13 de Febrero de 2013

Beato Pierre (Pedro) Tarrès

Muy estimados Amigos:

«Querido amigo, tu santidad está estrechamente ligada a tu compe- tencia profesional –escribía un sacerdote a un joven estudiante de medicina. Del mismo modo que es imposible ser un buen sacerdote y al mismo tiempo un mal capellán, así también, aunque sea por otro motivo, no se puede ser a la vez buen cristiano y médico mediocre». Ese estudiante, Pedro Tarrés, que llegó a ser médico y después sacerdote, fue beatificado por el beato Juan Pablo II el 5 de septiembre de 2004.

Beato Pierre (Pedro) TarrèsPedro Tarrés nace en mayo de 1905 en la ciudad de Manresa, en pleno corazón de Cataluña (España). Esa antigua ciudad es igualmente la patria espiritual de san Ignacio de Loyola. El recién nacido recibe el Bautismo el 4 de junio, en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen. Su padre es mecánico cerrajero en una fábrica textil. Más tarde, tras un período de paro, será contratado como chófer y mecánico por una viuda rica de la ciudad. En 1908, una primera hermana, Francisca, sigue a Pedro, y, en 1910, una segunda, María Salud. Al ver que todas las caricias van dirigidas a Francisca, Pedro sufre una terrible crisis de celos. Un día en que la pequeña se encuentra en una silla alta, Pedro la empuja con fuerza para que caiga. Sin la pronta intervención del padre, la caída de la pequeña habría podido tener graves consecuencias. Pero la crisis no dura mucho, y Pedro se convierte en un hermano que ama con pasión. Reserva a sus hermanas toda una panoplia de sobrenombres afectuosos, diciéndoles: «No haremos como esos hermanos que, al crecer, ya no se quieren. Nosotros nos querremos siempre e intentaremos ser santos». En cuanto a él, le gusta llamarse Guy, en honor a Guy de Fontgalland, un niño parisino muerto en olor de santidad, cuya vida ha leído. Un día, la benjamina cae gravemente enferma. Todo parece perdido, hasta el punto de que le preparan la ropa para el entierro. A sugerencia de una señora, Pedro corre a la fuente de San Ignacio, de donde se surte de un agua de reputación milagrosa; tras darle de beber a la pequeña moribunda, y ante la sorpresa de todos, ésta se cura por completo.

Como un mazazo

Pedro comienza su escolaridad con los Hermanos Escolapios, pero, cuando tiene unos diez años, es contratado como recadero en la farmacia de la ciudad. El farmacéutico no tarda en constatar la inteligencia del niño y le consigue una beca para seguir estudios secundarios. Un día, tras dejarse llevar por unos compañeros, el muchacho sucumbe a la tentación de robar unos albaricoques. Cuando está encaramado al árbol, aparece el campesino de repente y le dice: «A ti te conozco, eres el hijo del cerrajero. Se lo diré a tu padre». Esa amenaza es para el chico como un mazazo, pues nunca ha causado problemas a sus padres. Al día siguiente, la familia es invitada a una boda, tras la cual Pedro sufre una fuerte indigestión. Cuando su padre se acerca a verlo, el niño comprende que ya está al corriente del asunto de los albaricoques, pero el señor Tarrés deja simplemente que su hijo asuma las consecuencias de la falta.

Nuestro alumno está muy dotado para los estudios, tomándose como pundonor no decepcionar a quienes le han permitido estudiar. Su secreto es la tenacidad y el método. Su devoción es igualmente intensa. Reza el Rosario con sus hermanas, riñéndolas con dulzura cuando se distraen. A los catorce años, recibe el escapulario de Nuestra Señora del Carmen. La Virgen María se convierte en su confidente: «Cuando salgo de casa, le digo a dónde voy, y cuando regreso, le digo cómo me ha ido». Tiene mucha relación con los jesuitas de la ciudad, a quienes sirve como monaguillo. Siente el deseo de ser sacerdote; «acabará siendo jesuita» –aseguran las personas de su entorno. Su padre, que no quiere perderlo, siente miedo y le pide que cambie de consejeros espirituales. Sin embargo, a partir de los 16 años, Pedro comienza estudios de medicina en Barcelona, pues le han dicho que el ejercicio de la medicina se parece mucho al sacerdocio. Busca un nuevo director espiritual: «El alma humana –piensa– se asemeja al cuerpo, necesita a alguien que le cuide, a alguien que sepa curar con amor sus heridas, que no son otra cosa que las pasiones desbocadas, el egoísmo y el orgullo». Encuentra a ese padre espiritual en la persona del padre Serra, oratoriano y futuro mártir, quien le escribe: «Me siento dichoso cuando pienso en las virtudes que, con la gracia de Dios, estás destinado a practicar, en el ejercicio de una carrera con una influencia social tan importante. Debes ser muy ordenado…». Pedro adquiere la costumbre de comulgar todos los días, de donde recibe un amor de la castidad que le da fuerza y alegría.

A principios de julio de 1925, Pedro permanece a la cabecera del lecho de su padre, afectado de tifus. Le susurra al oído oraciones jaculatorias y le añade: «¿Pide perdón a Jesús con todo su corazón, verdad, padre? ¿Perdona a todos los que le han ofendido, verdad?». Ese padre tan querido se apaga apaciblemente. Cinco meses más tarde, Pedro se entera de que su madre ha sido atropellada por un ciclista. Regresa apresuradamente a Manresa y la encuentra inmovilizada por una fractura del cuello del fémur. Permanece a su lado cuidándola con una dedicación admirable. «Pobre hijo –dice ella–, ¡cuánto le he hecho sufrir durante estas terribles noches!».

Un impulso extraordinario

Pedro se entrega a las Conferencias de San Vicente de Paúl y anima la Acción Católica de Barcelona. Con motivo de la festividad de Navidad de 1927, consagra para siempre su virginidad al Señor: «Esa nochebuena –dice– sentí un movimiento muy fuerte, un impulso sobrenatural extraordinario. Dios me pedía el voto perpetuo de castidad».

En su encíclica Sacra virginitas (25 de marzo de 1954), el Papa Pío XII escribía: «Este vínculo de perfecta castidad lo consideraron los Santos Padres como una especie de matrimonio espiritual, mediante el cual el alma se une con Cristo… “Para mí la virginidad es una consagración en María y en Cristo” (san Jerónimo)… El fruto más dulce de la virginidad es que las vírgenes consagradas manifiestan y hacen pública la perfecta virginidad de su madre la Iglesia y la santidad de la íntima unión de ellas mismas con Cristo» (núm. 16, 64, 29).

El 26 de junio de 1928, después de seis años de brillantes éxitos, Pedro Tarrés obtiene el doctorado en medicina con premio extraordinario. Enseguida sube a la sagrada montaña de Montserrat para dar gracias a la Virgen. Luego, abre una consulta médica en Barcelona. Su madre y su hermana pequeña María Salud le acompañan. Francisca, la mayor, ha ingresado como religiosa en las Hermanas de la Concepción; María Salud la seguirá en 1930. Pedro consigue una buena clientela; más allá de los servicios gratuitos que ofrece a los pobres de la ciudad, se gana bien la vida y compra un hermoso automóvil en el cual lleva a su madre para distraerla. «Los considero ante todo como amigos» –dice nuestro médico cuando habla de los pacientes. Incluso llega a confiar a sus colegas lo siguiente: «Para mí, el médico ante el enfermo es como el sacerdote ante el altar. La cama es el altar; el enfermo, la víctima que sufre; el médico, el sacerdote. ¿Nunca habéis tenido esa sensación, cuando estáis ante un enfermo?». Su presencia serena a los enfermos de peor carácter. Más adelante confesará: «Os aseguro que, durante todo el tiempo en que he ejercido, he hecho todo lo posible para que los enfermos pudieran recibir los sacramentos. La muerte es el momento en que la misericordia de Cristo planea sobre el alma, y el médico puede ayudar a canalizarla. He sido testigo de casos realmente consoladores». Su delicadeza hacia los pacientes no tiene límite. Ante el caso de un pobre hombre mayor que sufre sobre todo porque no puede salir de casa, el doctor Tarrés lo lleva en su coche para que se despeje, como si se tratara de su propio padre.

«Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado –recuerda el Papa Benedicto XVI. Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 25, 40): estas palabras suyas son una advertencia que no se ha de olvidar, y una invitación perenne a devolver ese amor con el que Él cuida de nosotros» (Carta Porta fidei, 11 de octubre de 2011, núm. 14).

Apóstoles con chaqueta y pantalón

Un día, cuando Pedro se dirige a un barrio pobre de la ciudad donde debe sustituir a un amigo, es rodeado por un grupo de hombres y mujeres que le roban todo lo que lleva. Sin mostrar turbación alguna, pregunta: «Díganme dónde está el dispensario, pues soy el médico que sustituye al doctor fulano». Desconcertados, los asaltantes le piden excusas y le devuelven lo que le han robado. Entonces, les pregunta si saben de alguna casa donde haya un enfermo. Lo llevan a un sótano donde yace una mujer tuberculosa, rodeada de tres hijos raquíticos. Ese miserable espectáculo moverá más tarde a Pedro a fundar el sanatorio Nuestra Señora de la Merced, dedicado a los tuberculosos pobres. Pensando también en el mismo drama, se convierte en ferviente consejero de la “Federación de Jóvenes Cristianos de Cataluña”, movimiento concebido para promover la doctrina social de la Iglesia entre la juventud obrera abandonada y entregada a las utopías comunistas y anarquistas. El doctor Tarrés imparte igualmente clases en la facultad, como profesor auxiliar, y redacta vibrantes artículos en el semanario Flama, órgano de la “Federación”, de la que se ha convertido en verdadero líder. «Necesitamos apóstoles –afirma–; apóstoles con chaqueta y pantalón para evangelizar los talleres, las fábricas, las oficinas… para sembrar con amor la semilla de nuestra fe, la razón de nuestra vida y la verdad de nuestra doctrina».

En la Carta Porta fidei, el Papa Benedicto XVI afirma en el mismo sentido: «Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin» (núm. 15).

El propio Pedro se desplaza en automóvil con algunos jóvenes para hablar de Jesús y de su Evangelio en los diversos barrios de la ciudad. Es tal su elocuencia que, en ocasiones, después de haber escuchado sus discursos, hay jóvenes que rompen su carné de socios de las organizaciones anarquistas. Otras veces, sin embargo, debe huir a toda prisa junto a sus compañeros en el Opel negro, cuyos cristales no siempre se salvan. «Somos fuertes porque somos libres –sigue diciendo–, y somos libres porque somos castos. La pureza de la juventud es la sal que impide que los pueblos se corrompan… es la garantía de la más sólida paz familiar».

Jesús nos dice: Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8). Los “corazones limpios” designan a los que han ajustado su inteligencia y su voluntad a las exigencias de la santidad de Dios, mediante la caridad, la castidad y la fe. Existe un vínculo entre la pureza del corazón, la del cuerpo y la de la fe. La pureza del corazón nos alcanzará el ver a Dios: nos da desde ahora la capacidad de ver según Dios todas las cosas. La purificación del corazón es imposible sin la oración, la práctica de la castidad y la pureza de intención y de mirada (cf. Catecismo de la Iglesia Católica 2518, 2531, 2532).

Como la cera

Ese camino de purificación, inaugurado en el Bautismo, se sustenta mediante la gracia santificante. «En el Bautismo –explicaba el Papa Benedicto XVI a los jóvenes el 24 de septiembre de 2011 en Alemania–, el Señor enciende por decirlo así una luz en nuestra vida, una luz que el catecismo llama la gracia santificante. Quien conserva dicha luz, quien vive en la gracia, es santo… Cristo no exige acciones extraordinarias, pero quiere que su luz brille en vosotros. No os llama porque sois buenos y perfectos, sino porque Él es bueno y quiere haceros amigos suyos. Sí, vosotros sois la luz del mundo, porque Jesús es vuestra luz… Una vela puede dar luz solamente si la llama la consume… Permitid que Cristo arda en vosotros, aun cuando ello comporte a veces sacrificio y renuncia… Tened la valentía de usar vuestros talentos y dones al servicio del Reino de Dios y de entregaros vosotros mismos, como la cera de la vela, para que el Señor ilumine la oscuridad a través de vosotros».

En Barcelona, el prestigio del doctor Tarrés es inmenso. Le sugieren que se presente como candidato a las elecciones, pero él lo rechaza, considerando que no es ése su lugar. La guerra civil estalla en España y la situación en Barcelona se hace insostenible, al caer la ciudad en la anarquía. A resguardo de su prestigio médico, Pedro Tarrés continúa su apostolado. A principios de agosto de 1936, dos hombres armados se presentan en su consulta: «¡Quítate la bata y síguenos!». En la comisaría, aconsejan a Pedro que se constituya como prisionero voluntario para salvar la vida. Él rehúsa, pero lo sueltan enseguida, abandona su casa y se esconde en la de unos amigos, donde sufre por no poder comulgar: «¡Dios mío, si pudiera comulgar! –escribirá en su diario. ¡Si me concedieras la gracia de enviarme un sacerdote!». Once meses transcurren en ese reducto de siete metros cuadrados. Finalmente, el 24 de agosto de 1937, al enterarse de que Barcelona recupera una relativa calma, Pedro vuelve a su domicilio. Esos meses de intensa oración han avivado en él el deseo de ser sacerdote. Sin embargo, el 28 de mayo de 1938, es incorporado al ejército republicano (España se encuentra entonces en guerra civil) en calidad de teniente médico. En fecha 13 de junio de 1938, escribe en su diario: «Mi propósito es que ningún soldado pueda decir que le he tratado de forma negligente». En efecto, en una ocasión pasa toda una noche junto a un herido. Otra vez, un soldado al que ha curado le confiesa: «Doctor, me habían dado orden de hacerle una mala pasada, pero me doy cuenta de que sus ideas religiosas son de gran valor».

Una respuesta rotunda

No obstante, el descalabro del ejército republicano está cerca. El 27 de enero de 1939, tras la dispersión de las tropas derrotadas, Pedro Tarrés regresa a su consulta médica. Ingresa en el seminario en cuanto se reabre, y se viste de sotana el 29 de septiembre. Pasa entonces por una especie de noche espiritual, pero su confesor le tranquiliza. A pesar de sus 34 años, se adapta a la disciplina. Poco después, sin embargo, una anemia lo reduce a una total incapacidad intelectual. Felizmente, recupera la salud y regresa a los estudios con éxito. En el transcurso de un recreo, un seminarista pregunta a Pedro: «Cuando sea sacerdote, ¿también ejercerá de médico?». La respuesta es rotunda: «¡No!». Explica que se trata de dos vocaciones que exigen una total entrega de sí mismo y que, en consecuencia, ha renunciado a la medicina.

A lo largo del verano de 1941, fallece su madre. El 30 de mayo de 1942, Pedro es ordenado sacerdote y, al día siguiente, celebra su primera Misa en la basílica de Nuestra Señora de la Merced. Tres días más tarde, es nombrado vicario en una pequeña parroquia, Sant Esteve de Sesrovires. «Es una de las parroquias más pequeñas de la diócesis –escribe a su hermana Francisca–, pero si hubiera solamente un alma, me sentiría igualmente feliz, pues el precio de un alma es muy elevado». El primer penitente que el nuevo vicario halla en el confesionario es su párroco, buen sacerdote en quien la edad, ya avanzada, acentúa las pequeñas faltas naturales: susceptibilidad, complejo de inferioridad, rudeza de carácter… Poco a poco, el nuevo vicario transforma la parroquia. A la vez que enseña el catecismo a los niños, les inicia en el teatro; organiza círculos de estudio e incluso un equipo de fútbol, sin por ello abandonar el confesionario. Su enorme capacidad de trabajo recibe el apoyo de una verdadera vida mística.

Un día, le llaman para suministrar los últimos sacramentos a una mujer que está muriendo en el parto. El padre Tarrés le da la Extremaunción; rápidamente, con buen ojo clínico profesional, diagnostica el problema médico. Se puede intervenir, pero no hay tiempo que perder, pues es una cuestión de minutos… Una fuerza irresistible le empuja a actuar, y la madre y el bebé se salvan. Llegará incluso a salvar a uno o dos moribundos, mediante algunos consejos discretos; no obstante, esos actos médicos serán excepcionales.

Muy pronto, su obispo lo envía a la Universidad de Salamanca para graduarse en teología. En esa ciudad, padecerá tanto frío y hambre que llegará a decir después con humor: «Si alguna vez me extraviara, hay un lugar donde sería inútil buscarme: Salamanca». El 13 de noviembre de 1944, obtiene el bachillerato en teología, y el obispo lo llama a Barcelona para confiarle responsabilidades de capellanías y de dirección de obras diversas. Sus jornadas están sobrecargadas, pero conserva una alegre disponibilidad hacia todos. Para sustituir temporalmente a otro sacerdote, es nombrado consiliario de la Acción Católica Femenina. «La mujer –dice– posee tanta capacidad de amar, tanta capacidad de entrega que, puestas al servicio de la Iglesia, éstas pueden convertirse en un grandísimo apoyo».

En el mismo sentido, el Papa Benedicto XVI resaltaba, el 10 de mayo de 2009, en Ammán, Jordania: «La Iglesia y la sociedad entera han caído en la cuenta de la urgencia con la que necesitamos lo que mi predecesor el Papa Juan Pablo II llamaba “el carisma profético” de las mujeres como portadoras de amor, maestras de misericordia y constructoras de paz, que comunican calor y humanidad a un mundo que con frecuencia juzga el valor de la persona con criterios fríos de explotación y provecho».

«Y sólo vi claridades…»

El sanatorio, dedicado a Nuestra Señora de la Merced, del que el padre Tarrés ha sido el alma, es inaugurado en 1947. Ese mismo año, debe seguir algo de reposo en los Pirineos, en el santuario de Nuestra Señora de Nuria. De regreso a Barcelona, le encargan la capellanía de un centro de acogida para mujeres enfermas procedentes de la prostitución. Su última Semana Santa transcurre predicando un retiro a dichas mujeres. Comparte comida con ellas y manda que compren para ellas una gran cantidad de pasteles, que les trae con gozo infantil. Visita igualmente la cárcel de Barcelona, donde su amor y bondad convierten a tres anarquistas condenados a muerte. Un cuarto anarquista está tan conmovido por sus frases que, la víspera de ser ejecutado, compone en su honor un poema con estas palabras: «Mis ojos penetraron en su pecho… Y sólo vi claridades…».

«Es en la oración –afirma el padre Tarrés– donde se fortifica mi alma… Con ella tengo la fuerza suficiente para caminar». Sin embargo, en el mes de abril de 1950, agotado por un linfosarcoma (cáncer), ingresa en “su” sanatorio de Nuestra Señora de la Merced: «He predicado mucho sobre el sufrimiento –dice–, pero ahora debo vivirlo bien». A veces suspira: «¡Cuál debe ser el precio de las almas para que haya que sufrir tanto por ellas!». Procura rezar el breviario: «Sé que tengo dispensa –confiesa–, pero el Oficio es tan hermoso… Lo rezaré tanto como pueda…». Todavía celebra la Misa, pero el 30 de mayo debe detenerse al principio del Ofertorio para seguir su ofrenda de otro modo, en el altar de su cama. Una cantidad innumerable de fieles desfilan ante su cabecera y reciben una gracia de consuelo que emana de su persona. Después de haberlo visto y escuchado, un antiguo profesor de medicina exclama: «En ese catolicismo sí que creo…». El 7 de agosto, llega un telegrama del Vaticano: «Santo Padre bendice con afecto a Tarrés». Éste exclama: «¡Si sus ministros están contentos de mí, quiere decir que también Dios está contento de mí!». El 31 de agosto, hacia las 11 horas, entra en una dulce agonía y, poco antes de las 18 horas, entra en la vida eterna.

Que también nosotros, cuando nos toque, podamos vivir anclados en la esperanza de esos nuevos cielos y de esa nueva tierra, donde reinará la justicia…

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Beato Abouna Yaacoub (Padre Santiago)

6 de diciembre de 2012

Rolando Rivi

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