9 de Septiembre de 1997
San Antonio Magno
Muy estimados Amigos:
«Un día en que me paseaba por un camino solitario y sombreado de la campiña, nos cuenta un sacerdote contemporáneo, me encontré, detrás de una espesura, a una anciana que cuidaba de sus ovejas, encorvada y apoyada en un bastón. – Buenos días, Catinelle. – Buenos días, señor cura y compañía. – ¿Qué me dice, abuela? ¿No ve que voy solo? ¿Dónde está la compañía? Al enderezarse pude ver su rostro arrugado y sus ojos claros y todavía hermosos. Y me dijo toda seria: – ¿Y qué me dice del ángel de la guarda? – Perdone, abuela. Se me olvidaba el ángel de la guarda; gracias por recordármelo».
Monseñor Roncalli, el futuro Papa Juan XXIII, escribía lo siguiente a una de sus sobrinas, que era religiosa y que se llamaba sor Ángela: «Tu nombre de religión debe animarte a mantener relaciones familiares con tu ángel de la guarda, y también con todos los ángeles de la guarda de las personas que conoces y que amas en la Santa Iglesia y en tu congregación. ¡Qué gran consuelo poder sentir cerca de nosotros a ese ángel celestial, a ese guía de nuestros pasos, a ese testigo de nuestros actos más íntimos. También yo rezo la oración «Ángel de Dios, custodio mío» al menos cinco veces al día, y con frecuencia converso espiritualmente con él, en medio siempre de la calma y de la paz» (3 de octubre de 1948).
Al hombre de hoy, acostumbrado a las disciplinas científicas, le repugna admitir la existencia de lo que no experimenta con sus sentidos y escapa a sus comprobaciones. Sin embargo, el Credo que rezamos en la Misa afirma que Dios es el Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible e invisible. La profesión de fe del
IV Concilio de Letrán (1215) afirma que Dios «al comienzo del tiempo, creó a la vez de la nada una y otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la mundana; luego, la criatura humana, que participa de las dos realidades, pues está compuesta de espíritu y de cuerpo». Tal es la enseñanza constante de la Iglesia.
La existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe, es decir, una verdad revelada por Dios. Y la fe en las verdades que Dios ha tenido a bien revelarnos es más segura que cualquier conocimiento humano, pues se basa en el propio testimonio de Dios, que no puede ni engañarse ni engañarnos. La Escritura, que es la Palabra de Dios (guardada, transmitida y explicada por la Iglesia), afirma con claridad la existencia de los ángeles. Existen desde la creación (cf. Jb 38, 7, donde los ángeles son llamados «hijos de Dios») y a lo largo de toda la historia de la salvación: cierran el paraíso terrenal, protegen a Lot, salvan a Agar y a su hijo, detienen la mano de Abraham, la ley es comunicada por su ministerio, conducen el pueblo de Dios, anuncian nacimientos y vocaciones, asisten a los profetas, por no citar más que algunos ejemplos. Finalmente, el ángel Gabriel anuncia el nacimiento del Precursor (San Juan Bautista) y el del propio Jesús (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 332).
Cristo es el Rey de los ángeles. Fueron creados por Él y para Él (Col 1, 16). De la Encarnación a la Ascensión, su vida está rodeada de la adoración y del servicio de los ángeles. Cantan alabanzas en su nacimiento y anuncian la Buena Nueva de la Encarnación a los pastores. Protegen la infancia de Cristo, le sirven en el desierto y lo reconfortan en la agonía. Comunican a las santas mujeres su resurrección. Con ocasión de su segunda venida estarán presentes al servicio del juicio del Señor (cf. CIC, 333).
La vida de toda la Iglesia y de cualquier hombre se benefician de la ayuda poderosa de los ángeles. Desde la infancia a la muerte, la vida humana está rodeada de su custodia y de su intercesión. «Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida» (San Basilio, PG 29, 656B).
Un maravilloso secreto
«Nuestra fe nos enseña, decía el Papa Juan XXIII, que ninguno de nosotros se encuentra solo. En cuanto Dios crea el alma para un nuevo ser humano, especialmente cuando la gracia de los sacramentos lo envuelve con su inefable luz, un ángel que forma parte de las santas milicias de los espíritus celestiales es llamado para quedarse a su lado durante toda su peregrinación terrenal… En el transcurso de una conversación que mantuve con el insigne Pontífice Pío XI, éste me expuso un maravilloso secreto, confirmando con ello que la protección del ángel de la guarda siempre da alegría, que soluciona todas las dificultades y que reduce los obstáculos. Pío XI me confiaba lo que sigue: cuando tengo que hablar con alguien que sé que es refractario a algún razonamiento y con el que hay que recurrir a alguna forma de persuasión, le recomiendo entonces a mi ángel de la guarda que se lo explique todo al ángel de la guarda de la persona con quien debo entrevistarme. De este modo, una vez ambos espíritus superiores se han entendido entre sí, la conversación se desarrolla en las mejores condiciones y resulta fácil» (9 de septiembre de 1962).
El padre Pío solía decir a sus amigos: «Cuando tengáis necesidad de mi oración, dirigíos a mi ángel de la guarda, mediante la intervención del vuestro». En efecto, pues los ángeles de la guarda son mensajeros seguros y rápidos. Una anécdota ilustrará esta verdad: un autocar lleno de peregrinos, de camino hacia San Giovanni Rotondo, la residencia del padre Pío, se enfrenta durante la noche, en los Apeninos, a una espantosa tormenta. Llenos de pánico en medio de los relámpagos, los pasajeros recuerdan el consejo del padre, por lo que invocan a su ángel y salen indemnes de la prueba gracias a su auxilio. Al día siguiente, incluso antes de tener tiempo de contarle las peripecias de aquel viaje, el religioso les aborda sonriendo: «Y bien, hijos míos, esta noche me habéis despertado y he tenido que rezar por vosotros…». El ángel de la guarda había ejecutado fielmente su misión.
El cometido de los ángeles de la guarda no consiste solamente en apartar de nosotros los males físicos, sino que nos mueven a practicar todas las virtudes, por el camino que lleva a la perfección. Se ocupan especialmente en procurar nuestra salvación eterna y en hacer que vivamos en amistad con Dios. En medio de esa labor, su amor por nosotros es puro, fuerte y constante. Fieles a su misión, ni se relajan ni nos abandonan, incluso si tenemos la enorme desgracia de apartarnos de Dios por el pecado mortal. Además, como lo recomienda San Bernardo: «Tengamos una especial devoción y agradecimiento para con semejantes custodios: no dejemos de amarlos, de honrarlos, tanto como podamos y tanto como debamos… Cada vez que nos sintamos empujados por alguna violenta tentación y amenazados por alguna importante prueba, invoquemos a nuestro ángel custodio, que nos conduce y nos asiste en medio de nuestras necesidades y de nuestras penas… En fin, acostumbrémonos a conversar con nuestros ángeles buenos con particular familiaridad. Pensemos en ellos; dirijámonos a ellos mediante fervorosas y continuas oraciones, puesto que están siempre cerca de nosotros para defendernos y consolarnos» (Sermón 12 sobre el Salmo 90 [91], nº 7, 9 y 10).
Rechazo radical
Si bien es verdad que la revelación divina nos presenta el consuelo de estar rodeados de poderosos ángeles que nos protegen, también nos muestra otros espíritus que son enemigos nuestros y que se dedican por todos los medios a apartarnos de Dios.
Esos espíritus malos, a los que llamamos demonios o diablos, cuyo jefe es Satanás o Lucifer, son ángeles que Dios había creado buenos como los demás: «El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos», nos enseña el IV Concilio de Letrán. La Sagrada Escritura habla de un pecado de estos ángeles (cf. 2 P 2, 4). Este pecado consiste en la elección libre de estos espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su Reino. Con ello, se expusieron a la condenación eterna. Es el carácter irrevocable de la elección de los ángeles, y no un defecto de la infinita misericordia divina, lo que hace que su pecado no pueda ser perdonado. «No hay arrepentimiento para ellos después de la caída, como no hay arrepentimiento para los hombres después de la muerte», decía San Juan Damasceno, De la fe ortodoxa 2, 4).
Desde los albores de la humanidad, los demonios se esfuerzan por inspirar a los hombres su propio espíritu de rebeldía contra Dios, para hacer que vayan al infierno. Encontramos un reflejo de esa rebelión en las palabras del tentador a nuestros primeros padres: Seréis como dioses (Gn 3, 5). Así pues, Satanás incita al hombre a transgredir los mandamientos divinos. Intenta que brote la rebeldía en los que sufren (cf. Jb 1, 11; 2, 5-7); está en el origen de la muerte, que penetró en el mundo al mismo tiempo que el pecado (cf. Sb 2, 24). Enemigo de Dios y de la verdad, se obstina muy especialmente en impedir la predicación de la verdad evangélica. Según Orígenes, Lucifer es representado en el Antiguo Testamento por el faraón de Egipto, quien, agobiando con trabajo a los hebreos y prohibiéndoles que ofrecieran sacrificios a Dios, quiere impedir que las almas alcen su mirada hacia el cielo, absorbiéndolos en el deseo y en el desvelo por las cosas terrenales. Porque, sobre todo, no quiere que nadie busque al Creador, que nadie se acuerde del cielo, su verdadera patria (cf. Homilía sobre el Éxodo 2).
El padre de la mentira
De entre los nombres con que el Señor denomina al demonio, en el Evangelio, el que quizás lo caracteriza mejor es el de padre de la mentira (Jn 8, 44). Es, en efecto, el embustero por excelencia, pues propone al hombre una felicidad ilusoria y pasajera (riquezas; honores; lujuria, bajo diferentes formas: masturbación, fornicación, adulterio, unión libre, anticoncepción, homosexualidad…). Y para engañar mejor, intenta pasar desapercibido, haciendo creer que no existe, como nos los recuerda el Papa Juan Pablo II: «Las impresionantes palabras del apóstol San Juan –el mundo entero yace en poder del Maligno (1 Jn 5, 19)- aluden a la presencia de Satanás en la historia de la humanidad; una presencia que crece a medida que el hombre y que la humanidad se alejan de Dios. La influencia del espíritu de maldad puede «esconderse» de una manera más profunda y más eficaz, pues pasar desapercibido forma parte de sus «intereses». La habilidad de Satanás en el mundo consiste en hacer que los hombres nieguen su existencia en nombre del racionalismo o de cualquier otro sistema de pensamiento que busque todas las escapatorias posibles para no admitir su obra» (3 de agosto de 1986). El Papa Pablo VI decía, el 15 de noviembre de 1972: «Una de las mayores necesidades de la Iglesia de hoy consiste en defenderse contra ese mal que llamamos demonio… Es el enemigo número uno, el tentador por excelencia. Sabemos que ese ser obscuro y perturbador existe realmente y que siempre está trabajando con traidora astucia. Es el enemigo oculto que siembra el error y la desgracia en la historia del hombre… Es el pérfido y astuto seductor que sabe insinuarse en nosotros a través de los sentidos, de la imaginación, de la concupiscencia, de la lógica utópica y de los contactos sociales desordenados, con el fin de introducir en nuestros actos desviaciones tan nocivas como aparentemente conformes con nuestras estructuras físicas o psíquicas, o con nuestras aspiraciones instintivas y profundas».
Pero resulta evidente que no hay que ver en todas partes al diablo, y no todos los pecados se deben directamente a su acción, pues nuestra decaída naturaleza y el mundo que nos envuelve, en tanto que sometido al poder del demonio (cf. 1 Jn 5, 19), nos conducen suficientemente al mal por ellos mismos. «Pero también es verdad que quien no vela con cierto rigor por sí mismo se expone a la influencia del misterio de iniquidad del que habla San Pablo, comprometiendo su salvación» (Pablo VI, ibíd.). Pero si Dios da algún poder al demonio en este mundo, si permite que nos tiente, es para darnos la oportunidad de vencerle, de ganar méritos para el cielo, y porque del mal puede sacar el bien.
En ocasiones, la lucha contra el diablo toma derroteros espectaculares, como sucedió en la vida de San Antonio Abad.
Los combates del Señor
Antonio es un joven egipcio del siglo III. Al escuchar un día los consejos de Jesús al joven rico: Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme (Mt 19, 16-21), Antonio distribuye todos sus bienes entre los pobres y se entrega a una vida de ascetismo, en medio de continua oración y del ejercicio de las virtudes.
Pero el diablo no lo entiende así. En primer lugar intenta que abandone su modo austero de vida, y ello mediante el recuerdo de sus bienes, la preocupación por su hermana, el amor al dinero, el deseo de la gloria y de los demás atractivos de la vida, y, finalmente, mediante el aparente rigor de la virtud y los enormes esfuerzos que exige. Pero, al ver que nada consigue con ello, el diablo ataca al joven con sugerencias obscenas, intensificando éste sus oraciones y sus ayunos. Entonces, para seducirlo, el Enemigo toma el aspecto de una mujer; pero él mira a Cristo en su corazón, meditando tanto en la nobleza de la filiación divina mediante la gracia, como en la amenaza del fuego que no se apaga y en el tormento del gusano que no muere (cf. Mc 9, 47), consiguiendo de esa manera superar la tentación.
Pero el demonio no se da por vencido. Con el permiso de Dios, hostiga físicamente a San Antonio, produciendo un alboroto horrible, espantando a los que lo presencian, y afligiendo el cuerpo del generoso atleta de Cristo con llagas y dolores tan fuertes que éste se queda como muerto. En otras ocasiones, los malos espíritus le atacan tomando la forma de bestias feroces: leones, osos, leopardos, toros, serpientes, escorpiones, lobos… Azotado y aguijoneado por todos ellos, los dolores que padece Antonio son cada vez más violentos. Pero ello no le impide burlarse de sus agresores: «Si tuvierais algún poder, bastaría con que se me acercara uno de vosotros, pero el Señor os ha retirado vuestra fuerza, por eso intentáis espantarme todos juntos. Tomar la apariencia de bestias feroces es un signo de vuestra debilidad».
Esas espectaculares demostraciones del demonio no deben impresionarnos hasta el punto de producir sentimientos de terror en nuestras almas, poco compatibles con la confianza que le debemos al Corazón de Jesús. El diablo nada puede en absoluto sin el permiso de Dios, que nunca permitirá que nuestro Enemigo nos tiente más allá de nuestras fuerzas. Según la comparación que hacía San Cesáreo, el demonio es semejante a un perro que está atado. Puede ladrar muy fuerte y armar escándalo, pero no puede morder, es decir, hacer daño a nuestra alma, excepto si consentimos voluntariamente caer en la tentación (Sermón 121). Por otra parte, el poder de nuestros ángeles custodios prevalece con mucho al de los poderes malignos.
Después de los furibundos asaltos que ha padecido victoriosamente, Antonio es reconfortado por una visión de Nuestro Señor. El monje le dice: «¿Dónde estabas, Señor? ¿Por qué no apareciste desde el principio para acabar con mis dolores? – Estaba presente, Antonio, y esperaba para verte combatir. Puesto que has sabido aguantar y, con la ayuda de mi gracia, no has sido vencido, seré siempre tu socorro y te haré famoso por doquier». Reconfortado en su alma y en su cuerpo, el santo se levanta y reemprende su vida de asceta, a la espera de nuevas pruebas y de nuevas victorias (cf. Vida de San Antonio, por San Atanasio).
Los combates del abad contra el demonio representan, de una forma extraordinaria, aquellos que nosotros mismos debemos sobrellevar en la vida diaria, aunque de una manera menos espectacular. A veces el demonio tienta proponiendo placeres sensuales. Otras veces sumerge al hombre en las tinieblas, lo desorienta, lo absorbe con asuntos triviales y terrenales, lo conduce a la tristeza, a la desconfianza, a la pereza, al desánimo y a la desesperación. Esta última forma de tentación es habitual en las almas que van mejorando en el servicio a Dios. Para vencer las tentaciones es conveniente reaccionar, concediendo más tiempo y atención a la oración o a la meditación, practicando algunos pequeños sacrificios y examinando cada uno con atención su conciencia. En lugar de hacer daño, las sugerencias diabólicas se convierten entonces en ocasión de mérito y de progreso en la virtud.
Un ángel de luz
En ocasiones sucede que el demonio se nos presenta de una manera seductora, a imagen de lo que le ocurrió al padre Marie-Eugène (1894-1967). En una ocasión, este religioso carmelita instruía un retiro en un convento de esa orden. Al indicarle que una monja deseaba hablar con él, se dirigió al locutorio, encontrándose frente a una religiosa de asombroso parecido con Santa Teresa del Niño Jesús. Ésta le dirigió toda clase de cumplidos, felicitándole por sus sermones, asegurándole que llegaría a ser un gran predicador, etc. Cuanto más hablaba, más molesto se sentía él. Así que decidió preguntarle: «Hermana, ¿qué es la humildad?» Ante esas palabras, la religiosa desapareció como por encanto, y el padre Marie-Eugène reconoció entonces al demonio. Así pues, en ocasiones éste se transforma en ángel de luz, sugiriéndole primero al alma pensamientos buenos y santos, pero que acaban en turbación, en inquietud y en orgullo. La vigilancia de nuestros pensamientos, incluso si son buenos, así como la humildad, son medios seguros para prevenirnos contra esas astucias infernales. También puede resultar de gran ayuda abrir nuestra alma a un director espiritual (cf. San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, 326).
Dios guarda y gobierna mediante su providencia todo lo que ha creado. Se cuida de todo, desde las cosas más pequeñas hasta los mayores acontecimientos del mundo y de la historia. Su designio es hacer que consigamos la beatitud eterna, en su reino, donde compartiremos su propia vida en medio de una perfecta felicidad. Para ello se sirve de todas las criaturas, y es su designio providencial que converjan para nuestro bien los ataques de los demonios y los auxilios de los ángeles buenos. Así pues, recemos a la Virgen, que aplastó la cabeza de la serpiente, a San José, terror de los demonios, a San Miguel y a los ángeles custodios, para que nos ayuden a discernir las tentaciones diabólicas y a seguir solamente las inspiraciones celestiales. Guiados de ese modo por el espíritu Santo, podremos cumplir, día tras día, la voluntad divina.
Es la gracia que le pedimos a Dios, especialmente durante el mes de octubre, consagrado a los santos ángeles, para Usted y para todos sus seres queridos. No olvidamos a sus difuntos en nuestras oraciones.
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