|
Descargar como pdf![]() [Cette lettre en français] [This letter in English] [Dieser Brief auf deutsch] [Deze brief in het Nederlands] [Questa lettera in italiano] |
21 de junio de 2007 San Luis Gonzaga |
Nacido el 4 de julio de 1831 en Maryland (Estados Unidos), Alfredo recibe el bautismo poco después de manos de un pastor metodista, si bien sus padres son episcopalianos, es decir, miembros de una confesión protestante norteamericana procedente del anglicanismo. En su juventud, Alfredo se dedica con asiduidad a sus estudios y aprende de memoria obras enteras de Shakespeare; consigue, igualmente, dominar el latín y el griego. Su pasión por estudiar no le impide asistir con fervor a los oficios religiosos. Es de temperamento ardiente y algo impulsivo, pero también muy afectuoso, siendo siempre el primero en pedir perdón.
Cuando Alfredo tiene 17 años, se produce la muerte de su padre, que deja seis hijos a cargo de su esposa. Mientras que el primogénito parte hacia el lejano oeste en busca de fortuna, Alfredo saca provecho de sus cualidades para sostener a su madre y hermanos. Ejerce durante cuatro años la función de profesor asistente, pero siente enseguida la vocación de dedicarse al servicio de las almas. Tras superar un examen ante un jurado de pastores episcopalianos, es ordenado diácono y, más tarde, presbítero de esa confesión. Deseoso de consagrarse sin obstáculos al ministerio, renuncia al matrimonio.
En 1862, Alfredo es nombrado párroco de Mount Calvary Episcopal Church, en Baltimore, donde servirá incansablemente a lo largo de nueve años. Su celo por las almas le mueve a entregarse asiduamente a la oración, al ayuno y al estudio de la Sagrada Escritura. Para aprender hebreo, acude a casa de un rabino, adquiriendo de ese modo un profundo conocimiento de la Palabra de Dios. Se interesa también vivamente por los padres de la Iglesia, impregnándose de su doctrina, que expresa a sus ojos la fe de la Iglesia. Ese pastor protestante, que se siente próximo al catolicismo, lleva sotana, recita el Breviario romano y reza a la Virgen María, llegando incluso a interrogarse sobre la verdad de su propia confesión. En una ocasión, dos visitantes se presentan a su iglesia, preguntando si se trata de una iglesia católica y si él es sacerdote. Él contesta audazmente que sí, pero, lleno de remordimientos, va a su encuentro y les explica: «Pensé en ser sacerdote, pero no lo soy; encontrarán la iglesia católica tres calles más allá». De ese modo, parece dudar de la validez de su ordenación sacerdotal, de la que de hecho carece el episcopalismo. Sin embargo, los pastores episcopalianos, como los del anglicanismo, consideran que son sacerdotes de verdad y que pueden consagrar la Eucaristía. El pastor Curtis siente, en efecto, una gran devoción por el sacramento; su formación se nutre de los Padres de la Iglesia, y considera al pie de la letra las palabras de Cristo: «Este es mi Cuerpo« Esta es mi Sangre«». Para él, Jesús, el Maestro y Guía al que se siente llamado a predicar y a defender, está verdaderamente presente en las especies sacramentales.
¿Dónde está la Iglesia de Cristo?
En 1871, se produce un acontecimiento que provoca un giro decisivo en la vida del pastor Curtis. Su superior, el obispo episcopaliano de Maryland, publica una carta pastoral sobre la Sagrada Eucaristía en la que afirma que, si bien Cristo se halla presente en el sacramento, no es con el fin de ser adorado, sino solamente para convertirse en el sustento de nuestras almas. En consecuencia, prohíbe a su grey que rinda culto a ese sacramento como a la persona de Cristo. Curtis, molestado en su fe, reacciona enérgicamente y dimite de su función pastoral. En una carta dirigida al obispo, fechada el 8 de noviembre de 1871, puede leerse esta hermosa profesión de fe: «Si no es verdad que Cristo, Dios y hombre, se ofrezca a sí mismo para vivos y difuntos en la Sagrada Eucaristía, y que se encuentre ahí con toda su persona viva entre mis manos, a fin de ser adorado y de recibir el homenaje perpetuo de todo lo que soy y de todo lo que poseo, entonces no existe verdad para mí, o al menos ninguna verdad que me interese« Toda mi enseñanza depende de ese hecho: que el Señor está realmente presente en la Eucaristía, en forma de pan y de vino, como estaba presente en otro tiempo en el establo, en forma de niño«». Unos días más tarde, explicita de nuevo su opinión: «No puedo entender de ningún modo cómo Cristo puede ser recibido como Cristo sin ser adorado. Decir que está presente pero que no debe ser adorado es, para mí, una manera de decir que no está presente en absoluto».
Adorar a Aquel a quien recibimos
Como tantos otros que, para ser fieles a la voz de su conciencia, renunciaron a una situación ventajosa y a la celebridad, el pastor Curtis se adentra en lo desconocido. Renunciando a su parroquia y a un sueldo seguro, ignora lo que será de él. «Tenía la impresión de estar a punto de lanzarme en un abismo profundo, sin saber dónde iba a caer» confesará a un amigo. Dios, en su misericordia, permite ese tipo de experiencia a fin de purificar el alma de sus amigos, de comprobar su amor y de conducirlos a una mayor perfección. Pero nunca abandona a quienes le son fieles. Poco a poco, se hace la luz en el alma del pastor Curtis. En adelante, está casi seguro de que el único camino posible es entrar en la Iglesia romana. Sin embargo, por respeto hacia la confesión en la que ha sido pastor, no quiere dar ese paso decisivo en su país. A principios de marzo de 1872, se embarca con destino a Inglaterra, dirigiéndose a Oxford. Visita a diversas personalidades anglicanas con la intención de asegurarse de que lo suyo no es una ilusión, pero sus respuestas no le satisfacen. Solicita entonces una audiencia a Newman, cuya conversión se remonta casi a treinta años atrás. El futuro cardenal le escucha con bondad, le relata un poco su propia trayectoria y le entrega dos libros, diciéndole lo siguiente: «Lea esto, si quiere; pero rece, rece mucho; nada le ayudará más que una plegaria con humildad. Venga a verme cuando quiera; quedo a su disposición».
La seguridad de la verdad
Hasta el final de sus días, Curtis sufrirá la incomprensión de los suyos ante esa conversión. De su familia, solamente un hermano se le unirá en la verdadera Iglesia de Cristo. Más tarde, profundamente afectado por la muerte de sus padres, que no han ingresado en la Iglesia, se dejará consolar por un sacerdote que le tranquilizará sobre la total sinceridad de su madre. El cardenal Newman, que también había experimentado ese tipo de prueba, escribía: «No podemos conseguir que los demás piensen como nos gustaría a nosotros, ni tampoco en el caso de aquellos que nos resultan más cercanos y más queridos».
Curtis, tras ser recibido en la Iglesia, se interroga sobre su futuro. Su sed de don absoluto le incitaría a consagrarse a Dios en la orden de los cartujos, pero Newman, presintiendo el bien que ese hombre podría realizar, le anima a regresar a su patria y a ponerse al servicio del arzobispo de Baltimore. Así pues, Curtis se dirige allí, entrando en el seminario para completar sus conocimientos con vistas al sacerdocio. A pesar de su diferencia de edad con respecto a la mayoría de los seminaristas, es admirado por parte de todos a causa de su dulzura, su humildad, su celo por la disciplina común y su mortificación. El 19 de diciembre de 1874, recibe la ordenación sacerdotal.
Pero no vivo yo; Cristo vive en mí
En 1883, el padre Curtis tiene el privilegio de acompañar a su arzobispo a Roma; en 1886, es nombrado obispo de Wilmington, sede sufragánea de Baltimore. La humildad que le caracteriza le mueve a pasar inadvertido: «Me importa poco el número de personas que haya por encima de mí, con tal de que no tenga a nadie por debajo». Sin embargo, sus esfuerzos por escapar de la responsabilidad fracasan. Recibe la consagración episcopal el 14 de noviembre de 1886, y, una vez obispo, se acerca a su pueblo y a sus sacerdotes. Poco temeroso de las fatigas, se entrega por completo a las almas confiadas a sus cuidados. Manifiesta un gran celo por los huérfanos y los prisioneros, y siente una alta estima por la pobreza, sin importarle ser considerado como pobre. Considera su cargo como la gestión del siervo del Evangelio, a quien el Maestro, al partir hacia un país lejano, confía el cuidado de sus bienes. Él mismo exhorta a los fieles a permanecer vigilantes, pues el Señor nos deja en la ignorancia del día de su regreso: «Nuestro Señor nos esconde, en su misericordia, el momento de su venida, pues si las gentes supieran los años que les quedan de vida, seguramente pasarían la mayor parte del tiempo en los placeres mundanos, y no se prepararían para la muerte más que en el momento de su llegada; de ese modo, perderían la recompensa que podrían haber alcanzado si se hubieran mantenido siempre atentos a su llegada».
El test supremo de la santidad
Profundamente amado por todos sus diocesanos, Monseñor Curtis continúa celebrando Misas, haciendo homilías y realizando diversos servicios a los pobres, incluso después de la consagración de su sucesor. También conserva el cargo de confesor de las monjas de la Visitación. Los diez últimos años de su vida transcurren en Baltimore, en la residencia del cardenal Gibbons, que le nombra vicario general. Pasa largas horas de sus jornadas y de sus noches ante el Santísimo. «Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto, palpar el amor infinito de su corazón escribe el Papa Juan Pablo II. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el «arte de la oración», ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo! Numerosos Santos nos han dado ejemplo de esta práctica, alabada y recomendada repetidamente por el Magisterio. De manera particular se distinguió por ella San Alfonso María de Ligorio, que escribió: «Entre todas las devociones, ésta de adorar a Jesús sacramentado es la primera, después de los sacramentos, la más apreciada por Dios y la más útil para nosotros» (Encíclica Ecclesia de Eucharistia, 25).
Según su deseo de trabajar hasta el final en la viña del Señor, Monseñor Curtis asiste al cardenal en sus giras de Confirmación. En una ceremonia, se dirige de este modo a los confirmandos: «El Espíritu Santo viene para ser el más auténtico y el mejor de los amigos, un amigo que nunca nos falla« Todos los demás amigos sólo serían de nombre si los comparáramos con ese Amigo divino que hoy viene a nosotros« Pensad en ello, y mantened celosamente un amor y una amistad absolutamente esenciales para la salvación de vuestra alma. Ese Amigo divino no os abandonará jamás, si no lo apartáis con el pecado. Dios quiera que no os suceda nunca, sino que, habiendo obtenido el gozo de ser templos del Espíritu Santo de Dios, estiméis y conservéis el auxilio del Amigo divino mediante la fidelidad y la perseverancia en la gracia de Dios».
Esos santos todavía desconocidos
Nos cabe la esperanza de que Alfred Allen Curtis figure entre esos santos, todavía desconocidos, de los que él mismo hablaba elocuentemente en una homilía con motivo de la festividad de Todos los Santos: «Honremos a todos los santos, pero especialmente a ese ejército innumerable de santos desconocidos. Los santos canonizados, que son poco numerosos en comparación con los demás, fueron capaces de practicar la virtud heroicamente, más allá de lo que podemos alcanzar. Pero debemos considerar al vasto ejército de santos desconocidos que carecen de historia, que han llevado una vida normal como la nuestra, que han realizado cosas normales de una manera extraordinariamente buena, que han trabajado, han tenido paciencia y han sufrido; que han creído, esperado, amado y se han arrepentido; a estos sí que podemos imitarlos».
A imitación de ese gran converso y de ese hombre verdaderamente apostólico, recibamos del mismo Señor Jesús el don de su persona y de su obra de salvación en la Sagrada Eucaristía; en ella nos demuestra un amor sin límite: «La Eucaristía es un tesoro inestimable; no sólo su celebración, sino también estar ante ella fuera de la Misa, nos da la posibilidad de llegar al manantial mismo de la gracia» (Juan Pablo II).