18 de Octubre de 2006
Beato Ignacio Maloyan
Muy estimados Amigos:
Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos (Mt 5, 11-12). Esta última bienaventuranza, propuesta por Nuestro Señor con particular insistencia, sigue siendo actual en todas las épocas de la historia. Así, el Papa san Pío X decía en 1911: «La Iglesia es una Iglesia perseguida. De hecho, si la Iglesia no fuera víctima de persecución, dejaría de ser la Iglesia de Jesucristo, y perdería una prueba de su autenticidad». Estas palabras, dirigidas a un sínodo de la Iglesia armenia católica que tuvo lugar en Roma, demostraron ser proféticas, ya que, algunos años después, la Iglesia armenia sufrió un verdadero genocidio. Entre las víctimas se hallaba Monseñor Ignatius Maloyan, presente en ese sínodo. En el momento de su martirio, el obispo declaró a sus perseguidores: «Dios no quiera que reniegue de Jesús mi Salvador. Derramar mi sangre a favor de mi fe es el deseo más ferviente de mi corazón».
Shoukr Allah Maloyan era el cuarto de ocho hermanos, y había nacido en abril de 1869 en Mardin (Armenia), provincia del sureste de Turquía. Armenia, evangelizada por los apóstoles san Judas y san Bartolomé, se convirtió en nación cristiana en el año 305, cuando san Gregorio el Iluminador, primer patriarca de Armenia, bautizó al rey Tirídates. A partir del siglo xi, el país cayó en manos de los turcos, aunque, a lo largo de los nueve siglos que siguieron, el pueblo resistió para conservar su lengua y su religión cristiana. Los armenios se hallan divididos entre dos confesiones: «la Iglesia apostólica», que no tiene relaciones con la Santa Sede, y la Iglesia armenia católica, a la que pertenecía la familia Maloyan. Durante el siglo xix, se produjo un renacimiento de la cultura armenia, que bebió del manantial de la fe cristiana y que se manifestó de manera especial en las familias.
Desde muy temprano, el joven Shoukr Allah da signos de vocación religiosa. A la edad de catorce años, su párroco lo envía a un instituto de formación del clero de rito armenio, a Bzommar, en el Líbano, donde se dedica, durante cinco años, al estudio del armenio, del turco, del árabe, del francés y del italiano. A pesar de sus problemas de salud, que le obligan a abandonar los estudios durante tres años, es ordenado sacerdote el 6 de agosto de 1896, y en adelante será conocido como padre Ignacio.
En 1897 parte de misionero a Alejandría, y luego a El Cairo, en cuyos lugares adquiere la reputación de sacerdote ejemplar. Él mismo escribe en aquella época: «De la mañana a la noche, visito a los enfermos, a los pobres y a los menesterosos. Por la noche, cuando me acuesto, estoy completamente agotado. Nadie se ocupa de esos desdichados, pues todos persiguen sus propios intereses y provecho personal. Pero yo me encuentro lleno de alegría, sabiendo que cumplo la voluntad de Dios». La celebridad del padre Ignacio como predicador de retiros espirituales y como conferenciante, hace que sea solicitado con frecuencia para predicar, tanto en árabe como en turco. Su entusiasmo por la causa de la unidad de los cristianos le mueve a mantener contactos con los cristianos coptos de Egipto, Iglesia separada de Roma, esforzándose también en responder caritativamente a sus preguntas referentes a la Iglesia Católica. En sus horas libres, se dedica al estudio de la Sagrada Escritura y de las lenguas. Testigo de sus cualidades excepcionales, el patriarca de los armenios católicos, que reside en Constantinopla (Estambul), lo nombra secretario en 1904. No obstante, razones de salud le obligan, poco después, a regresar a Egipto, donde permanece hasta 1910.
Presa de las dificultades
La diócesis de Mardin se halla, sin embargo, en una situación difícil; el obispo del lugar, de avanzada edad, no se encuentra en condiciones de hacer frente a los graves problemas que se presentan: falta de sacerdotes con buena formación y difícil situación económica. Agotado, decide retirarse, por lo que el patriarca confía la administración de la diócesis al padre Ignacio. Tras ser recibido con entusiasmo en su ciudad natal, es presa enseguida de las mismas dificultades. «Estoy desconsolado por esta diócesis –escribe. Vivir aquí es una tortura, pero para eso precisamente somos sacerdotes». El 21 de octubre de 1911, con motivo del sínodo de los obispos armenios reunidos en Roma, el padre Ignacio es elegido y consagrado arzobispo de Mardin. Nada más regresar, abre escuelas donde se promocionan las tradiciones y la literatura armenias, atendiendo también a todas las dificultades de sus fieles; su mayor preocupación es aliviar a aquellos que son perseguidos a causa de su fe en Cristo. En efecto, pues desde finales del siglo xix, el sultán Abdülhamid intenta ahogar el renacimiento de una conciencia nacional armenia, a la que considera una amenaza para la unidad del imperio otomano. En 1895, centenares de iglesias y conventos cristianos fueron destruidos, y cientos de miles de fieles asesinados; otros, no menos numerosos, abandonaron su patria. Cuando Monseñor Maloyan toma posesión de la sede de Mardin, la persecución todavía no se ha apagado del todo.
A pesar de su falta de salud, el obispo da muestras de gran valentía. Su primer afán es ayudar a los sacerdotes y formar seminaristas. Se trata de una preocupación que debe morar en el corazón de todos los fieles, cada cual según su condición: «Es muy urgente, sobre todo hoy, que se difunda y arraigue la convicción de que todos los miembros de la Iglesia, sin excluir ninguno, tienen la responsabilidad de cuidar las vocaciones« Una responsabilidad particularísima está confiada a la familia cristiana, que en virtud del sacramento del matrimonio participa, de modo propio y original, en la misión educativa de la Iglesia, maestra y madre» (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis, 25 de marzo de 1992, 41).
«Dios cuida de los que sufren»
Poco después de su nombramiento como arzobispo, Monseñor Maloyan escribe lo siguiente en un informe a la Santa Sede: «El pueblo padece muchos desastres: cuando no es la sequía, son las langostas, y la avaricia de ese gobierno sin corazón está siempre presente». Su solicitud de permiso a las autoridades civiles para dirigirse a Europa o a América en busca de fondos resulta vana. Ante esa situación, pide ser relevado del cargo. «Hay pobreza en todas partes. El gobierno, de manera insidiosa, me atormenta sin cesar, a mí y a mi pueblo. Nadie nos compadece, nadie intenta corregir esta desesperada situación. ¿Qué puedo hacer solo y abandonado por todos?». Pero el patriarca rechaza su dimisión. A pesar de todo, Dios no lo abandona, concediéndole la gracia de mantenerse fielmente en su puesto y de hacerle experimentar la verdad de esta frase del apóstol san Pablo: ¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios! (2 Co 1, 3-4). Monseñor Maloyan escribe al superior de Bzommar: «Sea fuerte, padre. Puede estar seguro de que Dios le concederá todas las gracias que necesita. No tema. Dios cuida de los que sufren; ya verá que su consuelo paternal sosiega en todos los combates. No tenga en cuenta la ingratitud y el egoísmo de los demás. Como ya sabe, yo también he bebido de ese amargo cáliz. Pero ese cáliz puede ser muy dulce, sobre todo si lo mezclamos con el cáliz del propio Cristo».
Al atardecer del 3 de agosto de 1914, los participantes en un retiro sacerdotal que tiene lugar en la iglesia de los capuchinos de Mardin se enteran de que Turquía se ha aliado con Alemania y Austria contra Rusia, Francia e Inglaterra. Muchos ignoran quién está en guerra contra quién y por qué. En octubre, el gobernador turco ordena a los jefes religiosos armenios que organicen el avituallamiento de los soldados. Monseñor Maloyan y otro obispo, Monseñor Tappouni, aceptan. Sirviéndose del pretexto de buscar a cristianos desertores, la policía empieza a montar guardia alrededor de las iglesias, a invadir viviendas y conventos, maltratando a las mujeres y confiscando los objetos de valor. Comienza la persecución contra los armenios. Para disimular sus verdaderas intenciones, el gobierno turco otorga a Monseñor Maloyan la Orden Imperial. Pero éste no se hace ilusiones. De hecho, el gobernador de Diarbekir revela su plan a militantes musulmanes: «Ya es hora de liberar a Turquía de esos enemigos internos, es decir, los cristianos. Estamos seguros de que las naciones europeas no pondrán objeción alguna y de que no nos impondrán sanciones, pues Alemania, que está de nuestra parte, nos apoyará y nos ayudará». Unos enviados del gobierno difunden la consigna: «No perdonéis la vida a ningún cristiano». Por mediación de sus compañeros obispos, Monseñor Maloyan se entera de otras inquietantes noticias: las casas de los cristianos y las iglesias son saqueadas, la palabra «cristiano» debe figurar en los documentos de identidad de los soldados, los crímenes contra los cristianos no son castigados, etc. En enero de 1915, todos los policías y soldados cristianos son desarmados, los cristianos que trabajan para el Estado son despedidos, se constituye una milicia armada con el fin de arrestar a los cristianos y matarlos, y las mujeres serán vendidas como esclavas.
«Mi más ardiente deseo»
El 24 de abril de 1915, el ministro del interior turco, Talaat Bacha, anuncia la eliminación de los armenios, con el pretexto de traición contra Turquía. El 30 de abril, soldados turcos rodean la iglesia armenia y el arzobispado de Mardin, acusando a la iglesia de ocultar depósitos de armas. Al no encontrarlos, se entregan a la destrucción de archivos e informes. A principios de mayo, Monseñor Maloyan reúne a sus sacerdotes y les mantiene al corriente de las amenazas fomentadas contra los armenios: «Os animo profundamente a que fortifiquéis vuestra fe –les dice. Depositad toda vuestra esperanza en la Santa Cruz fundada en la piedra de san Pedro. Nuestro Señor Jesucristo edificó su Iglesia sobre esa piedra y sobre la sangre de los mártires. En lo que a nosotros se refiere, pobres pecadores, que nuestra propia sangre se mezcle con la de los puros y santos mártires« Nuestro deseo es que depositéis vuestra esperanza en el Espíritu Santo« Siempre he demostrado total sumisión al jefe de la Iglesia de Dios, al Sumo Pontífice de Roma. Mi más ardiente deseo es que mi clero y mi rebaño sigan mi ejemplo y permanezcan siempre obedientes a la Santa Sede« Y ahora, hijos míos bienamados, os confío a Dios. Os ruego que pidáis al Señor que me conceda la fuerza y la valentía de pasar por este mundo perecedero con su gracia y en su amor, y, si es menester, derramar mi sangre por Él». Con estas frases, el prelado manifiesta su estima por el preciado don de la fe, así como su deseo de dar testimonio de ella hasta el final. El Catecismo de la Iglesia Católica nos ofrece al respecto una enseñanza muy clarificadora: «Creer en Cristo Jesús y en Aquel que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación. Puesto que sin la fe« es imposible agradar a Dios (Hb 11, 6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella y nadie, a no ser que haya perseverado en ella hasta el fin, obtendrá la vida eterna. La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; S. Pablo advierte de ello a Timoteo: Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe (1 Tm 1, 18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que la aumente; debe actuar por la caridad, ser sostenida por la esperanza y estar enraizada en la fe de la Iglesia» (CEC 161-162).
Los acontecimientos se suceden precipitadamente: el 15 de mayo, varios armenios son detenidos y encarcelados; el 26, una familia armenia de Diarbekir es asesinada. Cuando se le ofrece la posibilidad de huir, Monseñor Maloyan declara: «Hemos abrazado nuestra vocación de pastores del rebaño, donde quiera que esté. Estamos decididos a cumplir con nuestros deberes hacia Nuestro Señor y hacia nuestro rebaño, incluso hasta la muerte». El 3 de junio, solemnidad del Corpus Christi, Monseñor Maloyan comenta en su homilía estas frases de Jesús: Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará (Mt 16, 25). La tarde de ese mismo día, es arrestado y conducido a prisión, en compañía de unos cincuenta miembros de la comunidad. Los días siguientes, son arrestados también varios cientos de cristianos de ritos diversos, junto a una quincena de sacerdotes.
«¡Jamás renegaré de mi fe!»
Requerido a presentarse ante el tribunal, Monseñor Maloyan, de pie, es acosado con preguntas relativas a las armas que habría escondido; él responde que se trata de una pura invención. Acusado de complot contra el gobierno, él replica: «Su acusación es inventada. Nunca me he opuesto al gobierno. Al contrario, he defendido sus derechos, tanto en privado como en público, y hago lo posible para salvaguardar sus intereses, pues soy ciudadano suyo y he recibido una decoración imperial y un título turco». Entonces, el comisario de policía, arremangándose, golpea al obispo con su cinturón. Ante las reclamaciones de este último, él responde: «Hoy, la espada sustituye al gobierno». Incitado a hacerse musulmán, el obispo realiza una admirable profesión de fe: «Aunque me golpeéis, me atraveséis con cuchillos, con espadas o con fusiles, aunque me cortéis en diminutos pedazos, jamás renegaré de mi fe. Tenedlo por seguro». Después de haber sido golpeado, el confesor de la fe suspira: «Sufro en mi cuerpo el dolor de los golpes, pero en mi alma me siento lleno de gozo». El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña lo que sigue: «Todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia. El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos (Mt 10, 32-33)» (CEC 1816).
Al anochecer, atan los pies del obispo, golpeándole luego con un bastón. Él exclama: «¡Si alguien me oye, que me dé la última absolución!». Un sacerdote, prisionero como él, pronuncia entonces las palabras del perdón. A continuación, le arrancan al valiente obispo las uñas de los dedos de los pies y le escupen en la cara. Una vez devuelto a la celda, pasa el tiempo rezando, con los brazos y la mirada hacia el cielo: «Dios mío, has permitido que todo esto suceda. Todo depende de ti. Haz que se conozca tu poder, pues lo necesitamos. Ayúdanos en estos tiempos tan difíciles, pues somos débiles y nos falta valor. Concédenos la gracia de seguir siendo testigos de nuestra religión y de perseverar en la lucha por sus derechos».
«Deposito mi gloria en la Cruz»
Durante los primeros días de junio, alrededor de 1.600 cristianos de Mardin son deportados. Forzados a caminar atados unos a otros con cuerdas, con los brazos encadenados, los cristianos llegan a un poblado kurdo situado a seis horas de marcha de Mardin. Se da lectura entonces al decreto imperial que los condena a muerte por traición. No obstante, los que se hagan musulmanes podrán regresar sanos y salvos a su pueblo. En nombre de todos, Monseñor Maloyan responde: «Estamos en vuestras manos, pero moriremos por Jesucristo», y luego anima a todos los cristianos a confesarse a los sacerdotes que hay en el grupo, distribuyéndoles la sagrada Comunión. Los testigos cuentan que, mientras tanto, una nube luminosa cubría a los prisioneros. Unos son conducidos después a un lugar llamado Grutas de Sheikhan, y otros a Kalaa Zarzawan. Allí son salvajemente asesinados, y sus cuerpos echados en pozos. Conocemos los hechos por los testimonios de musulmanes que, en su rectitud, no aprobaron aquella matanza. Al día siguiente, los demás cristianos, tras ser desposeídos de la ropa, son obligados a caminar, sin comida y descalzos, sobre las piedras de las carreteras y las espinas de los campos. El 11 de junio, festividad del Sagrado Corazón de Jesús, son exterminados a cuatro horas de marcha de Diarbekir. A Monseñor Maloyan se le reserva otro sufrimiento: morir solo, tras haber visto perecer a su grey. El comisario de policía le pregunta por última vez dónde esconde las armas y si acepta hacerse musulmán. El obispo responde: «Me sorprende que repita la pregunta. Ya le he repetido muchas veces que vivo y muero por mi fe, la verdadera fe, y que sólo deposito mi gloria en la Cruz de mi dulce Salvador». En eso, el comisario le dispara una bala en el cuello. Monseñor Maloyan murmura sus últimas palabras: «Dios mío, ten piedad de mí. En tus manos encomiendo mi espíritu».
«Es a Él a quien busco»
«La Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» ?escribía san Agustín en la Ciudad de Dios. Si bien la fe puede ponerse a prueba por parte de un mundo que se revela demasiado a menudo como enemigo de Dios, nosotros tenemos el consuelo de saber que caminamos en pos del Salvador: Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo (Jn 15, 18-19). Los mártires que han imitado a Jesús hasta la muerte están ahí para recordárnoslo: «No me servirá nada de los atractivos del mundo ni de los reinos de este siglo –escribía san Ignacio de Antioquía. Es mejor para mí morir para unirme a Cristo Jesús que reinar hasta los confines de la tierra. Es a Él a quien busco, a quien murió por nosotros. A Él quiero, al que resucitó por nosotros».
La población cristiana de la Armenia turca fue en gran parte asesinada en el transcurso de aquella persecución de 1915, que tuvo como resultado, según los historiadores, entre un millón y millón y medio de víctimas. Sin embargo, numerosos fieles de la Iglesia armenia católica viven en la actualidad en la república de Armenia y en varias partes del mundo. A lo largo del siglo xx, se han erigido vicariatos patriarcales para los armenios en Jerusalén, en Damasco y en Grecia, y tres exarcados en América del Norte, en América Latina y en Francia. Una vez más, la sangre de los mártires se ha convertido en semilla de cristianos.
El 7 de octubre de 2001, el santo obispo fue beatificado por el Papa Juan Pablo II, que también lo elogiaba: «Monseñor Ignacio Maloyan, muerto mártir a la edad de 46 años, nos recuerda el combate espiritual de todo cristiano, cuya fe es expuesta a los ataques del mal. La fuerza necesaria para cumplir con generosidad y pasión su ministerio sacerdotal la conseguía, día tras día, en la Eucaristía». Iluminados por el ejemplo del beato, hagamos memoria de las recomendaciones del propio Papa al principio del año Eucarístico, el 7 de octubre de 2004: «Es necesario que la Santa Misa sea el centro de la vida cristiana« La presencia de Jesús en el Sagrario ha de ser como un polo de atracción para un número cada vez mayor de almas enamoradas de Él, capaces de estar largo tiempo como escuchando su voz y sintiendo los latidos de su corazón. ¡Gustad y ved qué bueno es el Señor! (Sal 33 [34], 9)« Postrémonos largo rato ante Jesús presente en la Eucaristía, reparando con nuestra fe y nuestro amor los descuidos, los olvidos e incluso los ultrajes que nuestro Salvador padece en tantas partes del mundo. Profundicemos nuestra contemplación personal y comunitaria en la adoración» (Mane nobiscum, Domine 17-18).
Que el testimonio del bienaventurado Ignatius, así como el de todos los mártires armenios, ilumine en la actualidad no solamente a los herederos de sus tradiciones eclesiales, sino también a todos los que quieren ser verdaderos testigos del Evangelio, por la gloria de Dios y por la salvación de las almas.
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