21 de febrero de 2024

John Bradburne

Muy estimados Amigos,

«Vagabundo de Dios, hermosa alma que aspira a una vida cristiana perfecta ―escribirá de John Bradburne el superior de los Padres de Sión en Lovaina (Bélgica)… No está hecho para la vida religiosa sedentaria, y siente más bien inclinación por imitar los ejemplos de san Benito José Labre (un peregrino sin domicilio fijo, del siglo xviii) o del Padre de Foucauld». Pero, ¿quién es ese hombre fuera de lo común que, tras una vida muy turbulenta, llegó a ser un admirable servidor de los leprosos?

John BradburneJohn Bradburne nace el 14 de junio de 1921 en el pueblecito de Skiwich in Cumbria (noroeste de Inglaterra). Su padre es el pastor anglicano del lugar. Su madre, Erica, procedente de una familia modesta, está emparentada con Baden-Powell, el fundador del escultismo, y con el futuro primer ministro Winston Churchill; pasó su juventud en la India, por entonces colonia británica, y habla a sus cinco hijos de la miseria de los leprosos. John, el tercero de ellos, la escucha con atención. La música y el canto dan especial reputación a la casa. Desde pequeño, John, que no para un momento, comienza a trepar a los árboles y le gustan las actividades de exploración de la “montaña” local. En 1929 lo mandan interno a cien kilómetros de allí, pero resulta ser un desastre, pues se le acaba la libertad del pueblo natal. Es objeto de las novatadas de sus compañeros, que son más de ciudad, lo que le hace llorar todas las noches. Al cabo de cinco años su padre lo lleva a otro colegio, donde aún es más desgraciado. Pero él se rebela y termina huyendo, recorriendo a pie los cuarenta kilómetros que lo separan del presbiterio paterno.

Trepar a los árboles

En 1934 su padre cambia de destino, inscribiendo a su hijo en Holt, en el internado de Gresham, un famoso colegio. John consigue adaptarse, incluso haciendo amigos, que aprecian su humor y sus dotes de imitación. Siente pasión por Shakespeare, se dedica al teatro y aprende a tocar varios instrumentos musicales. Su actividad preferida sigue siendo trepar a los árboles e instalarse en una rama alta con un buen libro. Las clases de religión lo dejan indiferente, pero aprende a dominar sus impulsos. En 1939 aprueba el concurso-oposición de ingreso en la escuela militar de oficiales. En septiembre, Inglaterra declara la guerra a Alemania. John es destinado al frente asiático como subteniente. En 1941 le encargan el mando de un pelotón en un regimiento nepalí de “gurkas”, tropas de élite indígenas. Se entiende muy bien con esos hombres, ya que sus excentricidades les hacen reír; a veces trepa a la copa de un gran árbol donde pasa horas tocando la flauta: «Crazy English!» («¡Ese inglés loco!» ―comentan sus camaradas.

En diciembre del mismo año los japoneses invaden Malasia, y las tropas británicas retroceden. Aislado del resto del ejército, una parte del regimiento de John se dispersa en la jungla; el capitán Hart y él caminan sin rumbo durante un mes, hasta que una variante grave de paludismo somete a John. Sin embargo, al llegar a la costa, ambos consiguen alcanzar Sumatra el 15 de febrero de 1942. Hospitalizado, entre la vida y la muerte, John ve, delirando, a una dama blanca a la que identificará más tarde como la Virgen María. Pero los japoneses se acercan y hay que huir de nuevo. Hart y él alcanzan Ceilán, desde donde John pasa a Bombay, en la India. Tras recobrar la salud, le envían al Himalaya, a Dehra Dun, para unirse a un regimiento de gurkas. Allí entabla amistad con John Dove, un joven católico anglo-irlandés, con quien comparte el gusto por la música, largas conversaciones, bebida y mujeres. John hablará de esa época como «dos años esfumados, sin provecho, en los clubs, los pubs y los juegos». No obstante, en mayo de 1943 escribe a sus padres: «He entregado mi vida a Cristo de una vez por todas».

En otoño de ese año se une a los “chindits”, tropas de choque que van a ser lanzadas desde planeadores gigantes en Birmania a fin de construir “fortalezas” en la jungla, detrás del ejército japonés. En marzo de 1944 John participa en esa gran operación aerotransportada. Después de terribles combates, los japoneses empiezan a replegarse. John ha sido un soldado eficaz y valiente, pero está agotado. Al año siguiente es licenciado y regresa a Inglaterra, donde rechaza hablar de lo que acaba de vivir. Al igual que miles de soldados desmovilizados, no encuentra su lugar en la sociedad. Sin embargo, se enamora de Anne Hardwicke y le pide matrimonio. En 1946 es contratado como leñador, trabajo que le revuelve la salud física y mental.

John Dove regresa a Inglaterra en otoño de 1946, y ambos amigos se reencuentran. Bradburne acepta instruirse en la fe católica, a pesar de sus prejuicios contra el catolicismo, y frecuenta el monasterio benedictino de Buckfast. Lee la Apología de Newman, cuyo itinerario hacia Roma le sirve de guía. Su padre lo envía a consultar a un clérigo que considera convincente, el reverendo Paul Osborne. Este le informa que él mismo está en el umbral de la Iglesia de Roma, y le enseña a rezar el Rosario. Después de una noche conversando, John toma una decisión y, el 26 de octubre de 1947, domingo de Cristo Rey, es admitido en la Iglesia Católica, tomando después su primera Comunión. Osborne se hará católico siete años después.

Buscar la verdad

Siguiendo a Newman y a otros muchos anglicanos, John ha reconocido que la Iglesia Católica es verdaderamente la Iglesia fundada por Jesucristo. En efecto, «Dios manifestó al género humano el camino por el que, sirviéndole, pueden los hombres salvarse y ser felices en Cristo. Creemos que esta única y verdadera religión subsiste en la Iglesia Católica y Apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la misión de difundirla a todos los hombres, diciendo a los Apóstoles: Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado (Mt 28, 19-20). Por su parte, todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla» (Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, núm. 1).

John se plantea pronto la cuestión de una vocación monástica. Además, tanto Anne como él renuncian a su proyecto de matrimonio; la ruptura tiene lugar sin enfrentamiento, y seguirán siendo amigos. Sin embargo, en calidad de nuevo converso, debe esperar dos años para poder entrar en el monasterio. Así pues, en primavera de 1948 John acepta un puesto de maestro en un colegio católico. Empieza a escribir poemas y descubre a san Francisco de Asís, que le entusiasma. A principios de 1949 su amigo John Dove le anuncia su ingreso en los jesuitas. Bradburne abandona el colegio en junio y pide la mano de una colega, Margaret Smith, doce años mayor que él, pero esta rehúsa el matrimonio. En la abadía de Buckfast ya no quieren acogerlo como postulante. Entonces John Dove lo invita a ir de peregrinación a Lourdes para curar “su corazón enfermo”, de donde guardará una gran impresión. En febrero de 1950 lo aceptan como portero en la cartuja de Parkminster, donde permanece seis meses. La huella de esa estancia lo marca para siempre. En septiembre parte en peregrinación a Roma, con todos los gastos pagados por un comerciante de diamantes judío; en ello ve una señal de vocación misionera hacia el pueblo judío. Llega hasta Tierra Santa, donde permanece siete semanas en Jerusalén, en la casa San Pedro de los Padres de Sión (congregación fundada en el siglo xix por el padre Teodoro Ratisbonne, judío converso, para la evangelización de los judíos). El superior cree ver en él una vocación para su Instituto, y lo envía al noviciado de Lovaina, en Bélgica. Allí John acude con frecuencia a una iglesia próxima para rezar en la tumba del padre Damián de Veuster, apóstol de los leprosos. En octubre de 1951 empieza estudios de filosofía, pero confiesa a su superior que no se ve como sacerdote.

«¡No estaba loco!»

A finales de primavera de 1952 John quiere regresar a Tierra Santa, pero se dirige primero a Asís. Al no encontrar pasaje gratuito para Israel, consigue empleo como sacristán en una parroquia del sur de Italia, donde el párroco lo aprecia mucho. En febrero de 1953 John profesa el voto privado de castidad. Su padre le había escrito por Navidad: «Es para mí una gran alegría saber que eres feliz y que estás bien, con tus pies seguros en el camino que, en la hora de mi vejez, veo cada vez más claramente como el camino de Dios para ti». En el mes de mayo siguiente muere su padre, y en septiembre John regresa a Inglaterra para cuidar a su madre. Primero se aloja con la familia, y luego se instala como ermitaño en una cabaña. La superiora de una comunidad de monjas maristas a las que a veces ayuda dirá de él: «Se hacía el loco, pero no lo era en absoluto; para él era una manera de disfrazar su profunda vida espiritual».

Siguiendo el consejo de John Dove, pide ingresar en la abadía benedictina de Prinknash. En un principio está contento, pero no se adapta a la vida de los monjes, demasiado reglada para él. Cuatro meses más tarde se dirige a Londres. En enero de 1957 lo contratan como quinto sacristán en la catedral católica de Westminster. Unos meses más tarde, el arzobispo Monseñor Godfrey, con quien mantiene conversaciones espirituales, le pide que sea el guarda de su residencia de campo. Pero en febrero de 1961, tras ser nombrado cardenal, el arzobispo emprende unos trabajos con el propósito de transformar la residencia en casa de acogida; John acaba marchándose. El padre Dove, convertido en misionero en Rodesia (actualmente Zimbabue), le propone servir en las misiones franciscanas rurales. El 6 de agosto de 1962 John es recibido por su amigo en el aeropuerto de Salisbury. La aparente calma de la colonia, donde el 5% de los europeos posee la mitad de las tierras y todo el poder, es engañosa. Rodesia prepara su independencia de Gran Bretaña bajo un régimen de segregación racial dominado por los blancos. Las misiones franciscanas son oasis de convivencia. Una de sus tareas primordiales es ayudar a los africanos a asumir, con espíritu cristiano y sin perspectivas de venganza, el destino de su país.

El 11 de agosto de 1962, envían a John a una misión regida por los franciscanos irlandeses en Wedza, a 160km al sur de la capital, Salisbury. El 4 de octubre, el padre Gilda lo lleva para fundar un nuevo sector misionero bastante alejado, en la sabana. John demuestra ser un excelente coadjutor que se lleva bien, por su buen humor, tanto con los nativos como con los blancos. A principios de 1963 acompaña a otro misionero, el padre Pascal Slevin, que inaugura también otra misión. A pesar de su falta de sentido práctico, participa en la construcción de la casa y de la primera capilla. No obstante, la situación del país se degrada; los colonos blancos declaran unilateralmente la independencia del país, reforzando su dominación, y aparece un frente anti-segregación de hombres de color, armado por la revolución internacional. Como consecuencia de ello se producen atentados y represalias del gobierno.

Un simpático nexo de unión

En 1964 los jesuitas ofrecen a John la conserjería de una gran casa en M’bebi, al norte de Salisbury, que quieren transformar en noviciado. Allí vive como ermitaño. Desde julio de 1964 hasta febrero de 1965 impulsa emisiones mensuales televisadas sobre temas bíblicos. El padre Dove organiza entonces en Silveria House, cerca de Salisbury, talleres de formación profesional reservados a los nativos. John se une a él en diciembre de 1964, haciéndose apreciar como simpático nexo de unión entre los jesuitas y los indígenas. Allí conoce a Luisa Guidotti, misionera laica y médico. En 1967 una parroquia de Salisbury decide montar para Pascua una obra de teatro sobre la Pasión de Cristo titulada “El hombre nace para ser rey”. John representa el papel de Jesús, y la obra tiene un gran éxito.

En diciembre de 1968 Bradburne oye hablar por primera vez de una colonia de leprosos que padece dificultades de gestión, situada en Mutemwa, a 160 km al este de Salisbury. La leprosería, que sobresale por encima del monte Chigona, se había fundado en 1937 y había contado con casi dos mil leprosos, pero la mayoría habían sido devueltos a sus familias. John llega en marzo de 1969. El responsable del “Comité de los Amigos de Mutemwa”, asociación que apadrina la leprosería, le ofrece el puesto de director, pero él se siente incapaz y lo rechaza. Para convencerlo le explican que, si él no se encarga de la colonia, nadie lo hará. Así pues, se instala con los leprosos en agosto de 1969: «Soy un marginado y ellos son marginados, por lo que nos entendemos» ―escribe al padre John Dove. Sin embargo, el primer contacto es espeluznante: unas ochenta personas con el rostro y los miembros deformados, con llagas sin curar, viven en chabolas miserables y se hallan en un estado de extrema suciedad; padecen malnutrición y la mayoría están afectados por otras enfermedades. A fuerza de ser maltratados, esos leprosos se han vuelto desconfiados, pero la amabilidad y el buen humor de John enseguida los conquistan. Es él quien acompaña a los moribundos, lo que conmueve a todos. La parte médica está cubierta por tres vírgenes consagradas italianas de la misión “All Souls”, que acuden cada semana y dejan medicamentos e instrucciones para John. Este, no obstante, se muestra poco realista y, a partir de diciembre de 1969, la doctora Luisa Guidotti se esfuerza en formarlo. Unidos por la fe de Jesucristo y el amor a los leprosos, ambos se hacen buenos amigos. Los domingos, si el capellán no acude, John anima el servicio religioso durante una hora y media, y hace uso de la autorización recibida para distribuir la sagrada Comunión. En sus ratos libres sube a la cima de la colina para rezar y escribir poemas. El padre Dove, su confesor habitual, le visita con frecuencia.

Un conflicto desgraciado

Sin embargo, a partir de 1970 empieza un conflicto con los ganaderos del lugar, pues dejan que sus animales destrocen la huerta de la leprosería. En 1971 el “Comité de los Amigos de Mutemwa” se transforma en “Asociación rodesiana contra la lepra”, y una mujer medico visita el centro. Está impresionada por los resultados obtenidos por John, pero exige que lleve una contabilidad rigurosa; ante su sorpresa, este lo acata y le envía libros de cuentas perfectos. Disiente con él en otro asunto: al considerar que los leprosos no deben tener hijos, exige que se suministre sistemáticamente a las mujeres píldoras anticonceptivas. John lo rechaza.

El Papa Juan Pablo II confirmará la validez de la posición de John Bradburne sobre la contracepción: «La Iglesia condena, como ofensa grave a la dignidad humana y a la justicia, todas aquellas actividades de los gobiernos o de otras autoridades públicas, que tratan de limitar de cualquier modo la libertad de los esposos en la decisión sobre los hijos. Por consiguiente, hay que condenar totalmente y rechazar con energía cualquier violencia ejercida por tales autoridades en favor del anticoncepcionismo e incluso de la esterilización y del aborto procurado». Y el Papa explica: «Cuando los esposos, mediante el recurso al anticoncepcionismo, separan estos dos significados (unión y abertura a la procreación) que Dios Creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer y en el dinamismo de su comunión sexual… manipulan y envilecen la sexualidad humana… alterando su valor de donación total… En cambio, cuando los esposos, mediante el recurso a períodos de infecundidad, respetan la conexión inseparable de los significados unitivo y procreador de la sexualidad humana, se comportan como ministros del designio de Dios… La diferencia antropológica y al mismo tiempo moral que existe entre el anticoncepcionismo y el recurso a los ritmos temporales es bastante más amplia y profunda de lo que habitualmente se cree…; implica en resumidas cuentas dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana, irreconciliables entre sí» (Juan Pablo II, Exhortación Familiaris consortio, 22 de noviembre de 1981, núm. 30, 32).

En 1972, William Ellis, un católico que había abandonado la Iglesia, entra en la “Asociación rodesiana contra la lepra” con sentimientos hostiles respecto a la acción de John. Sin embargo, la dedicación de este no se ralentiza, e incluso le verán llevando a hombros a un leproso hasta el dispensario, distante varios kilómetros. Posee la habilidad de valorar a los enfermos haciéndoles jugar, cantar y colaborar en las tareas del centro. También sabe amonestarles cuando es debido, sobre todo en materia de alcoholismo y de promiscuidad. Pero, sobre todo, consigue el cariño de los leprosos mediante su amor y respeto por cada uno de ellos, y los considera como un don de Dios. Sabiendo que «La Iglesia no conoce otro medio que el Bautismo para asegurar la entrada en la bienaventuranza eterna» (CEC, núm. 1257), John lo propone con dulzura a los no cristianos, pero sin forzarlos. Los leprosos comprenden que su persona y su destino eterno cuentan ante los ojos de ese blanco que ha venido a vivir entre ellos, a la vez ermitaño y servidor de los más pobres.

Un rechazo indignado

Numerosos visitadores de Mutemwa se sienten impresionados y espiritualmente transformados por su encuentro con John y los leprosos. Sin embargo, Ellis le pide que disminuya las raciones de comida y que ponga una placa de identificación en el cuello de cada leproso. John lo rechaza con indignación: los leprosos no son ganado. Por ello, el comité decide su expulsión. El 1 de mayo de 1973, John se aleja y se instala en la cima del Chigona, donde permanece seis meses. Todas las mañanas desciende para dar la Comunión a los leprosos. Cuando alguno de ellos está moribundo, él se desliza de noche entre las chabolas para pasar horas asistiéndole. Los desórdenes del nuevo director acarrean el rechazo de las monjas cuidadoras italianas, y luego de la doctora Luisa Guidotti. Se interrumpe el seguimiento médico, así como el envío de paquetes de medicamentos procedentes de Italia. En esa misma época se intensifica la guerra civil. La policía, que lo aprecia, permite a John que resida en una chabola, a cien metros del centro.

El 28 de junio de 1976, la doctora Luisa Guidotti es arrestada por no haber denunciado a unos rebeldes. Finalmente es absuelta. Pero muchos misioneros que ayudaban a las poblaciones indígenas son asesinados. En agosto de 1978, afectado de encefalitis aguda, John se salva gracias a la doctora Luisa Guidotti. Esta muere el 6 de julio de 1979, alcanzada por una ráfaga de ametralladora en un control policial (se ha abierto proceso de beatificación a su favor). En 1979, a pesar de negociaciones de paz entre ambos bandos, los combates continúan. Durante la noche del 2 al 3 de septiembre, John es apresado por una docena de hombres armados y entregado a unos jóvenes rebeldes, quienes le colman de ultrajes. La noche del 4 de septiembre, el comandante de los rebeldes comunistas de la zona declara a John inocente y propone expulsarlo a Mozambique. John responde que no puede abandonar a sus leprosos. El 5 de septiembre por la mañana se pone en camino junto a unos campesinos que regresan a sus pueblos. Les acompañan dos jóvenes guerrilleros. En el momento de vadear un riachuelo, arrastran a John más abajo y uno de ellos le vacía por la espalda el cargador del arma. John cae muerto. Al día siguiente, un misionero, el padre David Gibbs, descubre el cuerpo. El periódico local anuncia: «Han matado al amigo de los leprosos… Era un hombre de Dios, enteramente bueno; entregó toda su vida a los leprosos, que le querían mucho; también era un excelente poeta». El 10 de septiembre, la gente se agolpa en la catedral de Salisbury con motivo de sus exequias, pero ningún leproso de Mutemwa ha podido asistir. Dos años antes, el provincial de los franciscanos había mandado a John su propio hábito, pues ―según decía― «es más franciscano que todos nosotros juntos». John Bradburne fue enterrado con ese hábito que tanto apreciaba, en calidad de terciario de la Orden.

«No tengo dinero, pero amo a Dios y me regocijo en Él» ―hacía cantar John Bradburne. El 30 de abril de 2019, la conferencia episcopal de Zimbabue decidió abrir la causa de su beatificación. En la plegaria para obtener su beatificación se hizo esta petición: «Que su amor a Cristo y a María su madre, por su servicio consagrado a aquellos que son considerados los más pequeños de este mundo, sea un modelo a seguir».

San Bernardo

Beata María de la Encarnación

Venerable Claire de Soria

Capitán Auguste Marceau