15 de Marzo de 2018

Venerable Ana Magdalena Rémuzat

Muy estimados Amigos:

«¡Magdalena, pórtate bien ! ¡ No corras tanto ! ». Es la llamada reiterada de una madre, al salir de la iglesia de Accoules en Marsella, a principios del siglo xviii. La niña inquieta, que había estado tranquila durante la Misa, regresa entonces sin aliento. Ciertamente, la madre consigue normalmente que su hija esté más o menos tranquila, pero se pregunta con frecuencia cómo calmar a esa pequeña Magdalena de carácter tan despierto e impetuoso, que no escucha a nadie, que no se fija en nada y que va y viene sin parar. En definitiva, será el amor ardiente de Jesús el que conseguirá fijar plenamente en Él a la que llegará a ser ardorosa propagadora del culto a su divino Corazón.

Venerable Ana Magdalena Rémuzat El padre de Magdalena, Jacinto Rémuzat, pertenece a la alta burguesía marsellesa y se dedica al comercio marítimo. Su esposa, Ana, de soltera apellidada Coustan, ha nacido igualmente de una vieja familia provenzal colmada de sentimientos de honor y de probidad, cuyo principal título de nobleza es su carácter profundamente cristiano. Magdalena, que es la séptima de doce hijos, recibe el Bautismo el 29 de noviembre de 1696, el mismo día de su nacimiento. En cuanto la pequeña empieza a hablar, le enseñan a pronunciar los nombres de Jesús y de María. La madre se adapta al temperamento de cada uno de los suyos, castigando si es menester, sin rigidez pero sin debilidad. Magdalena, sin embargo, da mucha guerra. La familia la quiere mucho, pero la niña elude cualquier manifestación de ternura ; además, intenta espontáneamente esquivar las prohibiciones. La madre es la única que consigue hablarle al corazón, y, cuando le dice “no”, la pequeña deja de insistir. Con el paso de los años, notan de manera inesperada un cambio en el comportamiento de Magdalena, quien se cuida cada vez más de portarse mal. « ¡ Quiero ser religiosa ! » —explica una día—, pero sus hermanos y hermanas le replican : « ¿ Tú ?, ¡ con lo viva y caprichosa que eres ! ». Sin embargo, para tenerla contenta, sus padres le prometen que pronto la confiarán a las religiosas visitandinas, a fin de perfeccionar su educación.

Caer, llorar y levantarse

Así pues, hacia la edad de nueve años, Magdalena entra interna en el monasterio de la Visitación de las “Pequeñas Marías”, donde viste con gozo el pequeño hábito reservado a las internas y afirma con seguridad que Dios la llama a la vida religiosa. Muy pronto, no obstante, a pesar de su buena voluntad y de la atracción que siente por la vida que ha elegido, su natural carácter inquieto vuelve a resurgir. Incluso llega a cometer una falta que relatará, más tarde, a las novicias que le serán confiadas : « ¿ Habéis guardado vuestras labores de bordar ? —pregunta un día una hermana a las alumnas. —Sí, hermana. —¿ Y tú, Magdalena ? ». La respuesta que da, con voz insegura, no convence a la religiosa. « ¿ No has tomado nada que no sea tuyo ? ¿ Qué tienes en el delantal ? —¡ Nada !—¿ Cómo que nada ? ¿ Y esto ? ¿ No son ovillos de seda ? Discúlpate por esa falta y confiesa sin mentir ! No está bien mentir, y lo sabes ». Suena entonces la campana y Magdalena se dirige al refectorio. De camino, se da cuenta de la maldad de su actitud y se dirige a la iglesia para dar rienda suelta a sus lágrimas. Allí se le aparece Jesús cargado con la Cruz y, envolviéndola con mirada de tristeza y de misericordiosa bondad, le dice : « ¡ Eres tú, hija mía, quien me ha dejado en este estado ! ». Y la paz regresa entonces a su alma. Va a pedir perdón a la maestra por su hurto y su mentira, prometiendo no volverlo a hacer. Esa debilidad se convierte para ella en la ocasión de un nuevo comienzo. A partir de esa época, medita preferentemente la Pasión de Jesús. Para probarle su amor, se esfuerza en superar sus repugnancias, como dirigirse a una de sus compañeras que antes despreciaba, vencer su miedo a los insectos o a la oscuridad cuando, por la noche, debe ir a un aula de la que es responsable para apagar una vela.

Al acercarse su primera Comunión, se la ve con frecuencia llorando ; con motivo del retiro preparatorio, una religiosa la interroga. « Pronto tendré el honor de recibir a mi Dios —le responde Magdalena—, y no puedo pensar en ello sin derramar torrentes de lágrimas ». A menudo siente un misterioso dolor interior, que le mueve a interrogar al Señor en la oración. El 2 de julio de 1708, entonces festividad de la Visitación de Nuestra Señora, Magdalena oye claramente, después de la Comunión, una voz interior : « ¡ Quiero que me seas fiel ! ». El rostro de Jesús que la mira se le aparece durante largo tiempo. El Señor le dice : « Busco una víctima ». Para librarse de esa visión, cierra los ojos, ¡ pero Jesús sigue estando ahí ! Y Él termina por precisarle : « ¡ Es a ti, hija mía, a quien elijo para ser mi víctima ! ». Jesús, en efecto, elige a ciertas personas y les pide que compartan con Él, como víctimas, mediante el auxilio de gracias proporcionadas, los sufrimientos a través de los cuales ha obrado la Redención. En realidad, Él mismo es una víctima, como lo afirma san Juan : En esto consiste el amor : no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (1 Jn 4, 10).

« ¡ Es Jesús ! »

Las visitas del Señor a Magdalena se hacen cada vez más frecuentes. Sin embargo, hacia finales del año 1708 atraviesa un período de destete espiritual : pierde todo sentimiento en la oración. El diablo le sugiere entonces que la unión con Cristo que ha vivido no era más que ilusión, fruto de su vanidad, y que nada de todo ello viene de Dios. Magdalena se siente turbada, por lo que se confía a la maestra, quien, tras haberla escuchado, le muestra que esas dudas proceden del espíritu maligno y que hay que rechazarlas en cuanto se presentan. « Créeme —le declara—, es Jesús quien te habla, es Él quien te ha llamado ». Magdalena pide entonces poder recurrir habitualmente a un padre jesuita del que le han hablado. Ante el rechazo de la superiora, decide, en ese mes de enero de 1709, regresar con sus padres. El propio obispo, Monseñor de Belsunce, se encarga de su dirección espiritual dirigiéndola al padre Milley, jesuita. De ese modo, establece un programa de vida que comprende la santa Misa y tiempos de oración, pero también visitas a los enfermos y ayuda a los más pobres. Transcurren dos años. Por su belleza e inteligencia, la joven recibe en varias ocasiones propuestas de matrimonio, que ella rechaza constantemente a pesar de la insistencia de sus padres. A la edad de quince años y decidida a entrar en el monasterio de la Visitación de las “Grandes Marías”, solicita y obtiene el permiso del obispo. El 2 de octubre de 1711 por la mañana, sin avisar a nadie, entra en el convento. Sus padres, furiosos, se presentan para recuperarla, pero la postulante defiende con tal calma su causa que, no sin dolor, terminan por dar su consentimiento.

La nueva recluta edifica desde el principio a las religiosas, tanto por su observancia como por sus virtudes y cualidades del corazón. Con motivo de su toma de hábito monástico, añade a su nombre el de Ana, que también lleva su madre y una de sus hermanas. Muy pronto es nombrada ayudante del noviciado. No obstante, como quiera que su salud da muestras de desfallecimiento, la madre superiora le prohíbe el ayuno y la abstinencia. « ¡ Ahí hay una que come los mejores trozos —exclama entonces una novicia— mientras las demás hacen cuaresma ! ». Pero sor Ana Magdalena nada responde. « ¿ Por qué no habéis dicho nada ? —le pregunta una religiosa más antigua. —Porque sé que siempre tiene razón de censurarme y que lo mejor que puedo hacer es callarme y seguir obedeciendo ». A sor Ana Magdalena le confían también la misión de acoger a las personas que piden reunirse con religiosas para recibir consejos espirituales. Ella las escucha incansablemente y las orienta hacia el sacramento de la Penitencia. En enero de 1713, profesa sus votos. Monseñor de Belsunce le pone el nuevo velo : « Este velo sobre vuestros ojos os preservará de todas las miradas de los hombres y será un signo sagrado, a fin de que no recibáis jamás otro signo de amor más que el de Jesucristo ».

Una profunda turbación

En aquella época, el error jansenista se ha propagado en Francia por un partido influyente que turba la vida de la Iglesia y de la sociedad. Según esa doctrina, Cristo no habría derramado su Sangre por todos los hombres, sino solamente por una pequeña parte de ellos ; en cuanto a los otros, el acceso a los frutos de la Redención les resultaría por siempre cerrado, hicieran lo que hicieran. Por otra parte, para acceder a la Comunión eucarística, los jansenistas no solamente piden la consciencia de estar en estado de gracia (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC, núm. 1415), sino también una disposición de puro amor de Dios, sin mezcla alguna de pecados. Ese rigor aleja a los fieles de la sagrada Comunión. El 8 de septiembre de 1713, el Papa Clemente XI condena los errores jansenistas mediante la bula Unigenitus Dei Filius. En Francia, ese texto encuentra grandes resistencias, por lo que la situación política y religiosa se vuelve extremadamente tensa.

En nuestros días se profesan con frecuencia errores opuestos. Es cierto que recibimos la verdad que enseña la Iglesia, según la cual Cristo ofreció su vida por todos los hombres sin excepción, pero hay quien deduce que “todos van al Reino”, cualquiera que sea la manera de vivir. Ahora bien, según la observación de san Agustín (citada por CEC, núm. 1847), « Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros ». La fe y las buenas obras son necesarias para la salvación eterna. La fe porque Nuestro Señor afirma la necesidad de creer en su Palabra para salvarnos : El que crea y sea bautizado, se salvará ; el que no crea, se condenará (Mc 16, 16) ; y las obras, pues al joven rico que plantea la pregunta ¿ Qué he de hacer yo de bueno para conseguir vida eterna ?, Jesús responde : Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos (Mt 19, 16-17). Además, No todo el que me diga : ‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial (Mt 7, 21).

Sin embargo, como quiera que ese ministerio de escuchar y acompañar le pesa cada vez más, sor Ana Magdalena consigue que se le descargue de él. Entonces, dedica más tiempo a Jesús en la adoración del Santísimo Sacramento, para consolar su Corazón. A pesar de las apariencias exteriores, ella sufre mucho en su alma. « Aunque Dios se muestre severo conmigo —confiesa a su superiora— no dejaré de contar con Él. Me basta saber que es infinitamente amable para esforzarme en gran manera para amarlo. Es a Él a quien busco, y no sus recompensas… Sufro de buena gana, porque él lo quiere, y sacrifico con gusto mi satisfacción por el cumplimiento de su voluntad ».

En su lucha contra el jansenismo, Monseñor de Belsunce se enfrenta a la oposición de algunos sacerdotes, pero también del parlamento de Aix-en-Provence. Consciente de los dones que sor Ana Magdalena ha recibido de Dios, la superiora le pide que retome el ministerio con los que acuden a consultarla. Frente al orgullo que mueve a los jansenistas a alzarse contra la Iglesia y contra el Papa, la humilde monja enseña a que cada uno se mantenga en su lugar de criatura entre las manos de Dios : « Seamos lo que somos, y seámoslo bien, para honrar al Maestro obrero de quien somos la labor… Seamos lo que Dios quiere, siempre que seamos suyos, y no seamos lo que queremos contra su intención ». Afectada por las desgracias de la Iglesia, añade a sus palabras oración y sacrificio. Gracias a ella, muchas personas evolucionan, desde la tibieza e indiferencia hacia los demás, a una vida acorde con el Evangelio y con la enseñanza de la Iglesia.

Ese Corazón que tanto amaba

En 1716, con motivo del retiro anual, sor Ana Magdalena recibe del Señor una gracia mística extraordinaria que la une más íntimamente a la Santísima Trinidad. Unos cuarenta años antes, Jesús había revelado a otra visitandina, santa Margarita María Alacoque, cuánto deseaba que le honraran en su Corazón, que tanto amaba a los hombres. Esa devoción, que los jansenistas odiaban, se había extendido en numerosos conventos de la Visitación, entre ellos los de Marsella. Jesús inspira ahora a sor Ana Magdalena para que prosiga la obra iniciada en Paray-le-Monial fundando una asociación dedicada a su Sagrado Corazón y cuya finalidad sea « primero, darle las gracias por el amor y los sentimientos de ternura que muestra actualmente por nosotros en la adorable Eucaristía, y, después, reparar tanto como nos sea posible las indignidades y los ultrajes a los que le ha expuesto el amor, durante todo el transcurso de nuestra vida mortal, y a los que el propio amor lo expone aún todos los días en nuestros altares ». El método principal consiste en la adoración del Santísimo en el sagrario, tanto de día como de noche. La madre superiora aprueba ese proyecto, recomendando a la hermana que se dirija a Monseñor de Belsunce, quien, no contento con conceder todas las autorizaciones necesarias, quiere ser el primero en inscribirse en la nueva asociación. « Mi principal objetivo —escribe sor Ana Magdalena— ha sido procurar al Sagrado Corazón de nuestro buen Maestro las almas que puedan compensarlo de la ingratitud que halla en la mayoría de los corazones que le son consagrados, a cuyas injurias es más sensible… Se queja mediante su profeta de que nadie acuda a consolarlo, en medio del dolor que le causan los que le abandonan, y de que nadie se presente para afligirse con él (cf. Sal 68, 21). Pero a partir de ahora tendrá a quien escuche sus quejas y comparta su aflicción ». La aprobación de Roma llega en agosto de 1717, y los adoradores no tardan en inscribirse en gran número en esa nueva cofradía. No obstante, la visitandina desea ardientemente que el Sagrado Corazón sea honrado en la Iglesia universal.

En febrero de 1718, más de sesenta personas reunidas en la iglesia de los Franciscanos para la adoración eucarística constatan la aparición, sobre la Sagrada Forma, de la figura de Nuestro Señor. Mediante ese prodigio, que dura más de media hora, Dios muestra a sor Ana Magdalena que si la ciudad de Marsella no recurre a la penitencia, deberá castigarla (ya que, como toda Francia en aquella época, Marsella conoce un profundo relajamiento de las costumbres). En mayo de 1720, entra en el puerto de Marsella, procedente de Levante, un navío portador de la peste. En julio, la epidemia empieza a hacer estragos. El monasterio de las Grandes Marías queda a salvo. A principios de agosto, se establece un cordón sanitario alrededor de Marsella. En esa ciudad de 90.000 habitantes, la epidemia causará 40.000 víctimas, entre ellas el padre Milley, director espiritual de sor Ana Magdalena. Monseñor de Belsunce recorre las calles con algunos sacerdotes para administrar los sacramentos. « Habiendo recibido la orden de mi superiora —relata sor Ana Magdalena— de pedir a Dios que me mostrara de qué manera quería que se honrada su Sagrado Corazón, para obtener el cese de la plaga que aflige esta ciudad… comprendí que pedía una fiesta solemne para honrar su Sagrado Corazón ».

La primera consagración pública

El obispo de Marsella instituye, pues, esa fiesta en su diócesis, y prevé una ceremonia pública para el 1 de noviembre, con vistas a consagrar la ciudad y la diócesis al Sagrado Corazón. Ese día, el viento mistral sopla tan fuerte que parece imposible llevar a cabo la procesión. El obispo, sin embargo, no pierde la confianza y, a las ocho, todas las campanas de la ciudad tañen al unísono, tras lo cual el viento cesa bruscamente. Acompañado de su clero, el prelado se pone a la cabeza de la procesión, con los pies descalzos y la cabeza cubierta. La población olvida su miedo al contagio, y la plaza donde se ha levantado un altar se llena de gente. No obstante, algunos murmuran que semejante temeridad es catastrófica y que Marsella deberá su pérdida a su obispo. No por ello deja éste de exhortar durante largo tiempo al pueblo, consagrando al Sagrado Corazón de Jesús la ciudad y la diócesis. Es la primera consagración pública al Sagrado Corazón en la historia. A continuación, el prelado celebra la Misa pontificia y reparte él mismo la Comunión a cuantos se presentan, enfermos o sanos. En cuanto acaba la Misa, el mistral vuelve a soplar con violencia. En adelante, el mal disminuye poco a poco, pero la vida despreocupada reemprende su curso. En 1722, tras ser robadas y profanadas unas hostias consagradas, la peste reaparece. A pesar de la plaga, Monseñor de Belsunce ordena que se mantengan las procesiones del Corpus Christi y del Sagrado Corazón. A instancias suyas, los ediles del consejo municipal acaban consintiendo en participar en grupo. En el mes de septiembre, el mal cesará definitivamente.

Todavía en nuestros días, cada año, con motivo de la festividad del Sagrado Corazón, se oficia la Misa de los ediles en la basílica del Sagrado Corazón de Marsella, renovándose de esa manera la consagración de la ciudad y de la diócesis al Sagrado Corazón de Jesús.

Por añadidura, Benedicto XVI recordaba, el 25 de junio de 2006, que es una tradición consagrar las familias al Sagrado Corazón, mediante la exposición de una imagen suya en las casas. « Las raíces de esta devoción se hunden en el misterio de la Encarnación : precisamente a través del Corazón de Jesús se manifestó de manera sublime el Amor de Dios hacia la humanidad. Por este motivo, el auténtico culto al Sagrado Corazón mantiene toda su validez y atrae especialmente a las almas sedientas de la misericordia de Dios, que en él encuentran la fuente inagotable, en la que pueden sacar el agua de la Vida, capaz de regar los desiertos del alma y de hacer que vuelva a florecer la esperanza ».

« ¡ Mi ocupación es Dios ! »

Durante su retiro de 1723, sor Ana Magdalena recibe una gracia mística que la dispone a pasar los últimos seis años de su vida en unión especial con la Pasión de Jesús, sobre todo mediante estigmas, que sin embargo permanecen invisibles. En 1728, su superiora la nombra ecónoma y consejera. « Esperan que Dios haga milagros —comenta sor Ana Magdalena— y que yo recupere la salud en lo que, por naturaleza, debería destruirme… Pero mi ocupación interior sigue siendo la misma. Incluso parece fortificarse a pesar de la disipación inseparable de semejante empleo… Mi luz, mi ocupación, mi vida es Dios… El espíritu de Dios me advierte en cuanto a todos mis deberes, y hace que los cumpla con tal perfección que elimina cualquier atisbo de temor ». De hecho, sea en el monasterio o fuera de él, admiran la precisión, la limpieza de espíritu, además de la amplitud de miras y la inteligencia de la joven ecónoma, cualesquiera que sean los asuntos que trate.

Las visitandinas del monasterio de Castellane, en la región de Alta Provenza, arrastradas por su obispo en el error jansenista, son dispersadas en otras comunidades. Varias de ellas son acogidas en Marsella, y sor Ana Magdalena se encarga de una de ellas. Esas religiosas reconocerán poco a poco su error y regresarán a su casa de origen con un fervor renovado. La hermana Rémuzat no verá en este mundo el final feliz de ese asunto, ya que sus fuerzas declinan. Sin embargo, se mantiene en una perfecta entrega : « Carezco de todo tipo de deseos —escribe—, ni por la vida, ni por la muerte… Estoy deseando que llegue el momento de la caducidad, pero sin inquietud, y si hubiera que languidecer aún otros cincuenta años, diría : ¡ Amén ! ». No obstante, su misión se cumple, ya que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús se ha propagado considerablemente. Siguiendo el ejemplo ofrecido a Marsella, otras diócesis se consagran a ese Corazón misericordioso. « Esa devoción —afirma sor Ana Magdalena— se acrecentará mucho más, pero yo no lo veré ». La festividad litúrgica del Sagrado Corazón será autorizada por la Santa Sede en 1765.

Hacia finales del mes de enero de 1730, sor Ana Magdalena escupe de repente sangre y debe permanecer en cama. El 14 de febrero, un sacerdote acude a oírla en confesión. La noche siguiente, se siente morir y llaman al capellán. Mientras éste presenta el Viático, ella exclama : « ¿ Así que es verdad que ha llegado el feliz momento en que voy a hundirme en el Sagrado Corazón de Jesús ?… No soy más que una pecadora, pero espero que me conceda misericordia. ¡ Regocijaos, hermanas mías, de mi felicidad ! ». Poco después, solicita como postrera gracia de su superiora que se reciten las letanías del Corazón de Jesús nada más muera. Son las cinco de la mañana del 15 de febrero de 1730 cuando entrega su alma a Dios. El proceso de beatificación, terminado en Marsella en 2015, prosigue en Roma.

Respondiendo plenamente a su vocación, sor Ana Magdalena se hizo eco de la apremiante llamada del Corazón de Jesús al amor, a fin de que también nosotros reconozcamos su soberanía en nuestras vidas, nuestros hogares y nuestras sociedades, para que sea Él el primero en todo (Col 1, 18-20).

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