18 de Agosto de 2010

San Leonardo de Porto Mauricio

Muy estimados Amigos:

Con motivo de su viaje a Angola, el Papa Benedicto XVI destacaba una objeción que frecuentemente se les hace a los misioneros del Evangelio: «¿Por qué no dejarlos en paz? Ellos tienen su verdad; nosotros, la nuestra. Intentemos convivir pacíficamente, dejando a cada uno como es, para que realice del mejor modo su autenticidad». Y el Papa respondía: «Pero, si nosotros estamos convencidos y tenemos la experiencia de que sin Cristo la vida es incompleta, le falta una realidad, que es la realidad fundamental, debemos también estar convencidos de que no hacemos ninguna injusticia a nadie si les mostramos a Cristo y les ofrecemos la posibilidad de encontrar también, de este modo, su verdadera autenticidad, la alegría de haber encontrado la vida. Es más, debemos hacerlo, es nuestra obligación ofrecer a todos esta posibilidad de alcanzar la vida eterna» (Homilía en la iglesia de San Pablo de Luanda, 21 de marzo de 2009). Entre los predicadores que se tomaron en serio ese deber de anunciar la salvación a todos destaca san Leonardo de Porto Mauricio.

San Leonardo de Porto MauricioEl 20 de diciembre de 1676, en Porto Mauricio, en la costa ligur, al norte de Italia, viene al mundo un pequeño que es bautizado bajo la protección de los santos Pablo y Jerónimo. Más tarde dirá que tuvo la suerte de tener unos padres muy buenos. Su juventud es ejemplar, consiguiendo arrastrar fácilmente a sus compañeros a la oración y a realizar buenas obras. Uno de sus autores espirituales preferidos es san Francisco de Sales, cuyo libro Introducción a la vida devota no le abandona. Encuentra apoyo moral y espiritual en reuniones de jóvenes bajo la protección de los jesuitas y de los oratorianos, donde obtiene un fervor creciente hacia la práctica de las virtudes, junto al deseo de penitencias. Los días festivos recorre las calles y las plazas de Roma, y, desafiando los desprecios y las injurias, exhorta a los que quieren escucharle a acudir a los sermones de las iglesias.

Palabras que van derechas al corazón

Pablo Jerónimo se siente llamado al estado religioso. Su confesor le estimula a intensificar su vida de oración y de penitencia para obtener la gracia de conocer la voluntad de Dios. Un día, al ver a dos religiosos pobremente vestidos y de aspecto modesto, Hermanos Menores Reformados del «Retiro de San Buenaventura», siente nacer en su interior el deseo de abrazar esa manera de vivir. Al entrar en la iglesia del convento en el momento en que los Hermanos comienzan el rezo de Completas, oye las siguientes palabras: «¡Convertidnos, oh Dios, Salvador Nuestro!». Son palabras que van derechas a su corazón, y decide pedir su ingreso. Admitido en el noviciado, el 2 de octubre de 1697 recibe el hábito y el nombre de fray Leonardo. Un año más tarde, profesa sus votos. El joven religioso sirve de edificación a todos, en particular por su fidelidad a las observancias, incluso a las que parecen más insignificantes. Le gusta decir esto: «Si, mientras somos jóvenes, hacemos poco caso de las cosas pequeñas y faltamos a ellas conscientemente, cuando seamos de avanzada edad y tengamos más libertad, nos permitiremos faltar en los temas más importantes».

Su interés por los estudios sacros le mueve a insistir en la necesidad de adquirir nuevos conocimientos con la finalidad de procurar la gloria de Dios y la salvación de las almas. Después de su ordenación sacerdotal, es nombrado profesor de filosofía. Sin embargo, cae gravemente enfermo y sus superiores le envían a Porto Mauricio, su tierra natal; ese cambio de aires resulta, no obstante, ineficaz. Entonces, el joven sacerdote suplica a la Virgen María que le consiga de su divino Hijo una salud robusta que consagrará a ganar almas para el Cielo. Su plegaria es escuchada y su dolencia desaparece por completo.

En 1708, el padre Leonardo predica, cerca de Porto Mauricio, su primera «misión popular». Recibe ese nombre una serie de predicaciones que, a lo largo de varios días o semanas, se dan en el seno de una parroquia por parte de un sacerdote que se halla de paso. Esas misiones, entonces en boga, daban abundantes frutos. Tradi–cionalmente, el predicador abordaba el tema de la necesidad de convertirse al Señor para llevar una vida verdaderamente cristiana con vistas a la salvación del alma.

En nuestra época, hablar de la salvación del alma ya no está de moda. El contexto cultural y las ideologías del entorno encierran cada vez más al hombre en el interior de las realidades terrenales; son muchos los que ya sólo viven por este mundo y no piensan en lo que sigue a la muerte. Para otros sí que hay «una eternidad» después de la muerte, pero la salvación no supone problema alguno, ya que imaginan que todo el mundo indistintamente va al cielo. El resultado, en uno y otro caso, es la despreocupación por la salvación del alma.

La verdadera felicidad

«Porque Dios nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y amarle, y así ir al Cielo« La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside« en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor« El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino de los cielos» (Catecismo de la Iglesia Católica, CEC, 1721-1724). El Señor Jesús vino a revelar a los hombres el amor infinito del Padre que quiere que todos se salven y compartan su vida divina en el Cielo, pero insiste igualmente en el hecho de que los hombres serán juzgados según sus obras y de que quienes no mueran en la amistad de Dios no poseerán la vida eterna. « Jesús habla con frecuencia de la gehenna y del fuego que nunca se apaga (cf. Mt 5, 22.29; 13, 42.50; Mc 9, 43-48) reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad («), y los arrojarán al horno ardiendo (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación: ¡Alejaos de mí, malditos, al fuego eterno! (Mt 25, 41). La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, «el fuego eterno». La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira» (CEC, 1034-1035).

La consideración del fin último se halla en el centro de la enseñanza del padre Leonardo. Considerad –escribe– hasta qué punto os conviene alcanzar vuestro fin último. Lo es todo para vosotros; pues si llegáis estáis salvados, estáis eternamente felices, colmados de todos los bienes para el alma y para el cuerpo. Pero si, por el contrario, no lo alcanzáis, estáis perdidos, cuerpo y alma, perdéis a Dios y el paraíso, sois eternamente desdichados, condenados para siempre. He aquí, pues, entre todos los asuntos, el único asunto útil, importante y necesario: servir a Dios y salvarse. Si ahora perdéis una parte de vuestros bienes, aún os quedan otros; si perdéis un juicio, podéis apelar; si cometéis algún error temporal, puede repararse. Y aunque lo perdieseis todo, ¿qué importa?, pues, lo queráis o no, llegará el día en que habrá que dejarlo todo. Pero si no alcanzáis vuestro fin último, perdéis todos los bienes y atraéis sobre vosotros males irreparables por toda la eternidad. Pues dice el Salvador: ¿De qué aprovecha, pues, al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? (Mt 16, 26). ¡Salvarnos!, ese es nuestro más importante y único asunto. Cuando se trata sólo de los asuntos de este mundo, si no pensáis en ello, otro puede pensar por vosotros; pero en lo que respecta al gran asunto de vuestra salvación eterna, si no pensáis en ello, ¿quién pensará por vosotros? Si no os ocupáis de ello con esmero, ¿quién podrá esmerarse por vosotros? Si no os ayudáis vosotros mismos a salvaros, ¿quién os salvará? Ese Dios que os ha creado sin vosotros, no quiere salvaros sin vosotros. Si queréis salvaros, es necesario que penséis en ello» (Meditación sobre el fin del hombre).

El obstáculo que hay que apartar

Antes de comenzar una obra, es necesario apartar los obstáculos que se oponen a su realización. El obstáculo a la salvación eterna es el pecado mortal, es decir, una violación plenamente consciente de la ley de Dios en un tema grave. «El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno» (CEC, 1861).

A propósito de ello, he aquí en qué términos tenía costumbre el padre Leonardo de dirigirse a sus oyentes: «¡Ah!, cuánta razón tenía san Agustín de clamar contra la extraña ceguera que califica el mal como bien, y el bien como mal, según la frase de Isaías (5, 20): ¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal! No sabe cómo llamarlo, si frenesí, furor o demencia, ese desorden, tan común entre los hombres, y que consiste en que, al ser el pecado el mal más abominable que pueda haber en el mundo, no hay en el mundo un mal que sea menos detestado que el pecado« Ese es el origen de tantas caídas, y el motivo por el cual tantas almas dan pasos en falso y se precipitan en un abismo de iniquidades: porque no pensamos, no, no reflexionamos acerca del mal que causamos al cometer un pecado mortal» (Sermón sobre la maldad del pecado mortal).

Algunos opinan que el pecado mortal solamente se comete en casos excepcionales de odio o de desprecio explícito a Dios. Pero Juan Pablo II recordó en la encíclica Veritatis splendor (6 de agosto de 1993): «La gracia de la justificación que se ha recibido no sólo se pierde por la infidelidad, por la cual se pierde incluso la fe, sino por cualquier otro pecado mortal« Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento« Se comete, en efecto, un pecado mortal también cuando el hombre, sabiéndolo y queriéndolo, elige, por el motivo que sea, algo gravemente desordenado», lo que sucede «en todos los actos de desobediencia a los mandamientos de Dios en materia grave» (núm. 68 y 70). El Catecismo explica: «La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre (Mc 10, 19)» (CEC, 1858). Entre los pecados graves frecuentes hay que mencionar los pecados contra el sexto y el noveno mandamiento: «Son pecados gravemente contrarios a la castidad, cada uno según la naturaleza del propio objeto: el adulterio, la masturbación, la fornicación, la pornografía, la prostitución, el estupro y los actos homosexuales. Estos pecados son expresión del vicio de la lujuria» (Compendio del CEC, 492), que, sin ser el más grave, conlleva sin embargo la ceguera del espíritu sobre las realidades eternas.

Por eso no deben sorprendernos las siguientes frases de san Leonardo: «Pecador, ¿en qué piensas? ¿Acaso eres más duro que la piedra? ¿Has reflexionado alguna vez sobre la gracia tan especial que Dios te hace al concederte tiempo para hacer penitencia? ¡Cuán insensato eres!« ¿Qué haces para ponerte a salvo? ¿Sería demasiado practicar algunas pequeñas mortificaciones?« ¿Sería demasiado preparar una buena confesión general, para poner término a esa vida llena de desórdenes que llevas?» (Invitación a la penitencia).

El remedio

Pero el padre Leonardo no se contenta con fustigar el mal, sino que también aporta el remedio, consistente en dejarse vencer por el Señor que a todos ofrece su misericordia: «Considerad que si la justicia de Dios es infinita para con los pecadores obstinados, su misericordia no es menos infinita para con los pecadores penitentes. Dios odia infinitamente el pecado, pero ama infinitamente a sus criaturas; por eso, en cuanto el alma se arrepiente de su pecado, recupera el amor de su Dios; si todos los pecadores quisieran recurrir a Dios con corazón contrito y humillado, todos serían salvos. Esa bondad infinita desea que todos los hombres obtengan el paraíso« Si una madre sería diligente a la hora de socorrer a un hijo que hubiera caído en el fuego, mucho más diligente es Dios por abrazar al pecador arrepentido. Cuanto mayores son vuestros pecados, mayor es también el triunfo de la bondad, de la caridad, de la clemencia de ese Dios infinitamente rico en misericordia» (Meditación sobre la misericordia de Dios).

« Jesús invita a los pecadores« a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida para remisión de los pecados (Mt 26, 28)» (CEC, 545).

Maestro consumado en el arte de conducir a las almas, el padre Leonardo ha experimentado con frecuencia la utilidad de algunas oraciones para ayudarles a convertirse y a mantenerse en el recuperado estado de gracia. En primer lugar está la práctica de las tres Avemarías. Esta práctica debe su origen a la benedictina alemana santa Mechtilde, que pidió un día a Nuestra Señora que le inspirada una oración de su agrado. La Virgen se le apareció llevando en el pecho en letras de oro el Ave María, diciéndole: «Nunca se llegará tan alto como con este saludo, y no es posible saludarme con tanta dulzura como al hacerlo respetuosamente mediante estas palabras». En otra ocasión, la misma santa pedía a su Reina celestial cómo obtener con seguridad la gracia de la perseverancia final y de la buena muerte. De nuevo, la Santa Madre de Dios se presentó ante ella y le dijo: «Si quieres obtener esa gran gracia, reza todos los días tres Avemarías en honor a mis privilegios y yo te la concederé». San Leonardo se constituye en propagador de esa devoción aconsejando rezar esas tres Avemarías en honor a los privilegios de María: «Todas las mañanas al despertarse y por la noche, antes de acostarse, el alma devota a María pedirá la bendición de su Santa Madre; y tampoco dejará de rezar tres Avemarías en honor de su pureza inmaculada, ni de ofrecerle sus sentidos y todas las potencias de su alma, a fin de que las guarde como cosas que le pertenecen y consagradas a su honor, y le pedirá la gracia de no caer, ese día (o esa noche), en pecado».

La trompeta del último día

El santo propaga igualmente esta corta invocación: «¡Jesús mío, misericordia!». Cuenta estas frases de un misionero: «Cuando regreso a un lugar donde ya he predicado, me sucede con frecuencia que acuden a mí penitentes que comienzan su confesión en estos términos: «Padre, soy aquel libertino que, hace algunos años, acudió a vuestros pies a descargar un saco de iniquidades; no sé si me reconoce, pero gracias a Dios, desde aquella misión, ya no he vuelto a cometer pecado deshonesto ni ningún pecado mortal. —–¿Y cómo lo ha conseguido? —le pregunta el misionero. —–¡Ah, padre!, pues puse en práctica la gran resolución que tan fuertemente nos inculcó de encomendarnos a menudo a Dios mediante la piadosa invocación de ‘¡Jesús mío, misericordia!’. La he realizado cada día, por la mañana y por la noche, y, sobre todo en las tentaciones, imploraba frecuentemente el auxilio de Dios diciendo: ‘¡Jesús mío, misericordia!’. ¿Y qué más le puedo contar, padre? Entonces sentía cómo nuevas fuerzas renacían en mi alma y, de ese modo, ya no he vuelto a sucumbir»». Y el padre Leonardo continuaba con estas palabras: «Queridos hermanos, ojalá tuviera una voz de trueno, o mejor una de esas trompetas que retumbarán el día del juicio final, y transportado de un santo entusiasmo, pudiera elevarme por encima de las cumbres de las más altas montañas, y desde allí gritar con todas mis fuerzas: ¡Pueblos descarriados! Despertaos de una vez, y, si queréis aseguraros la eternidad, encomendaos a Dios, recurrid a Él con frecuencia, mediante estas palabras u otras semejantes: «¡Jesús mío, misericordia!». Y os doy mi palabra de ello, puesto que Jesucristo os dio la suya antes que yo en su Santo Evangelio: «Pedid y se os dará (Mt 7, 7), pedidme ayuda y la obtendréis, y con mi ayuda dejaréis de pecar». Os doy mi palabra de ello, lo repito, si os encomendáis con frecuencia a Dios diciendo desde lo más profundo de vuestro corazón «¡Jesús mío, misericordia!» dejaréis de pecar y os salvaréis».

El ejercicio del Vía Crucis –que consiste en seguir a Jesús en las principales etapas de su Pasión–— ya existe en esa época, pero se usa poco fuera de la orden franciscana. Gracias al padre Leonardo, esa práctica se extenderá a toda la Iglesia. Él habla de ello con afecto, y no tiene reparos en llamarlo «la madre de todas las devociones, al ser la más antigua, la más santa, la más piadosa, la más divina, la más excelente, y al merecer, por ese motivo precisamente, la primacía sobre todas las demás». El padre Leonardo promoverá él solo 572 Vía Crucis. Su devoción a la Pasión se apoya en una larga tradición. San Buenaventura declara por ejemplo que, de entre todos los ejercicios piadosos, ningún otro contribuye más eficazmente a la santificación.

El Cielo bendice los trabajos del padre y las misiones se multiplican. Casi toda Italia y Córcega se benefician de sus predicaciones. En 1715, el padre Leonardo es nombrado guardián del convento de San Francisco al Monte, en Florencia, donde establece una rigurosa observancia. Sin embargo, la soledad de un convento ordinario no le basta, por lo que, al igual que hizo san Francisco antes que él, busca un lugar alejado donde, de vez en cuando, poder vivir solo con Dios. Funda para ello una ermita en lo alto de una montaña, llamada Santa María del Encuentro, donde puedan retirarse los religiosos que desean vivir en el recogimiento. Allí siguen las reglas de la más estricta pobreza y se dedican a los trabajos manuales. Muy pronto, religiosos de diversos institutos e incluso hombres laicos solicitan ser acogidos para tomar parte en los ejercicios espirituales. El propio padre Leonardo ama tanto ese lugar que solamente su ardiente celo de apóstol puede arrancarlo de allí.

El sol del cristianismo

Tras partir después del Jubileo de 1750 por una nueva gira de misiones, el padre es llamado pronto a Roma por el Papa. Con espíritu de obediencia al Vicario de Cristo, emprende la ruta, pero ese viaje, próximo al invierno, le resulta penoso. Al dejar Tolentino empieza a encontrarse mal, pero necesita cruzar las montañas. Llegado a Foligno, desea celebrar Misa; un hermano le ruega que no lo haga alegando su gran fatiga, pero él le contesta: «Hermano, una Misa vale más que todos los tesoros del mundo». Había escrito en un opúsculo: «La Santa Misa no es otra cosa que el sol del cristianismo, el alma de la fe, el núcleo de la religión de Jesucristo; todos los ritos, todas las ceremonias y todos los sacramentos se refieren a ella. En una palabra: es el compendio de todo lo que hay de hermoso y bueno en la Iglesia de Dios« En cuanto a mí respecta, no lo dudo en absoluto: sin la Santa Misa el mundo estaría a esta hora en el fondo del abismo, arrastrado por el peso espantoso de tantas iniquidades. La Misa es la victoriosa palanca que lo sostiene. Así pues, ya sabéis hasta qué punto el divino Sacrificio nos resulta indispensable» (La Santa Misa, tesoro desconocido).

El padre Leonardo llega al convento de San Buenaventura en noviembre de 1751 recitando el Te Deum. Es bajado con dificultad del carruaje, y se encuentra tan débil que no se le nota el pulso. Nada más llegar a la enfermería, se confiesa y recibe los santos sacramentos, después de haber pronunciado con sorprendente energía los actos de fe, de esperanza y de caridad. Le ofrecen una bebida, que acepta, y luego dice: «No tengo palabras suficientes para agradecer a Dios la gracia que me concede de morir en medio de mis hermanos». Poco después de haber recibido la Extremaunción, se duerme apaciblemente en el Señor. Era el viernes 26 de noviembre de 1751. Canonizado por el beato Pío IX, fue declarado por Pío XI «patrono celestial de los sacerdotes que se dedican a las misiones populares».

San Leonardo, concédenos la gracia del ardiente celo por la salvación de las almas.

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