27 de Noviembre de 2015
Beato César de Bus
Muy estimados Amigos:
«En 1544 el mundo cristiano está en crisis, una de las crisis más graves de su historia; es una crisis no solamente religiosa y doctrinal, sino también una crisis de civilización… César de Bus viene al mundo en esa época turbulenta, cuando la humanidad se abre progresivamente a la cultura, a las artes y al reinado del placer. Él mismo se dejará arrastrar durante la adolescencia y el principio de la edad adulta por la pendiente de la facilidad a la cual le predisponían su condición y fortuna. Vida ligera, despreocupada, propia de un ser dotado, brillante en sociedad, poeta en ocasiones, mucho más sensible al gozo de todo que a las exigencias del Evangelio. La conversión no podía ser sino radical». En estos términos presentaba el beato Pablo VI, el 27 de abril de 1975, al nuevo beato que elevaba a los honores de los altares.
Nacido el 3 de febrero de 1544 en Cavaillon, en el condado de Venasque (actualmente en la Provenza francesa), César, hijo de Juan Bautista de Bus, cónsul de la ciudad, y de Ana de la Marche, es el séptimo de una familia de trece hijos. Al ser bautizado, se le confía al patronazgo de san César de Arles, gran defensor de la fe. La familia es originaria de la pequeña nobleza romana y cuenta entre sus antepasados con santa Francisca Romana, cuyo apellido de nacimiento es Buxis, que había vivido en Roma el siglo precedente. César recibe su primera educación en familia y bajo la dirección de un preceptor. El niño manifiesta señales precoces de vocación sacerdotal, destacando por su devoción, dulzura de carácter y gran modestia. Sigue sus estudios en Aviñón, en un colegio, y luego en Cavaillon. A pesar de su juventud, es admitido en la cofradía de los Penitentes negros de la ciudad, cuyo objetivo consiste en imitar a Jesucristo, especialmente en los sufrimientos y humillaciones de su Pasión, mediante procesiones penitenciales, pero también con ejercicios de mortificación personal. César ve en ello un medio para prevenirse de las trampas del demonio. Su ardor le valdrá ser elegido rector de la cofradía.
A principios del reinado de Carlos IX, la Provenza es presa de los disturbios ocasionados por las intrigas de los protestantes. En 1562, César, que cuenta con dieciocho años de edad, se compromete en la defensa de la Iglesia y de la fe. La preparación que considera más urgente es una confesión general de sus pecados, pues los peligros de los combates son más temibles para el alma que para el cuerpo; contempla la campaña como una cruzada, oye Misa todos los días, reza con fervor mañana y noche y se ilustra para el combate. Las burlas de algunos soldados contra la vida virtuosa no le turban. A pesar de estar dolido por los desórdenes que constata en el campo católico, no por ello se erige en censor, de modo que sólo su ejemplo habla. Entabla amistad con un gentilhombre de Cavaillon de la misma edad, y ambos se dan apoyo mutuo en su deber como soldados. La guerra concluye con el edicto de pacificación firmado en Amboise el 19 de marzo de 1563. Una vez desmovilizado, César retoma sus estudios literarios y artísticos.
Los atractivos del mundo
Desde hace algunos años, su hermano Alejandro, joven oficial, vive en la corte, ganándose la estima del rey, quien le colma de favores. Alejandro llega a ser el jefe de la guardia de Carlos IX. En 1565 invita a César, al que ama con especial cariño, a reunirse con él, prometiéndole introducirlo en la corte, conseguirle un puesto honorífico así como amigos y fortuna. César, halagado por tan hermosas promesas, se deja deslumbrar y cede, aunque sigue conservando sus hábitos piadosos.
Llevamos este tesoro en vasos de barro (2 Co 4, 7). A partir de estas palabras de san Pablo a los fieles de Corinto, el Papa Francisco ofreció un comentario instructivo con motivo de las Jornadas Mundiales de la Juventud en Brasil: «La Iglesia ha sufrido mucho y sigue sufriendo mucho cada vez que uno de los llamados a recibir el tesoro en un vaso de arcilla acumula tesoros, consagrándose a cambiar la naturaleza de la arcilla. Pues cree ser el mejor, no creyendo ya ser arcilla». Pero los hombres «están hechos de arcilla hasta el final, y nadie puede salvarlos de ello. Jesús los salva a su manera, pero no a la manera humana que es la del prestigio, de las apariencias, de los puestos importantes» –prosigue el Papa denunciando también «el arribismo que tanto daño causa a la Iglesia» (homilía de la Misa matinal del 25 de julio de 2013, en Sumaré – Agencia Zenit, 26 de julio de 2013).
Así pues, César se dirige hacia la corte no para servir a Dios, sino con espíritu mundano, de modo que el deseo de aparentar, la ambición y la sensualidad que lo animan, lo conducirán por etapas al naufragio. La caída es profunda y lo habría sido aún más si Dios, que quería salvarlo, no hubiera añadido amarguras a aquellas embriagadoras dulzuras; y es que siempre prometen cargos al joven, pero nunca los recibe. Decepcionado en sus ambiciones y desgastado por los remordimientos de conciencia, fija su residencia en 1570 en la ciudad de Aviñón, donde seguirá llevando todavía una vida mundana.
La caída de ese piadoso joven puede sorprender a primera vista, pero se hace más comprensible para quien reflexiona sobre la táctica del diablo, tan bien descrita por san Ignacio en sus Ejercicios espirituales. Los demonios tientan «a los hombres inspirándoles primero el deseo de las riquezas… para conducirlos más fácilmente al amor del vano honor del mundo, y de ahí a crecida soberbia. De manera que el primer escalón de la tentación son las riquezas; el segundo, los honores; el tercero, la soberbia, y de esos tres escalones induce a los hombres a los demás vicios» (n. 142, Meditación de los dos estandartes). ¿Cómo desbaratar esas trampas si no es mediante la humildad y el desprendimiento? Pues, de igual manera –afirma Jesús–, cualquiera de vosotros que no renuncie –en su corazón– a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío (Lc 14, 33).
«¿Dónde vais?»
En 1573, la muerte de su padre y la de su hermano Carlos, canónigo de la colegiata de Salon-de-Provence, mueven a César a la reflexión, regresando entonces a Cavaillon, donde dos santas y humildes personas le ayudarán en su camino de conversión. Para incitarlo a meditar y a rezar, una viuda analfabeta, Antonia Réveillade, pide a César que le lea la vida de los santos. Esa mujer que vive unida a Dios y que ayuda a las personas cercanas a discernir su Voluntad, se esfuerza en vano en desviar al joven de las reuniones mundanas. De hecho, cuando sale para incorporarse a ellas, ella le reprende: «¿Dónde vais? ¿A buscar ocasiones para perderse, como si no se presentaran suficientemente por sí mismas?». Una noche de 1574, ella insiste: «No hay que burlarse de Dios. Él os llama y no le escucháis. No deja de buscaros, pero no paráis de huir». Y le suplica que se encomiende a Dios al salir de casa; César acepta y se aleja. Después de dar unos pasos, exclama: «¡Cuán miserable soy! ¡Me encomiendo a Dios en el momento en que me pongo en camino de ofenderlo!». Entonces, cae al suelo sin conocimiento, como fulminado por la gracia. Cuando vuelve en sí, regresa donde Antonia, quien le aconseja que busque a Luis Guyot, sastre y sacristán de la catedral, hombre de destacada proyección. Entonces, César emprende un camino de conversión y penitencia bajo su dirección. Son muchos los combates interiores que se presentan; aunque le invade el temor ante la perspectiva de caminar por la senda estrecha de la renuncia, comprende sin embargo que se trata del camino de la Salvación y recuerda que el yugo del Señor es suave y su carga ligera (Mt 11, 30). «Amable penitencia –dice–, tú serás mi tabla de salvación después del naufragio».
Un giro decisivo
César de Bus se retira a Aix-en Provence. Un viejo amigo, el padre Ferréol, le envía al padre Pedro Péquet, jesuita de Aviñón, cuya experiencia espiritual, prudencia, discernimiento y firmeza le resultarán de gran ayuda. Enfrentado a una grave ocasión de pecado, el joven pasa ante un convento de monjas clarisas que están cantando el oficio de maitines. Al detenerse para escucharlas, le invade tanta vergüenza y confusión que está a punto de perder el conocimiento. Este acontecimiento supone un giro decisivo. Tras algunos días de preparación, confiesa al padre Péquet todos los pecados de su vida. De regreso a Cavaillon, César pone orden en sus asuntos. Luis Guyot, el sacristán, le pide un día, cuando todavía lleva el penacho de plumas y la espada de gentilhombre, que acompañe llevando un cirio encendido en la mano a un sacerdote que lleva el Santísimo a un enfermo, humilde oficio que normalmente se confía a un monaguillo. A pesar de las burlas que prevé –y a las que no escapará–, César acepta, con el objetivo de enmendar honrosamente sus pecados. Esa buena acción lo libera del espíritu del mundo. Su vida de oración se hace cada vez más intensa, medita con frecuencia sobre el fin último de las cosas y hace penitencia hasta el punto de caer enfermo; incluso acaricia en un momento la posibilidad de hacerse cartujo. Se aplica igualmente a las obras de misericordia: limosnas y visitas a los afligidos y enfermos, en especial a un leproso en quien ve la imagen de Cristo desfigurado por nuestros pecados.
En 1576, César realiza durante tres semanas los Ejercicios espirituales bajo la dirección del padre Péquet, con objeto de elegir un estado de vida. Después de ese retiro, se consagra al estudio con vistas al sacerdocio. A partir de entonces, su fervor y su conocimiento de las cosas divinas comienzan a ser conocidos. Tras ser nombrado canónigo de la catedral Saint-Véran de Cavaillon en 1578, cumple con gran dedicación las obligaciones del cargo, antes de ser ordenado sacerdote en agosto de 1582. Su predicación sencilla aporta su fruto. «En otro tiempo lo admiramos en esta ciudad –dicen las gentes de Cavallion–, en medio de las compañías más agradables; y ahora lo vemos en el púlpito condenando las vanidades que tanto le habían gustado». Asiduo del confesionario, dirige numerosas almas. La lectura de una vida de Carlos Borromeo, el santo obispo de Milán fallecido hace poco tiempo (1584), lo marca profundamente. Cumpliendo la petición de su obispo, trabaja en la reforma del clero y de los religiosos, así como en la refutación de los errores de los protestantes. Muy pronto, sin embargo, a partir de 1587, el amor por la contemplación y por la soledad le lleva a un santuario en los montes que dominan Cavaillon, donde se consagra a la oración y a la penitencia.
«La trayectoria espiritual de nuestro heroe –constataba el beato Pablo VI– no careció de dificultades. Hubo momentos de desánimo, de oscuridad y de incertidumbre. No obstante, nos ha llamado la atención lo que será, casi desde el principio, una característica de toda su vida… Queremos hablar de su espíritu de penitencia. La penitencia no es para él una palabra vana, pues la lleva hasta el extremo, aunque no hasta enfermar gravemente. Debe dominar las pasiones de las que fue esclavo en otro tiempo, lo que resulta ser un combate violento y perpetuo. Aprende de ese modo a buscar y amar el sacrificio, pues el sacrificio configura al Cristo sufriente y vencedor. Ofrecerse en libación, abandonarlo todo en manos de Dios a costa de las renuncias más onerosas, ése fue su leitmotiv, el perpetuo objetivo de sus esfuerzos. Y cuando, al final de su vida, paralizado por las enfermedades y afligido por la ceguera, pueda finalmente disponerse al don supremo, se percatará de hasta qué punto la ascesis le resultó útil para dominar al hombre antiguo. Estará dispuesto a encontrar al Señor, y su gozo será perfecto» (27 de abril de 1975).
Transmitir a todos
En 1590, César abandona su soledad. Le sobrecoge la ignorancia religiosa de la gente del campo. La lectura del Catecismo del Concilio de Trento le da la idea de fundar una sociedad de sacerdotes catequistas: quiere trasmitir a los demás su conocimiento íntimo y sabroso de Cristo. Se siente llamado a instituir un nuevo método para enseñar las verdades de la fe a todos, en especial a los ignorantes y a los habitantes de los campos descristianizados: «Es necesario que todo lo que hay en nosotros pueda catequizar y que nuestra conducta haga de nosotros un catecismo viviente… Querría que mi cuerpo fuera tallado en una infinidad de pequeños trozos, si de cada uno de ellos pudiera surgir un catequista». Con el permiso de su obispo, César comienza a recorrer villas y campos para catequizar a quienes denomina sus “ovejas”. Su primo, Juan Bautista Romillon, que se había convertido del calvinismo en 1579 y que había sido ordenado después sacerdote en 1588, lo acompaña en ese apostolado. Muy pronto, nuestros dos apóstoles cumplen verdaderas misiones en las regiones de los alrededores y hasta la cadena montañosa de las Cevenas. Se les unen unos jóvenes discípulos.
El Papa Pablo VI anotaba: «La intuición, el genio –podría decirse– de César de Bus consiste en señalar una necesidad primordial, presentida con tanta perspicacia por los Padres del Concilio de Trento junto con el catecismo cuya redacción ordenaron, a fin de que todos los pastores, desde el obispo al párroco de una modesta parroquia, posean un manual de referencia. Sin embargo, el terreno está todavía baldío. La indigencia del pueblo es extrema, y la dedicación de sus ministros no basta por sí sola para paliarla. Gracias a su sólida e inteligente formación recibida en el seno de la escuela ignaciana mediante los cuidados de su director Péquet, César de Bus aprenderá también a conocer la vida, la doctrina espiritual y la obra de otros maestros pensadores de la época: Pedro Canisius, Roberto Belarmino, Felipe Neri y Carlos Borromeo. Sobre todo los dos últimos, dejan en él una huella indeleble, de tal modo que se empapa de sus inspiraciones, alimenta su acción con la de ellos y se inflama con el mismo ardor que ellos».
«Su método –prosigue Pablo VI– es la enseñanza de la fe a todas las capas de la población, diferenciando grados, claro está, entre aquellos que son capaces de acoger mucho y aquellos para los cuales, en un primer momento, habrá que contentarse con un mínimo. Pero lo más importante es que todos sean evangelizados, que todos reciban una enseñanza de acuerdo con sus capacidades. Las frases son sencillas; las fórmulas, poco numerosas, están bien construidas y son fáciles de retener. Alrededor de ese esquema acaba injertándose una predicación amasada de Sagrada Escritura, adaptada también para que los conceptos aprendidos nunca queden sin continuación y para que se traduzcan en la actitud espiritual y en la manera de actuar; en una palabra: en la vida».
El 29 de septiembre de 1592, junto con sus cinco primeros compañeros, César de Bus funda en Isle-sur-la-Sorgue, en el departamento de Vaucluse, la congregación de los Padres de la Doctrina Cristiana, con la aprobación de monseñor Bordini, obispo de Cavaillon, y luego, en 1598, la del Papa Clemente VIII. «Debemos estar convencidos –les dice– de que no predicamos para nosotros mismos, sino para utilidad de quienes nos escuchan». El padre de Bus instituye para la enseñanza del catecismo un método gradual consistente en presentar lo esencial de la doctrina en tres cursos sucesivos: la “pequeña doctrina” va dirigida a aquellos que aún no saben nada (aprenden la señal de la Cruz, las principales oraciones, los mandamientos, los sacramentos y los misterios de la fe); la “mediana doctrina” ofrece una explicación mediante instrucciones familiares, y luego un resumen de la Escritura y de los Padres de la Iglesia; la “gran doctrina” se realiza desde el púlpito, el domingo y durante las solemnidades.
«¡Educar en la fe es hermoso!»
César emplea un lenguaje que habla a los sentidos y a la imaginación, haciendo que las familias participen en el catecismo. Presenta la doctrina a partir de los centros de interés de la vida de las gentes, compone y canta textos que ilustran su enseñanza; él mismo pinta o manda pintar cuadros sobre temas religiosos, explicándolos varios días seguidamente. César subraya igualmente la necesidad de unir enseñanza, oración y compromiso de vida cristiana.
Su preocupación es compartida en nuestros días por el Papa Francisco: «La catequesis es una columna para la educación de la fe, y ¡se necesitan buenos catequistas!… ¡Educar en la fe es bello! Es quizás la mejor herencia que podemos dar: ¡la fe! Educar en la fe, para que ésta crezca. Ayudar a los niños, a los muchachos, a los jóvenes, a los adultos a conocer y a amar cada vez más al Señor, es una de las aventuras educativas más bellas, ¡se construye la Iglesia!… Catequista es una vocación: “ser catequista”, esa es la vocación; no trabajar como catequista. Entiendan bien, no he dicho “hacer” el catequista, sino “serlo”, porque envuelve la vida. Se guía al encuentro con Jesús con las palabras y con la vida, con el testimonio… Ser catequista significa dar testimonio de la fe; ser coherente con la propia vida. Y esto no es fácil» (28 de septiembre de 2013).
En 1593, se abre una nueva casa en Aviñón, en el convento de Santa Práxedes, y después en el de San Juan el Viejo. Al constatar la ignorancia y la falta de educación en los trabajos domésticos de muchas mujeres, el padre César de Bus funda, en 1594, el Instituto de las Hijas de la Doctrina Cristiana, destinado a la formación e instrucción de las jóvenes. Los años que siguen, sin embargo, se ven condicionados por oposiciones y por un cierto desánimo entre los discípulos. Entonces, el padre renuncia a su canonjía para ser más libre de seguir la llamada de Dios. Con objeto de asegurar la solidez de su obra, considera adecuado unir a los miembros de la congregación mediante votos. El padre Romillon se opone desde 1600 a ese deseo, provocando dos años más tarde una escisión para unirse al Oratorio de san Felipe Neri. El padre de Bus es elegido Superior General de su congregación, pero, tras verse fuertemente afectado en su salud por enormes sufrimientos físicos y morales, debe renunciar muy pronto al cargo. Aquejado finalmente de ceguera, continúa sin embargo predicando y confesando, repitiendo con frecuencia lo siguiente: «Lo que he visto y leído no son nada en comparación con lo que Dios me ha hecho ver desde que estoy ciego». Cuando habla de Dios y de sus perfecciones, su rostro se ilumina. «Creo –dice–, si no me equivoco, que no hay nada que ame más en este mundo que el Dios de mi corazón». Pero la enfermedad se agrava progresivamente y muere en Aviñón el 15 de abril de 1607, a los 63 años de edad, la mañana de Pascua, como él mismo había predicho: «Será para mí una doble Pascua, es decir, el paso del Señor y el mío cerca de Él». Su cuerpo, sepultado en el convento de San Juan el Viejo, fue trasladado en el siglo xix a la iglesia romana de Santa María in Monticelli. César de Bus realizó milagros durante su vida, pero todavía más después de su muerte. Sus hijos se dedicaron principalmente a la enseñanza y, durante casi dos siglos, sus colegios fueron testigos de la afluencia de una juventud estudiosa, tanto en Francia como en Italia. En 1789 la congregación contaba con 64 casas, colegios o seminarios. Fue disuelta en Francia durante la Revolución. Los intentos de refundación en Francia fracasaron, pero la rama italiana subsiste aún y mantiene misiones en Brasil, así como una presencia en España, en Suiza… y en Cavaillon.
Una base sólida
La vida de César de Bus es una lección para nuestro tiempo –resaltaba Pablo VI con motivo de su beatificación: «En una época en que el mundo, como antaño, está en crisis, en que la mayor parte de los valores, incluso los más sagrados, son irreflexivamente cuestionados en nombre de la libertad…, consideramos que habría que realizar un esfuerzo suplementario y valiente para ofrecer al pueblo cristiano, que lo espera más de lo que se cree, una base catequética sólida, exacta y fácil de retener. Entendemos que la adhesión a la fe sea difícil hoy en día, especialmente en el caso de los jóvenes, que son presa de tantas dudas. Pero al menos tienen derecho a conocer con precisión el mensaje de la Revelación…». En nuestros días, este mensaje nos es propuesto en el Catecismo de la Iglesia Católica (CEC), en el que podemos primero leer, incluso aprender de memoria, los “resúmenes”, pero también en el Compendio del CEC o en la Profesión de fe de Pablo VI; todas ellas son referencias universales y seguras, pues emanan de la Iglesia. La lectura puede realizarse en grupo, en familia o de manera individual. Para que resulte fecunda, debe suscitar la meditación y la memorización. La oración encuentra su alimento en ella.
Podemos hacer nuestra la oración del beato Pablo VI: «Beato César de Bus, tú que nos dejaste el ejemplo admirable de una vida entregada por entero a Dios, tú que ardías en deseos de comunicar la vida de Dios a tus hermanos, intercede ahora por nosotros ante el Señor, para que ese mismo fuego nos consuma y que esa misma caridad nos empuje».
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