1 de Enero de 2009
Enrique Ghéon
Muy estimados Amigos:
«También hoy existe el dragón (cf. Ap 12), de maneras nuevas, diferentes. Existe en la forma de las ideologías materialistas que nos dicen: es absurdo pensar en Dios; es absurdo cumplir con los mandamientos de Dios« Sólo vale el consumo, el egoísmo, la diversión. Esta es la vida. Así tenemos que vivir. También ahora este dragón parece invencible, pero también ahora sigue siendo verdad que Dios es más fuerte que el dragón, que quien vence es el amor y no el egoísmo». Estas frases, pronunciadas por el Papa Benedicto XVI el 15 de agosto de 2007, quedan ilustradas por la historia de Henri Ghéon, que nos permite admirar el avance de la gracia en un alma recta.
Henri-Léon Vangeon, más conocido por el pseudónimo de Henri Ghéon, procedía de una familia como tantas otras de la Francia del siglo xix: de padre no creyente y de madre cristiana. El propio Ghéon dirá: «¡Cuántas parejas se acomodan a vivir en dos universos opuestos: uno según el Príncipe de los Cielos y otro según el príncipe de este mundo». Había nacido en 1875 en Bray-sur-Seine, un pueblecito del llano de Brie, y era un niño educado cristianamente, según la costumbre. Hacía sus oraciones de rodillas, entre su hermana y su madre, y recibió la primera Comunión con profundo fervor. Dos años después, ¡sorpresa!, según él mismo escribe: «Mi madre se está vistiendo para ir a Misa en la habitación de arriba. Yo me encuentro abajo, leyendo. Me llama y no le respondo. «¡Ven a arreglarte, Henri, que llegamos tarde!«». Cuando me decido a subir, ella me dice: «Venga, que te vas a perder la Misa»« Y yo le contesto: «No voy a ir« ¿Qué quieres mamá?, he dejado de creer»». Así pues, el adolescente de quince años acaba de pronunciarse. Su padre, sin embargo, no ha hecho nada para atraérselo a sus ideas antirreligiosas, y su madre sigue siendo secretamente su preferida. «La pobre mujer lo asumió todo: el pecado de mi negación y el desvelo por mi salvación». Sin duda, las causas de aquel cambio de rumbo eran numerosas: el ascenso de las pasiones, el mal ejemplo del cabeza de familia« Más tarde, Ghéon señalará muy especialmente el aburrimiento durante las clases que impartía el capellán, quien mostraba una idea demasiado abstracta de la religión, incapaz de rivalizar con el atractivo cautivador que sabían suscitar los profesores de letras o de ciencias, por lo que la religión salía malparada.
Un arte que conmueve
Ya adulto, Ghéon se establece como médico en su pueblo natal: «Aprendí esa profesión para asegurarme la independencia, y ejercí de médico durante ocho años con lealtad, aunque sin pasión»; eso le permite escribir en horas libres. Para él y sus amigos, el arte sirve para todo, y, según su propia expresión, «recoge el cetro de Dios, que se ha quedado sin herederos». La belleza en todas sus formas –literatura, música, pintura«– es la dama a la que debe servir el artista. Henri traba amistad especialmente con André Gide, escritor sin fe y de costumbres equívocas. Sin embargo, este último, sin saberlo, sacudirá el paganismo de Ghéon, al invitarlo a visitar Florencia en su compañía. Allí, Henri descubre a Giotto y al beato Fray Angélico, y en su arte puede ver no solamente belleza, sino una Fe que rezuma de los rostros virginales, de los cuerpos castamente vestidos, de las actitudes y de las miradas. Él, sensible como es –solloza de emoción en el claustro del convento de San Marcos–, no puede evitar sentirse conmovido: «En San Marcos, donde Cristo expiraba en la cruz –escribe– y donde la Virgen esperaba al Ángel en un pasillo desnudo y silencioso«, incluso nuestros sentidos poseían alma. El arte ya me había transportado antes, pero nunca tan alto».
De regreso a Bray, Ghéon vive con su madre, a la que ama con pasión –su padre había muerto hacía varios años–, con su hermana, viuda desde muy joven, y sus dos sobrinas. Así pues, posee una familia sin haberse molestado –dice– en fundar una. «Había sustituido el amor por el placer sin continuidad, a fin de ahorrarme el inconveniente de un compromiso demasiado estricto». El arte de Fray Angélico le había conmovido, pero entonces llega el sufrimiento. «Dos meses después de mi regreso de Italia, mi madre, delante de mí, mi madre que me quería más que nada en el mundo, y compañera de toda la vida, se mata en un accidente« Tengo en mis brazos un cuerpo desfigurado. Piedad filial: la amortajé con mis propias manos«». Durante la Misa de funeral, «fijé la mirada en la Eucaristía que elevaba el sacerdote para decir: «¡No estás! ¡No! No puedes estar, porque no me habrías robado lo que amaba«»».
En agosto de 1914 estalla la guerra. Henri Ghéon, demasiado débil de salud, es declarado inútil para el servicio. Sin embargo, desea compartir los peligros de los hombres de su edad, por lo que se enrola como médico en la Cruz Roja. André Gide le recomienda: «Ya que vas al frente de Bélgica, intenta localizar a Dupouey«». Diez años antes, el oficial de marina Pierre Dupouey se había relacionado con Gide. Nacido en una familia católica, Dupouey había rechazado el dogma, «que pesaba como una losa insoportable en el pensamiento y en la moral» (la frase es de Gide). Pero en 1911, Dupouey se casó con Mireille de la Ménardière, y el ejemplo sólo de esa joven cristiana pura y recta consiguió más que todos los libros para reconducirlo a Dios. Ambos esposos llevaron una vida acompasada por la lectura de autores cristianos, la práctica de los sacramentos y las buenas obras. Dupouey no había dejado de mantener correspondencia con Gide, esperando de ese modo ganarlo para Jesucristo.
¿A quién encomendarse?
El 25 de enero de 1915, Ghéon consigue hacer llegar una carta a Dupouey, en la región de Nieuport, donde ambos se hallan en primera línea. El 27, Dupouey responde con tono amable, pero algo distante. Al día siguiente, mientras se está preparando un asalto, aparece. «Me sorprende su corta estatura –escribirá Ghéon–, pero al instante me infunde respeto». Los dos hombres intercambian un apretón de manos: «Bajemos –dice Dupouey–, hablaremos mejor en la calle». Luego, mientras caminan: «Perdone, le estoy llevando bastante lejos atrás, pero debo reunirme con mis soldados, que están allí de repuesto« ¿Está bien, esa preparación de artillería?». Pero los dos hombres se separan enseguida. El 31 de enero, se produce el segundo encuentro: charla intermitente sobre el asalto de la víspera, que se ha saldado con un fracaso. El médico militar Ghéon ha anotado: «Jamás había pensado tanto en la muerte, pero no en la mía»; ninguna decepción en Dupouey, sino desprecio de la muerte física; habla de arte«Esa libertad me llama la atención –escribirá Ghéon–« aquí hay algo misterioso. Ante él me siento ya como un niño pequeño». El 24 de febrero, Dupouey acude por sorpresa junto a Ghéon en su nuevo puesto. Ghéon le cuenta su vida, y Dupouey la suya. Nada íntimo« sólo historias de guerra. Será su último encuentro« Ghéon escribirá: «Sin sospecharlo, Dupouey se hace cargo de un alma, la mía. Sin embargo, entre nosotros no se producirá ningún hecho decisivo, ninguna conversación capital«». La presencia de la muerte le afecta; ante tantos camaradas despedazados por los obuses, exclama: «¡Señor!, eran hombres, ¿y que has hecho de ellos?, ¿qué harás de ellos? Si rezara, sería por los demás« Después del entusiasmo por la guerra, ahora capto todo su horror. Y en este infierno, ¿a quién encomendarse?» (carta a Gide, 1 de febrero).
En la Misa de Pascua, circula la noticia de que un oficial de marina ha caído ante el enemigo. Henri se entera quince días más tarde: «La familia Dupouey se deshace en lágrimas, el capitán ha muerto. Debió ser el Sábado Santo«». Ghéon se informa. El 3 de abril, hacia las 10 de la noche, el capitán Dupouey hacía la ronda en primera línea. Mientras estaba examinando la trinchera, una bala perdida le dio de lleno en la frente y cayó. Una muerte sin pompa, durante el simple cumplimiento de su deber«Puedo decir que durante los últimos meses de su vida –dice el capellán– asistí a su transfiguración. Cada día subía más alto. Cuanto más cercana parecía la muerte, menos parecía temerla. Había llegado a ese estado perfecto de indiferencia en que vivir y morir son una misma cosa. En una palabra: «estaba preparado»« No pensaba más que en la Pascua, en la Resurrección. Dios no pudo resistirse al placer de concedérsela por completo. Lea lo que me escribía estos días su esposa. Eran una sola alma en el matrimonio«». Ghéon devora la carta: «Ambos habíamos hecho el sacrificio. En cuanto al pequeño, ya no tiene padre, ya no tiene nada, lo dejo en manos del Padre«». Su alma se hace eco de muchos pensamientos: «Dichosos los corazones para quienes la muerte es lo contrario de la nada y el amor supera la tumba« ¿Acaso se llora por un santo?». Medita sin cesar sobre esa muerte, sobre esa carta. Es la brecha por donde se precipita la gracia« El Dupouey muerto no puede estar muerto por completo. Y si sobrevive, significa que Dios existe. No obstante, en Ghéon, el hombre viejo, el de los dioses malos, se halla plenamente vivo« Pero Pierre Dupouey ha dejado en la tierra a su esposa. Será la primera en agradecer a Ghéon su amistad hacia su marido. Conmovido, responde con una confianza total, manifestando el tormento de su alma y su agradecimiento emocionado hacia quien le ha reabierto la puerta de la fe. Mireille escribe de nuevo: «Pierre se había entregado a Dios« está rezando por usted. Desde allí adonde debemos llegar cueste lo que cueste, el Corazón de Dios le está llamando a usted a gritos, mediante la voz de su tormento interior«».
Un corazón que progresa
En septiembre de 1915, la víspera de una gran batalla, pensando en tantas vidas que van a sacrificarse, Henri Ghéon, después de veinticinco años de silencio, se sorprende recitando por primera vez el Padre Nuestro. La batalla resulta un desastre, pero la paz interior que siente sobrepasa cualquier paz. «Aporto un corazón que progresa porque reza y no siente vergüenza de ello« Cuando digo «Líbranos del mal» estoy reconociendo el pecado. Pero no pienso en reformar mis costumbres. «Los que cierran los ojos por miedo a ver, y los oídos por miedo a oír, no queriendo seguir la palabra de Aquel que habla en el alma, serán malditos por Dios todopoderoso.» Así habla Ángela de Foligno, tal como me revelan unas «meditaciones» que dejó Dupouey« Me hallo en un recodo quizás definitivo. El 31 de octubre, un joven y barbudo capellán ha invitado a los soldados a comulgar por el día de los difuntos. ¿Comulgar? No quiero dar ese paso« Si alguien me preguntara si creo, yo le respondería: «Creo, pero lo tomo y lo dejo. En la Iglesia común, me he construido una capilla para mí, donde no existe confesión ni comunión, ni ninguno de los sacramentos que obligan«». Dicho de otro modo, mi capricho« La idea de acercarme a un sacerdote, de arrodillarme ante él, la descarto de antemano como un fantasma. ¡Veamos!, tengo un amigo santo en el cielo (Dupouey), que ya defiende mi causa ante Dios».
Un intérprete elegido por Dios
Una mañana de noviembre de 1915, a Ghéon le traen de París el Nuevo Testamento que había pedido. «Mi mensajero es protestante, y convencido. Puede que me haya comprado una edición protestante« Los textos siguen siendo los textos, ¿a quién se le ocurriría alterarlos?« Cuando los que más se sorprenden de mi conversión confiesan que habrían comprendido una adhesión reflexiva por mi parte al protestantismo más liberal, exclaman indignados: «¿Ya no es usted un espíritu libre?». No, amigos míos, ya no soy libre de mí mismo, de lo que me alegro en el fondo de mi alma. Dios me ha dado un intérprete de su elección; leeré a Dios con los ojos de otro, como dice la Iglesia, como leía Dupouey». Ghéon lo veía claro: en esta materia, todo «está sometido en última instancia a la Iglesia, que tiene el mandato y el ministerio divino de conservar y de interpretar la Palabra de Dios» (Vaticano II, Dei Verbum, 12). «Abordé el Evangelio el mismo día del mayor bombardeo sufrido por nuestra zanja« Cuando se hizo la calma, entré en San Mateo: «Ella concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». ¡De sus pecados!« Lo confieso con dolor: hasta ese momento, la figura de Nuestro Señor me resultaba desconocida. No medía la profundidad de su amor, de su pobreza, de su pureza, ni siquiera de sus sufrimientos. El Dios que amaba era un Dios de gloria y de triunfo, y no un Dios de miseria y de humildad. ¡Y pensar que sufrió, y el céntuplo!, como veo que sufren mis hermanos a mi alrededor: uno aplastado bajo sacos de tierra, otro despedazado por los obuses y que morirá o quedará mutilado« ¡Un Dios ha sufrido todo eso!». Y un poco más tarde: «¡Oh!, triste bruma de noviembre, barro helado, combates inciertos« La señora Dupouey me ha propuesto las Meditaciones sobre el Evangelio de Bossuet« Le he contestado a vuelta de correo. Mi fe se hace ávida« pero no se decide a rendirse. ¿Por qué cambiar, Señor?, ¿acaso no estoy cerca también de ti?, ¿no he hecho meritorios esfuerzos?, ¿qué más necesitas?». De permiso en París, a principios de diciembre, cuenta a su hermana el itinerario espiritual que ha recorrido, lo que la alegra de verdad; también se lo dice a Gide, quien le responde: «En el punto en que estás, me parece imperdonable que todavía no hayas regularizado tu situación».
De regreso al frente, Ghéon se encuentra en la iglesia, el domingo anterior a Navidad. Durante la homilía, el capellán celebra por adelantado el misterio del Niño Dios que llega, implicando a todos los soldados a glorificar al Salvador y a prepararse para la Comunión. Esta vez, «no hubo ni debate ni tentativa de rebelión. Me vino al pensamiento la frase de Gide« Está decidido: comulgaré en Navidad. Fue cosa de un segundo. Ya no hubo ni temor ni timidez, ni orgullo ni prevenciones. Comulgaré en Navidad. Mientras el padre entona el Credo, con la frente baja, me preparo«». Dos días después, le cuenta al padre toda su historia: ««Si le he entendido bien –dice el sacerdote– ha llegado usted a Dios como artista. –Eso es. –Hijo mío, Dios es razón«», y me demuestra que la fe católica es imbatible en el terreno de la lógica y de la experiencia de los siglos. «No nos dejemos llevar por el sentimiento. Claro está que es algo respetable, útil en su momento, pero« Hay que creer con la mente». ¿Qué me está diciendo? ¡Y yo que acudía todo amor! ¡No, No! No necesito sus pruebas« No hay que probarme: ¡creo!». Un jarro de agua fría« Ghéon tiene prisa por irse. En el fondo, está furioso« Luego, reflexiona: «¡Admirable sabiduría de Dios! Quiere servidores lúcidos. Desconfía de las falsas exaltaciones». La fe no es un sentimiento, sino que es, según dice Juan Pablo II, «la respuesta de obediencia a Dios« Desde la fe el hombre da su asentimiento a ese testimonio divino. Ello quiere decir que reconoce plena e integralmente la verdad de lo revelado, porque Dios mismo es su garante. Esta verdad« impulsa a la razón a abrirse a la misma y a acoger su sentido profundo». Es decir, que «la obediencia de la fe exige el compromiso de la inteligencia y de la voluntad» (Fides et ratio, 13).
Veinte años menos
«Desde entonces –continúa Ghéon– sólo me preocupa una cosa: preparar mi confesión general. Hay que entrar en la cloaca, revolverla, vaciarla, rascarla hasta el fondo. ¡Horror! Encuentro de todo en mí. Puede que no haya ni un mandamiento de Dios o de la Iglesia al que no haya faltado de cerca o de lejos, en mi existencia sin reglas« Acudo a la cita tembloroso como un condenado, no pensando en lo que voy a hacer, sino en lo que, ayer mismo, hacía: «¿Sigue manteniendo la misma disposición? –Sí, padre»». Se ponen de acuerdo primero en el día de la comunión, que será el 24 de diciembre y no el 25, modestamente, en una pequeña iglesia solitaria. «Hijo mío, no se crea que al recibir a Nuestro Señor se verá transportado en una suerte de beatitud! La mayoría de las veces, la virtud de la Eucaristía no se nota. No es una golosina, sino el alimento de todos los días». Henri se pone de rodillas. A medida que confiesa sus pecados, siente una hez espesa y amarga que, grumo a grumo, le purga el corazón: «Con todo ese veneno en sus fibras, ¿cómo podía vencer, vencer la alegría y el dolor? ¡Oh, delicias sin nombre de un corazón que se abre y renuncia a sí mismo! He confiado todo a un hombre, y Dios me escucha: «¡Vaya en paz!»». Cuando se levanta, tiene veinte años menos, veinte años de pecados. Un gozo desconocido lo transporta« Al día siguiente, al alba, se produce la decepción: la iglesia elegida se halla llena de capellanes y de soldados. El gozo de Ghéon se ha tornado aridez: «En medio de aquellos cuchicheos, no conseguía afianzar mi mente distraída». Pero el padre lo había puesto en guardia, aunque él no había escuchado. «¡Qué tortura decirse «Dios ha descendido a mi corazón» y no sentir sino melancolía! Hay que rezar, rezar. Dios está aquí, pero duerme«». Así transcurre la jornada. Sin embargo, por la noche, con la lectura de las Meditaciones sobre la Eucaristía, pequeño volumen que Mireille Dupouey había preparado para su marido, un maravilloso apaciguamiento desciende en él y, «a medianoche, Dios celebraba su fiesta en mí y me hablaba». Pierre Dupouey había muerto la víspera de Pascua del mismo año 1915: la Navidad cosechaba lo que la Pascua había sembrado.
La Iglesia necesita el arte
Después de la guerra, Ghéon regresa a París. Para servir a la verdad y cooperar en la salvación de las almas, publica un libro que narra su conversión: El hombre nacido de la guerra. El esteta convertido acaricia entonces la idea de suscitar un arte popular cristiano en la línea de los «misterios» de la Edad Media, fundando los «Compañeros de Nuestra Señora», una especie de cofradía de teatro de aficionados con objetivos netamente apostólicos. En efecto, «si somos capaces de descubrir en las múltiples manifestaciones de lo bello un rayo de Belleza suprema, entonces el arte se convierte en un camino hacia Dios» –decía Juan Pablo II a los artistas reunidos en Roma con motivo del Jubileo, el 18 de febrero de 2000. El mismo Papa había escrito en su Carta a los artistas (4 de abril de 1999): «Para transmitir el mensaje que Cristo le ha confiado, la Iglesia necesita el arte« El arte posee una capacidad que le es propia de captar uno u otro aspecto del mensaje y de traducirlo en colores, en formas o en sonidos« En su predicación, el propio Cristo recurrió muchas veces a las imágenes, en plena armonía con la opción de convertirse Él mismo, mediante la Encarnación, en icono del Dios invisible». Antes y después de cada representación, el programa de los Compañeros de Nuestra Señora se compone de Misa, comunión y plegaria, y serán muchos los actores que pasarán del escenario a la vida consagrada. Ghéon, que en caso de necesidad hace de actor, de guardarropa o de tramoyista, es ante todo compositor y director. Propone una «imaginería del Evangelio o de la vida de los santos», hasta tal punto que se montan y se representan más de sesenta obras, por todas partes, tanto en provincias como en París: El pobre bajo la escalera (san Alejo), El comediante y la gracia (san Ginés), El misterio de san Luis (representado en la Santa Capilla, en París), Navidad en la plaza« A pesar de los pronósticos, su éxito llega hasta Bélgica, Holanda y Suiza; incluso la Academia Francesa le concede un premio. Escribe también poemas (Los cánticos de la vida y de la fe), novelas (Los juegos del cielo y del infierno) y biografías (El cura de Ars, Santa Teresa del Niño Jesús«). Ghéon es un hombre lleno de genio, de verbo inagotable, pero sencillo, cordial y acogedor para con los demás.
En junio de 1944, hallándose en París enfermo y solo, sucumbe en una clínica, después de que un padre dominico le haya suministrado los últimos sacramentos. Le visten con su hábito blanco, pues era terciario dominico y llevaba en religión los dos nombres de su mejor amigo: Pierre-Dominique. El ejemplo de Henri Ghéon conforta a los católicos, ya que su fe no es ni «opio» ni vetustez, sino realidad decisiva y última. En cuanto a los no creyentes, la larga búsqueda de esa alma recta les sitúa ante una pregunta, que quizás ya se estén planteando en lo íntimo de su corazón: ¿Será la Iglesia Católica la vía de salvación, que da al hombre la verdadera vida y la felicidad a la que aspira?
En su Dietario espiritual, fechado en abril de 1917, podemos leer: «¿Será la fe el recurso de los débiles, de los enfermos y de los ancianos? ¡No! El extremo abatimiento y el extremo sufrimiento no conducen al hombre a creer, sino más bien a renunciar. ¿Es Dios lo peor que puede sucederles a los corazones decepcionados? ¡Horrible blasfemia! Dios es fuerza, salud y alegría. El acto de fe supone un esfuerzo; el hombre incrédulo sin lágrimas no se cuida de la vida y de la eternidad, reclama la paz; y no la que aparece en el Evangelio, sino la del alma ausente, la del cuerpo aniquilado. Solamente la fe presta al hombre el sublime vigor de la esperanza, pero con la asistencia de Dios». Por todos, rezamos a aquella que jamás dudó, la Virgen María, Madre de la Santa Esperanza.
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