28 de Octubre de 2010
San Bernardo Tolomei
Muy estimados Amigos:
«¡Otro niño!». Es el grito de alegría que resuena el 10 de mayo de 1272 en el domicilio de la familia Tolomei, en Siena, en la Toscana italia- na. Probablemente ese mismo día, según es costumbre general en la época, el pequeño recibe en el bautismo el nombre de Giovanni (Juan). En la casa paterna lo esperan ya dos hermanos, y más tarde llegarán otros dos niños y dos niñas.
Juan viene al mundo en un entorno marcado por un gusto pronunciado por el dinero y el poder. Desde finales del siglo xii, su familia está comprometida en actividades comerciales y bancarias muy prósperas, y que la han situado en la cúspide de la escala social, entre los poderosos que ejercen una influencia de primer orden, tanto económica como política, en la ciudad de Siena. Los Tolomei forman parte de esos pioneros de la banca moderna, que nace precisamente en la Italia de aquella época. Ejercen su actividad comercial en las ferias de Champaña, donde se intercambian las telas de Flandes y las riquezas procedentes de Oriente, sobre todo la seda y las especias. Se desplazan incluso a Inglaterra para negociar la compra de lana y préstamos a la corona. Figuran igualmente entre los banqueros del Papa, asegurando de ese modo el cobro y el transporte del impuesto pontificio, con las actividades de cambio que eso supone. El favor del Sumo Pontífice les procura un acceso fácil cabe los obispos, abades y capítulos, a los que conceden préstamos. En el marco del largo conflicto que opone desde hace más de dos siglos el emperador del Sacro Imperio romano germánico, apoyado por los «gibelinos», al Papa, apoyado por los «güelfos», los Tolomei se ponen decididamente del lado de estos últimos. En la época en que nace Juan, el conflicto se ha resuelto en beneficio del papado, pero las almas permanecen divididas aún durante mucho tiempo.
Jurista cabal
Italia tiene fama de haber asegurado desde la alta Edad Media, entre una elite laica urbana, la difusión de una cultura inspirada en la Antigüedad clásica. Juan se beneficia de la mejor educación. En contacto con su padre y sus tíos, aprende los rudimentos de las técnicas comerciales y bancarias. Una antigua crónica lo califica de «jurista cabal». Sus competencias en derecho le ofrecen seguramente la oportunidad de acceder a los cargos administrativos y diplomáticos de su ciudad. También se le llama «caballero notable», es decir, miembro del núcleo del ejército municipal necesario en aquel clima de guerrilla permanente creado por los conflictos entre las ciudades italianas. En el aspecto espiritual, es conocedor de sus debilidades y se considera pecador; sin embargo, se siente inclinado por el ambiente religioso de Siena, la ciudad de los santos, cuya patrona es la Virgen y donde una «Maestà», Virgen majestuosa, rodeada de los apóstoles, de santos y ángeles, será llevada en procesión al altar mayor de la catedral en junio de 1311. La dedicatoria que aparece debajo del cuadro reza: «Santa Madre de Dios, sé la causa del reposo de Siena», donde el término reposo no solamente designa la tranquilidad temporal de sus habitantes, sino también su descanso eterno. Toda una red de cofradías, asociaciones espirituales de laicos, asegura a sus miembros un sólido apoyo para la vida interior y la práctica de la caridad. Probablemente, Juan es miembro de una que se reúne en un famoso hospital para asistir a enfermos y pobres, donde se cultiva una espiritualidad de ascesis y de amor a la soledad. Un cronista nos presenta a Juan en estos términos: «Imbuido del soplo del Espíritu de Dios y tocado en lo más íntimo por un fervor apasionado, siendo uno con sus nobles amigos sieneses (Patricio de’ Patrizi, Francisco y Ambrosio Piccolomini) y meditando día y noche, aspiraba a las realidades celestiales. Considerándose en común acuerdo extranjeros ante las bagatelas del mundo, se esforzaban por servir al Dios que trona». La referencia al «Dios que trona» es bíblica y alude al episodio de la entrega de los diez mandamientos en el Sinaí (cf. Ex 19, 16-19). Juan comprende que «la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1723).
Un día de 1313, Juan y sus amigos sieneses se dirigen hacia un lugar llamado Acona, que el descendiente de los Tolomei ha recibido en herencia. Se trata de un paraje completamente aislado y accesible por un solo lado, ya que los demás limitan con precipicios. Inspirados por el Espíritu de Dios, aquellos jóvenes abandonan la ciudad que tantos obstáculos supone para sus aspiraciones espirituales y se retiran a ese lugar solitario para comenzar una nueva existencia y buscar más intensamente a Dios.
Una nueva manera de pensar
El 28 de junio de 2009, con motivo de la clausura del año consagrado a san Pablo, el Papa Benedicto XVI decía: «En la Carta a los Romanos (cap. 12), el apóstol san Pablo resume rápidamente el núcleo esencial de la existencia cristiana« Ante todo afirma, como algo fundamental, que con Cristo se inició una nueva manera de venerar a Dios, un nuevo culto, que consiste en el hecho de que el hombre viviente se transforma él mismo en adoración, «sacrificio» hasta en el propio cuerpo. Ya no se ofrecen cosas a Dios. Nuestra propia existencia debe convertirse en alabanza de Dios. ¿Pero cómo sucede esto? En el segundo versículo se nos da la respuesta: No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios (12, 2)« Nos convertimos en nuevos, si nos dejamos conquistar y plasmar por el Hombre nuevo, Jesucristo« Pablo hace aún más claro este proceso« diciendo que nos convertimos en nuevos si transformamos nuestro modo de pensar« Tal vez habríamos esperado que tuviera que ver con alguna actitud: aquello que en nuestra acción debemos cambiar. Pero no: la renovación debe ser completa. Nuestro modo de ver el mundo, de comprender la realidad, todo nuestro pensar, debe cambiar a partir de su fundamento. El pensamiento del hombre viejo, el modo de pensar común está dirigido en general hacia la posesión, el bienestar, la influencia, el éxito, y la fama. Pero de esta manera tiene un alcance muy limitado. Así, en último análisis, queda el propio «yo» en el centro del mundo« Debemos aprender a participar en la manera de pensar y querer de Jesucristo. Entonces seremos hombres nuevos».
La amistad que une a Juan y sus compañeros procede de su amistad con Dios, y la marca especial de la familia monástica que nace se halla en esa comunión vivida por los fundadores. Patricio pertenece a ese grupo de mercaderes riquísimos que forman parte de la magistratura suprema de la República de Siena. Cansado de viajes frecuentes y de una actividad estéril para su alma, se ha incorporado a la cofradía a la que Juan pertenece. Aportará a esa nueva comunidad una preciosa ayuda, gracias a su competencia en los ámbitos económico y administrativo. Es el más cercano de los compañeros de Juan. Morirá en 1347. Ambrosio procede del mismo ambiente que Juan. Como hijo de una familia que vive en la ociosidad, necesitará ser valiente para llevar a buen término la conversión emprendida con sus amigos. Morirá en 1338. No se sabe si Francisco acompañaba al grupo de fundadores. Esos tres amigos encuentran en Acona un caserón donde instalarse, cambiando sus ricos ropajes por hábitos pobres. Edifican un lugar de culto para cantar el Oficio Divino y poder encargar la celebración de los divinos Misterios a sacerdotes de su elección, ya que ninguno de ellos ha recibido el sacerdocio. La pobreza les obliga a vivir del trabajo manual, a lo que probablemente no estaban acostumbrados. Cultivan algunas hortalizas y recolectan las frutas que hallan en el lugar. Sin embargo, ese trabajo no basta para asegurarles la subsistencia, por lo que lo completan mediante los ingresos de las posesiones de Juan.
Soledad y amistad
«Asiduos a la oración —asegura un cronista— y muy constantes en el silencio, ardían por rendir alabanzas a Dios». Su fervor y gozo atraen a otras almas y, poco a poco, el núcleo inicial crece. «Deseosos de entregarse en privado a la compunción del corazón (arrepentimiento lleno de amor) y a la oración —según lo que Dios se dignaba conceder a cada uno—, se marchaban a buscar silencio y tranquilidad, unos a los bosques, otros a su pequeña iglesia, otros a cuevas excavadas en la tierra, algunos a lugares todavía más retirados; en medio de aquella soledad, elevaban en la oración sus manos puras hacia Dios, abriendo el alma bajo la mirada del Señor su Dios». Aquella soledad, sin embargo, se ve moderada por el calor de la amistad y por la unanimidad.
Ese ensayo de vida monástica no pasa desapercibido, y las malas lenguas no se privan de hablar sobre esos hijos de familias acomodadas que viven en medio de los bosques bajo un hábito singular. En esa época se han desarrollado grupos de franciscanos llamados «espirituales» que, con el pretexto de apego a la pobreza radical que buscaba san Francisco de Asís, se han constituido en grupos autónomos sectarios contra los que el Papa ha promulgado severas medidas. Así pues, un inspector oficial de la Iglesia se dirige a Acona. Sus conclusiones, favorables a los ascetas, les compromete a ser reconocidos como religiosos por su obispo y a adoptar una Regla.
Un día, hallándose Juan solo en oración, ve cómo delante de él se levanta una escala de plata en cuya cima se hallan el Salvador y su Santísima Madre, con ropa de un blanco resplandeciente; por esa escala descienden unos ángeles hacia la tierra, mientras que unos monjes vestidos de blanco suben al cielo. Tras llamar a unos hermanos que se encuentran cerca, Juan comparte esa visión que presagia el porvenir: la edificación de un monasterio que será para numerosos monjes blancos una escala hacia el cielo. «El Señor aparecía de pie en la cima de la escala, mostrando claramente que está siempre dispuesto a ayudar a quienes luchan por el reino de los cielos» —afirma un autor contemporáneo. En cuanto a los ángeles, dan la mano a los monjes en su ascenso hacia la patria celestial. Fortificados por esa manifestación sobrenatural, los solitarios de Acona eligen ingresar en la escuela de san Benito. Juan toma entonces el nombre de Bernardo, en recuerdo del chantre de la Virgen María que fue el abad de Claraval en el siglo xii. Acompañado de Patricio, se dirige a Arezzo, donde se encuentra el obispo, quien se muestra benevolente y generoso con ellos, concediéndoles el 26 de marzo de 1319 un título que constituye la partida de nacimiento del monasterio benedictino de Acona. La fundación es dedicada a la Virgen María, y toma el nombre de «Santa María del Monte Oliveto», como recuerdo no solamente del aspecto natural del lugar plantado de olivos, sino sobre todo por el Huerto de los Olivos donde Jesús gustaba de ir con sus discípulos. Los nuevos religiosos consiguieron diferenciarse de los demás benedictinos por llevar un hábito blanco en lugar del hábito negro. En efecto, fueron unos monjes vestidos de blanco los que se les aparecieron sobre la escala misteriosa.
Un cargo temido pero finalmente aceptado
El 29 de marzo, Bernardo, Patricio y Ambrosio son revestidos oficialmente con el hábito monástico, y hacen su profesión religiosa de manos de un monje de la abadía de Sasso, delegado por el obispo para esa ceremonia. Queda por emprender la construcción del monasterio. Un sacerdote nombrado por el obispo se dirige a Acona para elegir el lugar más propicio, plantar en tierra una cruz, colocar la primera piedra del edificio y realizar las bendiciones de costumbre. Al día siguiente de la fundación, la comunidad se reúne para precisar algunos puntos de la vida monástica. La duración del cargo de abad queda fijada en un año, contrariamente a la costumbre de las abadías benedictinas de elegir a un abad de por vida. El primer abad que se elige no es Bernardo, que prefiere quedar al margen y que hace valer sus graves problemas en la vista, sino Patricio. Los dos años siguientes serán elegidos Ambrosio y Simón de Tura. En septiembre de 1322, no obstante, Bernardo Tolomei aceptará el cargo de abad a instancia de sus hermanos, siendo constantemente reelegido año tras año.
Las jornadas monásticas se reparten entre el canto del Oficio Divino, el trabajo manual, que ocupa un lugar importante entre los nuevos monjes, y la lectura. La construcción de la iglesia y del monasterio resulta un trabajo penoso, ya que los hermanos deben cocer los ladrillos en un horno. Se dedican también al cultivo de la viña y a otras labores agrícolas destinadas a alimentar a la comunidad. El abad vela especialmente por el ambiente de silencio, incluso en los sitios donde se trabaja. La pobreza queda de manifiesto por la manera de vestir, las comidas y las camas, que no son más que sacos rellenos de paja. Pero ese régimen monástico no es más que una copia de las condiciones de vida de los pobres de la época.
La enseñanza espiritual de Bernardo Tolomei, tras su elección como abad, pone de manifiesto la virtud de la humildad, que en la vida del monje ocupa un lugar de privilegio. Su conversión personal a la vida monástica lo ha conducido a las antípodas de los valores que se ensalzan en el mundo. En su correspondencia puede leerse que atesorar las virtudes sin humildad viene a ser como tirar polvo al viento. Pero también recuerda que la madre de la humildad es la caridad, y que solamente Cristo puede conceder esta última. Así pues, importa por encima de todo adherirse a Cristo, que da en abundancia. La caridad se pone especialmente en práctica en el «santísimo amor de la comunidad», que Bernardo practica en un grado especial, prestando atención a cada uno de sus hermanos, sobre todo a los más jóvenes; gobierna como padre de familia, consciente a la vez de sus responsabilidades y límites, confiando en la asistencia del Espíritu Santo que se manifiesta principalmente mediante el consejo de los hermanos reunidos en capítulo. Las cartas que envía las firma así: «Hermano Bernardo abad, aunque indigno, del monasterio de Santa María de Monte Oliveto».
La conservación de la unidad
Muy pronto, impresionados por el fervor de los nue- vos monjes, obispos o señores laicos piden fundaciones. La primera tiene lugar en Siena a partir de 1322. Unos veinte años más tarde llegarán a ser diez, normalmente situadas cerca de las ciudades y a veces completamente aisladas en el campo. Para conservar la cohesión de una unidad orgánica, la nueva familia monástica que crece rápidamente, los monjes consideran que se trata de un único monasterio que se expande en diversos lugares, de forma que cada uno permanece unido y sometido a la casa madre como los miembros lo están a la cabeza, hasta el punto de formar un solo cuerpo. En dicha institución hay un único abad, el de Monte Oliveto, y las demás comunidades son gobernadas por priores; además, éstas añadirán a su nombre el de Monte Oliveto, de manera que el monasterio de Siena se dirá, por ejemplo, «San Benito de Monte Oliveto de Siena». El capítulo general reúne todos los años, alrededor de la comunidad de Monte Oliveto, al prior y a dos delegados de cada fundación. El abad comienza presentando su dimisión, y a continuación todos se disponen a escuchar al Espíritu Santo para tomar el pulso a la vida de la Congregación. Una vez elegido o reelegido el abad, es él quien preside el capítulo y nombra a los priores y responsables de los principales oficios de cada casa. Entre dos capítulos, el abad visita los diferentes monasterios o manda que un delegado vaya a visitarlos. Para asumir sus responsabilidades, el abad debe pues realizar numerosos viajes, y a Bernardo Tolomei le cuesta ciertamente abandonar su soledad. Por añadidura, debe llevar el peso de la correspondencia con los bienhechores y los solicitantes, y además, evidentemente, cuidar paternalmente a los hermanos. Con objeto de obtener la aprobación de su familia monástica, el santo envía a dos delegados al Papa francés Clemente VI, también él monje benedictino, que reside en Aviñón. El 21 de enero de 1344, el Papa concede las peticiones formuladas en la súplica de Bernardo. Se trata del acta oficial de nacimiento de esa Congregación, que en esos momentos está formada por 160 monjes repartidos entre el monasterio de Monte Oliveto y diez fundaciones.
Al llegar a una edad avanzada, Bernardo aspira a retirarse del gobierno, pero el 4 de mayo de 1347, el capítulo general lo elige de nuevo, «teniendo plena confianza en que, a causa de su santidad, no se separaría de la voluntad de Dios ni de la salvación de las almas de sus hermanos e hijos»; es un precioso testimonio que nos han dejado sus contemporáneos.
A principios de 1348, la peste negra, que golpeará a toda Europa, se extiende a una velocidad de vértigo por todo el norte de Italia. El miedo al contagio deriva en el abandono de los enfermos: «El desastre —escribe un autor contemporáneo— había provocado tanto horror en el corazón de los hombres y mujeres que el hermano abandonaba al hermano, el tío al sobrino, la hermana al hermano, e incluso la mujer al marido. Y algo que es más fuerte y apenas creíble, que los padres y madres, como si sus hijos ya no les pertenecieran, evitaban ir a verlos y ayudarlos». Ante semejante calamidad, Bernardo Tolomei, lejos de ponerse a salvo del contagio, deja la soledad de Monte Oliveto y se dirige al monasterio de Siena, donde sus monjes están más expuestos, para asegurarles el socorro de su presencia y de su asistencia espiritual. Parece ser que con ellos se ocupa igualmente de los enfermos aislados o abandonados por la ciudad. Sin embargo, contrae a su vez la enfermedad. El 20 de agosto, rodeado de algunos hermanos supervivientes, y dirigiéndose con toda su fe hacia su Señor cuya presencia nota a su lado junto a su gloriosa Madre, entrega el alma a Dios. Su cuerpo, sepultado rápidamente a causa del contagio, nunca ha sido encontrado, como si el santo quisiera decirnos que no hay que volver el rostro hacia él, sino hacia Cristo.
La familia monástica del santo es alcanzada gravemente por la plaga, ya que 80 hermanos fallecen al mismo tiempo que su padre, es decir, aproximadamente la mitad del efectivo total. No obstante, es tanta su vitalidad que en unos doce años se recompone y continúa su desarrollo. En la actualidad, está presente más allá de las fronteras de Italia, hasta Corea, Hawai y Ghana, lo que ha modificado su organización aunque no ha afectado a la profunda comunión de sus miembros, heredada de los orígenes. Está igualmente abierta a diferentes formas de presencia femenina, sobre todo gracias a santa Francisca Romana (1384-1440).
Reforzar el hombre interior
Bernardo Tolomei fue canonizado el 26 de abril de 2009 por el Papa Benedicto XVI. Su vida nos recuerda un mensaje esencial enseñado ya por san Pablo (Ef 3, 16) y retomado por el Santo Padre: «El hombre interior debe fortalecerse; es un imperativo muy apropiado para nuestro tiempo, en el que con mucha frecuencia los hombres se quedan interiormente vacíos y, por tanto, deben recurrir a promesas y narcóticos, que luego tienen como consecuencia un aumento ulterior del sentido de vacío en su interior. El vacío interior, la debilidad del hombre interior, es uno de los grandes problemas de nuestro tiempo. Es preciso fortalecer la interioridad, la «perceptividad» del corazón, la capacidad de ver y comprender el mundo y al hombre desde dentro, con el corazón. Necesitamos una razón iluminada por el corazón, para aprender a obrar según la verdad en la caridad. Ahora bien, esto no se realiza sin una relación íntima con Dios, sin la vida de oración. Necesitamos el encuentro con Dios, que se nos da en los sacramentos. Y no podemos hablar a Dios en la oración si no dejamos que hable antes Él mismo, si no lo escuchamos en la Palabra que nos ha dado» (Homilía de la clausura del año consagrado a san Pablo, 28 de junio de 2009).
Pidamos al Señor que nos ayude a reconocer la amplitud de su amor. ¡Que Cristo more en nuestros corazones y haga de nosotros hombres nuevos, testigos de la verdad en la caridad!
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