16 de Julio de 1997
Jaime Lebreton
Muy estimados Amigos:
El sufrimiento sigue siendo uno de los enigmas más impenetrables de la existencia humana. Su realidad alcanza a todos los hombres, y nadie escapa a ello. Si bien el espectáculo de la creación muestra al alma la existencia de Dios, su sabiduría, su bondad y su providencia, el sufrimiento que habita en el mundo parece oscurecer esa imagen. Incluso hay quien puede sentir la tentación de negar la existencia de Dios: «Si Dios existe, ¿por qué todo ese mal en el mundo?». ¿Cómo es posible entonces que nuestra vida en la tierra esté tan llena de penas y de conflictos? Son conflictos entre el alma, que es inmortal, y el cuerpo, destrozado por la enfermedad y la muerte; entre la razón y las pasiones, que nos arrastran en direcciones opuestas; son conflictos entre el hombre y el universo: un hombre que trabaja a diario para obtener el alimento de la tierra, la cual le responde demasiado a menudo con hambrunas y catástrofes. ¿Por qué tantas penalidades?
«En el centro de todo sufrimiento que padece el hombre, al igual que en la base del mundo de los sufrimientos, aparece inevitablemente la siguiente pregunta: ¿por qué?» (Juan Pablo II, Carta apostólica Salvifici doloris, del 11 de febrero de 1984, sobre el «Significado cristiano del sufrimiento», 9).
Una maravillosa armonía
La Revelación nos enseña que, en un principio, Dios no creó al hombre en ese dramático estado, y que no solamente le concedió ser un hombre, un «animal racional», sino que, de entrada, instituyó en él un estado de santidad, revistiéndole de su gracia y «habitando en él». Así lo expresa el versículo del Génesis: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza (Gn 1, 26). Los Padres de la Iglesia vieron en la expresión a nuestra semejanza una alusión a la gracia santificante que hacía que el hombre fuera partícipe de la naturaleza divina, «semejante a Dios». La gracia otorgada a Adán tenía la particularidad de extender su influencia sobre el ser humano por entero, sobre el cuerpo y el alma, mediante poderosos efectos que ahora desconocemos. El alma era dueña por completo del cuerpo, previniéndole contra el sufrimiento y la muerte; la razón, al hallarse libre de la concupiscencia, gobernaba a la perfección las pasiones; en fin, el hombre reinaba verdaderamente en el mundo, siendo la tierra para él como un jardín de delicias, un paraíso, sin trabajo penoso ni lucha contra la naturaleza.
Aquella maravillosa armonía que entonces reinaba constituía lo que se ha dado en llamar «el estado de justicia original». De ella debía participar el hombre mientras permaneciera en la amistad divina. Pero por desgracia, como nos lo muestra la Sagrada Escritura, el hombre, al ser tentado por el diablo, perdió la gracia que le unía a Dios. En medio del pecado se prefirió a sí mismo antes que a Dios, despreciando con ello a su Creador y rebelándose contra Él, rechazando su estado de criatura e intentando «divinizarse» no según el plan que Dios había establecido para él, sino «contra» Dios: seréis como dioses (Gn 3, 5), había dicho la serpiente tentadora.
Adán pierde la gracia, y con ella la felicidad de su existencia en el paraíso terrenal, por lo que tendrá que pasar por la muerte: moriréis; tendrá que combatir contra sus pasiones, que le conducen al mal (concupiscencia); el trabajo le resultará penoso: maldito sea el suelo por tu causa (Gn 3, 3-7 y 17). Entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, dirá San Pablo (Rm 5, 12), y con la muerte todo un cortejo de sufrimientos que aplastan todos los días a la humanidad. Si Dios permitió la caída de Adán, con todas sus trágicas consecuencias, si la toleró como se tolera una ofensa, lo hizo para respetar la libertad del hombre. Pero a aquella ofensa hecha a su amor, Dios respondió mediante un amor aún mayor: ofrecer su perdón y prometer un Redentor. Y todavía más, pues de alguna manera hace causa común con el hombre, incluso en sus sufrimientos.
Una cercana compasión
En el Antiguo Testamento, Dios da testimonio a menudo de su compasión y de su ternura para con el hombre que sufre. Pero lo que manifiesta de forma más conmovedora la solidaridad de Dios con la humanidad que sufre es la venida del Salvador a este mundo. El Evangelio nos muestra a Jesús acercándose sin cesar a las miserias de sus contemporáneos. El sufrimiento le turba, le afecta y le trastorna, a veces incluso le hace llorar. Sin tener en cuenta las costumbres de la época, sale al encuentro de los leprosos, los intocables de aquel tiempo, para poner sus dedos en aquellas llagas y curarlos. El sufrimiento de los corazones le inspira profunda compasión, como en la escena de la viuda de Naím que lloraba la muerte de su único hijo, atrayendo a todos los afligidos hacia su corazón abierto a todo sufrimiento: Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso (Mt 11, 28).
Pero Dios quiso llegar más lejos: al hacerse hombre, también Él se instaló entre los que sufren. Jesús quiso nacer en un miserable establo; trabajó duro para ganarse el pan de cada día; conoció el hambre, la sed, la fatiga de las largas caminatas a pie (cf. Jn 4, 6); durante tres años careció de casa, pues ni siquiera tenía una piedra sobre la que reclinar la cabeza (cf. Mt 8, 20); sufrió la incomprensión de los hombres, así como sus burlas; se le trató como hombre dado a la bebida y al buen comer. La verdad y la profundidad de su aprensión por el sufrimiento aparecen especialmente en su plegaria de Gethsemaní: ¡Dios mío, si es posible aparta de mí este cáliz! El dolor físico y el dolor espiritual alcanzan su paroxismo en la Pasión. Finalmente, Nuestro Señor quiso ser semejante al hombre incluso en el misterio de la muerte. Todo hombre que sufre puede decir frente al crucifijo: «También Él pasó por esto.»
Pero si Jesús pasó por el abismo del sufrimiento fue para transfigurarlo y para darle una dimensión totalmente nueva, pues en adelante va unido al amor. A pesar de seguir siendo un gran mal en sí mismo, el sufrimiento se ha convertido en la base más sólida del bien definitivo del hombre, es decir, de la salvación eterna, pues nos permite adherirnos a Jesús en la obra de la Redención. Si bien es una consecuencia del pecado, el sufrimiento se convierte, mediante el poder de Dios, en la forma de nuestra liberación espiritual.
Misterio pascual
«Sin la Pascua, el mundo carece de esperanza. Gracias a la Pascua, la vida recupera todo su sentido… He vivido en mis carnes y en mi corazón el misterio de la Pasión y de la Resurrección… Somos llamados a morir y a resucitar todos los días». Quien pronuncia esas frases es Jaime (Jacques) Lebreton. Desde noviembre de 1942, Jaime es ciego y sufre amputación de las manos a la altura de los antebrazos.
Ocurrió en el desierto de Libia. Formaba parte de un pelotón de espahíes que estaba descansando. Jaime, que se encontraba en cuclillas ante una caja de granadas, tomaba los explosivos de uno en uno para desactivarlos. «Mientras trabajaba estaba charlando con los compañeros, contará más tarde. Uno de ellos, sin yo saberlo, le quitó el pasador a una granada. Luego, asustado, me la dio. La cogí maquinalmente, pero enseguida comprendí que iba a explosionar. ¡Hay que tirarla! Pero estoy rodeado de compañeros y pueden morir… De repente se produce un formidable estruendo de gong y me encuentro sumergido en las tinieblas. Intento hablar pero no lo consigo, y pienso que estoy muerto».
Hijo de un oficial de la marina, Jaime Lebreton abandonó la casa solariega de Kerval, cerca de Brest (Bretaña), en junio de 1940, a los 18 años, para incorporarse al ejército francés libre de Londres. Después, tras un largo periplo por Oriente Medio, fue a parar a Libia, frente a las tropas del general alemán Rommel. Se enfrentaba a la muerte por primera vez: silbaban por todas partes los obuses, los muertos eran numerosos a su alrededor, así que se preguntó por la existencia de Dios: «En casa me habían dado una educación cristiana, y también en el colegio. A los 18 años pasé bruscamente de una vida resguardada a una vida en libertad. Mi fe se marchitó poco a poco, así que dejé de practicar la religión. Pero, frente al peligro, me planteaba la pregunta fundamental: «¿Dios existe? ¿Quién es? ¿Acaso hay un negro vacío después de la muerte?»… La respuesta a aquellas preguntas iba a llegarme de una manera inesperada, con la explosión de aquella granada».
Tras los primeros auxilios en la ambulancia de campaña, Jaime Lebreton era evacuado a un hospital de Damasco. Durante dos o tres semanas queda sumido en la mayor de las torpezas, y sospecha que sus ojos han sido alcanzados de gravedad, pero cree que recuperará la vista a lo sumo en seis meses o un año. El tiempo lo arreglará todo. Por el contrario, ignora lo que ocultan los enormes vendajes que cubren los extremos de sus antebrazos: «Me notaba aún las manos como si las tuviera contraídas sobre la granada; es sabido que los que han sufrido una amputación lo sienten así. Cuando descubrí la verdad me sublevé. En una ocasión, en Libia, había visto cómo veintiuno de mis compañeros se volatilizaban en medio de una formidable explosión, y me dije: «La muerte en medio de la batalla no significa nada, pues no se la ve venir. Lo que temo de verdad es perder un brazo o una pierna. No podría soportarlo…». Y ahora me encontraba ciego y doblemente manco: una cuádruple amputación. ¡Y a los 21 años! ¿Cómo podía permitir Dios una prueba semejante?»
«Aceptar» para no «sufrir» más
Sin embargo, una religiosa franciscana misionera de María, a la que Jaime había conocido durante una primera permanencia en Damasco, se enteró de que estaba en el hospital y vino a verlo con regularidad. «Me hablaba de Job, que no maldecía a Dios. Me citaba la parábola del Evangelio: Si el grano de trigo no muere en la tierra, no puede dar fruto». El enfermo empezó a notar que aquellas verdades penetraban en su alma, y se puso de nuevo a rezar y a frecuentar los sacramentos, aceptando incluso comulgar dos veces a la semana, y luego todos los días. Descubrió entonces el amor que movió a Jesús, «el hombre de los dolores», a morir por nosotros en la Cruz. Experimentó una fuerza misteriosa que le acercaba a Cristo y, gracias al vigor de aquella recuperada fe, percibía en sus sufrimientos un oculto valor de redención. Fue entonces cuando, apoyándose en la fuerza divina y no en su propia debilidad, ofreció heroicamente a Dios sus ojos y sus manos, decidiendo no «sufrir» más su prueba, sino «aceptarla». «La aceptación es una victoria. Antes de ser herido, sabía lo que significaba reírse pero no la alegría, la verdadera alegría. Pues bien, lloré de alegría en mi lecho del hospital. Incluso le dije a la hermana enfermera: «¡No he salido perdiendo con el cambio!»».
El amor transforma los corazones y realza el sufrimiento aceptado. Según el testimonio de San Francisco de Sales, «El amor divino no solamente endulza lo que resulta amargo, sino que transforma la cruz en alegría, pues Dios es el Dios de la alegría». Jaime Lebreton lo experimentó así. La alegría infundida en el corazón mediante la gracia, incluso en medio de los sufrimientos, no es una alegría sensible, sino un regocijo apacible y misterioso, en la fe, que puso en labios de Santa Teresa del Niño Jesús lo siguiente: «Aquí en la tierra todo me cansa, todo es una carga para mí… Sólo me alegra una cosa: sufrir por Jesús; pero esa alegría no sentida está por encima de toda alegría» (Carta, 12 de marzo de 1889).
Pero cuando el sufrimiento no nos aporte más que tristeza y abatimiento, recordemos estas otras frases de Teresita: «Si hace falta, suframos con amargura y sin entereza. Jesús también sufrió con tristeza, pues ¿podría sufrir el alma sin tristeza?… Resulta un gran consuelo pensar que Jesús, la divina Fortaleza, conoció todas nuestras debilidades, que tembló a la vista del amargo cáliz, aquel cáliz que en otro tiempo tan ardientemente había deseado» (Cartas, 26 de abril de 1889, 26 de diciembre de 1896). Así pues, cuando suframos, pensemos que Jesús está presente, compadeciéndose de nosotros, para ayudarnos a llevar la cruz de cada día.
Amputado de Dios
También Jaime Lebreton tuvo, literalmente, su camino de Damasco. Él mismo advertía: «Curiosamente, entré en esa ciudad precisamente por la puerta de San Pablo. Él llegó ciego y recuperó la vista; yo encontré una luz infinitamente más preciosa que la que perdí». El día 5 de noviembre de cada año anunciará a sus amigos: «Hoy os invito a champaña. – ¿Por qué? – Porque es el aniversario del día en que me quedé ciego». Según sus propias palabras, guiadas por la fe, él consideraba que «la única invalidez consiste en estar amputado de Dios».
«Estar amputado de Dios», eso es la consecuencia del pecado mortal. El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que «A los ojos de la fe, ningún mal es más grave que el pecado y nada tiene peores consecuencias para los pecadores mismos, para la Iglesia y para el mundo entero» (1488). Nuestro Señor nos advirtió que es preferible perder las manos y los ojos antes que ser arrojado a la gehenna, es decir, al infierno, donde nos lleva el pecado, el cual nos aparta de Dios (cf. Mt 5, 29-30). Sin ningún género de dudas, el mayor sufrimiento para el hombre es la pérdida de la vida eterna, puesto que, al perderla, pierde la felicidad perfecta a la que Dios lo destinaba. Jesús vino para librarnos del sufrimiento definitivo que es la condenación eterna. «El Hijo único fue entregado a la humanidad para, ante todo, proteger al hombre contra ese mal definitivo… La misión del Hijo único consiste en vencer el pecado y la muerte; su triunfo sobre el pecado se debe a su obediencia hasta la muerte, y su triunfo sobre la muerte se debe a su resurrección» (Salvifici doloris, 14). Al destruir el pecado, Jesús destruyó el mayor de los males y, al mismo tiempo, la raíz de todo sufrimiento, puesto que el sufrimiento y la muerte entraron en el mundo precisamente a través del pecado (cf. Rm 5, 12). Así pues, todos aquellos que lo deseen pueden obtener el perdón de sus pecados y ser partícipes de los frutos de la Redención. Es un favor que nos llega principalmente a través de los sacramentos, que son los canales de la gracia divina, la cual nos purifica, nos fortifica y hace crecer nuestra alma en la santidad. Además, mediante la oración y la digna recepción de los sacramentos nos es posible soportar pacientemente cualquier sufrimiento.
«¿Por qué permite Dios el sufrimiento?», le preguntaban en una ocasión a la madre Teresa. Resulta difícil de entender, pues es el misterio del amor de Dios; por eso ni siquiera podemos entender por qué sufrió tanto Jesús, por qué tenía que pasar por aquella soledad de Gethsemaní y por el sufrimiento de la crucifixión. Es el misterio de su inmenso amor. El sufrimiento que vemos ahora es como si Cristo reviviera su Pasión en nosotros. – ¿Cómo puede ser admirable el sufrimiento? – Si se acepta en su verdadero sentido, como algo que procede de la mano de Dios, para nuestra santificación, para la purificación de nuestra alma y también en reparación por los pecados del mundo, entonces es cuando nos trae la paz y es admirable. – Pero Dios, ¿no es acaso un Dios de amor? – Dios no nos manda el sufrimiento para torturarnos, sino para atraernos hacia Él».
Un servicio insustituible
Lejos de ser inútiles, las personas que sufren cumplen un servicio insustituible. «La fe en la participación de los sufrimientos de Cristo conlleva en sí misma la certeza interior de que el hombre que sufre completa lo que le falta a las pruebas de Cristo y que, en la perspectiva espiritual de la obra de la Redención, es útil, como lo fue Cristo, para la salvación de sus hermanos y hermanas» (Salvifici doloris, 27). Por eso la Iglesia se inclina con veneración ante quienes sufren, porque ve en ellos a los principales continuadores de la obra de Cristo Salvador. Santa Teresa del Niño Jesús confiaba lo siguiente poco tiempo antes de morir: «¡Nunca pensé que fuera posible sufrir tanto! Solamente puedo explicarlo por los ardientes deseos que sentí por salvar almas» (30 de septiembre de 1897).
La Santísima Virgen María, incólume de cualquier mancha de pecado, siempre ha estado íntimamente ligada a la obra de la salvación. «En ella, los innumerables e intensos sufrimientos se acumularon con tal cohesión y encadenamiento que, a la vez que mostraban su inquebrantable fe, contribuyeron a la Redención de todos. Su subida hasta el Calvario y su presencia al pie de la Cruz supusieron una especialísima participación en la muerte redentora de su Hijo. Por lo tanto, Jesús confirió a María una nueva maternidad -espiritual y universal- respecto a todos los hombres» (Salvifici doloris, 25, 26). Por eso precisamente, todos los que recurran a esa Madre tan compasiva y tierna hacia los que sufren obtendrán alguna gracia de consuelo.
Pero será sobre todo en el Cielo donde recogeremos los frutos de nuestra paciencia al llevar la Cruz. En efecto, San Juan nos asegura en el Apocalipsis que en el cielo Dios enjugará toda lágrima de nuestros ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas (21, 4); y San Pablo escribe lo siguiente a los Romanos: Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros (8, 18). San Cipriano, al hablar de esa gloria del cielo, se expresa de este modo: «¡Cuál no será tu gloria y tu dicha!: ser admitido a ver a Dios, tener el honor de participar en las alegrías de la salvación y de la luz eterna en compañía de Cristo, el Señor tu Dios…, gozar en el Reino de los cielos en compañía de los justos y de los amigos de Dios, las alegrías de la inmortalidad alcanzada» (Epístola 56, 10, 1); y San Agustín: «¡Cuál no será esa felicidad, dedicándonos a alabar a Dios, que lo será todo en nosotros! Él será el fin de nuestros deseos, a quien contemplaremos sin fin, amaremos sin saciedad, alabaremos sin cansancio. Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos» (Ciudad de Dios, l. 22, c. 30, n. 1, 5).
Es la gracia que pedimos para Ustedes a Nuestra Señora y a San José, así como para todos sus seres queridos, vivos y difuntos.
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