rendu hospeda caritativamente a quienes, fieles en su fe, se ven obligados a huir y a cruzar la región para llegar a Suiza. A pesar de la ley que castiga con la muerte a los sacerdotes que permanezcan fieles al Papa, así como a quienes les ayuden a huir o a esconderse, la madre de Juana María les abre las puertas de su casa. En el pueblo, todo el mundo está al corriente de ello, pero guardan el secreto.

¡Pedro no es Pedro!

Con el correr de los días, Juana María, que no es consciente de la situación, constata que las actitudes de algunos huéspedes resultan extrañas… Convencida de que si alguien se esconde es para hacer el mal, se plantea muchas preguntas. Se siente intrigada especialmente por un recién llegado llamado Pedro, a causa de la deferencia especial que le dedican. Una noche, el misterio queda desvelado: tras despertarse a causa de unos ruidos extraños en la casa, Juana María ve a «Pedro» con hábitos sacerdotales y celebrando la Misa en presencia de su madre. Algún tiempo después, con motivo de un altercado con ésta, la niña dice: «¡Tenga cuidado, si no revelaré que Pedro no es Pedro!». La madre, pálida, revela a su hija que «Pedro» es el obispo de Annecy. Le desvela la trágica situación de los sacerdotes, y la niña comprende entonces la necesidad de permanecer callada.

El cura de la parroquia, que recorre la comarca disfrazado de pastor para ejercer a escondidas su ministerio, es quien enseña a Juana María el catecismo. Una noche, en lo más recóndito de un sótano, le suministra la primera comunión. Juana María es una joven graciosa, despierta, traviesa, siempre inquieta, de mirada espiritual, de apariencia delicada y pícara, caprichosa y decidida. Poco a poco, la tormenta revolucionaria se disipa. Juana María, que asiste al colegio de las ursulinas de Gex, desea consagrarse a Dios y se siente atraída por el servicio a los pobres. Su aspiración queda confirmada durante una visita al hospital de Gex. Consigue que le permitan pasar cierto tiempo en el hospital, donde aprende los menesteres propios de la dedicación a los enfermos.

En aquel hospital, Juana María se hace amiga de una persona de unos treinta años, la señorita Jacquinot, quien le confía su aspiración de ingresar, en París, en la comunidad de las Hijas de San Vicente de Paúl. Juana María pide permiso a su madre para marcharse con ella, y acaba dándoselo, convencida de que el tiempo disipará sus ilusiones y le devolverá a su hija. El día de la partida, Juana María siente tener que abandonar a los suyos, pero está convencida de obedecer la voluntad de Dios. Ya en París, a finales de mayo de 1802, se dirige directamente al noviciado de las Hijas de la Caridad, donde coincide con el padre Émery, director del seminario de San Sulpicio y amigo de la familia. Ese ilustre sacerdote, que siente aprecio por la joven, la confirma en su vocación. En adelante, la visitará con frecuencia y compartirá con ella sus asuntos.

A causa de su temperamento refinado y de su gran sensibilidad, Juana María sufre mucho en el primer período de su noviciado. Después de algunos meses, al no poder soportar la vida de reclusión que llevan las novicias, cae enferma. Es trasladada a otra casa de la congregación, en la calle Francs-Bourgeois-Saint-Marcel, donde, nada más llegar, recobra la salud y se encuentra en condiciones de probar de lo que es capaz. Allí terminará el noviciado, con gran satisfacción por parte de todas las hermanas, que solicitan a la Superiora general le permita quedarse con ellas. Convertida en sor Rosalía, Juana María se prodiga en el servicio a los pobres, según el espíritu de san Vicente de Paúl, que escribía lo siguiente: «Las Hijas de la Caridad tendrán como monasterio la casa de los enfermos, como celda una habitación de alquiler, como capilla la iglesia de la parroquia, como claustro los muros de la ciudad y las salas de los hospitales, como rejas el temor de Dios, y como velo la santa modestia».

El suburbio donde sor Rosalía ejerce la caridad es, por entonces, uno de los más pobres de París. Las casas se hallan en ruinas y son húmedas, las calles son estrechas y sórdidas, y están llenas de arroyos repletos de inmundicias. Familias enteras se hacinan en desvanes a los que sólo se puede acceder mediante escalas, o bien en sótanos donde no llega la luz. El barrio es un foco de epidemias y de revueltas. Nombrada a los 28 años superiora de la casa –trasladada dos años después al número 5 de la calle Épée-de-Bois (en el barrio Mouffetard, distrito 5)–, sor Rosalía emprende una enérgica lucha contra la miseria y los vicios. Las hermanas han instalado en la casa una farmacia, un almacén de ropa y una escuela gratuita. Inteligente y muy atenta a las necesidades de todos, sor Rosalía trabaja en buena armonía con la Oficina de caridad fundada por el gobierno de Napoleón, a la que entrega informes precisos y de la que recibe, a cambio, vales de carbón y de alimentos.

Valen más de lo que parece

Impresionados por su compasión y su paciencia, los pobres adquieren la costumbre de dirigirse a la hermana. Cualquiera que sea la necesidad que le manifiestan, ella se pone a su servicio y eleva las almas hacia las realidades sobrenaturales, la oración y la recepción de los sacramentos. Es franca con todos, comunicando a cada uno las verdades que le afectan, incluso las más duras de escuchar. Sin embargo, es tanta la ternura en medio de su severidad que los más culpables quedan emocionados y prometen corregirse. Entre los indigentes a los que socorre es frecuente la embriaguez, y los que se entregan a ella no siempre son amables con las hermanas. A una de ellas, que le cuenta una frase de arrebato que sobrepasa los límites, sor Rosalía le responde: «Pero hermana, el que padece hambre tiene otra cosa en la cabeza que seguir las reglas de educación; no hay que alarmarse por una frase dicha con brusquedad, ni creer en las toscas apariencias. Esas pobres gentes valen más de lo que parece».

Ella misma es injuriada a veces en respuesta a su caridad. Entonces, espera el momento más favorable para reiterar sus solicitudes. Cuando manifiesta alguna impaciencia, cuando responde bruscamente a una petición inoportuna, siente tanta tristeza que necesita repararlo inmediatamente duplicando el auxilio que se le reclama. Pero normalmente emplea gran delicadeza hacia los pobres, adivinando que se muestran mucho más sensibles ante la manera en que les ayudan que ante la propia ayuda. «Una de las mejores maneras de hacer bien al pobre –afirma–, consiste en manifestarle respeto y consideración. Incluso si se tiene algún grave reproche que hacerle, hay que evitar con sumo cuidado toda frase injuriosa y de desdén». El corazón del pobre es a la vez sensible, ingenuo, orgulloso y presto a darle su amor a quien le comprende. Sor Rosalía tiene confianza en la oración de los pobres y les encomienda el éxito de sus empresas.

En aquellos fríos tugurios, los enfermos son numerosos. Sor Rosalía se acerca a aquellos desdichados llenos de harapos y de olor repulsivo, busca sus llagas y los cura, aliviando también sus almas. En ocasiones, descubre a moribundos desesperados a los que prepara para la muerte. Cada mañana, la hermana toma fuerzas en la Eucaristía y en la meditación, obteniendo la caridad del manantial más elevado y más puro: el Sagrado Corazón de Jesús. A la vez que celestial, esa caridad es humana, ya que sor Rosalía ama a los pobres como los miembros sufrientes del Salvador, pero también como una madre ama a su hijo, con su corazón y su sangre, con sus emociones y sus lágrimas. A pesar de estar familiarizada con todos los dolores, su corazón no se endurece, permaneciendo hasta el fin de su vida igual de sensible que los primeros días ante el espectáculo del sufrimiento.

¡Dejad pasar!

Durante la Revolución de 1830, los amotinados levantan barricadas. Sor Rosalía recorre las calles y habla con los insurrectos. Se propaga una consigna: «Dejad pasar a sor Rosalía». Consigue acoger en su casa a todos los perseguidos por la multitud: sacerdotes, religiosas y soldados. Encontrándose amenazado por el fuego un orfanato próximo atendido por religiosas, la hermana interviene; los hombres que amenazan el edificio se constituyen en sus defensores, hasta tal punto que su cabecilla lanza la siguiente orden: «Y sobre todo, nada de ruido. Dejad que duerman las niñas y sus cuidadoras». Terminada la guerra civil, el cólera se abate sobre la ciudad de París, de tal suerte que la epidemia provoca varios centenares de víctimas al día. Sor Rosalía reacciona primero con pavor, pero enseguida se recupera y organiza lo mejor que puede las ayudas, sin tomar en consideración ni su esfuerzo ni su tiempo.

En 1833, instigados por un compañero no creyente que les reprocha la poca eficacia social de los católicos del siglo XIX, dos amigos se preguntan: «¿Qué hay que hacer para ser verdaderamente católico? Hablemos menos de caridad… y practiquémosla». Aquella misma tarde, le llevan a un pobre la leña que necesita para acabar de pasar el invierno. Se llaman Ozanam y Le Tallandier. Uno de sus profesores les envía a sor Rosalía, quien enseña a esos jóvenes «a ver a Nuestro Señor en los pobres, y las huellas de su corona de espinas en sus frentes». Ella les indica las familias que hay que visitar, instruyéndoles acerca de la manera de abordar convenientemente a un pobre. Acaban de nacer las Conferencias de San Vicente de Paúl. «Lo que divide a los hombres de nuestros días –escribe Ozanam el 24 de febrero de 1836– ya no es una cuestión de forma política, sino una cuestión social; se trata de saber quién ganará, si el espíritu egoísta o el espíritu de sacrificio; si la sociedad no será más que una gran explotación en provecho de los fuertes o una consagración de cada persona por el bien de todos y, sobre todo, por la protección de los débiles». De los siete que eran al principio de la obra, los cofrades llegarán a ser nueve mil, doce años más tarde. Con la ayuda de sor Rosalía, consiguen crear obras específicas: la obra de los jóvenes detenidos, la obra de los huérfanos, el Patronato, la obra de la Sagrada Familia, los círculos obreros, etc.

Sin embargo, también sor Rosalía consigue multiplicar, en medio de numerosas dificultades, sus propias obras. En 1844, pone en funcionamiento una guardería de niños, aunque esa iniciativa le causa contrariedades, ya que le reprochan el separar a los niños de sus madres. A pesar de ello, la guardería alcanza un gran éxito, pues los pequeños están limpios, cuidados y más aireados que en el tugurio familiar. Además, las madres que tienen necesidad de salir de casa para trabajar o para el comercio ambulante, pueden estar tranquilas en lo que respecta a sus hijos. A la guardería, sor Rosalía añade muy pronto escuelas. «En las escuelas de sor Rosalía –escribirá un testigo–, era admirable encontrar en los alumnos una modestia, una discreción, unos hábitos de decoro y de educación dignos de los rangos más elevados».

Prepararse para el gran paso

Para las jóvenes en formación, sor Rosalía crea la obra de los patronatos del domingo, y para las que acceden a la vida profesional, la asociación de Nuestra Señora del Buen Consejo, donde la visita a los pobres substituye a las reuniones del domingo. Los cuidados de sor Rosalía se dirigen también a las personas mayores; como quiera que no todas pueden entrar en los asilos, ella abre un refugio gratuito. De ese modo, disponen de una etapa entre la vida normalmente agitada y la muerte, con el fin de que puedan prepararse para el gran paso a la eternidad; quienes han llevado una mala vida se redimen mediante un final edificante.

En 1848, estalla una nueva revolución. Entre el 24 y el 26 de junio, la guerra civil alcanza su máxima gravedad. El arzobispo de París, Monseñor Affre, que intenta interponerse entre el ejército y los insurgentes, muere en una barricada. Con peligro de la propia vida, sor Rosalía se lanza en la refriega para intentar calmar a los combatientes. «¡Hermana, idos!, le gritan. ¡Conseguiréis que os maten! – ¿Creéis que deseo vivir si matan a mis hijos? Dejad de disparar, ¿no tengo ya bastantes viudas y huérfanos que alimentar?». Después de aquellas jornadas sangrientas, el general Cavaignac, a quien el gobierno ha encargado restablecer el orden, acude a felicitar a la hermana por su valentía. Ella, siempre tan modesta, se acuerda en ese momento de una pequeña de cinco años cuyo padre, pobre y buen obrero arrastrado por la insurrección, va a ser fusilado. Llama a la niña y le dice: «Este señor puede devolverte a tu papá. Ve a pedírselo». Temblorosa, la pequeña pide de rodillas la gracia para su padre. El general duda. «Si me lo devolvéis –suplica la niña– ¡os amaré tanto!». Derrotado, el militar concede el perdón.

¿Un gabinete ministerial?

La fama de sor Rosalía atrae hacia su persona numerosas visitas. Su «salón», un pobre y pequeño locutorio de sombrías paredes, es más frecuentado que un gabinete ministerial. En ocasiones, la hermana recibe hasta quinientas personas en un solo día. Un testigo lo cuenta así: «Nada tan emocionante como ver entrar en ocasiones, juntos, a un embajador y a un pobre avergonzado, a un simple obrero y a un príncipe de la Iglesia, a una trapera y a una mariscal de Francia, acogidos todos con la misma bondad, y llegados todos para depositar en el corazón de sor Rosalía sus deseos más secretos, elevarse a pensamientos más generosos o llenarse de valor para soportar el peso de la existencia». Un día, ante la indignación de las hermanas porque un hombre pasa horas contándole sus penas, sor Rosalía les responde: «¿No os gustaría también a vosotras, si fuerais desgraciadas, que os consolaran? No es que le haya consolado, sino que he escuchado el relato de sus desgracias, y eso significa mucho para quien se halla afligido».

Sus delicadezas hacia los pobres avergonzados son dignas de mención. En una ocasión, al ver a uno de ellos entre la multitud de los que acudían a pedir ayuda, ella le dice: «Señor, aquí tenéis un paquete para una persona que vive cerca de vuestra casa. ¿Podríais hacerme el favor de llevárselo de mi parte?». El hombre se marcha enseguida y, por el camino, mira el nombre y la dirección, viendo que son los suyos. Cuando alguien reprocha a sor Rosalía que se deje explotar por esos pedigüeños, ella responde: «Si hubiéramos pasado por esas adversidades, quizás seríamos peores que ellos. Sus malas disposiciones proceden sobre todo de sus necesidades».

Entre los ilustres visitantes de la hermana, se cuenta el embajador de España en París, Donoso Cortés, quien, cansado del vacío de la vida mundana, acude a ella y recibe las señas de pobres que necesitan alivio. Su relación llega a ser tan íntima que la llama «Madre». Asistido por sor Rosalía en el momento de su muerte, aquél murmura: «Sólo necesito a Dios. Los pobres rezan por mí. ¡Que no me olviden!». En una ocasión, el propio emperador Napoleón III y la emperatriz Eugenia acuden en persona al locutorio para honrar a sor Rosalía y visitar sus obras.

Durante el recreo de la tarde, las hermanas procesan la abundante correspondencia de sor Rosalía. Cuando toda la casa duerme, ésta toma la pluma y, con su caligrafía inclinada, se dirige a sus numerosos amigos: obispos, superiores de órdenes religiosas, generales, abogados, dirigentes de empresas o de los ferrocarriles. Su caridad llega a manos de todos, pidiéndoles a cada uno parte de su tiempo para ir a distribuir ayudas. Esos bienhechores de toda condición aprenden de los pobres la capacidad de soportar la mala fortuna, siendo confrontados al misterio que Dios ha escondido en la desigualdad de los sufrimientos y de las condiciones humanas. «Creados a imagen del Dios único y dotados de una misma alma racional, todos los hombres poseen una misma naturaleza y un mismo origen», enseña el Catecismo de la Iglesia Católica. «Rescatados por el sacrificio de Cristo, todos son llamados a participar en la misma bienaventuranza divina: todos gozan por tanto de una misma dignidad». Sin embargo, «hay diferencias entre los hombres por lo que se refiere a la edad, a las capacidades físicas, a las aptitudes intelectuales o morales, a las circunstancias de que cada uno se pudo beneficiar, a la distribución de las riquezas… Estas diferencias pertenecen al plan de Dios, que quiere que cada uno reciba de otro aquello que necesita, y que quienes disponen de «talentos» particulares comuniquen sus beneficios a los que los necesitan. Las diferencias alientan y con frecuencia obligan a las personas a la magnanimidad, a la benevolencia y a la comunicación» (CEC, 1934, 1936, 1937).

Un poyo para depositar la carga

La intensa actividad de sor Rosalía no le impide escribir a menudo a su anciana madre, ni dejar de preocuparse de sus religiosas, cuyas virtudes alienta, en especial la caridad hacia los pobres. Con frecuencia les repite: «Una hija de la caridad es como un poyo sobre el que pueden depositar la carga todos los que se encuentran cansados». La más leve de las negligencias de las hermanas es reprimida enseguida, pero con una dulzura que todo lo consigue. Cuando una de sus hijas se ve afectada por alguna enfermedad, la solicitud de sor Rosalía se multiplica, y, si la muerte sobreviene, permanece humanamente inconsolable. Una de sus hermanas cuenta lo siguiente: «Había nacido con un temperamento ardiente, no podía padecer contrariedad alguna, se sobresaltaba ante la mínima dificultad y era en extremo sensible; bastaba una frase desagradable, un gesto antipático para conturbarla. Pero el soplo de la gracia, al pasar sobre ese territorio volcánico, elevó su energía y confirió nuevos horizontes a su violencia».

En todas sus actividades, sor Rosalía procura no apresurarse, y el recuerdo de la presencia de Dios es habitual en ella. En una de sus salidas para visitar a los pobres, le dice a su compañera: «Empecemos nuestra oración». Mientras camina, se llena de recogimiento y habla con Dios: «Donde mejor consigo hacer oración es en la calle», le gusta decir. También sus insomnios le facilitan el tiempo de rezar con tranquilidad. Convencida de no ser más que una pobre y miserable criatura, consigue extraer, de ese sentimiento de debilidad, motivos para esperar la misericordia de Dios. La enfermedad visita a menudo a sor Rosalía, quedándose ciega al final de su vida. Esa adversidad la hace sufrir cruelmente. Tras contarle una joven hermana que un santo sacerdote considera su ceguera como una enorme gracia y un testimonio de la misericordia divina, ella responde ingenuamente que Dios habría podido manifestarle de otro modo su bondad. Sin embargo, esa adversidad no consigue hacer mella en su estado de ánimo. «Me gustaba demasiado ver a mis pobres –declara–, y Dios me castiga privándome de su visión… Ha querido hacer un alto entre mi vida y mi muerte, a fin de darme tiempo a prepararme». No obstante, su miedo a la muerte le mueve a pedir con frecuencia lecturas sobre la confianza en Dios. Durante la noche del 4 de febrero de 1856, es atacada por una congestión pulmonar. Un sacerdote le administra la extremaunción el día 6, y el 7 sor Rosalía pasa tranquilamente al eterno descanso.

Dotada con eminentes cualidades de inteligencia y de organización, esa Hija de la Caridad llevó sin embargo una vida muy sencilla, consagrada a cumplir lo mejor posible las acciones ordinarias de la vida. Con motivo de su beatificación, que tuvo lugar el 9 de noviembre de 2003, el Papa decía: «En una época perturbada por conflictos sociales, Rosalía Rendu supo constituirse en la sierva gozosa de los más pobres, para devolver a cada uno su dignidad… Su caridad era ingeniosa. ¿De dónde sacó la fuerza para realizar tantas cosas? De su intensa vida de oración y del rezo incesante del rosario, que no la abandonaba. Su secreto era simple: …ver en todo hombre el rostro de Cristo».

Pidamos a la beata sor Rosalía que nos guíe en la vida de oración y que nos enseñe a dar testimonio de la misericordia de Dios ante todas las miserias que la Providencia nos sitúa en el camino.

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