9 de Mayo de 2012
San Juan Bautista de Rossi
Muy estimados Amigos:
«El Sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús » –repetía con frecuen- cia el Santo Cura de Ars. «Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma» –observaba Benedicto XVI. Para facilitar ese reconocimiento, el Santo Padre nos invitaba a dirigir la mirada hacia tantas hermosas figuras de sacerdotes: «Lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes» (16 de junio de 2009). San Juan Bautista de Rossi es uno de esos santos sacerdotes que Cristo ha concedido a su Iglesia.
Juan Bautista de Rossi, noveno y último hijo de una familia modesta, nace el 22 de febrero de 1698 en Voltaggio (Liguria, Italia). Uno de sus tíos es capuchino en Roma, y uno de sus primos, Lorenzo de Rossi, canónigo de Santa María in Cosmedin, una de las iglesias más bellas de Roma. Después de permanecer tres años como paje en una familia noble de Génova, Juan Bautista se dirige a Roma, donde su tío capuchino le inscribe en el Colegio romano que regentan los padres jesuitas. El joven es brillante en sus estudios, destacando igualmente por su activo fervor. Su amabilidad, su manera de decir las cosas con gentileza y una cierta alegría hacen que los muchachos lo acepten todo de él: les enseña a rezar y a visitar a los enfermos pobres. Con motivo del prematuro fallecimiento de su padre, acontecido en 1710, la familia desea que regrese a casa para dirigir los asuntos familiares, pero él decide continuar sus estudios de filosofía y de teología en el Colegio romano, pues siente la llamada al sacerdocio.
El amor que transforma
La vida ascética que lleva es intensa, pero le falta la dirección de un hombre prudente y, poco a poco, se vuelve taciturno y cerrado, de modo que quienes anteriormente lo frecuentaban con gusto se alejan ahora de él. Un día, al asistir a Misa en la iglesia de los jesuitas, se desmaya. Sus excesos de penitencia, en especial en lo relativo a la alimentación, han perjudicado gravemente su salud, que en adelante será frágil: sufre males de estómago y ataques de epilepsia, por lo que no puede proseguir regularmente sus estudios. Más tarde comprenderá que lo que transforma los corazones es el amor, y no las mortificaciones excesivas. «Aprended con mi ejemplo –aconsejará a unos seminaristas– a no fiaros ciegamente de vuestro propio juicio, sino a seguir el consejo de vuestro confesor antes de abrazar un ejercicio». Consciente de sus capacidades intelectuales, verá en esa prueba una atención delicada de Dios para desviarlo del orgullo que habría sentido si hubiera seguido estudios superiores; al respecto, dirá con modestia: «Si no se me hubiera detenido en los éxitos académicos, habría sucumbido también a la tentación del orgullo y de la ambición». Juan Bautista utiliza las fuerzas que le quedan para seguir las clases de los padres dominicos, centradas en la doctrina de Santo Tomás de Aquino, por la que siente predilección y que recomendará toda su vida a los jóvenes seminaristas.
Es ordenado sacerdote el 8 de marzo de 1721, con dispensa de edad. Su primer deseo es caminar por la vía de la santidad antes de intentar conducir hacia ella a los demás. Al levantarse cada mañana, permanece una hora en meditación, ayudándose principalmente del Evangelio; luego, ofrece a Dios su trabajo y las necesidades de las almas. Por la noche, ocupa también media hora de meditación mental, principalmente sobre la vida de los santos. Seducido por la oración del breviario, anima a sus cofrades a no dejarlo para el tiempo libre, sino a rezar, en la medida de lo posible, los diferentes Oficios en las horas que les corresponden. Cuando sea canónigo, demostrará gran fidelidad al rezo coral del Oficio divino.
«Una prioridad fundamental de la vida sacerdotal es estar con el Señor y, por tanto, dedicar tiempo a la oración. San Carlos Borromeo decía siempre: “No podrás cuidar el alma de los demás si descuidas la tuya. Al final, tampoco harás nada por los demás. Debes dedicar también tiempo a estar con Dios”. Por tanto, quiero subrayar lo siguiente: por más compromisos que podamos tener, es una prioridad encontrar cada día una hora de tiempo para estar en silencio para el Señor y con el Señor, como la Iglesia nos propone hacer con el Breviario, con las oraciones del día, para poder así enriquecernos siempre interiormente, para volver al radio del soplo del Espíritu Santo» (Benedicto XVI, 6 de agosto de 2008). Esas opiniones sobre la oración resultan útiles para todos los fieles, como lo recordaba Benedicto XVI a los jóvenes con motivo de su viaje al Reino Unido (18 de septiembre de 2010): «Cada día hemos de optar por amar, y esto requiere ayuda, la ayuda que viene de Cristo, de la oración y de la sabiduría que se encuentra en su Palabra, y de la gracia que Él nos otorga en los sacramentos de su Iglesia. Éste es el mensaje que hoy quiero compartir con vosotros. Os pido que miréis vuestros corazones cada día para encontrar la fuente del verdadero amor. Jesús está siempre allí, esperando serenamente que permanezcamos junto a Él y escuchemos su voz. En lo profundo de vuestro corazón, os llama a dedicarle tiempo en la oración. Pero este tipo de oración, la verdadera oración, requiere disciplina; requiere buscar momentos de silencio cada día…».
Cercano a los pastores y a los vaqueros
La dedicación del padre Juan Bautista de Rossi por las almas se ha acrecentado considerablemente al recibir el sacerdocio. Dos veces a la semana, se dirige al Foro donde se reúnen los pastores y vaqueros que conducen los animales al mercado. Con bondad y paciencia, les instruye sobre los misterios de la religión. El hospicio de San Gala es también un terreno propicio para desarrollar su dedicación; fundado en 1650 en beneficio de los pobres y para ofrecer techo a cualquiera que no lo tuviera, es la sede de una piadosa unión de eclesiásticos que se consagran a acoger niños abandonados para instruirlos en la doctrina cristiana. Dicha obra se convierte muy pronto en la preferida de Juan Bautista, a la que dedicará cuarenta y nueve años de su vida. Después de consultar a su confesor, el padre jesuita Galluzzi, y tras haber rezado largo tiempo, funda un hospicio similar para albergar a las mujeres pobres que corren aún más riesgos si permanecen en la calle sin cobijo. La modestia le mueve a ceder el título de director oficial de la casa al padre Galluzzi, conservando él mismo la carga de lo espiritual y de lo temporal.
Como recuerdo de las penalidades que Nuestro Señor sufriera en prisión durante la Pasión, realiza visitas a los detenidos. Al preguntársele acerca de su asiduidad, responde: «Es para hacerles salir del infierno interior en que se hallan; una vez aliviada su conciencia, las penalidades de la detención son más fáciles de aceptar y, de ese modo, consiguen soportarlas en expiación de sus pecados». En beneficio de las mujeres prisioneras, consigue que les sea reservado un centro, administrado por mujeres piadosas y caritativas.
«El sacerdote, como Cristo, debe entrar en la miseria humana, llevarla consigo, visitar a las personas que sufren, ocuparse de ellas, y no sólo exteriormente, sino tomando sobre sí mismo interiormente, recogiendo en sí mismo, la “pasión” de su tiempo, de su parroquia, de las personas que le han sido encomendadas» (Bene–dicto XVI al clero de Roma, 18 de febrero de 2010).
Un don muy preciado
«Un buen pastor –decía el cura de Ars–, un pastor según el Corazón de Dios, es el mayor tesoro que Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciados de la misericordia divina». Si bien el sacerdocio es uno de los dones más preciados de la misericordia divina, exige en contrapartida un apoyo por parte de los fieles, como lo subrayaba el beato Juan Pablo II: «Es particularmente importante la ayuda que recíprocamente se prestan los diversos miembros de la Iglesia: es una ayuda que revela y opera a la vez el misterio de la Iglesia, Madre y Educadora. Los sacerdotes y los religiosos deben ayudar a los fieles laicos en su formación… A su vez, los mismos fieles laicos pueden y deben ayudar a los sacerdotes y religiosos en su camino espiritual y pastoral» (Exhortación apostólica Christi–fidelis laici, 30 de diciembre de 1988). Para que esa ayuda sea fecunda y sabia, es importante que los fieles tengan una idea justa del sacerdocio ministerial tal como aparece en el caso de los santos sacerdotes que la Iglesia propone como ejemplo.
En 1737, al fallecer Lorenzo de Rossi, Juan Bautista hereda su plaza de canónigo, que solamente acepta por orden de su confesor. Vende la suntuosa casa de su primo y distribuye la suma entre los pobres; luego, a fin de participar mejor en el Oficio coral y cumplir con las demás obligaciones del cargo, se instala en las proximidades de la iglesia, en una especie de granero perteneciente a la comunidad. Hay en esa iglesia una imagen milagrosa de la Virgen por la que Juan Bautista siente gran devoción, y cuya reproducción siempre lleva consigo. Bajo su influencia, los canónigos añaden a su Oficio el canto de las letanías de la Virgen. También le gusta mucho la oración del Rosario, difundiendo la práctica de rezar tres “Avemarías”, mañana y noche, con objeto de obtener la perseverancia final. Esa devoción produce resultados sorprendentes y auténticas conversiones.
En 1739, uno de sus amigos le sugiere que podría hacer un bien mayor si consiguiera los poderes de confesar, que todavía le faltan. Durante cierto tiempo se resiste, invocando todos los argumentos que su humildad le enseña, pero termina cediendo a instancias de un obispo a quien ha visitado como convaleciente después de una enfermedad. Provisto de ese poder divino, se vuelve todavía más activo. Por la mañana, retrasa la Misa hasta haber escuchado al último de los penitentes que se presentan, a riesgo de permanecer a veces en ayunas hasta la tarde. Por la tarde, sigue confesando. En ocasiones, ese ministerio le conduce a las prisiones o a los hospitales, en busca de las personas más abandonadas. Hasta tal punto es solicitado y abrumado por los penitentes, que el Papa Clemente XII le dispensa de la obligación del coro cuando debe confesar. Benedicto XIV confirmará esa dispensa, convirtiéndola en perpetua. Dicha dispensa es motivo de una dolorosa persecución: un canónigo, de temperamento muy agrio, afirma por doquier que ha sido obtenida mediante engaño, que es un grave escándalo que perturba la regularidad de la asistencia en el coro, primer deber canónico. El santo cae enfermo, pero sigue mostrándose caritativo hacia su censor. Poco después, el perseguidor cae a su vez enfermo; Juan Bautista le visita varias veces y consigue que cambie de opinión con respecto a él; el enfermo lo toma incluso como director espiritual y muere apaciblemente.
La vía más directa
En la confesión manifiesta una gran dulzura, esti- mando que se trata de una condición importante para que el penitente no dude en revelar sinceramente todos sus pecados. A propósito de ello, afirmará: «Anteriormente no conocía la vía más directa para ir al cielo; a partir de ahora estoy convencido de que consiste en hacer una buena confesión». En el mismo sentido, el Beato Juan Pablo II declarará a sus jóvenes sacerdotes: «El sacramento del perdón es necesario a la comunión profunda con Dios… Nunca seremos suficientemente santos como para no necesitar esa purificación sacramental… De confesión en confesión, el cristiano experimenta cada vez más profundamente la comunión con el Señor misericordioso, hasta la plena identificación con Él» (28 de marzo de 2004). En los casos desesperados, los demás confesores acuden a Juan Bautista de Rossi, pues Dios le ha concedido el talento de encontrar las palabras que abren las almas a la gracia. En una ocasión, un palafrenero gravemente enfermo rehúsa confesarse con el pretexto de que sus malas costumbres son demasiado inveteradas; tras ser llamado a su lecho, Juan Bautista experimenta la felicidad de convertirlo. El santo se esfuerza por regularizar, cuando es posible, las situaciones matrimoniales desordenadas. Sus exhortaciones en el confesionario, severas y persuasivas, obtienen buenos resultados: celebración del sacramento del matrimonio o bien separación definitiva de los concubinos. En contrapartida, por el propio bien de los penitentes, rehúsa firmemente la absolución a quienes carecen de contrición, se niegan a retirarse de la próxima ocasión de pecado o no intentan poner los medios indispensables para salir del pecado.
«Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesionarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios… que sus feligreses redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un “círculo virtuoso”. Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos» (Carta de Benedicto XVI a los sacerdotes, 16 de junio de 2009).
En 1748, con motivo de sus numerosos problemas de salud, el canónigo Juan Bautista de Rossi se instala en la comunidad sacerdotal de la Trinidad de los Peregrinos, pero continúa con su ministerio en Santa María in Cosmedin, en especial los días de mercado en que los campesinos, que traen sus productos para venderlos, aprovechan la ocasión para confesarse. Juan Bautista de Rossi da pruebas igualmente de una gran dedicación para ayudar a los sacerdotes en su vida espiritual, y se esfuerza por mantener las amistades sacerdotales. Pone cuidado en no faltar a la caridad cuando habla de los demás eclesiásticos y de los miembros de la jerarquía. Su carácter impetuoso es puesto con frecuencia a dura prueba por personas poco delicadas en esa cuestión.
«La fidelidad a la propia vocación exige arrojo y confianza, pero el Señor también quiere que sepáis unir vuestras fuerzas; mostraos solícitos unos con otros, sosteniéndoos fraternalmente. Los momentos de oración y estudio en común, compartiendo las exigencias de la vida y del trabajo sacerdotal, son una parte necesaria de vuestra existencia. Cuánto bien os hace esa acogida mutua en vuestras casas, con la paz de Cristo en vuestros corazones. Qué importante es que os ayudéis mutuamente con la oración, con consejos útiles y con el discernimiento» (Benedicto XVI en Fátima, 12 de mayo de 2010).
Mejor que una buena cuaresma
Juan Bautista de Rossi desea organizar una catequesis de adultos en cuaresma, pues estima que «la catequesis vale más que una cuaresma bien observada». La preocupación de la Iglesia por la enseñanza del catecismo sigue siendo actual. En el Prólogo al catecismo editado por la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid (agosto de 2011), el Santo Padre invita a los jóvenes a estudiar «el catecismo con pasión y constancia». Los jóvenes de hoy –afirma– «no son tan superficiales como se dice de ellos. Quieren saber qué es lo verdaderamente importante en la vida. Este libro es fascinante porque habla de nuestro propio destino y por ello nos afecta profundamente a cada uno». Y añade: «Este catecismo no os regala los oídos. No os lo pone fácil. Pues os exige una vida nueva… Tenéis que saber qué es lo que creéis. Tenéis que conocer vuestra fe de forma tan precisa como un especialista en informática conoce el sistema operativo de su ordenador… Sí, tenéis que estar más profundamente enraizados en la fe que la generación de vuestros padres, para poder enfrentaros a los retos y tentaciones de este tiempo con fuerza y decisión… Necesitáis la ayuda divina para que vuestra fe no se seque como una gota de rocío bajo el sol, si no queréis sucumbir a las seducciones del consumismo, si vuestro amor no quiere ahogarse en la pornografía, si no queréis traicionar a los débiles ni dejar tiradas a las víctimas de abusos y violencia».
Juan Bautista de Rossi no es un predicador de gran fama, pero sus instrucciones influyen en las almas. Después de prepararse para la oración, expone con claridad las verdades de la fe, adaptando su enseñanza al auditorio. Por lo general, sus ejemplos proceden de la vida de los santos. Se entristece cuando escucha sermones superficiales, o también cultos tratados de teología inaccesibles a los fieles. Su predicación preferida trata de la divina misericordia, ejemplo que seguirá el Cura de Ars, quien «consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8)» (Carta de Benedicto XVI a los sacerdotes, 16 de junio de 2009).
Juan Bautista se las ingenia para subvenir con delicadeza a las diversas formas de pobreza, especialmente con las familias venidas a menos que visita discretamente. Intenta ganarse el afecto de los judíos de Roma, procurando por ejemplo auxilios médicos a sus enfermos. No obstante, su actividad no se limita a los muros de la Ciudad, sino que acomete pequeñas misiones en el campo y ofrece a los aldeanos la ocasión de confesarse a un sacerdote forastero, sabiendo que en las pequeñas parroquias rurales se duda a veces en confesar los pecados graves al propio párroco. Juan Bautista siente igualmente una atracción por las misiones lejanas, y en especial por la India. Sin embargo, se le invita a considerar los confesionarios y los hospitales de Roma como su tierra de misión. A petición de sus superiores, ejerce igualmente un apostolado de confesor extraordinario y de predicador de retiros espirituales en las comunidades religiosas.
Una seguridad plena
Durante los dos últimos años de su vida, la fiebre no lo abandona. En agosto de 1762, su salud se deteriora de tal modo que los amigos le convencen para que vaya a recuperar fuerzas a la región del lago de Nemi. Allí, la epilepsia de su juventud reaparece con violentas crisis. A mediados de octubre, regresa a Roma y apenas sale de su habitación de enfermo. Siente no poder ya hacer cosas: «A partir de ahora, no valgo para nada». Sin embargo, cuando sus amigos vienen a visitarlo, su gozo espiritual es tan grande que es él quien les colma de ánimo. El 8 de septiembre de 1763, pide que le lleven a Santa María in Cosmedin para celebrar la Natividad de María. Afirma a sus compañeros: «Rezad por mí, pues ya no regresaré aquí; es la última festividad que celebro con vosotros». El 27 de diciembre por la mañana, le encuentran en el suelo, presa de un violento ataque de epilepsia. No vuelve en sí hasta el día siguiente. Le llevan entonces el Santo Viático; durante la acción de gracias, se muestra recogido en el gozo: muchos quedarán convencidos de que ha estado en éxtasis. Después, recibe la Unción de los enfermos. Ante la sorpresa general, su salud mejora, pudiendo celebrar varias veces la Santa Misa. Muy pronto, sin embargo, ya no le es posible celebrar la Misa ni rezar el Oficio divino. Su último consuelo es el rezo del rosario. A su confesor, que le exhorta a aceptar la muerte, le responde: «Considero la muerte con serenidad, sin temor; estimo que este sentimiento de plena seguridad es una gracia especial de Dios y espero que el Señor me la concederá en la postrera hora mediante su amor y en razón de la caridad que profeso a sus pobres». Con motivo de una de sus pérdidas de conocimiento, un amigo le quita el rosario de la mano; al volver en sí, su primera frase es quejarse de ese acto como si de un robo se tratara. Después de muchas horas de dolor, muere apaciblemente el 23 de mayo de 1764, a la edad de 66 años.
Junto a nuestro Papa Benedicto XVI, pidamos a María, la Madre Inmaculada, que «la Iglesia pueda renovarse por los santos sacerdotes, transfigurada por la gracia de quien (Cristo) renueva todas las cosas» (en Fátima, el 12 de mayo de 2010), y repitamos a menudo la siguiente invocación: «Señor, danos sacerdotes; Señor, danos santos sacerdotes».
>