25 de diciembre de 2004

Santa Francisca Javiera Cabrini

Muy estimados Amigos:

Nos encontramos en los muelles de Nueva York durante los últimos años del siglo XIX, donde desembarcan cada año, en busca de mejores condiciones de vida, entre cincuenta mil y doscientos mil italianos. Todos sueñan con hacer fortuna, pero son relegados a los barrios populosos de las grandes ciudades. En verano trabajan como peones, estibadores, albañiles, mineros o instaladores de raíles; en invierno, lo más habitual es encontrarlos en paro. Como no saben la lengua del país, los «dagoes», como se les conoce, son ampliamente explotados. Para colmo, esos inmigrantes, casi todos ellos católicos, tienen muy poco apoyo espiritual. Justo en esa situación de desamparo, aparece una joven religiosa italiana, la madre Francisca Javiera Cabrini. Habiendo sido invitada a enviar hermanas al servicio de sus compatriotas emigrados, ella acepta el desafío y inaugura una epopeya extraordinaria.

Santa Francisca Javiera CabriniFrancisca Javiera Cabrini, la última de trece hermanos, nace el 15 de julio de 1850 en Sant’Angelo, arrabal de la ciudad italiana de Lodi, no demasiado lejos de Milán. Sus padres, fervientes católicos, educan a sus hijos bajo la atenta mirada de Dios, en medio de un ambiente de profunda caridad. En el bautismo recibe los nombres de Maria Francesca, pero en casa la llaman «Cecchina». Su nacimiento se produce dos meses antes de tiempo, por lo que la pequeña es frágil y padece una fiebre maligna. Sin embargo, posee una sonrisa maravillosa. A la edad de once años, su confesor le autoriza a hacer un voto privado de castidad, que renovará año tras otro hasta la edad de diecinueve años, momento en que consagrará para siempre su virginidad a Cristo. Durante las veladas en familia, se reza y se leen los Anales de la Propagación de la Fe. Con motivo de esas lecturas, Maria Francesca se siente imbuida del deseo de hacerse misionera en China. En el mapamundi, compara las regiones que ya son cristianas con las que todavía no han sido evangelizadas, soñando a su vez con poder llevar la luz de Cristo a aquellos pueblos. En el año 1870, su familia padece una gran tribulación, pues pierde sucesivamente a los padres.

«Funde usted misma»

Un día, el párroco pide a Francesca que substituya a una maestra enferma en una escuela de Vidardo. Allí permanecerá dos años, ganándose el corazón de los niños, inculcándoles el amor y el respeto a Dios y manifestándose como una excelente pedagoga. Consigue que el alcalde de la población le conceda permiso para restablecer la enseñanza religiosa en la escuela. Sin embargo, sintiéndose llamada a consagrarse a Dios, Francesca solicita ser admitida en la comunidad de las Damas del Sagrado Corazón, aunque infructuosamente, pues Dios tiene otros designios. En 1874, el obispo de Lodi, monseñor Gelmini, le propone una formación religiosa algo especial en un orfelinato, la Casa de la Providencia de Codogno, regentada por una mujer mayor, la Signorina Tondini. El prelado desea que Francesca se convierta a la vez en novicia y en reformadora, lo que le supondrá muchos desacuerdos por parte de la señorita Tondini. Sin embargo, ella no pierde el tiempo, pues no solamente consigue mejorar la instrucción sino que el funcionamiento de la casa se corrige con su administración. Otras jóvenes son admitidas, y Francesca se da cuenta de que aspiran a la vida religiosa. Al cabo de tres años, con siete de sus compañeras, hace sus votos ante el obispo, que la nombra superiora de la casa. La señorita Tondini rehúsa obediencia a la hermana Cabrini, haciéndole la vida imposible, lo que le produce verdaderas aflicciones. A pesar de los esfuerzos de las nuevas religiosas, la situación de la casa llega a ser desesperada. Seis años después de la llegada de la hermana Cabrini, monseñor Gelmini cierra la casa y le dice: «Si quiere ser misionera, ha llegado el momento. No conozco ningún instituto de hermanas misioneras, así que tendrá que fundar uno usted misma». Y su única respuesta es la siguiente: «Buscaré una casa». Así pues, se instala en un viejo monasterio franciscano dedicado a Nuestra Señora de las Gracias. El edificio necesita una restauración y la pobreza es extrema; no obstante, el 14 de noviembre de 1880 ve nacer una nueva congregación religiosa: el Instituto de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón. Monseñor Serrati, preboste de Codogno, celebra la primera Misa en la capilla y manda instalar encima del altar una imagen del Sagrado Corazón, costumbre que será seguida en todas las fundaciones del instituto. Bajo la dirección de sor Cabrini y la vigilancia de monseñor Serrati, las hermanas deciden abrir un orfanato y una escuela. Son muchos los padres que mandan a sus hijos a esa pobre escuela, seguros como están de que recibirán allí una educación cristiana. De hecho, Italia se encuentra en manos de un poder hostil a la Iglesia, y los católicos realizan grandes sacrificios para transmitir la fe a sus hijos.

Ese ejemplo es de gran importancia para las familias de nuestro tiempo, ya que la educación cristiana de los hijos es uno de los principales deberes de los padres. «Puesto que los padres han dado la vida a los hijos –nos enseña el Concilio Vaticano II–, están gravemente obligados a la educación de la prole y, por tanto, ellos son los primeros y principales educadores. […] Es, pues, obligación de los padres formar un ambiente familiar animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra personal y social de los hijos. La familia es, por tanto, la primera escuela de las virtudes sociales, de las que todas las sociedades necesitan. […] El deber de la educación, perteneciente, en primer lugar, a la familia, necesita de la ayuda de toda la sociedad» (Decreto Gravissimum educationis, 3). Así pues, no podemos más que animar y apoyar los esfuerzos de quienes organizan estructuras para favorecer escuelas donde se dispense una educación verdaderamente católica. Las numerosas dificultades en ese campo deben suscitar en nosotros generosidad, pero también estimular nuestra plegaria a san José, protector de las familias.

«No una, sino dos»

El nuevo instituto fundado por la madre Cabrini obtiene la vida del Corazón de Jesús, y su objetivo es la glorificación y el consuelo del Sagrado Corazón. Con ese espíritu, la madre enseña a las jóvenes que llaman a su puerta a llevar una profunda vida interior, a ser sencillas, humildes, mortificadas y, sobre todo, obedientes. Para ella, la humildad no es otra cosa sino la verdad sobre uno mismo, el perfecto abandono en la voluntad de Dios, la confianza en su gracia para el cumplimiento de las tareas encomendadas. «La verdadera misionera nunca piensa en «Qué oficio me darán» o «Dónde me enviarán», y nunca debería decir «No puedo hacer esto o aquello; soy incapaz de ello». Ya sea superiora general, ya sea enviada para enseñar a un grupo de niños, o para barrer una escalera, debería cumplirlo serenamente… Así es el amor verdadero, el amor práctico, desprovisto de todo interés personal; es el amor fuerte que todas deberíais tener. Os habéis inmolado al Sagrado Corazón de Jesús, y la esencia de la santidad se encuentra precisamente en esa total abnegación de uno mismo».

En 1882, el municipio abre una escuela en Grumello. Dos años más tarde, se funda otra en Milán. Como hay afluencia de vocaciones se hace necesario ampliar el noviciado. Los siete años siguientes son testigos del nacimiento de otras tantas fundaciones. Con el fin de asegurar un porvenir, la madre Cabrini se propone fundar una casa en Roma y conseguir un permiso especial del Sumo Pontífice, pero se lo desaconsejan, alegando la juventud de su instituto y las numerosas casas religiosas que ya están instaladas en la Ciudad Eterna. Durante la audiencia que le concede el cardenal vicario de Roma, la madre le expone su deseo. Con gran decepción, la respuesta que recibe es la siguiente: «Sea obediente y regrese a casa. Ya volverá cuando el momento sea más oportuno». Al cabo de un tiempo, el cardenal Parocchi la llama de nuevo y le pregunta: «Bueno, madre Cabrini, ¿sigue estando dispuesta a obedecer? – Claro que sí, eminencia. – En ese caso, no le permito que abra una casa en Roma, sino que le ordeno que abra dos. Una será una escuela libre en Porta Pía. La otra, una casa para niños en Aspra». ¡No da crédito a lo que está oyendo! El 12 de marzo de 1888, las reglas del instituto son aprobadas por Roma.

«No a Oriente, sino a Occidente»

Por aquella época conoce al obispo de Plasencia, monseñor Scalabrini, que se halla preocupado por el desamparo en que se encuentran los italianos emigrados a los Estados Unidos. El prelado la anima a dirigirse allí para socorrer a sus compatriotas; la madre queda turbada, pues sigue pensando en el sueño de su infancia: China. Recibida en audiencia por el Papa León XIII, le plantea sus dudas: «No a Oriente –responde el Santo Padre–, sino a Occidente. El instituto todavía es joven. ¡Vaya a los Estados Unidos! Allí encontrará un vasto campo de labor». El Papa ha hablado y, mediante él, Cristo. La madre Cabrini ya no lo dudará más. «En los fundadores y fundadoras aparece siempre vivo el sentido de la Iglesia, que se manifiesta en su plena participación en la vida eclesial en todas sus dimensiones, y en la diligente obediencia a los Pastores, especialmente al Romano Pontífice. En ese contexto de amor a la santa Iglesia, columna y fundamento de la verdad (1 Tim 3, 15), se comprenden bien la devoción de Francisco de Asís por «el Señor Papa», el filial atrevimiento de Catalina de Siena hacia quien ella llama «dulce Cristo en la tierra», la obediencia apostólica y el sentire cum Ecclesia de Ignacio de Loyola, la gozosa profesión de fe de Teresa de Jesús: «Soy hija de la Iglesia»; como también el anhelo de Teresa de Lisieux: «en el corazón de la Iglesia, madre mía, yo seré el amor…». Semejantes testimonios son representativos de la plena comunión eclesial en la que han participado santos y santas, fundadores y fundadoras, en épocas muy diversas de la historia y en circunstancias a veces harto difíciles. Son ejemplos en los que deben fijarse de continuo las personas consagradas, para resistir a las fuerzas centrífugas y disgregadoras, particularmente activas en nuestros días» (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Vita consecrata, 25 de marzo de 1996, 46).

El 31 de marzo de 1889, la madre Cabrini llega a Nueva York con seis compañeras. Como no existe convento, las religiosas pasan la primera noche en una miserable casa de la «Pequeña Italia», en el corazón del Lower Manhattan. Al día siguiente, el arzobispo, monseñor Corrigan, las recibe con gran frialdad: «No las esperaba tan pronto, hermana. La situación es tal que aquí no hay nada que hacer. Siento que hayan venido. No tienen más que regresar a Italia en el mismo barco». Con voz decidida, la madre responde brevemente: «¡No, Excelencia, no! No podemos hacer eso. He venido a Nueva York por obediencia al Santo Padre y aquí me quedaré». Gracias a la caridad de personas acomodadas, la madre Cabrini abre un primer orfanato. En poco tiempo, toda la Pequeña Italia conocerá a la madre Cabrini y a sus hermanas. Esa humilde mujer, de cuerpo socavado a menudo por la enfermedad, sorprende por su intrepidez a la hora de emprender obras humanamente imposibles. En efecto, pues en el transcurso de los años posteriores, el continente americano, de norte a sur, será testigo de la creación de escuelas, internados, orfanatos y hospitales, sin contar con diversas fundaciones europeas. A la muerte de la madre, su congregación contará con 67 fundaciones. La madre Cabrini pudo realizar tantas obras admirables gracias al rasgo esencial de su espiritualidad: su inquebrantable confianza en Dios. Ella misma escribe: «Durante todos estos años de existencia del instituto, han sido Jesús y María quienes lo han hecho todo por mí. Si algunas veces las cosas no han funcionado del todo bien ha sido porque había demasiado de mi parte. Yo avanzo, tranquila como un niño que descansa en brazos de su madre… Omnia possum in Eo qui me confortat. Todo lo puedo en Aquel que me conforta (Flp 4, 13)». La presencia de los dones del Espíritu Santo, y en especial del don de consejo, se manifiesta en su vida. Ese don perfecciona la virtud de la prudencia, haciendo que se juzgue con prontitud y con seguridad, a través de una especie de intuición sobrenatural, lo que conviene hacer, sobre todo en los casos difíciles. Han sido muchos los santos agraciados con el ejercicio casi habitual de ese don. Santa Juana de Arco, por ejemplo, jamás habría podido trazar planes de batalla admirados por los mejores capitanes sin una inspiración especial del Espíritu de Dios. Las realizaciones sorprendentes de la madre Cabrini deben ser consideradas desde ese punto de vista. Si bien su conducta ha podido desconcertar y dado en ocasiones la impresión de ignorar las previsiones humanas, su docilidad ha permitido que el Señor atendiera mediante ella, de una forma extraordinaria, las necesidades de numerosas personas sin recursos.

Las naranjas del Papa

Profundamente fiel al Sagrado Corazón de Jesús, la madre Cabrini llevó a cabo la unión de los corazones entre sus hijas, tan diferentes en cuanto a su procedencia, carácter, educación y lengua. «Me dedicaré a mantener la unión de la santa caridad entre las hermanas —escribe. Las amaré con amor de verdadera madre, esforzándome en ser la servidora de todas ellas… viendo en cada una la imagen de mi Esposo amado y de la Santísima Virgen María». Su actitud del todo maternal la mueve a interesarse por cada una de sus hijas, pidiéndoles que le escriban, y, a pesar de sus abrumadoras ocupaciones, siempre responde a sus cartas. Vela igualmente por su salud y no duda en procurar alivio a las que lo necesitan.

En Argentina, en el extrarradio de Buenos Aires, las hermanas de su instituto encuentran a una desdichada mujer que vive desde hace años en pecado, descarriando a numerosas jóvenes. Ansiosas por salvar esa alma, la visitan con frecuencia, suplicándole que cambie de vida, aunque en vano. Por fin, una de las hermanas le dice: «Ya no nos verá más por aquí, pero cada vez que oiga la campana del convento recuerde que hay religiosas que rezan y sufren para salvar el alma que usted, a cualquier precio, está decidida a perder». Y cada vez que suenan las campanas, esas palabras resuenan en la mente de la pobre mujer. Poco a poco, la gracia va venciéndola; se convierte y abandona aquella casa de mala fama, entrando en el convento, donde muere poco tiempo después.

Cuando regresa a Roma en la primavera de 1902, enferma con fiebre y extenuada de fatiga, la madre Cabrini debe permanecer en cama. Los médicos creen que es el final. El Papa León XIII le envía unas naranjas procedentes de los jardines del Vaticano. No ha comido nada desde hace días, pero ¡no puede negarse a comer las naranjas del Santo Padre! Nada más probarlas, se incorpora de la cama y dice: «¡Deliciosas! He recuperado las fuerzas». Poco tiempo después, hace su última visita al Papa, que muere al año siguiente. Su gran apego a la persona del Papa, vicario de Cristo en la tierra, lo demuestra escribiendo lo que sigue, a propósito de algunos protestantes con quienes había compartido viaje: «Rezad mucho para que esos hermanos entiendan el vínculo sobrenatural que existe entre Nuestro Señor y el Papa, a fin de que todos se le unan y formen, con nosotros, una familia, un solo rebaño con un solo Pastor… Pues la gracia para su salvación solamente puede venir del Corazón afectuoso del Sumo Pastor, que reunió a los Apóstoles y que prometió la gracia y la bendición a los sucesores que permanecieran fielmente en unión con el que es el fundamento, el Papa». Veinticinco años después de la fundación del instituto, la madre Cabrini solicita una aprobación definitiva, que le es concedida por el Papa san Pío X el 12 de julio de 1907. Su congregación cuenta en ese momento con más de 1.000 religiosas; más de 5.000 niños son atendidos en sus escuelas, y alrededor de 100.000 enfermos son curados en sus hospitales.

Un cilicio al alcance de todos

La madre Cabrini no prescribe austeridades corporales, pero exige que sus religiosas se mortifiquen en todo y destruyan el ídolo del amor propio. No tolera el más mínimo murmullo. En una ocasión, con motivo de un viaje, una de las hermanas se queja del calor, pero es reprendida inmediatamente por la madre, que añade que el tiempo es siempre el tiempo de Dios. La fundadora pide a sus hijas que asuman en silencio todo lo que ocurre, con paciencia e incluso con alegría. «¿Contrariedades? ¡Eso sí que es un auténtico cilicio! Si os gusta la penitencia, esa es una penitencia que ha hecho santos y que todos pueden practicar, incluso con la salud más desvalida. Es un cilicio que podréis llevar, no durante una hora, sino durante todo el día». En este aspecto, la madre Cabrini se acerca a otra gran alma enamorada del Sagrado Corazón, la señora Royer (1841-1924), quien decía: «La devoción al Sagrado Corazón no es una práctica piadosa que se sume a otras prácticas piadosas. Es la vida entera enardecida por el amor divino. Hay que hacer amar primero a Nuestro Señor; la penitencia ya vendrá después. La penitencia no consiste en ingeniárselas para encontrar sacrificios o vías extraordinarias, sino que significa decir «amén» en todas las ocasiones de mortificarse que la vida se encarga de proponernos sin cesar. Es aceptar la cruz que Dios deposita continuamente sobre nuestros hombros». La madre Cabrini practica lo que enseña. A lo largo de su vida padece enfermedades crónicas, pero se esfuerza en que no se sepa, y ese espíritu de mortificación no puede darse sin una vida de oración. Ella misma escribe: «Rezad, rezad siempre, y pedid sin cesar el espíritu de oración… ¿En qué consiste el espíritu de oración? Consiste en rezar según el Espíritu de Jesús… en Jesús y con Jesús. El espíritu de oración significa rezar en consonancia con la voluntad divina, queriendo únicamente lo que Dios quiere… Eso significa que nuestras mentes se asientan en la oración en todo momento y en todo lugar, mientras trabajamos, mientras caminamos, mientras comemos, mientras hablamos, mientras sufrimos… habitualmente y por siempre».

Hacia finales del año 1917, la madre Cabrini regresa a Chicago, donde, a pesar de su estado de fatiga, atiende a las necesidades de dos hospitales fundados en esa ciudad. Poco tiempo antes de Navidad, al enterarse de que el párroco del lugar no puede repartir a los niños las golosinas de costumbre, ella exclama: «¡Cómo! ¿Nuestros niños sin golosinas? ¡Navidad no sería Navidad! Nos encargaremos de todo eso, como de costumbre». Así, el 21 de diciembre, supervisa con satisfacción la preparación de los pequeños paquetes. Pero el día 22 no puede levantarse para ir a Misa. Hacia mediodía, la encuentran abatida en la silla, con la ropa teñida de sangre. Con el tiempo justo de que llamen al sacerdote para administrarle la Extremaunción, y después de exhalar dos suspiros, la fundadora entrega su alma a Dios, a la edad de 67 años.

Formar una sola familia

En 1950, la madre Francisca Javiera Cabrini fue declarada patrona de todos los emigrantes. En la actualidad, su congregación continúa sirviendo a la Iglesia en el ámbito de la educación, de los cuidados médicos y de la labor pastoral, tanto en América como en Europa, Australia, Filipinas y África. Con motivo de su canonización, que tuvo lugar el 7 de julio de 1946, el Papa Pío XII había extraído la siguiente lección, siempre actual: «Que los pueblos aprendan de ella, que amó con amor ardiente a su patria y que esparció por otros países los tesoros de la caridad y de sus obras, que son llamados a formar una sola familia: una familia que no deben dividir las tribulaciones y las rivalidades, ni las enemistades eternamente preocupadas por vengar las antiguas injurias; una familia que se una en el amor fraterno, cuyo manantial se halla en el mandamiento de Cristo y en su divino ejemplo». Los hombres de los diversos pueblos de la tierra podrán reconocerse como hermanos e hijos del mismo Padre del cielo en la medida en que cada uno se convierta en artífice de la paz, ante todo en el seno de la propia familia. Cuando marido y mujer, padres e hijos, hermanos y hermanas se ponen de acuerdo para hacer entre ellos la paz, la obra de pacificación de las naciones está ya en camino. Esa obra sólo puede realizarla la gracia de Dios que desciende al mundo mediante la oración, en especial aprovechando el rezo del Santo Rosario. «El Rosario es una oración orientada por su naturaleza hacia la paz, por el hecho mismo de que contempla a Cristo, Príncipe de la paz y nuestra paz (Ef 2, 14). Quien interioriza el misterio de Cristo –y el Rosario tiende precisamente a eso– aprende el secreto de la paz y hace de ello un proyecto de vida. Además, debido a su carácter meditativo, con la serena sucesión del Ave María, el Rosario ejerce sobre el orante una acción pacificadora que lo dispone a recibir y experimentar en la profundidad de su ser, y a difundir a su alrededor, paz verdadera, que es un don especial del Resucitado. […] tomad con confianza entre las manos el rosario. […] ¡Que este llamamiento mío no sea en balde!» (Juan Pablo II, Rosarium Virginis Mariæ, 16 de octubre de 2002, 40, 43).

Pidamos a santa Francisca Javiera Cabrini el arte de la oración a María, a fin de conseguir, para todas las familias y para todas las naciones, la paz que viene de Jesucristo, Príncipe de la Paz.

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Santa Rita

16 de Noviembre de 2004

San Pedro Julián Eymard

25 de Enero de 2005

Venerable Matt Talbot

1 de Marzo de 2005