19 de Junio de 1998
Beata Anwarite, mártir
Muy estimados Amigos:
Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia… Te pongo delante la vida o la muerte, la bendición o la maldición. Escoge, pues, la vida… (Dt 30, 15-19).
El Señor nos ha situado ante el camino de la vida y el camino de la muerte (Jr 21, 8). Jesucristo nos lo recuerda en el Evangelio cuando afirma que no existen más que dos caminos: el uno conduce a la vida eterna, y el otro a la perdición (cf. Mt 7, 13). Esta doctrina de los dos caminos sigue estando presente en la catequesis de la Iglesia. Es un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CIC, 1696, 1036), y nos invita a reflexionar acerca de la importancia de nuestras opciones.
Una ilusión
«¡Elige la vida! ¿Qué significa eso? ¿Qué hay que hacer? ¿Qué es la vida? ¿Poseer todo lo que sea posible? ¿Poder hacerlo todo, permitírselo todo, no conocer otros límites sino los del propio deseo?… ¿Acaso no es esa, hoy y siempre, la única respuesta posible? Pero si contemplamos el mundo que nos rodea, nos percatamos de que ese estilo de vida conduce a un círculo infernal donde reinan el alcohol, el sexo y las drogas, de que esa elección aparente de la vida obliga a considerar al otro como a un competidor, de que los bienes que se poseen nunca son suficientes; ese modo de vida conduce precisamente a la cultura de la muerte, al hastío de la vida, al asco de sí mismo, que hoy en día observamos por doquier. El esplendor de esa elección es una ilusión creada por el diablo. En efecto, se opone a la verdad, pues presenta al hombre como un dios, pero un falso dios, que no conoce el amor, sino solamente su propia persona, y que todo lo quiere para sí mismo… Esa forma de opción de vida es una mentira, pues deja a Dios de lado y, por ello, lo deforma todo» (Cardenal Ratzinger, 5 de marzo de 1997). El camino del pecado no requiere esfuerzo; parece agradable, pero pronto se acaba, pues conduce a la perdición eterna.
La vida cristiana, cuando se vive de manera generosa y sincera, es exigente, es una puerta estrecha, un camino angosto, pero que ayuda a encontrar el verdadero gozo y conduce al cielo. «¡Elige la vida!… es decir, elige a Dios. Porque Él es la vida: Escucha los mandamientos que yo te prescribo hoy… ama al Señor tu Dios, sigue sus caminos, guarda sus mandamientos, sus preceptos y sus normas, y vivirás (cf. Dt 30, 16)… Según el Deuteronomio, elegir la vida significa amar (a Dios), entrar con Él en comunión de pensamiento y de voluntad, confiar en Él, seguir sus huellas… Jesús nos enseña cómo podemos elegir la vida: Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará (Lc 9, 24). La Cruz no es la negación de la vida, ni la negación del gozo y de la plenitud de ser hombres. Al contrario, nos muestra con exactitud el verdadero procedimiento o modo de encontrar la vida. Quien guarda su vida para sí y quiere tomar posesión de ella, fracasa en su vida. Solamente perdiéndose uno mismo puede encontrar el camino para encontrarse y encontrar la vida. Cuanto más se han atrevido los hombres, con audacia, a perderse o a entregarse, más han aprendido a olvidarse de sí mismos, y más rica y elevada ha resultado su vida; basta con pensar en Francisco de Asís, en Teresa de Jesús, en Vicente de Paúl, en el párroco de Ars o en Maximiliano Kolbe: figuras todas de verdaderos discípulos, que nos muestran el camino de la vida, pues nos muestran a Cristo. Ellos pueden enseñarnos a elegir a Dios, a elegir a Cristo y a elegir de ese modo la vida» (Cardenal Ratzinger, id.).
«Quiero el trabajo de Dios»
Hubo una joven religiosa africana contemporánea que dio ejemplo de elegir la vida siguiendo a Cristo hasta el testimonio supremo del martirio. Según la expresión de San Benito, «deseó la vida eterna con todo el ardor de su alma» (Regla, cap. 4). El Papa Juan Pablo II la beatificó el 16 de agosto de 1985.
Anwarite es una niña del Congo belga, hoy República Democrática del Congo (antiguo Zaire; país de África ecuatorial), ardiente, voluntariosa, incluso desprendida, algo susceptible y enojadiza. Por el contrario, es muy servicial y muy piadosa. Nacida el 29 de diciembre de 1939, fue bautizada en 1941. A la edad de quince años, le dice a su madre: «Quiero el trabajo de Dios», dicho de otro modo: «Quiero ser religiosa». «¡Espera, espera!», contesta la madre, que la necesita para los quehaceres domésticos y para las tareas del campo. Pero, de carácter nervioso, Anwarite no sabe esperar e ingresa en la Congregación de la Sagrada Familia. Ante los hechos consumados, su madre se doblega. A pesar de su carácter ardiente, o quizás a causa de él, la nueva religiosa da muestras de total fidelidad a su vocación. En sus notas, escribe lo siguiente: «¿A quién he venido a seguir aquí? ¿A las superioras? ¿A las hermanas? ¿A los niños? ¿A todos los hombres? En absoluto. ¿Acaso no he venido por un único bienamado, Jesús?… ¡Oh Jesús, concédeme la gracia de morir aquí mismo antes de abandonarte para regresar a ese mundo malvado. Porque tú no puedes abandonarme, a menos que sea yo misma quien empiece a abandonarte». Y a su madre, que intenta que regrese, le escribe: «Me he consagrado a Dios seriamente y no de broma. Quien toma el arado y mira hacia atrás no es digno del reino de Dios… Es preciso desprenderse de su gente, de su clan o de su tribu».
Para ella la oración es de la mayor importancia, anotando lo que sigue: «La hora de la meditación es el tiempo del reposo y de la conversación con Nuestro Señor, al igual que hacen dos novios cuando charlan entre ellos sin pensar ni en el esfuerzo ni en el cansancio. Aunque tu corazón esté marchito, igualmente debes suplicar, pues el Señor Jesús se extrañará y dirá: «Ni siquiera se cansa, aunque le dé la espalda». Estamos consagradas, y debemos pensar en el Esposo de nuestras almas, pedir el espíritu del silencio, saber conversar con Dios con el corazón. Señor Jesús, concédeme deseo y un gran amor por la oración, a fin de que pueda progresar en la vida espiritual».
Íntima amistad
Oración y vida cristiana son inseparables. La vida del cristiano es una vida de íntima unión con Dios. Sin la oración, nos olvidamos de Aquel que es nuestra Vida y nuestro Todo. Orar es necesario para que perseveremos en el bien: si no nos dejamos llevar por el Espíritu Santo caemos en la esclavitud del pecado, y ¿cómo puede el Espíritu Santo ser el guía de nuestra vida si nuestro corazón está lejos de él? «Nada vale como la oración, dice San Juan Crisóstomo; hace posible lo que es imposible, fácil lo que es difícil. Es imposible que el hombre que ora pueda pecar (gravemente)». Nuestro Señor nos exhorta a una oración continua (cf. Lc 18, 1) y, por su parte, el apóstol San Pablo nos dice: Orad constantemente (1 Ts 5, 17). «No nos ha sido prescrito trabajar, vigilar y ayunar constantemente; pero sí tenemos una ley que nos manda orar sin cesar» (CIC, 2742). «Es necesario acordarse de Dios más a menudo que de respirar» (San Gregorio Nacianceno). Ese ardor incansable por la oración no puede venir más que del amor. Contra nuestra inercia y nuestra pereza, el combate de la oración es el del amor humilde, confiado y perseverante. Orar es siempre posible: «Es posible, incluso en el mercado o en un paseo solitario, hacer una frecuente y fervorosa oración. Sentados en vuestra tienda, comprando o vendiendo, o incluso cocinando» (San Juan Crisóstomo).
Pero la oración no es el único alimento espiritual de la hermana Anwarite, pues también hace caso de los sacramentos y especialmente de la Penitencia. En sus notas escribe: «Jesús dirige su mirada al pecador, penetrando en él íntimamente para que se convierta. No creas que serás despreciada cuando confieses un pecado grave, sino que el sacerdote tendrá respeto hacia ti a causa de tu sencillez. El que confiesa sus pecados sin avergonzarse, incluso si son graves, es un héroe». También quiere cultivar el espíritu de sacrificio, lo que ella denomina «comer cosas amargas». «El Señor Jesús, cuando nos llamó nos pidió el sacrificio de las cosas de este mundo, del amor humano, de nuestra propia persona».
Su corazón siente una gran devoción por María. Disfruta rezando el Rosario, que es su oración preferida, encontrando en ello su gozo y su fuerza. ¡Cuántas «Avemarías» y cuántos Rosarios recitó!…, en la lavandería, en la cocina, en la sacristía, o mientras cuidaba de las alumnas… Además, lee con avidez las «Glorias de María» de San Alfonso de Ligorio.
Una alegría desbordante
Anwarite, convertida en la hermana María Clementina, conserva su carácter infantil: ingenua, hipersensible, entusiasta y de alegría desbordante. Quisiera servir a todo el mundo y, naturalmente, todo lo complica y no contenta a nadie. Siempre tiene ganas de cantar, se distingue tocando el tam-tam, haciendo teatro o provocando la risa hasta las carcajadas. Su manera de actuar es siempre precipitada, sube los escalones de cuatro en cuatro y, a veces, habla con tanta prisa que tartamudea. Sin embargo, su rectitud es inmensa, su piedad sincera y su caridad profunda. Realiza su trabajo con humilde sencillez, se muestra perseverante en sus tareas y completamente obediente. «Mi superiora duerme poco, anota, pues piensa en lo que debe hacer para que sus hijas puedan progresar. Mi deber consiste en ayudarla obedeciendo sus órdenes. Si las superioras te hacen reproches o te humillan, intentas defenderte, lo que significa que todavía no posees la humildad… Si queremos obedecer por amor de Dios, es preciso que nuestra obediencia se realice con espíritu de fe».
En una ocasión, durante el regreso de algunas novicias de un recorrido apostólico, un joven les hace proposiciones deshonestas. La hermana Anwarite recrimina al impertinente: «¿Por qué tiene que decir eso? ¿Por qué tiene que molestar a mis hermanas? ¡Váyase! ¡Se comporta como un hombre sin alma. Le perdonamos, pero ¡váyase!». La hermana Anwarite siente un gran amor por la virginidad, y se ha consagrado totalmente a Cristo, en cuerpo y alma: Me has seducido, Señor, y yo he sido seducido (Jr 20, 7).
Un precioso aliciente
«La castidad de los célibes y de las vírgenes, en la medida en que manifiesta el don a Dios de un corazón sin compartir, constituye el reflejo del amor infinito que une a las tres Personas divinas… amor que crece ante una respuesta de amor total por parte de Dios y de los hermanos» (Juan Pablo II, Vita consecrata, 25 de marzo de 1996, nº 21). El voto de castidad de las personas consagradas responde al desafío dirigido hacia la Iglesia por parte de la cultura del placer que reina en el mundo.
Esa cultura hedonista «desliga la sexualidad de toda norma moral objetiva, reduciéndola a menudo a un bien de consumo, y cediendo a una especie de idolatría del instinto con la complicidad de los medios de comunicación social. Las consecuencias de ese estado de hecho están a la vista de todos: transgresiones diversas, que van acompañadas de innumerables sufrimientos físicos y morales para los individuos y para las familias. La respuesta de la vida consagrada reside primero en la práctica gozosa de la castidad perfecta, como testimonio del poder del amor de Dios en medio de la fragilidad de la condición humana. La persona consagrada da testimonio de que lo que la mayoría considera como algo imposible se convierte, con la gracia de Jesús Nuestro Señor, en posible y auténticamente liberador. ¡Sí, en Cristo es posible amar a Dios con todo nuestro corazón, situándolo por encima de cualquier otro amor, y de amar así a toda criatura con la libertad de Dios! He aquí uno de los testimonios que son en la actualidad más necesarios que nunca, precisamente porque es tan poco comprendido por el mundo. Es algo que se ofrece a todas las personas -a los jóvenes, a los novios, a los esposos, a las familias cristianas- para mostrar que la fuerza del amor de Dios puede realizar grandes cosas en el propio interior de las vicisitudes del amor humano…».
«Es necesario que la vida consagrada presente hoy al mundo ejemplos de castidad vivida por hombres y mujeres que dan pruebas de equilibrio, de dominio de sí mismos, de iniciativa, de madurez psicológica y afectiva. En ese testimonio, el amor humano encuentra un punto de apoyo sólido, que la persona consagrada toma de la contemplación del amor trinitario, que nos es revelado por Cristo… La castidad consagrada se nos presenta como una experiencia de gozo y de libertad. Iluminada por la fe en el Señor resucitado y por la espera del nuevo cielo y de la nueva tierra, constituye igualmente un precioso aliciente para la educación en la castidad, necesaria en otros estados de vida» (Juan Pablo II, ibíd., 88).
Los Simba
La hermana Anwarite está firmemente resuelta a guardar fidelidad al divino Esposo, hasta el martirio si es necesario. Envidia a las santas, vírgenes y mártires, María Goretti, Inés, Blandina, Ágata, Lucía y Cecilia: «Si me sucediera algo parecido, permanecería fiel y seguiría a Jesús hasta el final sin decir nada… Sí, en esos casos hay que tener la valentía, con la gracia de Dios, de morir antes que cometer un pecado». Y Dios le concedió ese deseo.
1964. El Congo, que ha conseguido la independencia hace cuatro años, es presa de la guerra civil. Los partidarios de Patrice Lumumba, jefe rebelde asesinado en 1961, han organizado un «ejército popular de liberación», mandado por el general Olenga, que recurre a los servicios de una tribu de la región: los Simba.
El 29 de noviembre de 1964, a mediodía, los Simba (que el 26 de noviembre mataron al obispo de Wamba, Monseñor Wittehois) llegan al convento de las Hermanas de la Sagrada Familia. Algunas religiosas huyen al monte, donde se encuentran con la madre Kasima, superiora general, que, con un grupo de huérfanos, vuelve de recolectar hojas de mandioca. La madre Kasima, llena de tranquilidad, conduce a todo el mundo hasta la casa. El comandante de los Simba tranquiliza a las aterrorizadas religiosas: está allí para llevarlas a un lugar seguro, a Wamba. Las hermanas preparan rápidamente el equipaje. La hermana Anwarite se lleva su cuaderno de notas y una estatuilla de la Santísima Virgen que le regalaron hace tres meses. Hacia las cuatro de la tarde, el camión que transporta a las hermanas se pone en marcha. Son treinta y cuatro y rezan el Rosario, mientras los rebeldes les cantan canciones equívocas.
Una vez en Isiro, la comunidad es conducida a la residencia del coronel Yuma Deo. Luego, con el pretexto de que no hay bastante sitio, anuncian a las hermanas que serán alojadas en otra casa. Pero el hombre que las conduce ha recibido la orden de quedarse con la hermana Anwarite, pues el coronel Ngalo quiere tomarla como mujer. Por su parte, el coronel Olombe quiere reservarse a la hermana Bokuma. La madre Kasima se opone a ello y protesta, pero es abofeteada y, luego, Yuma Deo le dice: «Por hablar así, voy a llamar a mis soldados para que mancillen a todas sus hijas». La hermana Anwarite interviene: «¿Por qué quiere matar a la madre Kasima? Máteme a mí solamente».
El coronel Olombe ordena a continuación a la hermana Anwarite que suba a un automóvil para dirigirse a la casa de Ngalo, haciéndola entrar por la fuerza en su vehículo, así como a la hermana Bokuma. Pero, al ausentarse éste un momento, las dos hermanas vuelven a salir y se niegan a subir al auto: «No quiero cometer ese pecado; ¡si quiere matarme, máteme!», grita Anwarite. Entonces, Olombe empieza a golpear salvajemente a las dos religiosas con la culata de un fusil. La hermana Anwarite le dice: «Le perdono, porque no sabe lo que hace». Con un brazo roto y el rostro hinchado, y antes de caer desmayada, la hermana Anwarite repite: «Así lo he querido». Los Simba que son testigos de la escena, creyendo que Olombe se ha vuelto loco, le arrebatan el arma. Éste, interpretando mal la acción, pide ayuda: «¡Simba! Venid enseguida, quieren matarme». Dos jóvenes Simba acuden, con las bayonetas en la mano. «¡Atravesad a esta hermana, clavadle el cuchillo en el corazón!». Es atravesada cuatro o cinco veces, o quizá más, mientras gime. Olombe toma entonces su revólver y dispara una bala en el pecho de Anwarite, que todavía respira. Expira el 1 de diciembre de 1964, a la una de la madrugada, virgen y mártir, como tanto lo había deseado. Después del crimen, Olombe se tranquiliza y manda que se lleven a la hermana Bokuma al hospital. Las demás religiosas son transferidas a Wamba, al abrigo de los combates.
La fidelidad de cada día
«La Iglesia propone el ejemplo de numerosos santos y santas que dieron testimonio de la verdad moral y la defendieron hasta el martirio, prefiriendo la muerte antes que cometer un solo pecado mortal. Elevándolos al honor de los altares, la Iglesia ha canonizado su testimonio y declaró verdadero su juicio, según el cual el amor de Dios implica obligatoriamente el respeto de sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el rechazo de traicionarlos, aunque fuera con la intención de salvar la propia vida…».
«El martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte, es anuncio solemne y compromiso misionero «usque ad sanguinem» (hasta la sangre) para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no sólo en la sociedad civil, sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales, no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades. Los mártires, y de manera más amplia todos los santos en la Iglesia, con el ejemplo elocuente y fascinador de una vida transfigurada totalmente por el esplendor de la verdad moral, iluminan cada época de la historia despertando el sentido moral. Dando testimonio del bien, ellos representan un reproche viviente a cuantos transgreden la ley (cf. Sab 2, 2) y hacen resonar con permanente actualidad las palabras del profeta: ¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo! (Is 5, 20)».
«Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que -como enseña San Gregorio Magno- le capacita a «amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno»» (Encíclica Veritatis splendor, 6 de agosto de 1993, nº 91-93).
Beata Clementina Anwarite, consigue que Dios nos conceda la valentía de vivir según todas las exigencias del Evangelio, y de alcanzar el cielo con todos nuestros seres queridos, vivos y difuntos
>