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21 de abril de 2004 San Anselmo |
El joven Israel, de la familia Zoller, había nacido el 17 de septiembre de 1881 en Brody, en Galizia (sudoeste de Polonia), por entonces austríaca. Es el más joven de los cinco hijos. La familia, que es de religión israelita, vive con cierto desahogo, pues el padre es propietario de una sedería en Lodz, en territorio ruso. En 1888, el Zar decide nacionalizar todas las empresas cuyos propietarios sean extranjeros, por lo que la fábrica de Zoller en Lodz es confiscada sin ninguna compensación financiera. Como consecuencia de ello, el tren de vida de la familia se restringe considerablemente, y los hijos mayores se ven obligados a dejar el hogar en busca de trabajo.
A la edad de siete años, Israel sigue estudios primarios en la escuela hebrea, donde los niños aprenden de memoria pasajes de la Biblia. Sin embargo, el gusto por el conocimiento religioso le viene sobre todo del padre. Por su parte, la madre le enseña a socorrer a los menesterosos; conmovida por la miseria de la gente, acrecienta sus buenas obras y, cuando es necesario, acude a otras señoras del barrio, judías o católicas. En la región de Brody, entre judíos y cristianos no hay ni desprecio ni desconfianza. En efecto, pues «existe un vínculo que une espiritualmente al pueblo del Nuevo Testamento con la raza de Abraham. La Iglesia de Cristo reconoce que, conforme al misterio salvífico de Dios, ya en los Patriarcas, en Moisés y en los Profetas se encuentran los comienzos de su fe y de su elección. Afirma que todos los cristianos, hijos de Abraham según la fe, están incluidos en la vocación del mismo Patriarca y que la salvación de la Iglesia está místicamente prefigurada en la salida del pueblo elegido de la tierra de esclavitud. La Iglesia no puede, por tanto, olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo Testamento por medio del pueblo con quien Dios se dignó establecer, por su infinita misericordia, la Antigua Alianza» (Concilio Vaticano II, Nostra Aetate, 4).
En 1904, Israel debe dejar a su familia, a la que nunca más volverá a ver. Su madre, que siempre había deseado que llegara a ser rabino, acaba de morir. Mientras imparte clases para atender a las necesidades de los suyos, estudia filosofía en la universidad de Viena, y después en la de Florencia, donde termina el doctorado; paralelamente, sigue estudios rabínicos. En 1913 es nombrado vicerrabino de Trieste, en esa época puerto austríaco, y contrae matrimonio con Adela Litwak, judía de Galizia; de aquella unión nace una hija, Dora. Durante la primera guerra mundial, Israel es perseguido por la policía austríaca como partidario de Italia, porque ha estudiado en ese país. Al final del conflicto, Trieste es asignado a Italia e Israel Zoller es nombrado gran rabino de la ciudad.
¿Acaso Jesús no era hijo de mi pueblo?
Zoller se vuelve a casar en 1920 con Emma Majonica, que le da una segunda hija, Míriam. Entre 1918 y 1938, residiendo siempre en Trieste, enseña hebreo y lenguas semíticas antiguas en la universidad de Padua. Es sorprendente que frecuente tanto el Nuevo Testamento como el Antiguo, de tal modo que la persona de Jesucristo y su enseñanza le resultan familiares. No puede impedir comparar el Antiguo Testamento con el Nuevo: «En el Antiguo Testamento la justicia se ejerce de hombre a hombre... Hacemos el bien por el bien recibido; hacemos el mal por el mal que hemos sufrido de otros. No devolver mal por mal es, en cierto modo, faltar a la justicia». Qué contraste con el Evangelio: Amad a vuestros enemigos... orad por ellos, o bien con respecto a la última frase de Jesús en al cruz: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen. «Todo ello me causa estupor escribe Zoller; el Nuevo Testamento es, efectivamente, un Testamento nuevo». Y precisa: «Aquí empieza una nueva tierra, un nuevo cielo... Los ricos sujetos a la tierra son pobres, y los pobres que han sabido desprenderse de ella son verdaderamente ricos, porque poseen un reino que pertenece a los afligidos, a los silenciosos y a los perseguidos, a los que nunca han perseguido sino que han amado». Poco a poco, Zoller descubre el vínculo que une los dos Testamentos. En efecto: «Dios, pues, inspirador y autor de ambos Testamentos, dispuso las cosas tan sabiamente que el Nuevo Testamento está latente en el Antiguo, y el Antiguo está patente en el Nuevo... Los libros del Antiguo Testamento... adquieren y manifiestan su plena significación en el Nuevo Testamento» (Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 16).
El nazareno
La llamativa concordancia entre el relato de la Pasión de Cristo en el Evangelio y el Siervo sufriente descrito por el profeta Isaías ocho siglos antes de su advenimiento no deja a Zoller ninguna duda acerca del cumplimiento en Jesús de la profecía: Despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento, menospreciado sin que le tengamos en cuenta. Pero fue él ciertamente quien sorportó nuestros sufrimientos y cargó nuestros dolores... Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados..., y en sus llagas hemos sido curados (Is 53, 3-5). Además, el examen de las declaraciones de Jesús sobre su divinidad le mueve a escribir: «Cristo es el Mesías; el Mesías es Dios, luego Cristo es Dios». Zoller está intelectualmente convencido, pero aún no tiene fe; esta gracia la recibirá siete años más tarde.
El acercamiento entre Mussolini y la Alemania hitleriana acarrea, a finales de los años 30, campañas antisemitas en Italia, sobre todo cerca de las fronteras del Tercer Reich. En Trieste, donde los judíos son numerosos, un historiador católico organiza una serie de conferencias antisemitas. Hay expectativas de que asista un amplio auditorio. Zoller toma la decisión de recurrir a un jesuita, amigo del conferenciante. El religioso prepara una entrevista entre el rabino y el orador. Con dulzura y bondad, Zoller exhorta a su interlocutor, en nombre de los principios cristianos y especialmente del perdón otorgado por Jesucristo en la Cruz, a anular sus conferencias. El profesor objeta el embarazo que le supone dicha situación, pues está todo organizado. El rabino se encoge de hombros y le aconseja únicamente que lea el Evangelio, como él mismo a menudo hace, y le predice lo siguiente: «Se acerca el día en que nos haremos buenos amigos». El domingo siguiente, ante una sala abarrotada, el conferenciante anuncia que un judío de elevada jerarquía ha iluminado su conciencia, que no quiere seguir el camino por el que se ha extraviado hasta entonces y que anula las conferencias previstas.
Pero las leyes discriminatorias contra los judíos ya se han promulgado. Israel Zoller «italianiza» su apellido como Zolli; sin embargo, muy pronto se ve privado de la nacionalidad italiana, pero sin ser molestado de ningún otro modo. En 1940, la comunidad israelita de Roma le ofrece el puesto vacante de Gran Rabino de esa capital. Él acepta el cargo, con objeto de proteger a sus hermanos en medio de la persecución que se avecina, así como de apaciguar las divisiones en el seno de la comunidad judía, a cuyos miembros exhorta a abandonar la política y a dedicarse sobre todo a la oración, a la enseñanza y a la ayuda mutua; sin embargo, esa llamada es desoída.
Una solidaridad que salva
No obstante, aquello no es más que una tregua. El Gran Rabino se esfuerza en convencer a los judíos de Roma de que se dispersen para evitar de ese modo la deportación. Pero el embajador alemán en la Santa Sede, von Weizsäcker, secretamente hostil a la política nazi, advierte enseguida al Papa que Himmler ha ordenado la deportación de todos los judíos de Italia. Pío XII ordena inmediatamente al clero romano que abra los santuarios para recibir a los judíos que acudan a esconderse. Zolli, a cuya cabeza se ha puesto precio, vive los nueve meses siguientes en la clandestinidad y, al final, en casa de unos amigos cristianos de su hija Dora, consiguiendo de ese modo escapar a la Gestapo. Sin embargo, a pesar de sus precauciones, durante la noche del 15 al 16 de octubre, un millar de judíos romanos (de entre 8.000) son detenidos y deportados; la mayoría de ellos jamás regresará.
«En adelante me seguirás»
Algunos días después, el Gran Rabino renuncia a su cargo y busca a un sacerdote a fin de completar su instrucción en las verdades de la fe. El 13 de febrero de 1945, monseñor Traglia confiere el sacramento del Bautismo a Israel Zolli, que elige como nombre cristiano el de Eugenio, en prueba de agradecimiento al Papa Pío XII por su acción determinante en favor de los judíos durante la guerra. La esposa de Zolli, Emma, recibe el Bautismo junto a su marido y añade a su nombre el de María. Su hija Míriam seguirá a sus padres tras un año de reflexión personal. El bautismo de Eugenio Zolli es el resultado de una larga evolución espiritual: «Aquel acontecimiento era, en mi alma, como la llegada de un huésped bienamado. Estaba empezando solamente a escuchar la voz de Cristo expresada con mayor claridad y fuerza en los Evangelios. En el interior de mi alma, Dios no se revelaba mediante la tempestad ni el fuego, sino a través de un suave murmullo... Llegaba a ser consciente de un Dios al que amaba, un Dios que quiere que le amen y que Él mismo ama... El converso, como el que es curado milagrosamente, es el objeto (el que recibe), y no el sujeto (el autor) del prodigio. Resulta falso decir de alguien que se ha convertido, como si se tratara de una iniciativa personal. Del que es curado milagrosamente nadie dice que se ha curado, sino que ha sido curado. Pues lo mismo hay que decir del converso».
Todos los hombres son sus hijos
La misma noche de ser bautizado, Zolli ni siquiera tiene nada que cenar, por lo que Mons. Traglia le entrega una limosna de cincuenta liras. A la edad de sesenta y cinco años, debe enfrentarse a graves problemas materiales, empezando por el de la subsistencia de su familia, ya que hasta entonces ha vivido de sus honorarios de rabino y de profesor. Pero acepta esa nueva situación con el mayor de los desprendimientos: «Pido el agua del Bautismo y nada más. Soy pobre y viviré pobre. Confío en la Providencia». La noticia del Bautismo del Gran Rabino de Roma desencadena una sarta de calumnias; entre otras quejas, se le acusa de haber hecho apostasía por interés: «Los judíos que se convierten en la actualidad, al igual que en la época de san Pablo, tienen mucho que perder en lo que respecta a la vida material, y mucho que ganar en la vida de la gracia». A los reproches de traición, responde con indignación: «¿Acaso el Dios de Jesucristo, de Pablo, no es el mismo Dios que el de Abraham, de Isaac y de Jacob?».
En nuestros días, algunos católicos consideran inútil que un judío se convierta para hacerse cristiano. Esta opinión es refutada por la enseñanza del Concilio Vaticano II: «Pues solamente Cristo es el Mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y Él, inculcando con palabras concretas la necesidad de la fe y del bautismo (cf. Mc 16, 16), confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como puerta. Por lo cual no podrían salvarse quienes, no ignorando que Dios fundó por medio de Jesucristo la Iglesia Católica como necesaria, con todo, no quisieran entrar o perseverar en ella» (Lumen gentium, 14).
A las tres de la tarde, como Jesús
Mediante su itinerario espiritual, Eugenio Zolli muestra la continuidad entre la antigua Alianza y la Nueva: No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento había dicho Jesús (Mt 5, 17). «Dios ha visitado a su pueblo, ha cumplido las promesas hechas a Abraham y a su descendencia; lo ha hecho más allá de toda expectativa: Él ha enviado a su «Hijo amado»... De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo (Hb 1, 1-2). Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta... San Juan de la Cruz lo expresa de manera luminosa, comentando: «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra... Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad»» (Catecismo de la Iglesia Católica, 422 y 65). Para Zolli, las exigencias que acarrea esta verdad no fueron fáciles de realizar; al final de su vida decía: «Vosotros que habéis nacido en la religión Católica, no os dais cuenta de la suerte que tenéis de haber recibido desde la infancia la gracia de Cristo; sin embargo, el que, como yo, ha conseguido llegar al umbral de la Fe después de un largo trabajo efectuado durante años, sabe apreciar la grandeza del don de la Fe y siente todo el gozo que hay en ser cristiano».
Demos gracias a Dios por el don de la Fe que nos ha concedido sin mérito alguno por nuestra parte. Conservemos ese tesoro con una vida de santidad, y recemos para que todos los hombres conozcan al Mesías, crean en Él y alcancen la Vida Eterna.