9 de Agosto de 2006

Balduino I

Muy estimados Amigos:

«El anuncio del Reino de Dios es el anuncio de un Dios presente, de un Dios que nos conoce y nos escucha, de un Dios que entra en la historia para hacer justicia. Esta predicación es también el anuncio del juicio, el anuncio de nuestra responsabilidad. El hombre no tiene derecho, a su antojo, a hacer lo que le plazca. Será juzgado y deberá rendir cuentas. Esta evidencia vale tanto para los poderosos como para los sencillos y, cuando es respetada, se trazan los límites de cualquier poder en este mundo» (Conferencia del cardenal Ratzinger, 10 de diciembre de 2000). San Benito recuerda con frecuencia, en su Regla, la realidad futura del juicio de Dios. Se trata de una idea saludable, conveniente para iluminar nuestros corazones y guiar nuestras vidas. El rey de los belgas, Balduino I, creía en esa verdad fundamental. Tras haberse negado a firmar la ley del aborto votada por el Parlamento, escribía lo siguiente en su diario: «Me he embarcado solo, con mi conciencia y Dios».

Balduino IBalduino nace el 7 de septiembre de 1930; es el segundo hijo de Leopoldo, que será rey en 1934, y de su esposa, Astrid de Suecia. El 29 de agosto de 1935, la reina Astrid fallece en un accidente de automóvil, y Balduino quedará profundamente afectado por esa desaparición; conservará siempre la foto de su madre en la mesilla de noche. Leopoldo III confía la educación de sus tres hijos (Josefina Carlota, nacida en 1927, Balduino y Alberto, nacido en 1934) a una joven holandesa; Balduino siente gran apego por ella. En su etapa escolar, da muestras de ser un niño como los demás.

Grabado en el corazón

En 1940, a comienzos de la guerra, la familia real, excepto el rey Leopoldo, se refugia en Francia, pero, tras la capitulación de los ejércitos belgas, regresa a Bélgica, donde es prisionera de los alemanes. En 1944, éstos la deportan a Alemania y, luego, a Austria. Tras el final del conflicto mundial, el clima político no permite a Leopoldo retomar sus funciones y, en septiembre de 1945, se traslada a Suiza, donde permanece con sus hijos hasta 1950. A su regreso a Bélgica, un referéndum le confiere una amplia mayoría favorable a la recuperación de sus funciones como rey. Sin embargo, ante las sangrientas revueltas que se organizan contra él, prefiere noblemente abdicar a favor de su hijo antes que ser testigo de enfrentamientos entre belgas a causa de su persona. Ese ejemplo admirable de un rey que se sacrifica por su pueblo, quedará grabado durante largo tiempo en el corazón de Balduino. Con objeto de asegurar la transición, Leopoldo III continúa reinando durante un año y, el 16 de julio de 1951, Balduino se convierte en rey, aceptando el cargo en cumplimiento del deber. Es de carácter tímido y carece de experiencia, lo que, en toda circunstancia, le hace mostrarse imperturbablemente serio; además, le disgusta ejercer la independencia que necesitaría. Esos defectos del principio de su reinado no se deben a una falta de carácter, ya que Balduino tiene temperamento y no duda en manifestar sus convicciones. No obstante, necesita descubrir poco a poco su «oficio» de rey.

Su primer viaje al Congo, por entonces colonia belga, en mayo-junio de 1955, resulta revelador. La acogida por parte de una muchedumbre exuberante y desbordante de entusiasmo le mueve a abandonar su discreción habitual, y no duda en exponerse a todo. A su regreso a Bélgica, más confiado en sus propias capacidades, enarbola una sonrisa que conquista a sus compatriotas. Cuatro años más tarde, viaja a los Estados Unidos, donde los norteamericanos quedan prendados de su juventud y encanto, por lo que el éxito del viaje es total.

Un día de febrero de 1960, Balduino pasea por el parque del palacio real de Laeken, cerca de Bruselas, en compañía de monseñor Suenens, que llegará a ser arzobispo de Malines y cardenal. Su conversación es familiar, intrascendente, sin protocolo alguno. En el transcurso del paseo, la casualidad hace que se evoque la ciudad de Lourdes. El prelado sugiere entonces al rey que vaya un día de incógnito y que se mezcle entre el gentío de los peregrinos. El rey responde: «Precisamente, acabo de venir de allí; he pasado la noche rezando en las inmediaciones de la gruta, y he dejado en manos de Nuestra Señora de Lourdes la resolución del problema de mi matrimonio». En ese intercambio de confidencias, el cardenal le cuenta lo que Lourdes significa para él, como consecuencia de su encuentro con una personalidad fuera de lo común: Verónica O’Brien. La reacción del rey es inmediata: «¿Podría conocerla?». Miss O’Brien, irlandesa, dirige la Legión de María. El rey le hace llegar una invitación protocolaria para el 18 de marzo de 1960, cuya audiencia dura cinco horas. Verónica O’Brien dirige después al rey una carta en inglés: «23 de marzo de 1960. Dear King« Me permito regalarle, en esta hermosa festividad de la Anunciación, estos preciosos libritos de los que hablamos (El secreto de María y el Tratado de la verdadera devoción, de san Luis María Grignion de Montfort). Se los mando cargados de gracia, pues desde la festividad de san José, he rezado fielmente por usted todos los días« María está muchísimo más interesada en su futuro de lo que usted mismo podría estarlo».

Compartir lo esencial

En el transcurso de un segundo encuentro, el rey confiesa a Verónica que desearía casarse con una mujer que compartiera sus profundas convicciones religiosas. Según cree, podría hallar una esposa así en España, donde la religión ha permanecido arraigada en muchas conciencias. Durante la noche siguiente, Verónica percibe «una voz interior», una llamada del Señor: «Proponle al rey que vaya a España, a fin de prepararle el terreno». Por la mañana, durante la oración, comprende que esa llamada procede directamente de Dios. Sorprendido y emocionado, el rey le concede plenos poderes, en el mayor de los secretos. Aunque trastorna todos sus proyectos, Verónica se consagra sin demora a esa misión tan especial. En una de sus misivas, escribe al rey: «De hecho, será usted quien realice la dura tarea de ser santo al cien por cien, en cada respiración. Eso significa amar a cada uno de los hijos de su gran familia. Y «amar» significa ir a su encuentro, hablarles, darse compartiendo».

Tras contactar con el nuncio en Madrid, que le entrega una carta de recomendación, Verónica comienza una encuesta sobre el apostolado entre la aristocracia española. Muy pronto, la remiten a una joven de treinta y dos años, Fabiola de Mora y Aragón, desbordante de vida, inteligencia, garbo, rectitud y lucidez. Es graciosa y generosa, y se ocupa de los enfermos y de los pobres. En su primer encuentro, Verónica intuye haber encontrado a la persona que busca, y le pregunta: «¿Cómo es que ha evitado el matrimonio hasta ahora? – ¿Pues ya ve, hasta ahora nunca me he enamorado. He dejado mi vida en manos de Dios, en Él me abandono; quizás tenga preparado algo para mí». Cuando Fabiola enseña su apartamento a Verónica, ésta se sobrecoge al reconocer, colgado de una pared, un cuadro que ha visto en sueños la noche anterior.

Previo consentimiento del rey, Verónica revela a Fabiola el motivo de su presencia en España y el deseo del rey de encontrarse con ella oficiosamente. La joven cree ser objeto de una inverosímil burla, y es necesaria la intervención personal del nuncio para que se decida a aceptar esa proposición. El compromiso oficioso entre el rey Balduino y Fabiola tiene lugar en Lourdes el 8 de julio de 1960. «Lo que más me agrada de ella –dirá el rey– es su humildad, su confianza en la Santísima Virgen y su transparencia« Sé que será siempre un gran estímulo para amar cada vez más a Dios». El matrimonio se celebra el 15 de diciembre siguiente. Durante varios años, la esperanza de tener hijos permanece viva en el corazón de los esposos reales. Sin embargo, el tiempo les hará comprender que no tendrán descendencia. «Nos hemos preguntado muchas veces por el significado de este sufrimiento ]confiesa en una ocasión el rey–; poco a poco hemos comprendido que nuestro corazón se hallaba más libre para amar a todos los niños, absolutamente a todos los niños».

Con motivo del vigésimo quinto aniversario de su ascensión al trono, en 1976, el rey crea la «Fundación Rey Balduino», cuyo cometido es asumir «todas las iniciativas encaminadas a la mejora de las condiciones de vida de la población, teniendo en cuenta los factores económicos, sociales, científicos y culturales que influirán en la evolución del país en los próximos años». Él mismo requerirá a esa fundación que aborde cuestiones como la trata de blancas, los problemas carcelarios, el acceso a la justicia, los abusos sexuales a menores, etc.

Pasmados

En 1979, los monarcas reciben a setecientos niños en Laeken. En un rincón se encuentra un grupo de niños discapacitados, algunos de ellos trisómicos. Sobre esa experiencia, el rey cuenta lo que sigue: «Acerco un plato lleno de caramelos a una pequeña que apenas sabía controlarse la mano. Con inmensas dificultades, consigue tomar un caramelo, pero, ante mi asombro, se lo da a otro niño. En un momento, sin pensar en sí misma, ha repartido esos caramelos a todos los niños sanos, que la miraban pasmados« ¡Cuánto misterio de amor hay en esos seres deformados físicamente«!».

Al final de la audiencia, el monarca pronuncia una corta alocución a sus jóvenes oyentes: «El mundo necesita amor y alegría, y vosotros sois capaces de dárselos. Pero aunque se diga muy pronto, es cosa muy difícil. Hay que ponerlo en práctica y volver a empezar todos los días. Cuando lo hagáis, comprobaréis de qué modo cambian las cosas a vuestro alrededor; por ejemplo, ayudando a vuestros padres, demostrándoles ternura, los haréis más felices y les daréis ganas de hacer lo mismo entre ellos y con otras personas. Y así, poco a poco, las relaciones entre las personas serán mejores. Intentadlo, perseverad en ese esfuerzo de amar con hechos. No os desaniméis nunca. Si actuáis como os digo, y os lo repito, veréis cómo cambia incluso la cara de las personas que tengáis a vuestro alrededor y, todas las noches, sentiréis una enorme alegría en vuestro corazón. Convertíos en constructores de amor».

La oración ocupa el primer lugar en la agenda del rey, entregándose a ella normalmente al principio de la jornada, aunque no puede evitar el desierto espiritual: «Casi siempre resultaba difícil –escribirá– quedarse inmóvil contemplando a Dios en medio del silencio y de la aridez de la fe». La Misa diaria es el momento privilegiado de la jornada. En todos los lugares del mundo donde le lleva su obligación, pide que haya un sacerdote para celebrarla. Su vida se desarrolla al ritmo de la liturgia, anotando en su agenda pensamientos entresacados de los textos de la Misa. También regularmente, se acerca al sacramento de la penitencia, y a menudo se va de retiro espiritual con la reina los fines de semana.

Existo para ti

La audiencia con el Señor que constituye la oración, le ayuda a estar atento hacia las personas que encuentra. Al respecto, escribe: «Hoy, intentaré estar especialmente atento hacia todos los que el Señor ponga en mi camino« Dios no nos pide que seamos expertos en los campos más diversos, desde la música a la política, sino que, guiados por su Espíritu, amemos a los hombres con su Amor, les miremos con sus ojos, les escuchemos con sus oídos y les hablemos con sus palabras. Señor, eso es lo que deseamos con todo nuestro corazón Fabiola y yo». Es así como concibe su oficio de rey. Para conocer la voluntad de Dios en su actividad diaria, invoca al Espíritu Santo: «¿Cómo debo actuar? Espíritu Santo, no me abandones ni un instante, te lo ruego. Sé mi fuerza, mi sabiduría, mi prudencia, mi humor, mi valentía, mi dialéctica. ¡Me siento tan desprovisto de lenguaje! Por otra parte, soy consciente de que necesitas mi debilidad para manifestar tu gloria« Pienso demasiado en la misión que me has confiando y por la cual nací. Olvido con demasiada frecuencia que, ante todo, existo para ti, para adorarte, para contemplarte, para amar a todos los que interpones en mi camino».

La vida espiritual sostiene y estimula al rey en sus funciones de gobierno, quien sigue desde muy cerca los asuntos del país. Consciente de los límites que la Constitución pone a su poder, la influencia que ejerce en la vida política procede más de sus consejos y advertencias que de sus decisiones. Para ello, se informa con precisión de todos los asuntos, preguntando directamente a personas competentes que recibe en audiencia, y apuntando metódicamente en un cuaderno lo fundamental de esas entrevistas. Por ello son tan apreciadas las opiniones que da a sus colaboradores: «Posee más informaciones que nosotros –confiesa uno de ellos. Por eso precisamente le escuchamos y, a menudo, seguimos sus consejos». El rey completa su información mediante numerosas visitas por el país, donde encuentra el más amplio abanico posible de personas: hombres y mujeres de todas las tendencias políticas e ideológicas. Cada uno de sus viajes, en Bélgica o en el extranjero, cada discurso, son objeto de una esmerada preparación. Lee las obras que sus colaboradores le aconsejan y estudia minuciosamente los informes que le presentan, no dejando nada al azar. Si bien posee el don de discernir lo esencial de lo accesorio, no por ello desatiende los detalles.

En la mañana del 4 de abril de 1990, la radio transmite una noticia inaudita: ¡Bélgica ya no tiene rey! Al negarse a firmar Balduino la ley que autoriza el aborto, el gobierno ha declarado su imposibilidad de reinar. El 29 de marzo, el Parlamento había aprobado una ley que liberalizaba el aborto, aceptada por el Senado el 6 de noviembre anterior. Según la Constitución belga, ninguna ley votada por ese procedimiento en las cámaras puede ser promulgada sin la firma del rey.

Opciones a veces dolorosas

Parece ser que, en nuestras sociedades, el voto de una mayoría no se discute y es suficiente para que una ley sea legítima. Sin embargo, en su encíclica Evangelium vitæ, publicada el 25 de marzo de 1995, el Papa Juan Pablo II recordará que el voto democrático no es incuestionable: «En la cultura democrática de nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría« En realidad, la democracia no puede mitificarse« Su carácter «moral» no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse» (Evangelium vitæ, 69-70). El rey Balduino se encuentra en la situación que Juan Pablo II describirá en la misma encíclica: «La introducción de legislaciones injustas pone con frecuencia a los hombres moralmente rectos ante difíciles problemas de conciencia en materia de colaboración, debido a la obligatoria afirmación del propio derecho a no ser forzados a participar en acciones moralmente malas. A veces las opciones que se imponen son dolorosas y pueden exigir el sacrificio de posiciones profesionales consolidadas» (Ibíd., 74). Balduino sabe que, al negarse a firmar, se expone a la incomprensión de numerosos de sus conciudadanos de sentido moral débil, y se arriesga incluso a tener que abdicar.

Así pues, la ley del aborto aprobada por el Parlamento belga está en contradicción con el bien, expresado por la ley de Dios. «Entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la vida, el aborto procurado presenta características que lo hacen particularmente grave e ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define, junto con el infanticidio, como «crímenes nefandos» (Gaudium et spes, 51). Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido debilitando progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho fundamental a la vida« El aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente« Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón, y proclamada por la Iglesia» (Evangelium vitæ, 58, 62).

El respeto a la vida del niño por nacer es un principio sagrado y universal: «El niño –había declarado el rey Balduino unos meses antes–, en razón de su falta de madurez física e intelectual, necesita una protección especial, unos cuidados especiales, principalmente una protección jurídica adecuada, tanto antes como después de nacer». Sabedor de que deberá rendir cuentas a Dios de sus decisiones, Balduino escribe a su primer ministro: «Este proyecto de ley me provoca un grave problema de conciencia« Si firmara ese proyecto de ley« considero que estaría asumiendo inevitablemente cierta corresponsabilidad. Es algo que no puedo hacer».

En busca de la verdad

Esa noble negativa es el fruto y la culminación de una larga ascensión, a menudo dolorosa, por el camino de la santidad. La fidelidad hacia sus deberes de estado en los actos normales ha preparado al rey para ese acto ejemplar que da testimonio de una conciencia recta, perfectamente dócil a la voz de Dios. «La conciencia –dice san Buenaventura– es como un heraldo de Dios y su mensajero, y lo que dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del rey» (Encíclica Veritatis splendor, 6 de agosto de 1993, 58). «Ciertamente, para tener una «conciencia recta» (1 Tim 1, 5), el hombre debe buscar la verdad y debe juzgar según esta misma verdad« La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4, 14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella» (Ibid., 62, 64).

En respuesta a la carta del rey, y para salir del callejón sin salida en que se halla el gobierno, el primer ministro recurre a un artículo de la Constitución belga que contempla la contingencia de que, en casos extremos, el rey se vea en la imposibilidad de reinar. El 3 de abril, el Consejo de Ministros constata que, en esa situación, esa imposibilidad es real. Entonces, ese mismo Consejo actúa como si ya no existiera rey, promulgando la ley rehusada por Balduino. No obstante, para que el rey pueda ser restablecido en sus funciones, se necesita el voto favorable del Parlamento. El 5 de abril, el voto del Parlamento permite que Balduino recupere su puesto de Jefe del Estado.

Así pues, el rey se incorpora a sus funciones de servicio al país; pero, desde hace diez años, su salud ha ido empeorando, hasta el punto de que Balduino siente que se acerca su muerte. En 1991 y 1992, sufre dos intervenciones quirúrgicas, una de ellas a corazón abierto. El 21 de julio de 1993, día de la fiesta nacional, se dirige a sus conciudadanos y, poco después, deja Bélgica para descansar en España. El 31 de julio por la tarde, se acomoda en la terraza de su residencia. Hacia las 21 horas, la reina lo llama para cenar; al no hallar respuesta, se acerca a él y lo encuentra postrado en el sillón, fulminado por una crisis cardiaca. Con motivo de sus exequias, una multitud considerable acude a expresar su respeto por su persona, y los más pobres de entre los pobres dan testimonio de hasta qué punto el corazón fraterno del rey se había acercado a las mayores miserias humanas.

El rey Balduino «tenía un secreto: era su Dios, al que amaba con locura y que tanto le amaba. Bajo el follaje de sus actividades públicas y políticas, fluía un manantial sosegado y oculto: era su vida en Dios« Mientras el rey servía a los hombres, no dejaba de pensar en Dios, y en cada rostro humano que se presentaba ante él, discernía el rostro de Cristo» (Cardenal Danneels, Homilía de las exequias del rey, 7 de agosto de 1993). El Papa Juan Pablo II lo calificó de «rey ejemplar» y de «cristiano ferviente». Su ejemplo nos anima a trabajar por la gloria de Dios en nuestros actos cotidianos: «¡Oh, Dios mío!, para amarte en la tierra, sólo dispongo del día de hoy» –decía, con una expresión luminosa, santa Teresa de Lisieux (Poesía 5).

Cf. Léon Joseph Suenens (1998): Balduino, el secreto del rey, Madrid, Ed. Espasa-Calpe.

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