12 de Octubre de 2002

Jaime Fesch

Muy estimados Amigos:

Viernes Santo. Clavado cruelmente en la Cruz, Jesús sufre los sarcasmos de los dos malhechores que padecen el mismo suplicio. Uno de ellos le insulta: ¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros! Al ver la paciencia de aquel extraño condenado, el otro ladrón, tocado por la gracia, acude en defensa de Jesús: Éste nada malo ha hecho. Y dirigiéndose luego al Salvador: Señor, acuérdate de mí cuando vayas a tu Reino. Jesús le responde: En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso (cf. Lc 23, 39, 41-43). Mediante esas palabras, el Señor pronuncia la primera «canonización» de la historia. Así pues, «jamás hay que desesperar de la misericordia de Dios» (cf. Regla de san Benito 4, 74): del mismo modo que la conversión del buen ladrón, la vida de Jaime Fesch ilustra esa hermosa sentencia.

Jaime FeschSe dice que la educación de un niño empieza veinte años antes de su nacimiento, con la educación de la madre; habría que añadir también que con la del padre. El padre de Jaime, Jorge Fesch, había nacido en Lieja (Bélgica) en 1885, de padres ya cuadragenarios, y por los años 1920 se había establecido en Francia, como director de un banco. Además de descreído, y de sentirse orgulloso de serlo y de manifestarlo, alardea de un ingenio agudo. Detrás de su cinismo se esconde cierta amargura, así como algunas decepciones y desilusiones. Su mesa, que suele ser copiosa, acoge algunos días numerosos comensales. Sin embargo, su afán en el trabajo hace que tenga éxito profesionalmente.

Como cuarto hijo de la familia, Jaime viene al mundo sin haber sido deseado, el 6 de abril de 1930, en Saint-Germain-en-Laye, y es bautizado el 6 de julio siguiente; su padre tiene 45 años. La esposa de Jorge Fesch comparte las ideas de su marido. Aunque no practique la religión, es una buena madre para los más pequeños, a los que ama y cuida con ternura. Pero cuando cumplen 13 ó 14 años los abandona. Así pues, los contactos de Jaime con su madre serán a partir de entonces fríos y reservados.

Jaime crece sin demostrar ningún tipo de inclinación por nada. Frecuenta diferentes centros de enseñanza, de donde le expulsan a causa de su pereza e indisciplina. Es débil, apático, inestable y vicioso. Dispone siempre de mucho dinero, y se va moldeando a partir de las máximas de su padre: amoralidad y desprecio por el prójimo. No obstante, por tradición, llega incluso a tomar la primera Comunión. Con su brazalete blanco, su mirada es límpida; pero se olvida muy pronto de todo aquello. En plena juventud, buena parte de las noches las pasa en lugares de mala fama. Su padre se despreocupa de él.

Entre los años 1947 y 1948, Jaime conoce a Petra Polack, cuyo padre ocupa un importante cargo en la dirección de las Minas Hulleras de Alsacia. La joven es de familia cristiana, ha recibido el Bautismo y ha tomado la primera Comunión. Parece ser que es ella quien toma la delantera y entra en la vida de Jaime, que en aquel momento trabaja, mal que bien, en el banco de su propio padre.

Los padres de Jaime no se entienden, por lo que el ambiente familiar es tenso. El padre, que es encantador con los extraños, se manifiesta en familia sarcástico y orgulloso. Finalmente, en 1950 la familia se rompe. La madre se queda en Saint-Germain-en-Laye, y el padre fija su residencia en la región de Saumur. Cuando el amor de Dios no habita en el corazón de los esposos, el matrimonio resulta con frecuencia muy frágil, y la experiencia del hogar donde había nacido Jaime Fesch es una trágica muestra de ello.

Un «matrimonio» sin amor

En 1950, Jaime parte hacia Alemania con motivo del servicio militar. Petra, que se sabe encinta de él, encuentra un trabajo en Estrasburgo, en las industrias de su padre, el señor Polack. Después de prolongadas vacilaciones, acaba informando a Jaime de que el niño que está esperando es suyo. Éste esperará a tener la mayoría de edad para casarse con Petra por lo civil, en el ayuntamiento de Estrasburgo, lo que acontece el 5 de junio de 1951, un mes antes de que nazca el bebé, la pequeña Verónica. Más tarde confesará: «Me casé porque, en primer lugar, mi mujer estaba embarazada… A mi mujer no la quiero; me llevaba bien con ella, pero amistosamente…». Libre ya del servicio militar, encuentra trabajo en las industrias del señor Polack, pero después de cometer una malversación de fondos rompe relaciones con el suegro y se separa de Petra. Ella declarará más tarde: «Era muy desdichado cuando nos separamos. Estoy segura de que sufría mucho. Lloraba como un chiquillo. Nunca dejamos de vernos». Cuando Jaime acude a casa del suegro para ver a su hija Verónica, no le invitan a entrar y se queda en el umbral de la puerta para acariciarla…

Con el fin de ayudar a su hijo, la madre de Jaime pone a su disposición la suma de un millón de francos de la época, para poner en marcha una empresa de transporte de carbón (1953), pero él derrocha la mitad de esa cantidad en la compra de un automóvil deportivo. Respecto a esa época, escribirá más tarde: «Me encontré solo en Saint-Germain-en-Laye, más desequilibrado todavía a causa de esa experiencia (la separación de Petra), que me dejaba un regusto de remordimientos. Intenté trabajar… un mes. En cuanto llegó el primer fracaso lo dejé todo…». En eso que uno de sus amigos, Jaime Robbe, consigue seducirlo con una aventura a primera vista apasionante: «¿Acaso hay algo más novelesco, aventurero y seductor que un amigo susurrándoos al oído las maravillas de una vida libre como navegante solitario?». No es que Jaime Robbe resulte perverso, pero sí perjudicial; hace tiempo que, a causa de las películas y de las lecturas, está acariciando un sueño descabellado: comprarse un velero para «huir bien lejos», pero abandonará a su compañero en el último momento… El velero cuesta dos millones de francos y Jaime Fesch no tiene dinero, ya que su padre se niega a financiar semejante proyecto.

Una aventura que costará cara

De súbito, una idea descabellada va perfilándose en la mente de Jaime: ¡conseguir esa cantidad mediante el robo! Su aceptación de robar se debe a que ese acto «se desprende naturalmente de su manera de entender las cosas». Los cómplices a quienes se dirige, Robbe y Blot, deciden atracar a un cambista, el señor Silberstein, aunque no tienen intención de matarlo. No obstante, Jaime emprende un largo viaje para apoderarse de una pistola de su padre.

El 25 de febrero de 1954 por la mañana, Jaime encarga al señor Silberstein la suma de 2.220.000 francos en lingotes de oro, que desea recoger esa misma tarde. Hacia las 18 horas, aparca su automóvil en las cercanías de la oficina del cambista y toma la pistola, cuyo seguro lleva bloqueado. En ese momento Robbe y Blot le abandonan. El primero se dirige a un agente de policía: «Venga, mi mejor amigo está cometiendo una tontería». Mientras tanto, Fesch ha golpeado a Silberstein en la cabeza con la culata de la pistola, pero sin conseguir que pierda el conocimiento. El banquero lanza un grito de socorro, y Jaime desbloquea el seguro de la pistola y golpea por segunda vez a Silberstein con la culata, recibiendo torpemente un disparo en el dedo. Enseguida, se apodera del dinero que se encuentra en la caja fuerte (330.000 francos solamente) y escapa a toda prisa, perseguido por algunos transeúntes. Primero se precipita bajo la bóveda de una puerta cochera, escondiéndose luego un momento en lo alto de una escalera de servicio y bajando después. Pero alguien le reconoce, y un agente de policía le grita: «¡Arriba las manos o disparo!». Jaime, más rápido que el otro, acaba de disparar a través de la gabardina, y la bala alcanza de lleno el corazón del agente de policía matándolo. Jaime reemprende la fuga, pero es detenido finalmente por un policía jubilado que le golpea con una pesada puerta en el rostro, dejándolo herido y en el suelo.

Petra, que nada sabe al respecto, lo espera en las cercanías de la oficina del cambista, en una cafetería. Pero no es Jaime quien acude a la cita, sino la policía. Tras ser sometida a un careo con Jaime, cuyo rostro sigue ensangrentado a causa del golpe que ha recibido, Petra es considerada enseguida inocente y es liberada. El 27 de febrero, el homicida es conducido a la cárcel parisina de la Santé, donde permanecerá tres años.

Poco tiempo después de la detención de Jaime, Dios vuelve a encender en el corazón de su madre algunos sentimientos religiosos que nunca se habían apagado del todo. Antes de morir de cáncer y de pena, en 1956, llegará a decir: «Ofrezco mi vida para que mi hijo tenga una buena muerte».

La aurora de la conversión

En la primera visita del capellán, Jaime exclama de entrada: «¡No vale la pena! ¡No tengo fe!». El sacerdote, sin embargo, al igual que con los demás presos, le hace una breve visita de cortesía todos los días. De entre los libros que le trae, solamente uno llama su atención: el relato de las apariciones de la Virgen del Rosario en Fátima. Esa lectura supone el inicio del regreso de Jaime a la fe cristiana. María recibe el nombre de Astro precursor del Sol, y así es, ya que cuando la devoción hacia la Santísima Virgen ilumina un alma, es una señal patente de que Dios acudirá pronto a enriquecerla con su gracia. Además, innumerables personas, dóciles ante la petición de la Virgen de Fátima, rezan después de cada decena del rosario la siguiente plegaria: «Jesús mío, perdónanos nuestros pecados, guárdanos del fuego del infierno y conduce al Cielo a todas las almas, sobre todo a las que más necesitan de tu misericordia». Sin duda alguna, esa breve oración ejerce una influencia saludable en las almas pecadoras, y en especial en la de Jaime Fesch.

Un año después del crimen, el 28 de febrero de 1955, en el transcurso de una visita a la cárcel, Petra informa a Jaime sobre las consecuencias de un dramático asunto confidencial que la pareja había vivido con angustia en diciembre de 1953, es decir, antes de la encarcelación. Esa conversación provoca en el alma de Jaime un dolor afectivo que le quita el sueño durante varias noches. El 1 de marzo, oye con nitidez una voz que no procede de la tierra que le dice: «Jaime, estás recibiendo las gracias de la muerte». Esa llamada tiene como consecuencia inmediata su conversión. En su diario espiritual, precisa lo que sigue: «Aquel día me encontraba en la cama con los ojos abiertos, y estaba sufriendo de verdad, por primera vez en mi vida y con extraña intensidad, sobre lo que me había sido revelado en relación a ciertos temas familiares, y en aquel momento brotó un grito de mi garganta, una llamada de socorro: ¡»Dios mío»!. E inmediatamente, como viento violento que pasa sin que se sepa de dónde procede, el Señor me asió por el cuello. Y a partir de ese momento creí, con una convicción inquebrantable, que ya no me ha abandonado desde entonces». Jaime no dedujo que Dios existía a partir de un razonamiento, sino que lo encontró; encontró al Único capaz de transformarlo arropándolo con su ternura. Nada tiene que ver en esto el miedo, porque en aquella época el homicida confía librarse de la pena capital.

Etapas hacia la luz

Después de ese paso del ateísmo al cristianismo, el 2 de diciembre de 1955 se produce una segunda conversión. Jaime se educa en el fervor heroico consistente en recibir la muerte de manos de Dios, tanto para sí como para los demás. Él mismo escribe: «Me encuentro colmado; soy salvado a mi pesar, se me retira del mundo porque en él me perdería… El castigo que me espera no es una deuda que deba saldar, sino un don que el Señor me concede». Y Jaime se documenta profusamente acerca del alma y de los novísimos (últimas situaciones del hombre), del infierno, de la vida de los bienaventurados en el cielo y de la Cruz. Se trata de un verdadero noviciado de la vida eterna. A pesar de la continua vigilancia de los guardianes, él reza de rodillas. Su apostolado como neófito se hace ardiente para con los miembros de su familia y los demás presos; incluso llega a tratarlos con dureza para despertarlos de su incredulidad, sobre todo a Petra, a la que pretende convertir, por amor, ya que la encarcelación ha provocado en él un amor profundo y verdadero hacia ella, hasta el punto que llega a escribirle lo siguiente: «Se ha producido en mí una doble transformación: la posibilidad de amarte y el hecho de que te amo». La ama, pero la experiencia le enseña que el verdadero amor va unido al sufrimiento aquí en la tierra. Poco a poco, la fe va despertándose en el alma de Petra; pocos días antes de la muerte de Jaime, acudirá a comulgar, tras más de diez años de vida lejos de la Iglesia.

La religión sin rebajas

Jaime está convencido ahora de que va a morir, porque Jesús le ha hecho comprender en dos ocasiones que estaba recibiendo gracias en previsión de su muerte. Lamenta que el capellán no se detenga lo suficiente en lo referente a la salvación eterna, por lo que escribe: «Este capellán es un hombre erudito… pero está presentando una síntesis de conceptos filosóficos y religiosos que se alejan de la simplicidad evangélica».

En lo que a él respecta, sin estar obsesionado por el infierno, es consciente de sus pecados y de sus malas inclinaciones; contempla la condenación cara a cara, como una posibilidad real. Sin embargo, todo su diario habla de amor verdadero y de esperanza firme en el Cielo. «Mi muerte es redentora, incluso si parece injusta. No hay que luchar contra lo que Dios ha decidido… y que procede de una gran misericordia». La espiritualidad de ese preso arrepentido se corresponde con la verdad del Evangelio. En la Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia del 2 de diciembre de 1984, el Papa Juan Pablo II nos recuerda: «La Iglesia tampoco puede omitir, sin grave mutilación de su mensaje esencial, una constante catequesis sobre lo que el lenguaje cristiano tradicional designa como los cuatro novísimos del hombre: muerte, juicio (particular y universal), infierno y gloria. En una cultura que tiende a encerrar al hombre en su vicisitud terrenal más o menos lograda se pide a los pastores de la Iglesia una catequesis que abra e ilumine con la certeza de la fe el más allá de la vida presente; más allá de las misteriosas puertas de la muerte se perfila una eternidad de gozo en la comunión con Dios o de pena lejos de Él. Solamente en esta visión escatológica (referida a la suerte del hombre después de su muerte) se puede tener la medida exacta del pecado y sentirse impulsados decididamente a la penitencia y a la reconciliación» (nº 26).

Los secretos de su corazón

Entre el 1 de agosto y el 1 de octubre de 1957, Jaime redacta su diario espiritual, dirigido a su hija Verónica, que por entonces tiene seis años de edad. Más que su familiaridad para con los suyos, lo que revela es su intimidad con Dios. Jaime ha descubierto a Jesús, y desea ayudar ardientemente a que Verónica pueda descubrirlo: «Lo que tengo te lo doy, para que, el día en que seas una mujer, puedas seguir mediante estas líneas la vida de quien fue tu papá y que nunca dejó de amarte ni un instante». El diario concluye de este modo: «Si al final de estas páginas consigo enseñarte lo que puede ser la vida, la verdadera vida, la que comienza en el mundo hasta alcanzar la plenitud donde todo es luz, si has podido presentir la grandeza y el precio de un alma, y la poca utilidad del éxito terrenal, estas líneas no habrán resultado en vano, y quizás tú misma algún día, ante sabe Dios qué prueba, sacarás, de este ejemplo tan cercano a ti, la fuerza y el valor de discernir de qué lado procede la luz».

Poco a poco va acostumbrándose a discernir los pensamientos que proceden de Dios y los que proceden del demonio. Cuando Jesús le hace sentir su presencia, él escribe: «Quisiera morir porque siento demasiada alegría… Sólo un canto de agradecimiento puede brotar de nuestras gargantas». Pero no faltan tampoco momentos de sufrimiento interior: «El barómetro de mi espiritualidad, que se detenía en «variable», está bajando cada vez más hacia la lluvia y la niebla: el mundo y sus atractivos recuperan el terreno que habían perdido bajo la influencia de la gracia… Si bien no puedo impedir que pensamientos más o menos turbios invadan mi mente, nada puede impedirme que me ponga de rodillas y que rece mis plegarias, incluso si no consigo mantener la concentración… Este combate acabará cuando Dios quiera que acabe… Mi único mérito consiste en que soy yo quien va a recibir la cuchillada en el cuello… Está claro que no es nada agradable, ¡pero después estaré tan contento!… Será apenas un cuarto de hora, comparado con la eternidad…».

Durante ese tiempo tienen lugar la instrucción y el juicio de Jaime, un caso que desencadena apasionados debates en la audiencia y en la prensa. El veredicto tiene lugar el 6 de abril de 1957, víspera de la Pasión: Jaime es condenado a muerte (la pena de muerte estuvo en vigor en Francia hasta 1981). El 11 de julio, es rechazado el recurso de casación. Solamente queda solicitar el indulto al Presidente de la República.

La contemplación del crucifijo

A medida que se aproxima la hora de su ejecución, Jaime se une cada vez más estrechamente a la Pasión de Jesús, llegando incluso a decir: «Mi corazón está lleno de gozo. Ya no siento angustia ni espanto, pues la Santísima Virgen me los ha quitado». Intenta con frecuencia ponerse en el lugar de Jesús en su Pasión: «Sobre todo, lo que debe doler son los clavos, la mano sujetada a la fuerza a lo largo del madero, la punta apoyada en la mano para centrarla correctamente; y después el martillazo asestado con ímpetu, y las carnes que estallan, y la sangre que salpica… ¡Y después de la primera mano, le toca el turno a la segunda! ¡Y luego los pies!… A continuación, el menor movimiento del cuerpo debe restregar las llagas con los clavos y provocar insoportables dolores… Y qué podemos pensar de los sufrimientos de una madre que lo está viendo todo y que nada puede hacer para aliviar a su hijo; pobre Virgen, humilde, en llanto y silenciosa al pie de la cruz…».

La tarde del 30 de septiembre de 1957, el abogado Baudet informa a su cliente, Jaime Fesch, de que su recurso ha sido rechazado. La ejecución ha sido fijada para el día siguiente por la mañana. Jaime regulariza su situación matrimonial casándose oficialmente con Petra por la Iglesia, gracias al sacerdote de Saint-Germain-en-Laye. El 1 de octubre, a las tres de la madrugada, se levanta y hace la cama. Las últimas líneas de su diario resultan elocuentes: «Dentro de cinco horas veré a Jesús. Me siento lleno de paz y mis oraciones fluyen como la miel… ¡Virgen Santa, ten piedad de mí! Creo que voy a terminar este diario donde está, porque estoy oyendo ruidos inquietantes. Con tal de que aguante el tipo… ¡Virgen Santa, ayúdame! Adiós a todos, y que el Señor os bendiga». Su última carta irá dirigida a su director espiritual: «Espero en medio de la noche y de la paz… Tengo la vista puesta en el crucifijo y mis miradas no se separan de las llagas del Salvador. Y repito sin descanso: «Es por ti». Quiero guardar esta imagen hasta el final, yo que voy a sufrir tan poco… Estoy esperando el Amor».

Hacia las 5, el capellán y el abogado de Jaime entran en la celda. Se confiesa por última vez y comulga. Se encuentra en una paz profunda. En su corazón siente la certeza de la proximidad del Cielo, y no deja de repetirlo. Ahora le atan las manos a la espalda, y él le dice al capellán: «¡El crucifijo, padre, el crucifijo!». Besa a su Señor en medio de la emoción general y se deja llevar hasta el cadalso. Ocho minutos más tarde tiene lugar la ejecución. En nuestros días, el día 1 de octubre es la festividad de santa Teresa del Niño Jesús, que tanto apreciaba Jaime; al igual que ella, él ofreció su vida al Amor Misericordioso. Informada de la muerte de su marido, Petra consigue su diario espiritual y lo lee entero ese mismo día.

En diciembre de 1993, el cardenal Lustiger, arzobispo de París, abrió el sumario preliminar a la beatificación de Jaime Fesch: «Espero –dijo– que algún día sea venerado como figura de santidad». Así pues, su conversión nos invita a no desesperar jamás de la misericordia de Dios y de la intercesión de la Virgen.

Al igual que Rut la moabita, que cayó en gracia a Booz y que obtuvo permiso de éste para espigar en su campo las espigas que dejaban los segadores (Rt 2, 1-13), la Santísima Virgen María recolecta valiosamente en el campo de la Iglesia y del mundo las almas perdidas, las almas abandonadas, aquellas que nadie quiere, y las coloca de algún modo en su delantal, las protege contra el Juez temible, ante el cual es la única que ha sabido hallar gracia, y las introduce, como furtivamente, en los graneros eternos del Padre de familia.

¡Oh misericordiosa Virgen María, sé nuestra guía, nuestra luz y nuestro consuelo en el camino que lleva al Paraíso! Dígnate conducirnos de la mano hacia la Ciudad celestial de la cual eres Reina, a fin de que podamos bendecir durante toda la eternidad al Padre de las misericordias y al Dios de todo consuelo.

Con estos pensamientos llenos de confianza en María, Madre de Misericordia, rezamos por todas sus intenciones, sin olvidarnos de sus difuntos.

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