18 de Abril de 2018

Beato José Benito Dusmet

Muy estimados Amigos:

«Todo aquel que os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que sois de Cristo, os aseguro que no perderá su recompensa (Mc 9, 41). Ciertamente —afirmaba san Juan Pablo II el 25 de septiembre de 1988 en la homilía de beatificación—, el cardenal Dusmet meditó durante mucho tiempo esa frase del Evangelio… Se erigió un monumento de caridad evangélica en tiempos especialmente tormentosos para la vida de la Iglesia, con conflictos exacerbados y profundas alteraciones del tejido político y social del país, en una región perturbada por graves calamidades naturales : epidemias de cólera, terremotos, inundaciones, erupciones del Etna, sin contar esa inmensa y constante calamidad que es la miseria de los desheredados ».

Beato José Benito Dusmet Siendo oficial de la marina belga, el capitán de navío Louis Dusmet naufraga cerca de las costas de Sicilia, instalándose entonces en la isla y contrayendo matrimonio con la marquesa Maria Dragonetti. El 15 de septiembre de 1818, los jóvenes esposos acogen a su primer hijo. En su Bautismo, el niño es puesto bajo la protección de doce santos, pero en familia le llamarán Melchor. Tendrá seis hermanos y hermanas. Desde la edad de cinco años, Melchor muestra una inclinación por los actos piadosos y caritativos hacia los pobres. Sus padres lo confían a los monjes benedictinos de la abadía de San Martino delle Scale, no lejos de Palermo, en Sicilia. Son ellos quienes lo preparan para la Comunión y la Confirmación.

Las seducciones del mundo

Al final de sus primeros estudios, el joven expresa el deseo de ser religioso. A modo de respuesta, su padre lo lleva a Nápoles y le hace descubrir el mundo, a fin de poner a prueba la solidez de su vocación. Sin embargo, nada consigue hacer flaquear su deseo. Así pues, a los quince años ingresa en la abadía de San Martino, tomando el nombre de José Benito. El 5 de agosto de 1840, profesa los votos perpetuos. Dos años más tarde, a la edad de veinticuatro años, recibe el sacerdocio. Su abad le encarga que enseñe filosofía y teología, así como que ponga remedio a las disensiones internas de la comunidad, causadas sobre todo por la acumulación exagerada de bienes temporales. Como celoso observador de la Regla y dotado de grandes capacidades de trabajo, el padre José Benito se ve expuesto a los hermanos que se alejan de las antiguas observancias. No obstante, el abad Carlo Antonio lo elige como secretario personal. En 1847, el padre Carlo es elegido abad de Santa Flavia, en Caltanissetta, por lo que el padre José lo sigue a esa abadía. Allí, destaca pronto por sus cualidades, y el obispo de la diócesis lo elige como consejero, tanto en el plano espiritual como para los asuntos temporales.

En 1850, a la edad de treinta y dos años, el padre José Benito es nombrado coadjutor del prior de la abadía de los Santos Severino y Sossio, en Nápoles. Es modelo de observancia religiosa, consejero al que se escucha, administrador prudente y generoso, y no duda en repartir él mismo los alimentos a los numerosos mendigos que se agolpan a la puerta de la abadía. Durante unos diez años, se le reclama para resolver las dificultades en diversas comunidades. Tras ser enviado al monasterio de San Nicolás de Catania, donde se ha producido un gran relajamiento, pronto asiste al último suspiro del abad, a quien sucede en 1858. El convento es considerado entonces por muchos como « un lugar de delicias donde la vida transcurre sin preocupación por el presente ni por el futuro, entre alegres banquetes, suntuosas ceremonias, animadas conversaciones y placenteras salidas al campo ». El padre José Benito inaugura su gobierno sin ninguna festividad exterior, aplicándose con firmeza y caridad a restablecer la regularidad en el monasterio. En primer lugar, mediante su propio ejemplo, incita a los monjes a renunciar a sus sirvientes particulares. Durante el verano, que la comunidad acostumbra a pasar en Nicolosi, algunos monjes frecuentan el casino y juegan allí a cartas, a veces hasta altas horas de la noche. Sin hacerles reproches, el abad se planta a la entrada del establecimiento, de manera que su sola presencia basta para hacerles comprender la irregularidad de su conducta e inducirlos a renunciar a ella.

El padre José Benito pone en práctica la recomendación de san Benito : « El abad debe enseñar a sus discípulos de dos maneras : mostrará todo lo que es recto y santo más a través de su manera personal de proceder que con sus palabras. De modo que a los discípulos capaces les propondrá los preceptos del Señor con sus palabras, pero a los duros de corazón y a los simples les hará descubrir los mandamientos divinos en la conducta del mismo abad ; también por sus actos deberá enseñar a sus discípulos a evitar lo que es contrario a la ley de Dios » (Regla, cap. 2).

El último en salir

En Catania, la influencia del jansenismo aún se hace notar entre los clérigos y los fieles. Para poner remedio a ello, el padre abad introduce el culto del Sagrado Corazón de Jesús, culto de amor reparador y de confianza, y promueve frecuentar los sacramentos. Llegado el caso, no duda en hacerse misionero ambulante mediante visitas a domicilio. Si bien no se implica en los acontecimientos políticos que perturban Italia en aquellos años de 1860, sí que funda el “Óbolo de San Pedro”, que recolecta fondos para sostener al Papa, desposeído progresivamente de sus Estados por la naciente Italia. En 1860, el “Reino de Italia” se apodera de Sicilia, aprobándose leyes que suprimen las órdenes religiosas. Con motivo de la confiscación de su monasterio, el padre Dusmet es el último en salir del lugar. Se refugia en casa de un valiente canónigo y rechaza dirigirse a Turín para negociar la supervivencia de su comunidad. Algunos se lo reprocharán, pero la sucesión de los acontecimientos demostrará que las posibilidades que ofrecía el gobierno no eran más que una artimaña.

Con motivo de los desórdenes políticos, la sede episcopal de Catania estaba vacante desde 1861. A principios de 1867, el Papa nombra al padre José Benito arzobispo de Catania, elección que causa una general alegría en la diócesis ; solamente el interesado siente pena e inquietud. Recibe la consagración episcopal el 10 de marzo de 1867, en Roma. Sin demora, envía a sus diocesanos una carta pastoral donde expone los motivos que le han movido a aceptar esa dignidad : « Rehusar en una situación tan difícil habría sido reconocerse culpable de haber alejado de nuestra boca un cáliz de amargura, dejando al Padre común de los fieles (el Papa) solo y con todo el peso de la carga ; nuestro rechazo habría sido una cobardía ». Traza el programa de su episcopado, basado en : la reforma del clero, el incremento de la fe, la fidelidad al Sumo Pontífice, la humildad y la oración. Además, concede un lugar de honor a la virtud de la caridad, que es su principal preocupación : « Cuando tengamos un trozo de pan, lo compartiremos con los pobres. Nuestra puerta estará siempre abierta a todas las miserias y sufrimientos. Los horarios que colgaremos de nuestra puerta no deben impedir que los indigentes sean recibidos a cualquier hora. Intentaremos socorrerles, pero si faltaran medios materiales, siempre se les proporcionará una frase de bálsamo y consuelo ».

El nuevo arzobispo está impregnado de las enseñanzas de la Regla de san Benito sobre el cargo del abad de un monasterio : « Es muy importante, sobre todo, que, por desatender o no valorar suficientemente la salvación de las almas, no se vuelque con más intenso afán sobre las realidades transitorias, materiales y caducas, sino que tendrá muy presente siempre en su espíritu que su misión es la de dirigir almas de las que tendrá que rendir cuentas » (Regla, cap. 2). Monseñor Dusmet recuerda también lo que san Benito escribe respecto al mayordomo del monasterio : « Sea, ante todo, humilde, y, cuando no tenga lo que le piden, dé, al menos, una buena palabra por respuesta, porque escrito está : Una buena palabra vale más que el mejor regalo (Si, 18, 17) » (ibíd., cap. 31).

Dos habitaciones

Una vez convertido en arzobispo, el padre José Benito Dusmet se aplica en conservar su modo de vida monástica. Se levanta temprano, celebra Misa, asiste, en acción de gracias, a la de su secretario, toma una taza de café y, luego, se dirige a la iglesia vecina dedicada a santa Ágata. Solamente entonces comienza su laboriosa jornada de trabajo, ni siquiera interrumpida con un poco de reposo a principios de la tarde. La comida consiste en algunas frutas y un poco de agua. Su comida principal, que es muy frugal, tiene lugar por la noche. En cuaresma, no come carne. En el obispado, manda que le acondicionen dos habitaciones : una, convenientemente amueblada, está destinada al arzobispo ; la otra, mucho más sobria, es donde el monje descansa habitualmente. Un crucifijo, una imagen de la Virgen y un gran rosario, recuerdo de una peregrinación a Lourdes, son los únicos ornamentos. Además, pasa una parte de la noche en la capilla, rezando y meditando. En medio de los asuntos del gobierno pastoral, se aplica en conservar el recogimiento interior. Él mismo se considera un pecador, y se encomienda humildemente a las plegarias de los pobres a los que asiste, a fin de obtener de Dios el perdón de sus pecados. En la ciudad, circula a pie y nunca utiliza la carroza ; sólo le acompaña un camarero, y lleva, como insignia de su dignidad, una pequeña cruz de oro sobre su hábito monástico. En el ejercicio de la autoridad no emplea tono de mando, ni siquiera hacia las personas que están a su servicio. Su modelo es san Francisco de Sales.

Ese gran doctor de la Iglesia, obispo de Ginebra, recomienda la dulzura apoyándose en la siguiente frase de Jesús : Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29). La humildad —resalta— nos perfecciona ante Dios, y la dulzura lo hace ante el prójimo : « Advierte que te digo con toda claridad y sin excepción alguna, que, a ser posible, no te enojes nunca, ni tomes pretexto alguno, sea cual fuere, para abrir la puerta de tu corazón a la ira ». Pero si la cólera entra en nuestro corazón, « invoquemos el auxilio de Dios… pues Él mandará a nuestras pasiones que se calmen, y se seguirá una gran bonanza. Pero te advierto que la oración que se hace contra la ira impetuosa del momento, ha de ser suave y tranquila, jamás violenta… Además, cuando te sientas sosegado y libre de cualquier motivo de ira, haz gran provisión de dulzura y de bondad, diciendo todas las palabras y haciendo todas las cosas, grandes y pequeñas, de la manera más suave que te sea posible ». El santo recomienda después la dulzura para consigo mismo : « Nunca nos enojemos contra nosotros ni contra nuestras imperfecciones…, pues no nos ha de sorprender que la enfermedad esté enferma, ni que la debilidad esté débil. Detesta, pues, con todas tus fuerzas, las ofensas que Dios ha recibido de ti » (Introducción a la vida devota, tercera parte, cap. 8, 9).

No herirlo

Desde el principio de su episcopado, Monseñor Dusmet defiende con ardor los derechos de la Iglesia. Por su parte, los funcionarios públicos encargados de aplicar las leyes anticlericales actúan con la mayor prudencia, « para no herir a esa persona » —decían—, pero sobre todo por temor a la opinión pública, que no les es favorable. Esas circunstancias permiten al prelado recuperar poco a poco la mayor parte de las iglesias confiscadas por el gobierno, así como el seminario, y conseguir la reapertura de las casas religiosas. Muy pronto, se empeña en visitar el conjunto de la diócesis, incluso las aldeas más alejadas. Organiza además misiones parroquiales e insiste en la necesidad de enseñar el catecismo. Para responder a las diferentes necesidades de sus diocesanos, instituye numerosas asociaciones y escuelas, que cuida con esmero, funda un asilo para las personas ancianas y manda llamar a las Hermanitas de los Pobres para que se ocupen de él. A favor de los menesterosos, organiza una obra de asistencia a domicilio y levanta un hospital.

Consciente de la importancia del papel de los laicos en el apostolado, el arzobispo de Catania desea que los fieles sean capaces de dar testimonio de la fe ante los incrédulos, por lo que funda con ese propósito dos publicaciones periódicas de formación doctrinal, asociando a auxiliares laicos a dichas iniciativas.

De ese modo, se adelanta a los puntos de vista de san Juan Pablo II, quien escribirá : « También los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia y del mundo… Se revela hoy cada vez más urgente la formación doctrinal de los fieles laicos,… por la exigencia de dar razón de la esperanza que hay en ellos, frente al mundo y sus graves y complejos problemas. Se hacen así absolutamente necesarias una sistemática acción de catequesis, que se graduará según las edades y las diversas situaciones de vida… En concreto, es absolutamente indispensable —sobre todo para los fieles laicos comprometidos de diversos modos en el campo social y político— un conocimiento más exacto de la doctrina social de la Iglesia » (Exhortación Christifideles laici, 30 de diciembre de 1988, núm. 2 y 60).

Monseñor Dusmet también vela para que los fieles se formen en la vida de oración, y a tal efecto organiza peregrinaciones, favorece las piadosas prácticas del mes de María y la devoción al Sagrado Corazón. Todos los años, escribe una carta pastoral sobre la Virgen María, de tal modo que en el mes de mayo de 1893 podrá decir : « A pesar de la gran penuria de obras meritorias que me acompañarán en el momento de mi muerte, creo poder presentar al menos mis veinticinco cartas marianas como único pasaporte ante la Reina de misericordia en la postrera hora ». Está siempre atento a la formación intelectual de sus sacerdotes, se preocupa de su vida moral y reorganiza el seminario diocesano. En la primera carta pastoral, les había escrito : « Esforzaos, hermanos míos, por ganaros la estima pública mediante una buena conducta, mostrándoos contentos de vuestra situación, sin buscar otra en otro lugar, sin esparciros en cualquier lugar, manteniéndoos estrictamente unidos entre vosotros. El ambiente de la política y de las asambleas de partidos, el espíritu de disensión, no tienen cabida en el clero ; pues la tarea del sacerdote es elevarse por encima de los acontecimientos de este mundo, beber de las fuentes puras de la gracia divina y situarse bajo la luz de Dios ». En esos tiempos de agitación política, en efecto, no son raras las defecciones de los clérigos. El arzobispo debe a veces reprender a los obstinados, pero, decidido a mostrarse « más bueno que justo », aplica castigos de corta duración. Para evitar los desfallecimientos, promueve la santificación de su clero mediante ejercicios espirituales y reuniones mensuales.

Cómo gobernar

Los avisos de san Benito ayudan al prelado en su gobierno : « El abad debe imitar en su pastoral el modelo del Apóstol cuando dice : Reprende, exhorta, amonesta (2 Tim 4, 2). Es decir, que, adoptando diversas actitudes, según las circunstancias, amable unas veces y rígido otras, se mostrará exigente, como un maestro inexorable, y entrañable, con el afecto de un padre bondadoso. En concreto : que a los indisciplinados y turbulentos debe corregirlos más duramente ; en cambio, a los obedientes, sumisos y pacientes debe estimularles a que avancen más y más. Pero le amonestamos a que reprenda y castigue a los negligentes y a los despectivos… Incluso, cuando tenga que corregir algo, proceda con prudencia y no sea extremoso en nada, no sea que, por querer raer demasiado la herrumbre, rompa la vasija. No pierda nunca de vista su propia fragilidad y recuerde que no debe quebrar la caña hendida (Is 42, 3) » (Regla, cap. 2 y 64).

En 1867, el cólera azota Catania. Se ve entonces al arzobispo entrar en las casas y en los barrios marginales para visitar a los enfermos y moribundos, y asistir a los supervivientes. Si alguna vez, por temor a transmitirle la enfermedad, se niegan a abrirle la puerta, él no duda en entrar por la ventana o el balcón. Cuando los enfermos demasiado temerosos rechazan los medicamentos prescritos, él mismo se traga algunas gotas ante ellos para mostrarles que no son nocivos. Para aliviar todas esas miserias, vende los jarrones decorativos del palacio episcopal, llegando incluso a endeudarse. Hasta abandona su preciosa cruz pectoral, pero los habitantes de Catania la recompran y se la devuelven. Veinte años más tarde, la misma plaga golpeará nuevamente la ciudad, y el arzobispo pondrá el mismo celo de caridad, que también florece con motivo de terremotos, hambrunas o tempestades.

En 1885, a petición del Papa León XIII, Monseñor Dusmet se encarga de administrar, además de su propia diócesis, la de Castiglione, con la misión de calmar el conflicto en curso entre las autoridades eclesiásticas y civiles. Su tacto, su firmeza a la vez dócil y tenaz, y su caridad le ayudan a cumplir con esa delicada tarea. En 1886, el Santo Padre le confía una nueva e importante misión : restaurar en Italia la orden benedictina, gravemente perjudicada por las leyes antirreligiosas, y favorecer en ella la unidad. Los abades de los monasterios supervivientes de la Congregación benedictina de Monte Casino se unen bajo su dirección, adoptando varias orientaciones decisivas. En su discurso de clausura, Monseñor Dusmet les recomienda sobre todo amor fraterno. Enseguida obtiene la colaboración de los abades del mundo entero para levantar la confederación de todas las Congregaciones benedictinas que se formaron a lo largo de la historia. Se constituye de ese modo la Confederación Benedictina, dotada de dos órganos de unidad : un Abad Primado y un Colegio de Enseñanza Superior, ambos con sede en Roma, en la abadía de San Anselmo, que se construirá a final de siglo.

« ¡ Tengo fe ! »

La ciudad de Catania y sus alrededores se ven constantemente amenazados por las erupciones del Etna. En 1886, una de ellas pone en peligro la ciudad de Nicolosi. El pastor se dirige hasta ella, celebra la Misa en una plaza y exhorta a los habitantes a depositar su confianza en Dios acercándose a los sacramentos. Sin embargo, una enorme lengua de lava que ya ha obligado a numerosas personas a evacuar sus casas, avanza hacia esa aglomeración. Monseñor Dusmet manda entonces traer de Catania la reliquia que contiene el velo que había cubierto la tumba de santa Ágata (virgen y mártir, en 251) a fin de renovar el gesto del beato Pedro Geremia. Ese dominico había ya conjurado, en el siglo xvi, el mismo peligro con ese método. A quienes le manifiestan la imprudencia de ese gesto, el arzobispo responde resueltamente : « ¡ Tengo fe ! ». Así pues, sale hacia el volcán, seguido por el clero y el pueblo, y traza tres veces la señal de la cruz con el velo, en dirección a la lava. Entonces, la lengua fundida se detiene y permanece como bloqueada ; quince días después, la erupción cesa.

En 1889, León XIII promueve a Monseñor Dusmet al cardenalato. Con motivo de la toma de posesión de su iglesia titular, la iglesia de Santa Pudenciana de Roma, renuncia a la costumbre de ofrecer un suntuoso banquete, dando la suma correspondiente para obras de caridad. De regreso a Catania, sigue siendo como era : humilde y pobre. No obstante, próximo a cumplir sus setenta y cinco años, sus fuerzas disminuyen y se resiente largo tiempo del peso de su dilatado episcopado. Le oyen decir : « ¡ Oh !, ¡ qué gozo morir e ir al paraíso, al paraíso ! ». La última iglesia que visita es la que ha mandado construir en honor a las apariciones de Nuestra Señora de la Saleta. Pronto, la uremia y sus secuelas le obligan a permanecer en cama para no levantarse ya, estado que dura varios meses. Recibe finalmente los últimos sacramentos con devoción, suplicando después : « No me dejéis en el purgatorio ; la responsabilidad de un obispo es enorme ». Muere el 4 de abril de 1894, tras haber repetido varias veces : « ¡ Oh, san José, daos prisa ! ¡ Dadme a mi Jesús ! ¡ San José, tomadme pronto, pues mi maleta esta lista ! ¡ Que muera con la muerte de los justos y que mi final sea semejante a la de ellos ! ». Según sus últimas voluntades, las exequias se realizan con la mayor sencillez posible, en presencia de una gran participación del pueblo.

El 25 de septiembre de 1988, san Juan Pablo II afirmaba : « Aunque se educó en una familia aristocrática y rica, el cardenal Dusmet supo hacer de la pobreza vivida para el servicio y la entrega de sí mismo a los demás, una opción de vida sistemática y constante tan radical que, a su muerte, ni siquiera se halló una sábana para envolverlo : se había despojado de todo para vestir a los pobres, de quienes se consideraba humilde servidor ». Pidámosle que nos consiga la gracia de seguir, a nuestra medida, los ejemplos de caridad y humildad que nos dejó.

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