24 de Junio de 2002
Hermann Cohen
Muy estimados Amigos:
Al grito unánime de la humanidad que sufre: «Felicidad, ¿dónde estás?», un renombrado predicador contestaba así: «Busqué la felicidad en la vida elegante, en el aturdimiento de bailes y fiestas; la busqué en la posesión del oro, en la emoción del juego, en la intimidad de los hombres famosos, en todos los placeres de los sentidos y del espíritu… La mayoría de los hombres tiene una idea equivocada sobre la propia naturaleza de la felicidad, buscándola allí donde no está… Se ama la felicidad, y Jesucristo, única felicidad posible, no es amado… ¡Dios mío! ¿Cómo puede ser esto? ¡El Amor no es amado! ¿Por qué? Porque no es conocido. Todo es motivo de estudio, excepto Él… ¡Oh, todos los que me escucháis! ¿Acaso es necesario que venga un judío a suplicar a los cristianos que adoren a Jesucristo?… Pero podréis decirme: «No creo en Jesucristo». Yo tampoco creía en Él, ¡y por eso precisamente era desgraciado!».
Este predicador se llama Hermann Cohen, nacido el 10 de noviembre de 1821 en Hamburgo. Su familia ocupa una distinguida posición entre los aproximadamente veinte mil judíos de la ciudad. A medida que va creciendo, el pequeño Hermann se muestra piadoso y le gusta cantar en alemán los cánticos y los Salmos. Por instinto, no se encuentra a gusto en una sociedad secularizada y prefiere el misterio que rodea los ritos venerables que todavía se conservan, por ejemplo la lectura de la Biblia en hebreo sobre un rollo de pergamino envuelto en un magnífico tejido.
Hermann y su hermano mayor, Albert, son enviados a un colegio protestante, pero su pertenencia a una comunidad judía atrae sobre ellos muchos sarcasmos. No obstante, Hermann, dotado de una inteligencia extraordinaria, se sitúa pronto en los primeros puestos de la clase, estimado por sus maestros y condiscípulos. Sin embargo, sus recursos intelectuales son muy inferiores a su prodigioso don musical. Embriagado desde temprana edad por su éxito como pianista, conseguido en Hamburgo, su ambición ya no conoce límites. Sus padres, reticentes en un principio pero preocupados por graves reveses de fortuna, le dejan finalmente proseguir su inclinación por la vida de artista.
Pronto parte hacia París, donde se convierte en el alumno predilecto del virtuoso Franz Liszt (1811-1886). Los éxitos de aquel joven prodigio de 13 años deslumbran a los medios mundanos de París. Hermann, seducido por las utopías revolucionarias, se convierte en poco tiempo en uno de los más activos propagandistas de la abolición del matrimonio, del terror, del reparto de bienes, del disfrute desenfrenado, etc. George Sand lo toma bajo su protección y le inyecta el veneno de sus peores novelas.
De pronto, Liszt huye a Suiza con la condesa Marie d’Agoult. Hermann decide seguir a su maestro y vive en la intimidad de ese falso matrimonio, encontrando «sublime» el valor de esa mujer «que, por seguir su pasión, lo ha abandonado todo: su casa, su madre, su marido y sus hijos». Hermann anhela el día en que él mismo podrá inspirar una pasión capaz de salvar tantos obstáculos. De regreso a París, se deja llevar por la pasión del juego y acumula deudas. Sus clases de música le proporcionan dinero, pero ese dinero no sirve para pagar sus deudas sino sus placeres. Más tarde escribirá: «Mi vida se convirtió entonces en un completo abandono a todos mis caprichos y a todas mis fantasías. ¿Fui más feliz por ello? No, ¡Dios mío! La sed de felicidad que me devoraba no se sació». «Todos los jóvenes que yo conocía vivían como yo, buscando el placer allí donde se presentara y deseando con ardor la riqueza, a fin de poder seguir todas sus inclinaciones y satisfacer todos sus caprichos. Pero jamás pasaba por sus mentes pensar en Dios».
El castigo de Dios
Sin embargo, como hijo de Israel, lleva a sus espaldas el castigo de Dios. Pero Hermann experimenta ese castigo con su intensa sensibilidad de artista, que prevalece sobre la razón. Entonces –escribirá posteriormente– «todo me salió bien, con un éxito increíble: el faubourg Saint-Germain me adoptó… todas las seducciones del mundo se apoderaron de mi espíritu… Y sin embargo, a pesar de aquella existencia tan envidiable en opinión de tanta gente, no tenía tiempo de reflexionar y, en realidad, estaba siempre inquieto». De hecho, Hermann era esclavo de aquellas malsanas pasiones: «¡Oh, horrible esclavitud! Yo también la experimenté: estaba amordazado, encadenado por esos grilletes… Sabía que debía romper esas cadenas… y no podía».
Y esa es su situación a la edad de 26 años, cuando un viernes del mes de mayo de 1847, el príncipe del Moscova le pide que le reemplace para dirigir un coro de aficionados, con motivo de las celebraciones del mes de María de la iglesia de Santa Valeria, en París. «Acepté, inspirado únicamente por amor al arte musical y por la satisfacción de hacer un favor. Cuando llegó el momento de la Bendición del Santísimo Sacramento, experimenté una turbación indescriptible. Me vi obligado a inclinarme hacia el suelo, sin que mediara mi voluntad. Regresé el viernes siguiente y quedé impresionado de la misma manera, y de súbito me vino la idea de hacerme católico».
Experimentando una atracción que le hace regresar siempre a aquella iglesia, tiene ocasión, poco después, de asistir a varias Misas, con una alegría interior que absorbe todas sus facultades. Para intentar comprender el misterio que en él descubre, contacta con un sacerdote católico, el padre Legrand. Éste le escucha con benevolencia y afabilidad. Su recibimiento «rompió súbitamente uno de los prejuicios más sólidamente inveterados en mi mente. Tenía miedo de los sacerdotes… Sólo los conocía por la lectura de las novelas, que nos los presentan como hombres intolerantes, siempre con las amenazas de la excomunión en los labios… Y me encontraba en presencia de un hombre instruido, modesto, bueno, abierto, que lo espera todo de Dios y nada de sí mismo».
Un sosiego desconocido
El 8 de agosto siguiente, Hermann se encuentra en Ems (Alemania) para dar un concierto, y asiste a la Misa dominical en la pequeña iglesia católica de la ciudad. En el momento de la elevación de la Sagrada Forma, no puede contener un raudal de lágrimas. «Espontáneamente, como por intuición, empecé a hacer una confesión general a Dios de todas las enormes faltas cometidas desde mi infancia: las veía allí mismo, desparramadas ante mí, a millares, horrendas, repulsivas… Y sin embargo sentí también, mediante un sosiego desconocido que derramó su bálsamo en mi alma, que Dios misericordioso me las perdonaría, que se apiadaría de mi sincera contrición, de mi amargo dolor… Sí, sentí que me perdonaba, y que aceptaba como expiación mi firme voluntad de amarlo sobre todas las cosas y de convertirme en adelante en Él. Al salir de aquella iglesia de Ems, era ya cristiano de corazón…».
Pensando que debe su «conversión eucarística» a la Bienaventurada Virgen María, decide honrarla con un culto especial. De regreso en París, se pone bajo la dirección del padre Legrand, quien se esfuerza en discernir si se trata de un deslumbramiento o de un cambio profundo de vida; luego, pone en contacto a Hermann con el padre Teodoro Ratisbonne, judío converso dedicado a la obra de apostolado en favor de los judíos. Hermann recibirá precisamente el bautismo en la capilla de esa obra en París, en Nuestra Señora de Sión, el 28 de agosto de 1847, festividad de san Agustín, elegido como patrono. El 8 de septiembre toma la primera comunión, y pronto comulgará diariamente.
«¡Dejad vuestras futilidades!»
A Hermann le hubiera gustado decir enseguida adiós al mundo y entrar en un convento, «para consagrarse exclusivamente al servicio del Señor»; pero tiene un montón de deudas que saldar, y esto le llevará dos años. Una tarde del mes de noviembre de 1848, entra en la capilla de las carmelitas de la calle Denfert-Rochereau de París, donde está expuesto para la noche el Santísimo Sacramento, ante unas adoradoras. En ese lugar le surge la idea de fundar «una asociación que tenga como finalidad la exposición y la adoración nocturna del Santísimo Sacramento, así como la reparación de las injurias del que Él es objeto». La asociación de la adoración nocturna de los hombres, nacida el 22 de septiembre con el consentimiento del vicario general de París, reúne por primera vez a sus miembros durante la noche del 6 al 7 de diciembre, en la iglesia de Nuestra Señora de las Victorias, en unión filial con el Papa Pío IX, refugiado en Gaete. En su felicidad, Hermann se dirige a sus amigos de antaño: «Venid a este banquete celestial, que ha sido preparado por la Sabiduría Eterna… Venid, dejad vuestras futilidades y vuestras quimeras… Pedid a Jesús la túnica blanca del perdón, y con un nuevo corazón, con un corazón puro, saciad vuestra sed en la límpida fuente de su Amor». Poco a poco, la asociación se propaga por el mundo entero; todavía existe en la actualidad.
Después de haber pagado sus deudas, Hermann es libre. La gracia de Dios lo atrae hacia la Orden del Carmelo. Siempre ha manifestado, desde su bautismo, el deseo de recibir el escapulario de la Virgen del Carmen. Entre la Ascensión y Pentecostés de 1849, durante un retiro espiritual, lee la vida de san Juan de la Cruz; este descubrimiento confirma sus intenciones de manera irrevocable. El 16 de julio de 1849, festividad de la Virgen del Carmen, se despide de su familia y acude al convento de Agen, y luego al de Broussey, cerca de Burdeos, donde tiene lugar su noviciado. Un mes después, escribe a su madre: «La orden religiosa en la que he entrado nació entre los judíos 930 años antes de Jesucristo; la fundó el profeta Elías del Antiguo Testamento en el monte Carmelo, en Palestina. Es una orden de verdaderos judíos, de hijos de profetas que esperaban al Mesías y que creyeron en Él cuando vino. Se han perpetuado hasta nuestros días viviendo de la misma manera, con las mismas privaciones del cuerpo y los mismos placeres del alma que hace unos 2.800 años. Todavía llevan en la actualidad el nombre de la Orden del Monte Carmelo. Entre estos religiosos, cabe diferenciar los procedentes de la reforma de santa Teresa de Jesús y de san Juan de la Cruz, llamados Carmelitas descalzos… Yo pertenezco a esta rama… ¿Por qué practicar esta vida? Para imitar la vida que llevó Jesucristo cuando vino a salvar a los hombres mediante los sufrimientos, la obediencia, las humillaciones, la pobreza, la cruz… Esa es la vida que yo he elegido».
El 6 de octubre de 1849, Hermann toma el hábito con el nombre de fray Agustín María del Santísimo Sacramento. La regla del noviciado es dura y fray Agustín María se entrega con generosidad. Su mayor sacrificio es privarse poco a poco de fumar y de tomar café. Viéndolo y oyéndolo, se le podría tomar por el más afable, sosegado y amable de los hombres. Sin embargo, a veces, incluso cuando tiene la sonrisa en los labios, la sangre le hierve de cólera. También tiene una cierta tendencia a la burla, debido a una percepción aguda de lo ridículo; pero nadie parece haberlo sospechado siquiera, pues durante las horas de esparcimiento, se muestra alegre y benévolo con sus hermanos, siendo a menudo Jesús el tema de sus conversaciones. Hace sus votos perpetuos el 7 de octubre de 1850, y es ordenado sacerdote el sábado santo de 1851. En aquellos benditos días, reza intensamente por la conversión de su familia. Su oración no quedará sin frutos, pues varios de sus allegados, en especial su hermana, abrazarán la fe católica.
A partir de junio de 1852, el padre Agustín María es enviado a predicar por distintas ciudades, sobre todo Lyon, Marsella, París, Lieja, Berlín, Ginebra…; sus enardecidas palabras de amor de Dios convierten a las almas y las atraen al confesionario y a la devoción por la Santísima Virgen y la Eucaristía; algunos piden el bautismo, otros se hacen religiosos.
«Nos parecemos a los leprosos»
En París, comienza así su homilía: «Hermanos míos; mi primera acción, al aparecer en este púlpito cristiano, debe ser una retractación de los escándalos que otrora tuve la desgracia de cometer en esta ciudad. ¿Con qué derecho, podréis decirme, vienes a predicar; tú, al que hemos visto arrastrándose sin pudor por el fango de la inmoralidad y haciendo profesión abierta de todos los errores? Sí, hermanos míos, confieso que he pecado contra el Cielo y contra vosotros… Pero también he venido hacia vosotros cubierto con el hábito de la penitencia… La Madre de Jesús me reveló la Eucaristía, conocí a Jesús, conocí a mi Dios, y pronto me hice cristiano. Pedí el Santo Bautismo, y el agua sagrada fluyó sobre mí y, al instante, todos mis pecados, esos horribles pecados de veinticinco años de crímenes, quedaron borrados. Y mi alma se volvió al instante pura e inocente. Hermanos míos, Dios me ha perdonado… ¿Acaso no me perdonaréis vosotros también?». Varias personas, incluso antiguos compañeros de desenfreno, conmovidos por estas palabras, se convierten.
En sus sermones, el padre Agustín María manifiesta su amor por la Eucaristía y éste le inspira una obra nueva. Estando de paso por Ars, se confía al Párroco, san Juan María Vianney: «Padre, ¿no ha observado que siempre estamos más ocupados pidiéndole al Señor favores en vez de agradecerle los que ya hemos recibido de Él? – Sí, nos parecemos a los leprosos que se marchan curados y sin dar las gracias. – ¿No podríamos fundar una obra que tuviera como finalidad dar incesantes acciones de gracias a Dios por el torrente de favores que derrama sobre el mundo? – Sí, tiene usted razón. Hágalo y Dios le bendecirá».
Tres grados
En una homilía, Hermann expone su idea sobre la acción de gracias: «El primer grado es el del corazón: en él hay que grabar la memoria de las insignes misericordias que el Señor ha utilizado para con nosotros. – El segundo grado nos lleva a alabar, a exaltar y a celebrar el bien recibido». La oración litúrgica, en particular el Salterio y el Te Deum, constituye la mejor fuente de acción de gracias, pues «su autor es el propio Espíritu Santo». Pero sólo mediante la divina Eucaristía, y solamente por ella, «podremos dignamente cumplir con nuestra deuda de gratitud para con Dios. Éste es el tercer y supremo grado de la acción de gracias… ¡Oh, Dios mío!, cuando te ofrezco esta Hostia de alabanza y de amor, Tú haces oír otra vez esa voz paternal desde lo alto de los cielos y que descendió sobre Jesús: Tú eres mi hijo amado; en ti me complazco (Mc 1, 11)».
La conclusión práctica que de esto resulta es la fundación en Lyon, en 1859, con el apoyo del Papa Pío IX, de una cofradía de acción de gracias destinada a «dar gracias al Eterno por sus dones, en especial por el que es por excelencia el don de Dios: la Eucaristía; compensar la aterradora ingratitud de una mayoría, que olvida los deberes de reconocimiento hacia Dios; agradecer al Señor por quienes no dan las gracias».
Conforme al ideal del Carmelo, el padre Agustín María aspira a la soledad profunda del desierto para dedicarse todavía más a la oración. Suele decir las siguientes palabras: «Lo importante es no tomarle gusto a las cosas mundanas, y la oración tiene precisamente como efecto desengañarnos de la atracción de todas esas cosas y de provocar en nosotros el único deseo de Jesús. El Dios del Amor es celoso: quiere reinar sólo, ser amado, gozado, deseado». Tras haber descubierto cerca de Taresteix, a 20 km de Lourdes, un extenso terreno perdido en el bosque, el padre Agustín María lo compra y manda construir unas ermitas individuales. Aunque, de hecho, poco las aprovechará, pues ante la demanda del cardenal Wiseman, el Papa se fija en él para restaurar la Orden del Carmelo en Inglaterra, diciéndole lo siguiente: «Te envío para convertir a Inglaterra, al igual que uno de mis predecesores envió a san Agustín». Ningún convento ha vuelto a aparecer en aquel país desde el cisma de Enrique VIII (1491-1547). El 15 de octubre de 1862, festividad de santa Teresa de Jesús, el padre Agustín María instala provisionalmente a algunos carmelitas procedentes de Francia en una pequeña casa de Londres. Como consecuencia de sus predicaciones, algunos anglicanos expresan su voluntad de entrar en la Iglesia Católica, y en 1863, por primera vez desde hace tres siglos, un novicio inglés viste el sagrado hábito de los carmelitas. En septiembre de 1864, aproximadamente dos años después de la llegada del padre Agustín María a Inglaterra, siete casas de adoración se encuentran en plena actividad, de las cuales dos están en Londres.
Finalmente, en 1868, el padre Agustín María obtiene el permiso de sus superiores para regresar al «Desierto de San Elías», en Tarasteix. Sin embargo, una nueva prueba le espera: una enfermedad ocular tan grave que deberá ser operado. Depositando su confianza en la Virgen de Lourdes, hace una novena en la gruta de las apariciones, lavándose los ojos cada día en la fuente milagrosa. Al noveno día, se produce una curación súbita y milagrosa: el milagro es evidente. Hermann Cohen es el primer judío curado milagrosamente en Lourdes. A continuación regresa a Tarasteix, donde espera establecerse definitivamente. Pero la hora de su retiro no sonará; en mayo de 1870, es nombrado, por tres años, primer consejero del superior provincial y maestro de novicios, dirigiéndose, pues, a Broussey. El 19 de julio de aquel mismo año, Francia declara la guerra a Prusia y, un mes más tarde, el desastre de Sedán conlleva la caída del régimen napoleónico. Un odio antiprusiano y antirreligioso se apodera de los franceses.
Aquel popular carmelita descalzo, venerado y amado en toda Francia, es «perseguido de ciudad en ciudad por su doble calidad de monje y de alemán». Se dirige a Grenoble, donde antaño sus ardientes palabras conquistaran a las masas, pero es tomado por espía y escapa por poco de la muerte. Finalmente, consigue llegar sano y salvo a Ginebra, donde el obispo le confía el cuidado de un grupo de mujeres y de personas mayores, unas quinientas o seiscientas, que han huido de Francia y que se hallan privadas de toda asistencia religiosa.
Pero el 24 de noviembre de 1870, ante la petición del obispo de Ginebra, parte hacia Berlín y consigue autorización para servir como capellán en Spandau, a 14 km de la capital, donde más de cinco mil prisioneros franceses carecen de ropa, alimento y, sobre todo, de amparo espiritual; muchos están gravemente enfermos… Se gana rápidamente el corazón de aquellos prisioneros; aunque se ocupa especialmente de sus almas que sufren, su caridad se prodiga en aliviar aquellos pobres cuerpos. Consigue hacerles llegar cajas de ropa que les permita resistir el frío de esa glacial Prusia, en la época del más crudo invierno; también consigue complementos indispensables de alimentos. Cada día celebra la Misa y predica ante centenares de soldados. Gracias a su inagotable bondad, muchos acuden a él para confesarse; un mes después de su llegada, 300 soldados han recibido ya la Sagrada Comunión… Pero con semejante ritmo de vida, la salud del padre Agustín María, de por sí tan delicada, se deteriora.
Un peligro mortal
El 9 de enero de 1871, administra la extremaunción a dos prisioneros afectados de viruela. Cómo no tiene a mano la espátula que sirve para ungir a los agonizantes con el santo óleo, y tratándose de una verdadera urgencia, el padre no duda en administrar las unciones con su propia mano, a pesar del rasguño que tiene en el dedo, y arriesgando así su vida por la salvación eterna de sus dos ovejas. De hecho, contrae la enfermedad. El 15 de enero, al haberse agravado su estado, recibe a su vez los últimos sacramentos, cantando después con voz firme el Te Deum y la Salve, y, finalmente, recita el De profundis. Al día siguiente, cuando le comunican que su fin está próximo, un indecible gozo se refleja en su rostro. Al atardecer del 19 de enero, se confiesa apaciblemente, recibe la Sagrada Comunión y dice: «Ahora, oh Dios mío, deposito mi alma en tus manos». Son sus últimas palabras. Su respiración pausada se prolonga hasta la mañana del día siguiente hacia las 10, momento en que, mientras la religiosa que lo vela canta la Salve a petición suya, expira dulcemente.
El padre Agustín María del Santísimo Sacramento fue el cantor de la Eucaristía. Ojalá podamos imitarlo mediante un ferviente amor hacia Jesús-Víctima, como nos anima el Santo Padre: «La Iglesia y el mundo tienen gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en ese sacramento del Amor. No escatimemos tiempo a la hora de buscarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y predispuesta a reparar los pecados graves y los desórdenes del mundo. ¡Que nunca cese nuestra adoración!» (Juan Pablo II, carta Dominicæ cenæ, del 14 de febrero de 1980.
Por nuestra parte, rezamos al Señor por todas sus intenciones, y especialmente por sus difuntos.
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