25 de Enero de 2005
San Pedro Julián Eymard
Muy estimados Amigos:
«Como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de «derrochar», dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía. No menos que aquellos primeros discídpulos encargados de preparar «la sala grande», la Iglesia se ha sentido impulsada a lo largo de los siglos y en las diversas culturas a celebrar la Eucaristía en un contexto digno de tan gran Misterio» (Juan Pablo II, Encíclica Ecclesia de Eucharistia, EE, 17 de abril de 2003, 48). San Pedro Julián Eymard, fundador de la Congregación de los Sacerdotes del Santísimo Sacramento, había escrito en el mismo sentido: «No me preocupo en absoluto del pan de cada día. Es el Rey quien debe alimentar a sus soldados. Por nuestra parte, todo nuestro empeño consiste en alojarlo convenientemente, en darle un sagrario, un altar, ornamentos… Dedicaremos a ello todo lo que tengamos, pues el Rey Eucarístico se lo merece todo». ¿Quién es ese santo?
Un día de 1804, un afilador llamado Julián Eymard llega al pueblo de La Mure, de la diócesis de Grenoble (Francia). La muerte ha hecho estragos en su familia, de la que sólo sobreviven dos pequeños, Antonio y María Ana; esta última tiene doce años cuando viene al mundo Pedro Julián, el 4 de febrero de 1811. El padre decide bautizar al recién nacido al día siguiente. La madre no deja pasar un solo día sin acudir a arrodillarse unos minutos a la iglesia, llevando en su regazo al pequeño Pedro Julián y ofreciéndoselo a Jesús. En cuanto aprende a caminar, el niño acompaña a la madre a la iglesia, y pronto irá por su cuenta varias veces al día. María Ana le sorprende en una ocasión detrás del altar, subido a un escabel, con la cabeza apoyada en el sagrario: «Estoy escuchando, y desde aquí le oigo mejor» – explica Pedro Julián. En su corazón está arraigando una pasión extraordinaria hacia el Santísimo Sacramento. Sin embargo, no carece de defectos, pues es testarudo, irascible y curioso, aunque su naturaleza noble le impide vivir en la mentira. Además de ser estudioso, siente gran afición por los trabajos manuales. Como quiera que la región es pródiga en nogales, Julián Eymard construye una prensa de aceite, con la esperanza de que su hijo llegue a ser fabricante de aceite de nuez.
El día tan esperado de la primera Comunión llega cuando Julián tiene doce años. «¡Cuántos favores me concedió el Señor aquel día!» – exclamará entre lágrimas treinta años más tarde. El muchacho recibe en ese acto la llamada al sacerdocio. Le habla a su padre del deseo que tiene de entrar en un seminario, pero éste no entiende el honor que le hace Dios al llamar a su hijo. ¡No! Su hijo le sucederá en el comercio. Y como lo que ha aprendido ya basta para fabricar y vender aceite, lo saca del colegio. La madre calla, reza y no pierde la esperanza.
En el santuario mariano de Nuestra Señora de Laus, Pedro Julián conoce al padre Touche, oblato de María Inmaculada, quien, conocedor de la bondad de su alma, le aconseja que oriente su vida hacia el sacerdocio, estudiando latín y comulgando con mayor asiduidad. Lleno de gozo y esperanza, ya de regreso al molino, Pedro Julián se pone a estudiar gramática latina a escondidas. La Providencia lo pone en contacto con el sacerdote Desmoulins, quien consigue que su padre le dé permiso para irse con él a Grenoble, para que pueda estudiar gratis, a cambio de algunos servicios. Durante su estancia en esa ciudad, el muchacho se entera bruscamente de la muerte de su madre, rompe a llorar y se deja caer de rodillas a los pies de la estatua de la Virgen: «Por favor, a partir de ahora sé mi única Madre –exclama. Pero ante todo te pido esta gracia: que llegue un día a ser sacerdote». El día del entierro, su padre, también conturbado, le suplica que se quede junto a él. Pedro Julián asiente. Cuando parece haber perdido toda esperanza, un padre oblato de María que se encuentra de paso y que le ha oído, le dice: «¿Y si vinieras con nosotros a Marsella? – No sé si mi padre querrá. – Sí, sí que querrá». El padre se sobresalta, se turba, pone reparos, se pone a llorar, pero luego… da su consentimiento. En Marsella, Pedro Julián se pone a estudiar con tanto empeño que cae gravemente enfermo. Regresa junto al padre y consigue curarse, pero su convalecencia es larga.
El 3 de marzo de 1828, tras pedir perdón a su hijo por haberse opuesto a su vocación, Julián Eymard entrega su alma a Dios. Pedro Julián ingresa entonces en el seminario mayor de Grenoble. Debe presentarse con la carta de recomendación de su párroco, quien se la entrega en sobre lacrado. Temiéndose algo, y sin ser consciente de ese gesto imprudente, María Ana abre el sobre: la carta describe al candidato como «poco inteligente y sin aptitudes». De común acuerdo, los hermanos queman aquel injusto testimonio. Confiando en la gracia de Dios, Pedro Julián emprende viaje hacia Grenoble, donde, providencialmente, conoce a Monseñor de Mazenod, santo fundador de los Oblatos de María. Pedro Julián se lo cuenta todo: «Pues bien –dice el obispo–, yo mismo te presentaré al superior del seminario». De ese modo, el joven puede seguir su vocación, siendo ordenado presbítero a la edad de 23 años, el 20 de julio de 1834. Se le encarga el ministerio de vicario y, después, de párroco en la diócesis, pero Pedro Julián desea secretamente hacerse religioso.
El 20 de agosto de 1839, con el permiso del obispo, y a pesar de los llantos de su hermana y de la pena de sus feligreces, ingresa en el noviciado de los Maristas, congregación fundada por el padre Colin. Según escribe en su diario, sus temas favoritos de meditación son los siguientes: «Jesús en el Santísimo Sacramento y el Paraíso». Después del noviciado, es nombrado sucesivamente director espiritual del colegio de Belley (en el departamento de Ain), Provincial de Francia y Director de la Orden Tercera de María. En 1850, asume el cargo de superior del colegio de Seyne-sur-Mer, cerca de Tolón. En todas sus ocupaciones, tanto de sacerdote secular como de religioso marista, el padre Eymard anima siempre a las almas que tiene espiritualmente a su cargo a practicar la adoración del Santísimo Sacramento. Los resultados son destacables, tanto en los niños y los jóvenes como en las familias, ya que el conjunto de la sociedad queda regenerada.
Un valor inestimable
«El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia – afirma el Papa Juan Pablo II. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa – presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino –, deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual. Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas» (EE, 25).
Dios inspira a Pedro Julián la idea de fundar una congregación de religiosos y religiosas dedicados a la adoración del Santísimo Sacramento y a la propagación de esa devoción entre los laicos. Será a los pies de Nuestra Señora de Fourviére donde concibe la intención de dicha fundación, que se convertirá en la gran preocupación de su vida. El Papa Pío IX, de quien consigue una audiencia, le afirma: «Estoy convencido de que su obra viene de Dios, y la Iglesia la necesita». Pero, ¡cuántos obstáculos deberá superar! Si no fuera por el impulso de Dios, el padre Eymard jamás osaría lanzarse a una aventura que, humanamente, carece de posibilidades de éxito. Su superior general de los Maristas, después de haber examinado durante mucho tiempo el proyecto, le dispensa de sus votos para dejarle toda libertad de constituir esa fundación. Más tarde, cambia de idea y le envía al arzobispo de París. El obispo auxiliar, que debe recibir a Pedro Julián en nombre del arzobispo, tiene la respuesta preparada: un «no» categórico.
Sin embargo, la divina Providencia consigue salvarlo todo; mientras el padre Eymard, en compañía de su primer discípulo, espera en el vestíbulo del arzobispado, el arzobispo de París en persona, Monseñor Sibour, les ve y les pregunta: «¿Quiénes son ustedes? – Dos sacerdotes forasteros. – ¿Y qué desean? – Monseñor, nos espera el obispo auxiliar. – Bueno, replica Mons. Sibour, lo que hace el obispo auxiliar también puede hacerlo el arzobispo». Y el padre Eymard explica el objeto de su visita. «Es usted padre marista? – Sí, Monseñor. – El obispo auxiliar me ha puesto al corriente». Y creyendo que el deseo del sacerdote es fundar una congregación contemplativa, añade: «Es puramente contemplativo… No estoy a favor de esas cosas… No, no. – Pero, Monseñor, no se trata de una congregación puramente contemplativa. Adoramos, desde luego, pero pretendemos también que se adore. Debemos ocuparnos de la primera comunión de los adultos». Ante esas palabras, el rostro del arzobispo se ilumina. «¡La primera comunión de los adultos! –exclama. ¡Ah! Es la obra que me falta, la obra que deseo». La Eucaristía es, en efecto, «la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo» (EE, 22). La causa está ganada: la congregación de los Sacerdotes y de las Siervas del Santísimo Sacramento recibe una primera aprobación antes incluso de existir.
Un gesto intempestivo
La aventura, sin embargo, está lejos de haber terminado. El padre Eymard no tiene donde alojar a su futura comunidad. Carece de dinero, y los primeros novicios, que pasan hambre, se retiran uno tras otro. Además, la muerte de Mons. Sibour le priva de una preciada protección. Su sucesor, Mons. Morlot, se niega a oír al fundador y quema sus títulos de fundación sin leerlos, creyendo que se trata de una «sociedad secreta»; más tarde, se arrepiente de su gesto intempestivo, escucha al padre Eymard y confirma las aprobaciones de Mons. Sibour. Pedro Julián, todavía en la calle, confía el proyecto a la Providencia, que le ofrece pronto la posibilidad de comprar dos inmuebles, en la calle Faubourg-Saint-Jacques de París.
El apostolado eucarístico se ejerce al mismo pie de los altares. El adorador también es un sustituto, que exige ofrecer reparación por la ofensas cometidas contra el Santísimo Sacramento; debe además adorar y amar por los innumerables pecadores que no conocen, no adoran y no aman. Pero quien ama, intenta que otros amen. Por eso, los religiosos del Santísimo Sacramento trabajan para convertir a los pecadores mediante el apostolado eucarístico.
En esa época, en los viejos barrios de París, la mayoría de los adolescentes en edad de ganarse algún dinero lo ignoran casi todo de la religión de su bautismo. Muchos adultos se hallan en la misma situación, al igual que en la actualidad. El padre Eymard organiza cursos de catecismo para que esas almas puedan prepararse para recibir la sagrada comunión. Una tarde, acuden al locutorio dos traperos, un hombre y una mujer, sin fe ni instrucción, que viven en concubinato. Con el correr de los días, les enseña el catecismo, los confiesa, los admite a la primera comunión y los casa. Ese mismo día, los invita a cenar en el locutorio y quiere servirlos él mismo, dirigiéndoles santas palabras que esa buena gente escucha con admiración.
Para recibir la sagrada Comunión, se requieren ciertas disposiciones. Al comentar el versículo de san Pablo que dice «Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa» (1 Co 11, 28), el Santo Padre las recuerda con claridad: «San Juan Crisóstomo, con la fuerza de su elocuencia, exhortaba a los fieles: «También yo alzo la voz, suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no sentarse a esta sagrada Mesa con una conciencia manchada y corrompida. Hacer esto, en efecto, nunca jamás podrá llamarse comunión, por más que toquemos mil veces el cuerpo del Señor, sino condena, tormento y mayor castigo». Precisamente en este sentido, el Catecismo de la Iglesia Católica establece: «Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar». Deseo, por tanto, reiterar que está vigente, y lo estará siempre en la Iglesia, la norma con la cual el Concilio de Trento ha concretado la severa exhortación del apóstol Pablo, al afirmar que, para recibir dignamente la Eucaristía, «debe preceder la confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal»» (EE, 36).
Una perla brillante
El 3 de junio de 1863, la Congregación del padre Eymard queda aprobada definitivamente por el beato Pío IX. «A partir de aquellos años – dirá el beato Juan XXIII –, los religiosos del Santísimo Sacramento comenzaron a ser, en el seno de la Iglesia, valerosos puntales y propagadores de ese movimiento de las almas hacia la Santísima Eucaristía, una de las perlas más brillantes de la substancial piedad cristiana». El padre Eymard no cesa de acoger nuevas vocaciones para su instituto, gracias a sus sermones, cuyo entusiasmo es difícil de imaginar. Él mismo dice: el predicador es un hombre «que reza en voz alta… pero antes de rezar en voz alta debe haber rezado en voz baja». Desde el púlpito, transmite al auditorio sus convicciones, su amor y su ardor sagrado. Todo es elocuente en él, y su palabra contribuye poderosamente a despertar en las almas el amor por la Eucaristía, así como a desarrollar la devoción por excelencia de la adoración.
Antes de predicar, el padre Eymard acostumbra a prepararse ante el Santo Sacramento del altar. La Hostia es el verdadero foco de su predicación. El Santo Padre nos recuerda: «Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el «arte de la oración», ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!» (EE, 25)
El padre Eymard afirma: «Al testimonio de la Palabra de Jesucristo, la Iglesia añade el de su ejemplo y de su fe práctica. Estas espléndidas basílicas son la expresión de su fe hacia el Santísimo Sacramento. La Iglesia no ha querido construir tumbas, sino templos, a modo de un cielo sobre la tierra, en los cuales su Salvador, su Dios, halle un trono digno de Él. Mediante cuidadoso celo, la Iglesia ha regulado hasta el mínimo detalle el culto de la Eucaristía, y no cede a nadie el cuidado de honrar a su divino Esposo, pues todo es grande, todo es importante, todo es divino cuando se trata de Jesucristo presente. Quiere que todo lo más puro de la naturaleza, lo más precioso del mundo, sea consagrado al servicio real de Jesús». Y el padre Eymard aconseja: «Después de entrar (en una iglesia), permaneced un momento en reposo; el silencio es la mayor señal de respeto, y la primera disposición a la oración es el respeto. La mayoría de nuestras arideces en la oración y de nuestra falta de devoción proceden de nuestra falta de respeto hacia Nuestro Señor al entrar, o de nuestra irrespetuosa manera de estar». En el mismo sentido, el Santo Padre lanza una acuciante llamada «para que se observen con gran fidelidad las normas litúrgicas en la celebración eucarística… El sacerdote que celebra fielmente la Misa según las normas litúrgicas y la comunidad que se adecua a ellas, demuestran de manera silenciosa pero elocuente su amor por la Iglesia» (EE, 52).
El sacrificio decisivo
A partir de 1864, fracasos y tribulaciones asocian cada vez más al padre Eymard a la Cruz redentora, único medio de salvación de las almas. Pero él sigue sacando su fuerza de la Eucaristía, que ha sido instituida «para perpetuar por los siglos el Sacrificio de la Cruz» (Vaticano II, Sacrosantum Concilium, 47). El Papa Juan Pablo II escribe: «Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente… Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de Misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega hasta el extremo (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida. Este aspecto de caridad universal del Sacramento eucarístico se funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir Éste es mi cuerpo, Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, sino que añadió entregado por vosotros… derramada por vosotros (Lc 22, 19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial» (EE, 11-12).
En unión con el sacrificio de Cristo, el padre Eymard acepta ser elegido de por vida como superior general de los Sacerdotes del Santo Sacramento, cuando sólo esperaba llegar a ser un simple religioso. En la misma época, asiste a la demolición de su casa de París, que debe dejar sitio para abrir un nuevo bulevar. Además, el 11 de junio de 1867, el padre de Cuers, su amigo más antiguo y seguro, pide a Roma el relevo de sus votos, con objeto de fundar un instituto de eremitas eucarísticos. El padre Eymard queda desconsolado, pero conoce, mediante una revelación, que ese padre regresará a su congregación, aunque no podrá verlo en vida. En medio de sus sufrimientos, su virtud preferida sigue siendo la dulzura, si bien no es algo que se le haya entregado de nacimiento. Un hermano de la congregación dará el siguiente testimonio: «Era un hombre muy enérgico y de dulzura angelical, con un temperamento de azogue». Él mismo confiesa que se sabe muy impaciente.
Sobre su corazón
Siguiendo órdenes estrictas del médico, el 21 de julio de 1868 por la tarde, el padre Eymard, agotado, enflaquecido, incapaz de tomar alimento alguno, llega a La Mure para hacer reposo. La última Misa de su vida la ha celebrado en Grenoble, en la capilla consagrada a la adoración perpetua. Sin mediar palabra, se mete penosamente en la cama, y su hermana desciende rápidamente a buscar al médico, quien diagnostica una hemorragia cerebral complicada por un agotamiento general. La confesión la realiza mediante signos. El sábado día 1 de agosto, recibe la extremaunción a la una de la madrugada. Nada más apuntar el día, un padre de su congregación celebra la Misa en su habitación y le da la Sagrada Comunión. Al presentarle la imagen de Nuestra Señora de La Salette, la estrecha sobre su corazón. En los primeros momentos de la tarde, apenas puede oírse su último suspiro, y su alma entra en el Cielo para siempre, en la bondad infinita de Dios. Su muerte acontece a los 57 años, en la misma casa que le había visto nacer.
La canonización de Pedro Julián Eymard gozó de una solemnidad poco habitual en la historia de la Iglesia. Al día siguiente de la clausura de la primera sesión del Concilio Vaticano II, el 9 de diciembre de 1962, Juan XXIII, en presencia de 1.500 padres conciliares, lo inscribía en el catálogo de los santos. En su homilía, el Papa decía: «Aquel niño de cinco años que encontraron en el altar y con la frente apoyada en el sagrario, es el mismo que, tiempo después, llegaría a fundar la Sociedad de los Sacerdotes del Santísimo Sacramento, así como la de las Siervas del Santísimo Sacramento, y el mismo que conseguiría irradiar en innumerables legiones de sacerdotes-adoradores su amor y su ternura hacia Cristo vivo en la Eucaristía… San Pedro Julián Eymard propone a la Santísima Virgen María como modelo de los adoradores, invocándola con el nombre de «Nuestra Señora del Santísimo Sacramento»… Sí, queridos hijos, honrad y festejad con Nos a aquel que supo ser tan perfecto adorador del Santísimo Sacramento, y, siguiendo su ejemplo, conservad siempre en el centro de vuestros pensamientos, de vuestros afectos, de las empresas de vuestro afán, ese manantial incomparable de toda gracia que es el Mysterium fidei, que esconde tras sus velos al propio autor de la gracia, a Jesús, el Verbo hecho carne».
En la actualidad, los religiosos del Santísimo Sacramento son cerca de un millar, repartidos en 140 casas a lo largo de 18 países. Las Siervas del Santísimo Sacramento (cerca de 300 religiosas) tienen casas en Francia, Holanda, Italia, en el Canadá, los Estados Unidos, Brasil, en Australia, Filipinas, Vietnam y en la República del Congo. San Pedro Julián Eymard, enséñanos a visitar con frecuencia a Nuestro Señor presente en el sagrario, concédenos superar en paz las tempestades de esta vida, así como ver cara a cara, en el Paraíso, a nuestro Jesús bien amado.
>