24 de Mayo de 2002
Beato Carlos Leisner
Muy estimados Amigos:
La mañana del domingo 17 de diciembre de 1944 se produce un inusitado acontecimiento en el barracón 26 del campo de concentración de Dachau: Karl Leisner, el deportado de la eterna sonrisa y el ángel reconfortante de sus compañeros de infortunio desde hace cinco años, es ordenado sacerdote de Jesucristo. Gravemente enfermo, está al borde del agotamiento y recibe la unción sacerdotal en la cruz. Su hermosa mirada, apaciguada, madurada por el sufrimiento, devorada por la fiebre, clama la inmutable alegría de Cristo Jesús. Tan sólo le quedan nueve meses de vida…
Karl Leisner nace el 28 de febrero de 1915 en Rees, en Westfalia (oeste de Alemania), y en 1921, su familia se instala en Cleves, un pueblecito vecino. El señor Leisner es tesorero en el tribunal y un hombre muy ordenado, profundamente apegado a la fe católica que recibió de sus antepasados, y posee un enérgico carácter, incluso impetuoso a veces. Su esposa, amable y condescendiente, siempre tranquila y conciliadora, consigue que el amor reine en el hogar. Karl, que es un niño despierto, travieso y rebosante de vida, acude primero a la escuela primaria y luego, en 1927, entra en el instituto estatal. Es un buen alumno y estudia con facilidad; su curiosidad es inagotable, buscando constantemente saber el porqué de las cosas, y su radiante sonrisa le abre los corazones. Al entrar en contacto con el capellán del instituto, Walter Vinnenberg, que tiene el don de suscitar el entusiasmo, Karl desarrolla sus facultades de organizador y de animador de jóvenes. Tiene doce años cuando el sacerdote le propone crear una asociación de jóvenes, el grupo Saint-Werner. Karl acepta e inaugura el libro de actas de las sesiones. Las redacciones de esas actas se convierten, en mayo de 1928, en el diario de su alma, que permite seguir la ascensión espiritual del joven.
¡Dame fuerza, Señor!
Los paseos en bicicleta ocupan un lugar importante entre las actividades del grupo Saint-Werner, y Karl las relata detalladamente y con humor. La salida viene precedida de una Misa y, cuando el capellán acompaña a los jóvenes, el Santo Sacrificio constituye la culminación de cada jornada. Karl y sus compañeros pasan muchas horas embriagadoras montando la tienda, descubriendo ciudades y paisajes, hombres y oficios, venciendo obstáculos y superándose entrenando a otros jóvenes en la luz del Señor. Generoso por naturaleza, Karl se adapta a cualquier situación, y en las etapas tocan la flauta o la guitarra y cantan canciones populares, sin olvidar los actos de ferviente devoción hacia la Virgen. El joven es nombrado muy pronto responsable de los Movimientos de la Juventud Católica del distrito de Cleves, interesándose también por la vida cívica y política.
El adolescente da muestras de una sorprendente madurez y, cuando se siente afligido por sus caídas, recupera pronto la serenidad. Después de un pecado, escribe: «He caído una vez más… ¡Se terminó! ¡Fuera el pecado!… Debes permanecer tranquilo y valeroso, a pesar de todas las banalidades y de toda la voracidad de los sentidos. Quiero tenerme a mí mismo en alta estima, pues soy una imagen del Dios trinitario que es un sólo Dios. Quiero restablecer en mí la unidad entre el querer y el actuar». Pero Karl no es un superhombre, ni un santo aureolado caído del Cielo, y mantiene un duro combate espiritual. A esa temprana edad, decide purificar su espíritu y su corazón, y poner reglas a su comportamiento. Sus resoluciones se resumen de la siguiente manera: orden (en el interior de su alma, en la actitud externa, en las actividades), disciplina, piedad y amor. En 1933, anota lo siguiente: «Mi corazón deambula por doquier hasta encontrar el reposo en Ti, Dios mío. Señor, tú eres el orden, la belleza y el más profundo reposo. Tú das la paz que el mundo no puede dar… Sin el amor de Dios y sin la alegría en el alma, yo no conseguiría nada. Con Dios, todo lo tendré en mí. Dame fuerza, Señor». Durante la Pascua de 1933, antes de entrar en el último curso preuniversitario, Karl acude a Schönstatt para hacer un retiro espiritual. En el seno de la espiritualidad del movimiento apostólico de Schönstatt se encuentra la alianza de amor con María, mediante la cual se deja uno conducir por la Santísima Virgen hacia Cristo, quien conduce a sus discípulos al Padre. Se camina de ese modo por la vía de la santidad, del abandono a la Providencia y de la infancia espiritual, cumpliendo de la manera más perfecta posible y con amor la tarea cotidiana, por modesta e insignificante que pueda parecer a los ojos de los hombres.
A contracorriente
Sin embargo, en enero de 1933, el nacional-socialismo llega al poder en Alemania. El 2 de julio de ese año, las autoridades cierran los locales de las organizaciones católicas y confiscan sus bienes. Karl escribe lo siguiente: «En la escuela, los enfrentamientos son cada vez más duros… Se nos fustiga como activistas católicos, enemigos del Estado… Ello nos hace estar más orgullosos. A pesar de algunos momentos sombríos que suscitan el miedo, mantenemos muy alto el estandarte católico del movimiento de juventud». Muy pronto, el joven es identificado y fichado por la Gestapo (policía política), de ahí que se esfuerce en ser más prudente con sus palabras, sin ocultar por ello su fe cristiana ni renunciar a su compromiso con la ciudad. Todos los días, realiza el esfuerzo de levantarse muy temprano para ir a Misa y comulgar. Su serio trabajo escolar impide que los responsables del instituto lo expulsen, y obtiene su título de bachiller con una nota de «Bien».
En el silencio de un retiro espiritual, en diciembre de 1933, Karl se plantea qué carrera elegir: «La soledad me ha fortificado y me ha dado el valor definitivo de atreverme a llevar la pesada carga de la vocación sacerdotal». Esta decisión apacigua al joven, pero en adelante, y referente a esa cuestión, deberá mantener muchos combates. El 5 de mayo de 1934, entra en Borromäum de Münster, una casa que reagrupa a los estudiantes que optan por el sacerdocio, estudiando durante dos años filosofía y teología en la universidad de Münster. Es un joven maduro y de gran delicadeza moral, y el obispo monseñor Clemens von Galen, que recibirá el apodo de «el león de Münster» por su heroica resistencia contra el nacional-socialismo, le nombra responsable diocesano de la Juventud Católica. «La fe y el entusiasmo de Karl por Cristo deben ser un aliento y un modelo, en especial para los jóvenes que viven en un entorno caracterizado por la incredulidad y la indiferencia, pues los dictadores políticos no son los únicos en restringir la libertad. Hace falta el mismo valor y la misma fuerza para afirmarse a contracorriente del pensamiento de la época, orientado hacia el consumo y el disfrute egoísta de la vida, y que tiende ocasionalmente a la antipatía hacia la Iglesia, incluso hacia un ateísmo militante» (Juan Pablo II, Homilía de la beatificación de Karl Leisner).
¡Lancemos el odio al fuego!
En el número de junio de 1934 de una publicación católica mensual para jóvenes, Karl escribe lo siguiente: «Ardemos de amor por Cristo y por cualquier ser humano, más aún por cada hermano y cada hermana de nuestro pueblo alemán. Lanzamos el odio al fuego… Que asciendan llamas de amor, eterna nostalgia del corazón alemán, un grande y poderoso pueblo unido cristianamente por el amor y el respeto mutuo».
En Pascua de 1936, Karl, que debe continuar sus estudios en una universidad de su elección durante dos semestres, parte hacia Friburgo, en Brisgau. Desde allí tendrá el honor de visitar Roma y de ser recibido en audiencia por el Papa Pío XI, quien había condenado, tan sólo cinco días antes, el nacional-socialismo (Encíclica Mit Brennender Sorge, 14 de marzo) y el comunismo (Encíclica Divini Redemptoris, 19 de marzo de 1937). En Friburgo, Karl se hospeda en casa de la familia Ruby, donde supervisa los estudios de los nueve niños. Ante la armoniosa vida de esta familia, él se plantea la siguiente pregunta: ¿Acaso no seré yo también llamado a fundar una familia cristiana? Siente nacer en él un cariño especial por la hija mayor de la familia Ruby, Elisabeth, pero lo mantiene en secreto y no se lo comunica a la joven. Comienza entonces para él un largo y doloroso combate entre el deseo del sacerdocio y el de la vida en familia. A principios de 1938, Karl aprueba el examen de entrada en el seminario mayor; sin embargo, el combate entre su vocación y su atracción por el matrimonio, siempre latente, retoma intensidad en su alma hasta finales del mes de junio, cuando una carta de Elisabeth, a quien finalmente ha abierto su corazón, le mueve a no abandonar su vocación sacerdotal. El 4 de marzo de 1939, Karl es ordenado subdiácono, y recibe el diaconato de manos de monseñor von Galen el día 25.
Desde hace algún tiempo, experimenta una gran fatiga, atribuyendo ese estado a una crisis de vocación, pero los accesos de tos, cada vez más frecuentes, tienen un origen distinto. Un examen médico desemboca en un espantoso resultado: una tuberculosis avanzada. Karl se siente aterrado, pero muy pronto recupera el ánimo: «Tengo que curarme». Lo envían a un sanatorio en la Selva Negra y, poco a poco, su docilidad por seguir las prescripciones médicas contribuye a la mejoría de su estado de salud: su curación parece próxima. Pero mientras tanto, la guerra ha estallado y Europa está en llamas.
Un enfado fatal
El 9 de noviembre de 1939, la noticia de un atentado contra Hitler en Münich se extiende por todo el sanatorio. Karl está en su habitación cuando un amigo, que comparte las ilusiones de numerosos alemanes de un «III Reich», le anuncia con alegría que Hitler ha salido ileso del atentado. «Lástima que no haya muerto», replica Karl, que adivina en qué horrible tragedia el orgullo del Führer arrastrará a Alemania y a Europa. Su amigo sale de la habitación enfadado; sin mala intención, pero apremiado por las preguntas de algunos enfermos reunidos cerca de allí, deja entrever cuáles son los sentimientos de Karl. Inmediatamente, Leisner es denunciado a la policía y, ese mismo día, lo encierran en la prisión de Friburgo. Cubierto por una tosca manta, acostado en una cama de hierro y tiritando de frío en un oscuro calabozo, se siente sólo, abandonado y condenado a una muerte ineludible. Los primeros días son terribles, pero, poco a poco, se repone y obtiene de la fe la fuerza para aceptar su situación. Pronuncia su «fíat» y perdona de todo corazón a quienes le han causado mal, buscando el consuelo en la Santísima Virgen y en la comunión de los santos.
El 16 de marzo de 1940, Karl entra en el campo de concentración de Sachenhausen, cerca de Berlín. Su nombre queda abolido y, en adelante, se le llama por su número: 17520. Con la cabeza rapada, vestido con el pijama rayado de los deportados y «arrojado del seno del pueblo alemán», ya no posee derecho alguno. En el campo reinan el miedo al látigo y al trabajo sobrehumano impuesto, así como el hambre acuciante y una permanente angustia frente al porvenir. Sin embargo, animado por una alegría interior, Karl sobresale por su alegre optimismo sobre sus compañeros. En diciembre, a instancias del episcopado alemán, Himmler, el jefe supremo de las SS, decide reagrupar a los eclesiásticos en un sólo campo, en Dachau, y someterlos a unas condiciones menos inhumanas. El campo de Dachau, cerca de Munich, que inicialmente estaba previsto para 8.000 detenidos, llegará a contar con 50.000, de los que 15.000 prisioneros morirán cada año. El número de sacerdotes detenidos se elevará a más de 2.600, de los que un millar perecerá allí mismo. No obstante, tienen la posibilidad de asistir a Misa, lo que constituye un consuelo inapreciable. El año 1942 es muy duro, con un invierno glacial y una primavera lluviosa. Cada mañana, las SS prolongan el momento de pasar lista a los prisioneros, que están fuera en el patio, transidos de frío y a menudo calados hasta los huesos. La salud de Karl no lo resiste y durante la noche del 15 de marzo, un vaso sanguíneo pulmonar se rompe y le provoca una hemorragia. Se le admite en la enfermería, donde permanece durante dos meses, y volverá tres veces más tras cortos períodos en los barracones de los sacerdotes.
El ángel reconfortante
La «enfermería» es un mortuorio en el que, en un indescriptible hacinamiento y una lacerante desesperación, hay hombres que afrontan la muerte. Los jadeos y la tos seca de los tuberculosos prosiguen noche y día, y Karl se refugia en el Sagrado Corazón de Jesús mediante la oración y la súplica. Obtiene la paz y la fuerza para sonreír de la Sagrada Comunión, que le llevan regularmente a escondidas; en cuanto puede levantarse, acude de cama en cama, dispensando palabras de ánimo y de consuelo e iluminando los corazones con una hermosa sonrisa. Pronto se le reconoce como el ángel reconfortante, y los enfermos le confían sus aflicciones. Bajo su almohada, oculta permanentemente una caja que contiene Hostias consagradas y que distribuye, en calidad de diácono, a sus hermanos en la fe. Su presencia es particularmente reconfortante entre los deportados rusos, a quienes la muerte abate en gran número, y gracias a las rudimentarias palabras que ha podido aprender en esa lengua, más de uno oye hablar por primera vez de la agonía de Jesús y de la Buena Nueva del Padre que nos ama y nos espera. «El Señor no pide a sus discípulos un compromiso con el mundo, sino, por el contrario, una confesión de fe que esté dispuesta a ofrecerse incluso con el sacrificio. Karl Leisner dio ese testimonio no solamente con sus palabras, sino también con su vida y con su muerte. En un mundo que llegó a ser inhumano, él dio testimonio de Cristo, que es el único Camino, la única Verdad y la única Vida» (Juan Pablo II, Homilía de la beatificación).
A causa de su enfermedad, Karl forma parte del grupo de «bocas inútiles» y, en octubre de 1942, figura en las listas de los deportados que deben ser exterminados en una cámara de gas. Dos sacerdotes consiguen que su nombre se borre de la lista, y Karl escribe lo siguiente «Cada día me ofrezco a la Virgen, mi Madre. Ella me ha conducido maravillosamente en la cautividad desde hace tres años». A principios de 1943, el tifus hostiga en Dachau, produciendo unas 6.000 víctimas, pero Karl escapa a la epidemia, pues la sección de los tuberculosos se encuentra aislada del resto del campo. El 4 de junio escribe a un amigo: «Cuando miro atrás, me siento agradecido al Señor y a su Santa Madre. Me gustaría encontrarme pronto con usted, si escucho la pequeñez del corazón humano, pero el Señor sabe lo que me conviene». En el más absoluto desamparo de su situación, él expresa un pensamiento heroico: da gracias al señor por haberlo configurado, mediante esas pruebas, a imagen de la Pasión de su Hijo.
¡Impensable, pero cierto!
El 6 de septiembre de 1944, llega a Dachau un convoy de deportados franceses, entre los que se encuentra un obispo francés, monseñor Gabriel Piguet. Entre los detenidos circula enseguida un rumor: «¿Por qué el obispo no ordena sacerdote a Karl?». En su lecho de sufrimiento, Karl exclama para sí: «¿Ordenado en Dachau? ¡Impensable!, y además ¡mi parroquia tiene derecho a mi primera Misa!». Pero poco a poco la idea fructifica, y el enfermo le pide por carta la autorización necesaria a su obispo el 23 de septiembre. Aquel final de año de 1944, el III Reich está perdiendo terreno ante el avance de los aliados, y el control del correo por las SS se relaja. Una joven de 20 años asegura, con peligro de su vida, el enlace entre los prisioneros y el exterior del campo. A principios de diciembre de 1944, Karl recibe una carta escrita por una de sus hermanas que incluye en medio del texto las siguientes palabras, con una escritura diferente: «Autorizo las ceremonias solicitadas a condición de que puedan ser realizadas de forma válida y de que quede una prueba evidente»; aquellas palabras van seguidas de la firma de monseñor von Galen, a quien Pío XII no tardará en nombrar cardenal.
A partir de aquel momento, la ordenación clandestina se prepara con gran secreto. Gracias a la complicidad de varios detenidos, se confecciona un anillo episcopal en latón, un báculo esculpido en madera de roble, una mitra, con seda y perlas, y unos ornamentos en tejido violeta. El domingo «Gaudete», 17 de diciembre, amanece finalmente. El obispo es revestido con los ornamentos pontificios; Karl, fortalecido mediante una inyección de cafeína, viste el alba blanca y la estola diaconal; en el brazo izquierdo porta la casulla plegada, y en la mano derecha una vela encendida: nada se ha omitido de los ritos previstos. Sus encendidas mejillas delatan la fiebre del enfermo, y la emoción de trescientos testigos, a quienes se les han unido los 2.300 sacerdotes del campo, es indescriptible. Durante la ceremonia, un deportado judío se sitúa fuera tocando el violín, para desviar la atención de los guardias. Al terminar la Misa, monseñor Piguet y Karl se reúnen alrededor de un desayuno preparado por un grupo de pastores protestantes. ¡Cuánta complicidad e ingenio han sido necesarios para abastecer aquella mesa!: mantel blanco, servicio de porcelana, café y pastas… «La ordenación sacerdotal de Karl Leisner supuso un gran acontecimiento para el grupo de pastores protestantes», escribirá más tarde su decano, el Dr. Ernst Wilm.
De nuevo entre los tuberculosos, Karl prosigue su vía crucis. El 26 de diciembre puede celebrar su primera Misa, y escribe lo siguiente: «Después de más de cinco años de oración y de espera, llegan días colmados de inmenso gozo… Que Dios haya podido complacernos, mediante la intercesión de Nuestra Señora, de esa manera tan graciosa y única, no puedo asimilarlo todavía». Mientras la tuberculosis llega a su fase final, el nuevo sacerdote da testimonio de un total abandono a la divina Providencia.
El final de la guerra está cerca y, el 29 de abril de 1945, los norteamericanos se apoderan del campo de Dachau. ¡Por fin la libertad para los supervivientes de la terrible deportación! A principios del mes de mayo, Karl es trasladado al sanatorio de Planegg, cerca de Münich, donde anota las siguientes palabras: «¡Felicidad suprema! Gracias, gracias… Solo, en una habitación para mí, qué felicidad… En el silencio, Dios habla, aunque me encuentre agotado». Pero es demasiado tarde para salvar al sacerdote Leisner, y en adelante mantendrá un terrible sufrimiento hasta el final. Unido a Cristo en la Cruz, se ofrece a Dios para la expiación de los pecados y la salvación de los hombres. A pesar de sus sufrimientos, permanece alegre como antaño sin pensar nunca en sí mismo, y sigue anotando: «No perder el valor ni la paciencia…».
Regreso a los orígenes
El 16 de junio, mientras ojea un espléndido libro ilustrado sobre Europa, surge del fondo de su corazón una oración que recapitula todo su amor por la tierra europea. Él ha vivido durante cinco años en la Europa del dolor y conoce el mal que la corroe, pero también conoce el remedio, de ahí ese grito: «¡Oh tú, pobre Europa, regresa a tu Señor Jesucristo! En Él se encuentra la fuente de los valores más hermosos que tú despliegas. Regresa a las frescas fuentes de la verdadera fuerza divina». De aquel llamamiento se hace eco, en la actualidad, la carta escrita por el Papa Juan Pablo II, el 14 de diciembre de 2000, con motivo del duodécimo centenario de la coronación de Carlomagno: «Únicamente mediante la aceptación de la fe cristiana Europa se convirtió en un continente que, a lo largo de los siglos, ha logrado difundir sus valores en casi todas las demás partes de la tierra, para el bien de la humanidad… Las ideologías que fueron la causa de tantos ríos de lágrimas y de sangre a lo largo del siglo XX, aparecieron en una Europa que había olvidado sus fundamentos cristianos… La negación de Dios y de sus mandamientos creó, en el siglo pasado, la tiranía de los ídolos, que se expresó mediante la glorificación de una raza, de una clase, del Estado, de la nación y de un partido, en lugar de la glorificación de Dios vivo y verdadero. A la luz de las desgracias que se derramaron durante el siglo XX, se comprende hasta qué punto los derechos de Dios y del hombre se afirman o sucumben juntos».
El 29 de junio de 1945, Karl recibe la visita de su padre y de su madre. Los tres están conmovidos: «¡Estamos juntos!». El 25 de julio, Karl puede celebrar una segunda Misa, y aquel día termina su diario espiritual con estas palabras: «Bendice también, ¡oh Altísimo!, a mis enemigos». Tan sólo le quedan ocho días de vida, y dirá a su madre: «Mamá, voy a hacerte una confidencia, pero no quiero que estés triste. Sé que voy a morir pronto, pero soy feliz». La noche del 8 de agosto llegan sus tres hermanas, y experimenta una gran alegría al poder hablar con ellas. Finalmente, el 12 de agosto, entra en agonía y se apaga apaciblemente para ir a reunirse en el Cielo con el coro de los santos ángeles.
Al proclamarlo beato el 23 de junio de 1996, el Papa Juan Pablo II lo ha propuesto como ejemplo: «Karl Leisner nos alienta a permanecer en el camino que se llama Cristo. Nunca debemos desfallecer por la fatiga, aunque el camino se nos presente a veces oscuro y exija sacrificios. Preservémonos de los falsos profetas que quieren indicarnos otros caminos. Cristo es el camino que conduce a la vida, y todos los otros caminos se revelarán como rodeos o pistas falsas».
Recibamos con confianza esta recomendación del Papa. San Benito, padre de los monjes y patrón de Europa, nos orienta también en la misma dirección y nos dice en el prólogo de su Regla: «Mirad cómo el Señor, en su bondad, nos indica el camino de la vida». Roguemos para que Nuestra Señora nos conduzca hacia la luz eterna en la paz y la alegría de Cristo.
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