7 de Octubre de 1997
Beata María de la Providencia (Eugenia Smet)
Muy estimados Amigos:
Preciosa en la presencia del Señor la muerte de sus santos (Sal 115, 15).
Estamos a 31 de diciembre de 1640, en la casa parroquial de La Louvesc, pequeña aldea de la montaña de Vivarais (Francia). San Juan Francisco Régis, sacerdote de la Compañía de Jesús, se encuentra acostado en casa del párroco, agotado a causa del cansancio y de su enfermedad. Junto a él vela un padre jesuita. Hacia la medianoche, el santo, que ha conservado toda su consciencia, le dice a su compañero que se encuentra muy mal, y poco tiempo después: «¡Ah, hermano mío! Estoy contemplando cómo Nuestro Señor y la Virgen me abren el Paraíso». Pronuncia entonces las palabras de Jesús en la Cruz: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, y su alma emprende el vuelo hacia el cielo.
Esa muerte edificante es motivo de alegría, pues es cierto que a los ojos de la fe cada hombre recibe su recompensa en su alma inmortal nada más efectuar el paso a la eternidad. Pero la muerte es un enigma para quienes no tienen fe, y sin embargo ningún hombre puede eludir la pregunta crucial: ¿qué sucede después de la muerte?
Para los materialistas, la muerte nos reduce a la nada, pero es una opinión que queda desmentida por la razón. En efecto, el hombre puede pensar, desear y amar, puede concebir ideas, llevar a cabo razonamientos y posee la libertad; todos estos elementos manifiestan en él la existencia de un principio espiritual: el alma. La inmortalidad del alma humana se deriva de su carácter espiritual y de su deseo de la perfecta felicidad. También el sentimiento general del género humano es testigo de esa verdad. Por eso el propio Robespierre llegó a escribir: «El pueblo francés cree en la inmortalidad del alma». Por su parte, Voltaire, aunque enemigo encarnizado del cristianismo, no dudó en decir del materialismo que era «la mayor de las absurdidades, la locura más escandalosa que jamás haya penetrado en el espíritu del hombre».
Un ciclo que no vuelve a empezar
Pero existen otras falsas respuestas para esa pregunta. Una de las que hoy en día más se propaga es la teoría de la reencarnación. Para los que mantienen esa teoría, después de la muerte el alma humana asume otro cuerpo y, de ese modo, se encarna de nuevo. Es una enseñanza que puede hallarse en muchos pueblos. En la India (hinduismo y budismo) es un dogma que domina toda la religión y el conjunto del pensamiento. Ese ciclo de renacimientos es algo pavoroso, pues va unido al tema de la culpa y de la expiación; se trata de un castigo y de una maldición. Por el contrario, en nuestras sociedades occidentales, la reencarnación se propone de manera positiva, pues permite que el hombre pueda realizar todas sus aspiraciones, que no pueden quedar satisfechas en una sola existencia. También sería el medio de redimir los pecados y los errores cometidos durante esta vida.
Esta idea, nacida del paganismo, contradice las Sagradas Escrituras y la tradición de la Iglesia, y se opone especialmente en tres puntos a la fe cristiana:
– En primer lugar, su error más importante consiste en el rechazo de la redención del hombre por parte de Jesús, el Salvador, pues es fundamentalmente una teoría de la autorredención o de la autorrealización. A primera vista se nos aparece como muy indulgente hacia las debilidades humanas, pero en realidad posee una dureza inhumana. Así es, pues hace recaer en el hombre todo el peso de una liberación que, de hecho, solamente puede recibir de Dios. El hombre debe ganar su propia vida por sí solo, y ¿quién puede asegurar que en la próxima ocasión obtendrá un mejor resultado? Por el contrario, el cristianismo afirma con fuerza que sólo Dios es la única perfección del hombre. En Jesucristo tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia (Ef 1, 7). Hablando con propiedad, la comunión con Dios y la vida en Dios nunca pueden llegar a ser obra del hombre, sino solamente un don gratuito que Dios propone a cada hombre. Nuestra salvación eterna no depende de la duración de nuestra vida, sino únicamente de la acogida que sepamos reservar al amor de Cristo.
– Por otro lado, los partidarios de la reencarnación no pueden admitir la siguiente enseñanza de la Iglesia sobre el juicio particular: «La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo […]. Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (purgatorio), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1021, 1022).
– Finalmente, la teoría de la reencarnación no puede conciliarse con la resurrección de los cuerpos que tendrá lugar al final de los tiempos con el juicio universal. La Iglesia «cree y firmemente confiesa que todos los hombres comparecerán con sus cuerpos en el día del juicio ante el tribunal de Cristo para dar cuenta de sus propias acciones» (CIC, 1059). Ese juicio universal al final de los tiempos no corregirá el veredicto irreversible emitido durante el juicio particular en el momento de la muerte, sino que su objetivo será restablecer la justicia social, pues nuestros actos, buenos o malos, tienen una repercusión edificante o escandalosa sobre nuestro prójimo. Y, en ocasiones, esa influencia perdura después de la muerte mediante las obras que quedan en este mundo. Al final de los tiempos, la virtud será exaltada y el mal será condenado ante todos los hombres. Y se hará justicia también con los cuerpos resucitados según hayan participado en el bien o en el mal. En fin, aparecerá con claridad la sabiduría de la divina Providencia en el proceder de la historia de los hombres.
Una suprema misericordia
Como fiel depositaria de la enseñanza de Jesucristo, Hijo de Dios, solamente la Iglesia nos aporta plena luz sobre la muerte y las realidades del más allá. Siguiendo la tradición, el Concilio Vaticano II habla del «único curso de nuestra vida terrena» (Lumen gentium, 48). Así pues, el momento de la muerte es decisivo.
Aquel que muere en la amistad de Dios, purificado por entero de sus pecados, entra inmediatamente en la gloria del cielo. El cielo es el estado supremo y definitivo de felicidad, así como la realización de las más profundas aspiraciones del hombre. Allí viven por siempre los bienaventurados con Cristo, que son semejantes a Dios porque lo miran frente a frente.
Al contrario, si alguien muere en estado de pecado mortal, rechazando el amor de Dios, su alma desciende al eterno infierno inmediatamente (cf. CIC, 1035) y la muerte lo instala en el estado interior de rebelión contra Dios. Santa Catalina de Génova decía al respecto lo siguiente: «Las almas que están en el infierno, al haber partido de este mundo con esa mala voluntad, siguen estando en pecado. Y el pecado nunca les es reparado, y no puede serlo, porque ya no están en condiciones de cambiar su voluntad, pues el momento de la muerte la instala y la detiene para siempre» (Tratado del purgatorio, cap. 4).
Algunos, en fin, mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados. «Aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo… Esta purificación final de los elegidos es completamente distinta del castigo de los condenados» (CIC, 1030-1031).
Nada que esté mancillado puede ser presentado ante el Señor. Una mancha es un impedimento para el encuentro íntimo con Dios, cuya santidad requiere una pureza perfecta en aquellos que entran en el cielo. Este principio no solamente debe entenderse en lo que se refiere a los pecados graves («mortales»), que rompen y destruyen la amistad con Dios, sino también a propósito de las manchas que oscurecen dicha amistad. Se trata de los pecados veniales, y las secuelas de los pecados mortales, que pueden permanecer en el hombre en estado de gracia después de la reparación de la falta mediante el sacramento de la Penitencia o por la contrición perfecta unida al deseo del sacramento. San Cesáreo de Arlés nos dice de los pecados veniales que, «si bien no pueden matar el alma, la deforman, de tal suerte que apenas puede, o en todo caso con gran confusión, acercarse a abrazar al Esposo celestial» (Sermón 104, 3). Afortunadamente, la misericordia de Dios nos ofrece el consuelo de la posibilidad de una completa purificación después de la muerte.
Una niña nos ayudará a conocer mejor el misterio del purgatorio.
Ser la providencia de Dios
Un día en que persigue mariposas con sus compañeras, Eugenia, con la exuberancia propia de la edad de siete años, detiene de súbito su veloz carrera y les dice a sus amigas: «¿Sabéis en qué estoy pensando?», y sin esperar respuesta sigue diciendo toda seria: «¿A que si una de nosotras estuviera en una cárcel de fuego y pudiéramos liberarla con una simple palabra enseguida pronunciaríamos esa palabra? ¿A que sí?… Pues eso es precisamente lo que ocurre en el purgatorio, donde las almas se encuentran como en una cárcel de fuego. Lo único que Dios espera de nosotras es una simple oración para liberarlas, y nosotras no rezamos esa oración». Nada más pronunciar esas palabras, la pequeña retoma su carrera con entusiasmo, tras una hermosa mariposa que la ha llamado de las profundidades invisibles en que una prodigiosa gracia la había sumido durante un instante. Pero, ¿quién es esa joven?
Eugenia María José Smet nació el 25 de marzo de 1825, en Lille (Francia), en el seno de una familia de sólidas tradiciones cristianas. La acción de la gracia se hizo sentir en su alma desde muy temprano, y había sobre todo dos cosas que la fascinaban: el purgatorio y la divina Providencia. A la edad de 12 años rezaba de este modo: «Dios mío, tú eres mi Providencia. ¡Si yo pudiera un día ser la tuya!» Mientras buscaba el medio de «ser la providencia de Aquel que la colmaba de bienes», encontró la siguiente respuesta: «Ya sé cómo ser la providencia de Dios. Puesto que tanto ama a las almas del purgatorio y que su justicia le impide liberarlas, yo misma le entregaré esas almas a las que ama y pediré a todo el mundo que se las entregue mediante oraciones y pequeños sacrificios».
Las almas del purgatorio soportan grandes sufrimientos para purificarse por completo, aunque la naturaleza de las penas del purgatorio no ha sido precisada por el magisterio de la Iglesia. Santa Catalina de Génova afirma que la demora en ver a Dios cara a cara resulta muy dolorosa para el alma. En efecto, al estar ésta separada del cuerpo, percibe con claridad que Dios es su único fin último; por eso desea con vehemencia unirse al Bien Supremo al que muy ardientemente ama.
En el purgatorio existe igualmente una pena sensible. El apego desordenado a las criaturas, que todo pecado actual entraña, incluso si es venial, es compensado allí mediante un sufrimiento sensible por parte de las criaturas. La Iglesia latina, siguiendo a numerosos padres y doctores de la Iglesia, afirma que uno de los instrumentos de ese sufrimiento del sentir es un fuego real. «La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la escritura, habla de un fuego purificador» (CIC, 1031). Sin embargo, la intensidad de los sufrimientos del purgatorio es proporcional a la naturaleza y a la gravedad de los pecados por expiar.
Solidaridad sobrenatural
Aunque decidida a socorrer a las almas del purgatorio, Eugenia todavía no sabe a qué género de vida la llama Dios. El día de Todos los Santos de 1853, durante la Santa Misa, le viene la inspiración de establecer una asociación de plegarias y de buenas obras en beneficio de las almas de los difuntos. Al día siguiente, día de la conmemoración de los fieles difuntos, se le ocurre la siguiente idea: «Hay comunidades que responden a todas las necesidades de la Iglesia militante, pero no hay ninguna que esté consagrada por entero a la Iglesia sufriente mediante la práctica de obras de dedicación y de caridad». Esa será la idea básica de la asociación, y también del instituto religioso que surgirá de ella. Eugenia, que se convertirá en la madre María de la Providencia, siempre había tenido la intuición de que las obras de misericordia, sobre todo las que se realizan en favor de los pobres de este mundo, son el medio más eficaz de socorrer a los pobres del más allá. Al convertirse en servidoras de los pobres, de los enfermos, de los presos o de los ancianos -en una palabra, de todos los menesterosos-, las auxiliadoras de las almas del purgatorio llevarán a cabo el ideal de su fundadora: «Rezar, sufrir y actuar por las almas del purgatorio».
La Sagrada Escritura nos enseña que podemos aliviar a las almas del purgatorio. Al comentar la ofrenda de un sacrificio por los muertos que realiza Judas Macabeo, se nos dice: Es, pues, santa y saludable la obra de rogar por los muertos para que sean libres de sus pecados (2 M 12, 46 -Vulgata). La Iglesia siempre ha honrado la memoria de los difuntos, ofreciendo en su favor oraciones, buenas obras y, sobre todo, el Santo Sacrificio de la Misa. La liturgia del 2 de noviembre se instituyó especialmente con ese fin, gracias a una iniciativa de San Odilón, abad de Cluny (998). En todas las misas, la plegaria del Canon conlleva una intercesión en favor de los fieles difuntos. Esa solidaridad sobrenatural es un aspecto de la comunión de los santos que resulta muy agradable a Dios, como lo reveló en una ocasión Nuestro Señor a la venerable María Lataste: «No podrías hacer nada más agradable a Dios que acudir en auxilio de las almas del purgatorio». En contrapartida, las almas que hayamos socorrido mediante nuestras oraciones, nuestras limosnas, nuestros sacrificios y las misas que hayamos celebrado en su intención, y a las que hayamos manifestado de ese modo nuestro afecto de forma eficaz, no dejarán a su vez de socorrernos.
Esa costumbre, tan saludable para los difuntos, también lo es para nosotros, pues despierta nuestra fe y nuestra esperanza, convirtiéndose de ese modo en un poderoso incentivo de santificación y de penitencia. Así pues, ya podemos purificarnos aquí en la tierra de las faltas leves que provoca nuestra fragilidad humana. «Tiene en la tierra un grande y saludable purgatorio el hombre sufrido que al recibir una afrenta se lamenta más de la malicia del ofensor que de la ofensa recibida, que con gusto ruega a Dios por sus enemigos, y perdona de corazón los ultrajes que le infieren, que no sufre dilación en pedir perdón a los demás, que se inclina más fácilmente a la conmiseración que a la ira, que a menudo se hace violencia y se esfuerza en sujetar del todo su carne al espíritu» (Imitación de Cristo, l. I, cap. 24).
Un ideal cumplido
La fundación de una orden religiosa pasa siempre por el crisol de la prueba. Mil aflicciones asaltarán el corazón de la madre María de la Providencia: profundas desolaciones
interiores y completa indigencia material. Pero la Providencia nunca le fallará. En una circunstancia en que su alma se encontraba afectada por profundas amarguras, confió sus dudas al piadoso párroco de Ars, quien le respondió mediante un intermediario con esta misiva: «El señor párroco sonríe ante el relato de todas sus pruebas, y me ha encargado que le transmita que esas cruces no son más que flores que pronto darán sus frutos… Si Dios está con usted, ¿quién estará contra usted?» Y concluye igualmente en otra carta: «Una casa que se edifica sobre la cruz no debe temer la tormenta ni la lluvia: es el sello de Dios».
Mientras su instituto extiende ramificaciones en Francia y en el extranjero, la madre María de la Providencia sube su calvario, consumida por una enfermedad que no le da tregua alguna. Aunque agotada por el sufrimiento, sabe guardar una apariencia de tranquila seguridad, de fervor y de alegría comunicativos, y nadie mejor que ella sabe consolar las penas y derramar la confianza y la paz. «Toda la fuerza, repetía a menudo, la recibo al mirar el crucifijo». Y consume por entero su ardiente caridad por Dios y por las almas, realizando lo que Santa Teresita escribirá algunos años después en una de sus poesías:
«A fin de poder contemplar tu gloria – sé que debo pasar por el fuego, – y yo elijo, para mi purgatorio, – tu encendido amor, oh Dios corazón mío» (Poesía, nº 23).
También en el purgatorio reina el amor de Dios. Sin él, el sufrimiento se vería impotente para producir la obra maravillosa de la purificación. Allí, las almas gozan de una profunda e inalterable paz, pues aceptan plenamente la voluntad de Dios en ellas. A pesar de sus grandes sufrimientos, se encuentran felices por el amor de Dios, por la seguridad de ser amados por Él, por Nuestra Señora y por los Santos, por la firme esperanza del cielo y la certeza de su salvación.
Seguridad invencible
En 1870, en plena guerra franco-alemana, los pensamientos de la madre María la trasladan de nuevo al purgatorio: «¡Dios mío, exclama, cuántas almas comparecen ante ti! ¡Jesús mío, misericordia! No puedo pensar en otra cosa más que en las almas que entran en la eternidad. Al menos eso es verdad, ¡y menuda verdad!» El 7 de febrero de 1871, la santa fundadora entrega dulcemente su alma a Dios. Había vivido en la cruz y la cruz le ofrecía el paraíso. «Sujetémonos a la cruz, había comentado algún tiempo antes, pues es nuestra única esperanza… La vida es tan corta…, y la eternidad no terminará jamás. Seamos ya de la eternidad».
Al día siguiente de la ceremonia de beatificación, el 26 de mayo de 1957, el Papa Pío XII resumía en una alocución lo más importante del mensaje dejado por la Hna María de la Providencia: «Quien persiga de esa manera despojarse de todo interés personal y de todo egoísmo, y se consagre sin reservas a la obra redentora universal, conocerá, al igual que María de la Providencia, el sufrimiento y la prueba, pero también la invencible seguridad de quien se ha asentado sobre la fuerza del propio Dios y espera con humilde confianza la hora del triunfo sin fin: In te Domine speravi, non confundar in aeternum; en ti, Señor, he esperado, no sea yo confundido para siempre (Sal 70, 1)».
Tal es la gracia que le deseamos, a Usted y a todos sus seres queridos. Rezaremos especialmente por sus difuntos durante el mes de noviembre que viene, consagrado a la intercesión en favor de las almas del purgatorio.
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