21 de Abril de 2011

Mons. Alán de Boismenu

Muy estimados Amigos:

«Si pensáis hacer mi elogio, decid sobre todo: mimó a su criado, fumaba cigarrillos, le gustaba un poco el alcohol y decía «¡No me cabreéis!»». Estas palabras de monseñor Alain de Boismenu, «el obispo de los papúas», dejan entrever que, bajo la ruda corteza del viejo misionero, existía la humildad de un gran corazón cuya santidad se muestra al natural.

Mons. Alán de BoismenuAlain-Marie Guynot de Boismenu nace el 27 de diciembre de 1870 en Saint-Malo (Francia). Su madre no sobrevive al nacimiento del último de sus once hijos, por lo que Alain será educado por su hermana primogénita, Agustina. El pequeño da muestras de un carácter inquieto y fogoso. Se somete fácilmente a la autoridad de un padre a quien venera, pero se rebela a veces contra la severidad de su hermana mayor. En una ocasión en que ella le da una reprimenda y le dice que él no la quiere, Alain la mira fijamente con sus ojos claros y responde: «Sí que te quiero, pero deseo elegir obedecer». Esa misma noche, el padre, que está al corriente del caso, le dice: «Alain, me gustaría que eligieras obedecer a tu hermana Agustina». El muchacho así lo promete y mantiene su palabra. Cincuenta años más tarde, después de casi treinta como obispo, confesará sonriendo a una de sus sobrinas: «Sólo obedezco a dos personas en la tierra: a mi hermana Agustina y a nuestro Santo Padre el Papa». Según el testimonio de un compañero de clase, «Alain no siempre se mostraba agradable, pero pensaba tanto sus palabras y aportaba tan buen humor en todo lo que hacía que le habríamos seguido a cualquier parte, pues ya entonces era un jefe y un organizador». En el colegio, uno de los sacerdotes le habla de una nueva congregación que envía misioneros a las antípodas para predicar el Evangelio. Aquel ideal le intriga, y el deseo de partir a Nueva Guinea se apodera de él. Con ese objetivo, ingresa en los Misioneros del Sagrado Corazón, en Issoudun, profesando sus votos religiosos en 1888 y siendo ordenado presbítero el 10 de febrero de 1895.

«¡Antes que nada, sea santo!»

La misión de Nueva Guinea es por aquel entonces un peligro, asolada como está de hambre, fiebres y duelos. El vicario apostólico, Monseñor Navarre, viaja a Francia para suscitar interés hacia la misión y pedir refuerzos. Al padre Alain le gustaría partir, pero sus superiores tienen dudas al respecto: es de complexión frágil y, además, otros más robustos que él no pudieron soportar el clima y las condiciones de vida de la misión. Por añadidura, la Congregación necesita docentes en su casa de formación, por lo que asume el cargo de profesor durante cuatro años. Por aquella época, un obispo misionero, Monseñor Verjus, a quien el padre Alain confiesa su deseo, le escribe: «¿Sigue conservando esa pasión por nuestras queridas misiones? ¡Tanto mejor! ¡Ojalá se apoderen aún más de usted y se conviertan en el único objetivo de su vida!« Pero se lo ruego encarecidamente: antes que nada, sea santo. Aquí se necesita cien veces más virtud, espíritu de sacrificio y espíritu de fe que en Europa« Considere como excelente la jornada en que haya sufrido grandes contrariedades, ejercítese en la paciencia y en soportar los defectos de sus hermanos, pues es una cuestión esencial».

He aquí que un día de 1897, el padre Alain recibe de su superior general el anuncio de que ha sido destinado a Nueva Guinea, parte oriental de la gran isla denominada Papuasia. Se trata de una misión fundada trece años antes y, cuando llega el padre de Boismenu, el 25 de enero de 1898, cuenta ya con 1.950 católicos a cargo de 16 sacerdotes y de 17 hermanos coadjutores, repartidos en 20 estaciones misioneras. También hay unas quince religiosas, hijas de Nuestra Señora del Sagrado Corazón. Las dos primeras semanas en el lugar las ocupa visitando el conjunto de la misión. El 11 de febrero, el padre Alain es nombrado provicario general.

La parte sudeste de la isla, que los misioneros franceses del Sagrado Corazón tiene a su cargo, es una posesión británica. Depende de la autoridad de un gobernador inglés que pretende prohibir a los católicos los sectores reservados a los protestantes. El padre Alain defiende con ímpetu el derecho de libertad de evangelización; sin embargo, para evitar conflictos, toma la iniciativa de ir hacia el interior, hacia las regiones inexploradas de las montañas para implantar las primeras misiones. Esa decisión se verá confirmada unos años más tarde por el propio Papa Pío X, que dirá al padre Alain, convertido ya en obispo: «La lucha no interesa. Disponemos de inmensas tierras libres, donde es preferible dirigirse antes que chocar con los protestantes. No podemos unirnos a ellos, pero en cierto modo son nuestros «adjutores» o ayudantes, ya que dan la verdad a medias».

En efecto, como lo enseñará el Concilio Vaticano II, «aunque creamos que las Iglesias y comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación» (Unitatis redintegratio, 3).

A finales del año siguiente, recibe su nombramiento al episcopado en calidad de coadjutor de Monseñor Navarre, y su consagración episcopal le es conferida el 18 de marzo de 1900 en la basílica de Montmartre de París, cuando aún no ha cumplido los treinta años. Monseñor Alain –esta es la manera afectuosa con que se le llamará a menudo– da muestras de una actividad extraordinaria. Aunque no consigue escapar de las fiebres ecuatoriales, su salud resiste. Recorre cada año varias veces el territorio de la misión, visita lugares alejados por varias jornadas de marcha unos de otros, funda estaciones misioneras e inaugura nuevos distritos. Según el testimonio de uno de sus misioneros, «se desplaza con una rapidez extraordinaria. A pie, a caballo o en una desvencijada barca, siempre está donde debe estar para pronunciar una frase firme y oportuna, para dar aliento o tomar determinaciones necesarias».

De regreso a Papuasia tras su visita ad limina (a Roma) de 1911, Monseñor de Boismenu, que ya es vicario apostólico, toma a su cargo con rigor la obra de civilización y evangelización: orfanatos, escuelas parroquiales elementales y profesionales, y sobre todo escuelas de catequistas, a fin de preparar una elite que se encargue a su vez de formar cristianos y de suscitar vocaciones. El obispo está convencido de que el futuro de la misión depende de la formación de un clero autóctono; se trata, según él mismo afirma, de poseer «no solamente cristianos, sino una cristiandad».

Las respuestas de Dios

Monseñor Alain se apoya en el Señor presente en el Santísimo: «Estoy erigiendo cerca de mi residencia en Yule Island un oratorio episcopal. Necesito tener muy cerca el Santísimo, para poder ir en cualquier momento al encuentro de Nuestro Señor, rendirle cuentas de mi misión, exponerle mis preocupaciones y mis dificultades, y hablarle al corazón en medio de la soledad. Hay momentos en que nadie puede consolarme, y hay cosas que no puedo confiar a nadie. Es muy bueno y relajante poder recogerse, solo, y esperar las buenas ideas, las buenas soluciones que son las respuestas de Dios».

Durante la Primera Guerra Mundial, la misión vive un periodo precario; si bien a los misioneros se les dispensa del servicio militar, ya no se puede contar con el envío de refuerzos. Además, el apoyo económico termina faltando atrozmente. No obstante, siguiendo un plan de visitas a las estaciones y a los puestos alejados, todos los sectores de la misión reciben servicio. Para dar apoyo a sus sacerdotes en esa difícil situación, Monseñor Alain publica una carta pastoral en la que puede leerse: «Si queréis que vuestro esfuerzo sea completo y asegurar su éxito, aportad generosamente el elemento sobrenatural. Es el elemento esencial, el factor principal del éxito. Nada lo sustituye, ni la dedicación, ni la competencia, ni el trabajo encarnizado. Sin él sólo hay estéril agitación, despilfarro de fuerzas y tiempo perdido. Con él, al contrario, el más pequeño esfuerzo queda fecundado, la menor de las fuerzas se multiplica por diez, y el éxito final queda divinamente garantizado».

En 1918, varias jóvenes papúas deciden hacerse religiosas. Monseñor de Boismenu las reúne en comunidad y les da el nombre de «Siervas de Nuestro Señor», pero enseguida se adquiere la costumbre de llamarlas «Ancilas» o «Esclavas». La madre María Teresa Noblet, procedente de Francia, se encarga de la joven fundación, formando para el servicio del apostolado a las religiosas indígenas que, desde 1925, Monseñor de Boismenu envía a diversas estaciones de la misión. La madre María Teresa comparte el ideal de su obispo y tiene el mismo anhelo: el amor de Dios y la salvación de las almas.

La trama invisible de la historia

En esas regiones, hasta ese momento bajo el poder del príncipe de las tinieblas, la lucha por extirpar las prácticas supersticiosas es intensa. En una carta pastoral del 29 de septiembre de 1922, Monseñor de Boismenu escribe a sus sacerdotes: «Hay dos reinos que se reparten el mundo y se disputan las almas; dos ejércitos en continua y violenta disputa: el ejército de Jesucristo, la Iglesia, ardiente por salvar almas, y el ejército de Satanás, furioso por perderlas. Es una guerra sin tregua ni cuartel. Muchos la ignoran, muchos no ven en ello más que una ficción, pero es muy real. Es la trama invisible de la historia del mundo, hasta el final de los tiempos». Después de recordar que Lucifer está lleno de ira contra Dios y las almas, el obispo continúa desvelando la táctica diabólica: «Privar a los hombres de lo sobrenatural y conducirlos al plano natural, donde su naturaleza superior recupera sus ventajas y su imperio« ¡Cuánto éxito ha conseguido Satanás entre los civilizados! ¡De qué manera les ha restringido la parte sobrenatural! Los ha arrastrado en masa a lo natural, donde los mantiene sólidamente encerrados«».

Esa tentación de limitar nuestro horizonte a las cosas terrenales es desvelado igualmente por el Papa Benedicto XVI : «La mayoría de los hombres no considera una prioridad las cosas de Dios, no les acucian de modo inmediato. Y también nosotros, como la inmensa mayoría, estamos bien dispuestos a posponerlas. Se hace ante todo lo que aquí y ahora parece urgente. En la lista de prioridades, Dios se encuentra frecuentemente casi en último lugar. Esto –se piensa– siempre se podrá hacer». En contra de esta desviación, el Santo Padre propone el ejemplo de los pastores en el Evangelio de Navidad: «Nos dice que los pastores, después de haber escuchado el mensaje del Ángel, se dijeron uno a otro: Vamos derechos a Belén« Fueron corriendo (Lc 2,15-16). Se apresuraron, dice literalmente el texto griego. Lo que se les había anunciado era tan importante que debían ir inmediatamente. En efecto, lo que se les había dicho iba mucho más allá de lo acostumbrado. Cambiaba el mundo. Ha nacido el Salvador. El Hijo de David tan esperado ha venido al mundo en su ciudad. ¿Qué podía haber de mayor importancia?« Pero el Evangelio nos dice: Dios tiene la máxima prioridad. Así, pues, si algo en nuestra vida merece premura sin tardanza, es solamente la causa de Dios« Dios es importante, lo más importante en absoluto en nuestra vida. Ésta es la prioridad que nos enseñan precisamente los pastores. Aprendamos de ellos a no dejarnos subyugar por todas las urgencias de la vida cotidiana. Queremos aprender de ellos la libertad interior de poner en segundo plano otras ocupaciones –por más importantes que sean– para encaminarnos hacia Dios, para dejar que entre en nuestra vida y en nuestro tiempo. El tiempo dedicado a Dios y, por Él, al prójimo, nunca es tiempo perdido. Es el tiempo en el que vivimos verdaderamente, en el que vivimos nuestro ser personas humanas» (24 de diciembre de 2009).

Para contrarrestar la influencia diabólica, Monseñor Alain recomienda la oración a los santos ángeles: «Iguales por naturaleza a los demonios, los santos ángeles poseen la ventaja de la gracia, lo que les ayuda a refrenar los engaños y las intrigas del adversario. Ninguno de nuestros peligros se les escapa. A veces lo alejan espontáneamente, y siempre nos advierten de él, y, si queremos, nos ayudan a afrontarlo poderosamente, apaciguando nuestras pasiones, iluminando nuestra inteligencia, fortificando nuestra voluntad y uniéndose a nosotros para conseguir un incremento de gracia y de fuerza. Felices de servir a Dios mientras nos sirven, su servicio es un servicio de amor. Pues nuestros queridos ángeles nos aman con una amistad que sobrepasa nuestra imaginación. Sabedores como son del precio de nuestras almas, desean su salvación más ardientemente aún que Satanás desea su pérdida« ¡Ah! ¡Ojalá nuestra fe fuera más sencilla, y más intenso nuestro sentimiento de la presencia de nuestros ángeles, de su amor, del valor de sus servicios! Si estuviéramos más atentos a sus inspiraciones, más dispuestos a llamarlos y confiáramos más en su ayuda, ¡cuánta fuerza tendríamos para nosotros mismos y para nuestro ministerio!».

El único objetivo de la Iglesia

El 28 de febrero de 1926, el Papa Pío XI publicaba la encíclica Rerum Ecclesiae que marcaba profundamente la historia misionera de la Iglesia. Monseñor Alain la presenta de este modo: «Pío XI proclama la ley suprema del apostolado: la salvación de la mayoría, y traza firmemente la línea que hay que seguir para tener éxito« Es el acento del divino Maestro. Su voz, soplo de su Espíritu, que, con el paso de los años, conduce a la Iglesia a su misión« Expandir el reinado de Cristo por todas partes, llevar la salvación a todos los hombres: ése es el único objetivo de la Iglesia militante».

También el Concilio Vaticano II subrayó la llamada de la Iglesia a la misión: «La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser el sacramento universal de la salvación, obedeciendo el mandato de su Fundador, por exigencias íntimas de su misma catolicidad, se esfuerza en anunciar el Evangelio a todos los hombres«» (Decreto Ad gentes, 1). El Catecismo de la Iglesia Católica explica: «El fin último de la misión no es otro que hacer participar a los hombres en la comunión que existe entre el Padre y el Hijo en su espíritu de amor. Del amor de Dios por todos los hombres la Iglesia ha sacado en todo tiempo la obligación y la fuerza de su impulso misionero: porque el amor de Dios nos apremia« (2 Co 5, 14). En efecto, Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad (1 Tm 2, 4). Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera» (CEC, 850-851).

El primer sacerdote indígena

Las directrices de Pío XI se aplican tan correctamente en Papuasia que, en algunos meses, los misioneros pueden llegar hasta veintitrés nuevas tribus, abriéndose dieciocho nuevos puestos. En 1929, Monseñor de Boismenu puede escribir lo siguiente a sus misioneros: «Vuestra labor no ha sido simplemente una llamarada, ya que hay más de dos mil catecúmenos que siguen la instrucción, cinco veces más que en 1925. Os habéis tomado pues en serio la consigna romana y habéis llevado a acabo prontamente la campaña evangélica« El ritmo es bueno, cosa que agrada a Dios, pues le gusta que se le sirva valientemente». En 1930, Monseñor Alain se dirige de nuevo a Roma con motivo de la visita decenal. En esa ocasión pasa un tiempo con su familia, donde recibe la petición de una de sus sobrinas de seguirlo en Papuasia. Un año después, Solange Bazin de Jessey se hallará in situ para suceder a la madre María Teresa Noblet, que había fallecido a principios de año. En 1935, la misión de Papuasia celebra su cincuentenario, y un acontecimiento memorable abre ese año jubilar: la inauguración del primer Carmelo de las islas oceánicas. Hacía ya varios años que Monseñor Alain realizaba gestiones para culminar ese proyecto. En 1937 se produce otra alegría: la de acoger al primer sacerdote indígena, el padre Luis Vangheke, de la tribu de Mekeo, ordenado en Madagascar, donde le habían enviado para seguir sus estudios. En una carta pastoral, el obispo da muestras de su alegría: «He aquí que ese humilde hijo de nuestra tierra ha sido consagrado sacerdote de Dios, ministro autorizado de la redención de su Hijo e íntimo amigo de nuestro divino Maestro y Señor Jesucristo« Cuando vean a uno de los suyos en el altar, en el púlpito o en el confesionario, captarán en vivo la armoniosa fusión de los colores y las razas en la unidad de la Iglesia, indiferente a las castas y en ninguna parte extranjera«».

En mayo de 1941, la noticia llega a todas partes: ¡Monseñor Alain está moribundo! Un misionero recoge entonces estas palabras del obispo: «Si me marcho, cúmplase la voluntad de Dios. Pedid conmigo que se cumpla« Os pido perdón a todos, a todos y a todas a quienes haya podido causar daño, con quienes haya sido demasiado duro, no suficientemente bueno, a quienes haya podido fallar, por falta de apoyo o por falta de justicia« Sí, perdonadme todos. En cuanto a mí, no tengo nada que perdonar, no, nada que perdonar. Somos de la misma familia, ¿no es cierto? Hemos podido hacernos daño mutuamente, pero nos hemos perdonado mutuamente«». En contra de todas las previsiones, el obispo se recupera y, algunos meses más tarde, puede retomar sus visitas pastorales.

La extensión de las hostilidades en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial pone de nuevo a dura prueba la misión. En febrero de 1942, las fuerzas japonesas desembarcan en la costa norte de Nueva Guinea. En ese contexto tan poco seguro, Monseñor Alain da instrucciones: toma medidas para prevenir la carestía; en el plano pastoral, precisa las condiciones que se requieren para la absolución general y subraya que los auxilios espirituales deben darse a todo beligerante, cualquiera que sea su nacionalidad.

Un tiempo para amar a fondo

En 1945, la Santa Sede le concede un sucesor en la persona del padre Andrés Sorin. Con gran alegría por parte de todos, Monseñor de Boismenu permanecerá en Papuasia. Vivirá al pie de las montañas durante siete años. Desde su retiro, sigue colaborando en la salvación de las almas, pero se consagra sobre todo a la oración: «En lo que a mí respecta, vivo retirado en este lugar apartado, junto al cual hay ahora un pequeño oratorio donde, gracias a Dios, todavía puedo celebrar la Santa Misa todos los días; es una gracia que espero tener hasta el final, como supremo consuelo de los veteranos que de ese modo pueden aún «exercere opus redemptionis» (cumplir la obra de la redención)». Cuando se aproxima el final, escribe a uno de sus sobrinos: «Me siento impotente, y ya nada funciona excepto el corazón, que ahora tiene tiempo para amar a fondo. Es bueno decirse que podemos amar cada vez más, y que se nos concederá amar con plenitud, algún día«».

Al enterarse que el padre esta próximo a la muerte, los misioneros acuden a su cabecera. El moribundo los acoge con su habitual amabilidad, confiándoles lo siguiente: «No me gusta la forma que tienen algunos libros de hablar sobre el desapego. Tenemos un corazón que está hecho para amar. También Nuestro Señor amó. Lo que Él no quiere es que amemos hasta el punto de aglutinarnos. Debemos ser capaces de soltar a la primera llamada y estar dispuestos a todas las separaciones« pero eso duele«». Al sentir que las fuerzas le abandonan, mira durante largo tiempo a los misioneros que le rodean y les dice con voz firme: «Aguantad». El 5 de noviembre de 1953, a las tres de la tarde, su corazón deja de latir, en el mismo instante en que se recita el versículo Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu. Su cuerpo descansa en Kubuna, en el cementerio de Val Fleuri, cerca de los de la madre María Teresa Noblet y de la madre Solange Bazin de Jessey. La causa por su beatificación está en marcha.

La divisa episcopal de Monseñor Alain de Boismenu, «Ut cognoscant Te» (Para que te conozcan), procede del discurso que Jesús pronunció después de la Cena: Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo (Jn 17, 3). La felicidad y el anhelo de este obispo fue conducir a los hombres hasta el conocimiento de Dios, el único que puede salvarles y darles la felicidad. Que el ejemplo de su ardor nos ayude a extender el reino de Dios sobre la tierra y a conducir a las almas hacia la beatitud del Cielo.

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